LIBRO COMPLETO
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INTRODUCCIÓN

Quisiera referirme brevemente al material incluido en esta edición. Lo haré siguiendo el orden en que los guiones aparecen ordenados en el libro. Pienso que algunos de estos comentarios pueden ser de interés del lector, sobre todo de aquéllos que quieren iniciarse en este oficio.

Comencé a escribir el guión de LA REVOLUCIÓN. Fragmentos hace ocho o nueve años. La idea surgió de haber leído un pequeño recuadro en una revista estudiantil donde se daba cuenta de la historia de amor y desdicha de una mujer en tiempos de la Revolución de Mayo. Tal vez, en esas tres o cuatro palabras era donde se hallaba encerrado el motivo cifrado que me llevó a escribir este guión basado en esa historia real. A esta motivación afectiva se le agregó el deseo conciente, albergado desde hacía tiempo, de repasar y comparar el pasado y el presente de las revoluciones en nuestro continente.
Terminada una primera versión, el guión quedó en reposo con la idea de seguir trabajándolo más adelante, como usualmente hago con todos mis guiones. Pero vino la crisis del 2001 y el proyecto quedó archivado en un cajón de mi mesa de trabajo.
Al poco tiempo, cuando establecí una relación de cierta afinidad con Vive TV y la Cinemateca Nacional de Venezuela, se presentó la posibilidad de encarar una coproducción sobre la base de ese guión, pero adaptado. Había estado ya varias veces en Venezuela colaborando con el desarrollo de la televisión comunitaria y con la capacitación de jóvenes realizadores. También había recorrido buena parte de ese país y, particularmente, los barrios populares asentados en los cerros que rodean Caracas. Allí descubrí que, más allá de la caracterización que pueda hacerse de su gobierno, el pueblo venezolano está dispuesto a sostener con todas sus fuerzas la revolución que puso en movimiento. Entonces, me puse a trabajar con entusiasmo en ajustar el guión a esa propuesta de coproducción, para hacer factible su realización. Sin embargo, hoy por hoy el proyecto se encuentra detenido a la espera de condiciones más oportunas: los venezolanos tenían, y tienen, muchas otras urgencias.
Se publica aquí el guión original de LA REVOLUCIÓN. Fragmentos, a la espera que pueda al fin concretarse en una película. Si eso no puede ser, al menos que pueda leerse, que es otra forma de ver la luz.

El guión de Los últimos surgió de una idea que se me cruzó por la cabeza viajando en tren desde Constitución a Lomas de Zamora. Para esa época, hace más de diez años, dictaba clases en la escuela de cine de Lomas. En uno de esos viajes, un sábado en que tenía que evaluar la realización de un trabajo práctico, con el tren medio vacío, entró al vagón un muchacho con ropa militar ofreciendo calcomanías. Cuando la recibí, leí que decía “Las Malvinas son argentinas”. Era un ex- combatiente. Vi en su mirada, no sé bien qué, pero fue algo que me conmovió hasta las lágrimas. En el viaje de vuelta, imaginé una historia, la de ese muchacho, y la de muchos otros. Cuando llegué a mi casa, llamé a Diego Ceballos y Damián Barrera, dos ex alumnos, y les propuse empezar a trabajar sobre esa idea para realizar un largometraje. También llamé a dos actores con los que había trabajado en el piloto de un policial –El pasaporte– para incorporarlos al proyecto. Al poco tiempo, trabajamos con ellos improvisaciones alrededor de situaciones que para ese momento ya había bocetado en el papel, mientras Diego y Damián me ayudaban a guionarlas, si resultaban fructíferas. Durante el trabajo de improvisación, se fueron incorporando más actores, entre ellos Mosquito Sancinetto y Daniel Rivera, que luego tendrían papeles fundamentales en el film, junto a Edgardo Fons. De esa manera, con esa metodología, se armó la primera versión del guión. Sobre esa base, trabajé los diálogos y ajusté el desarrollo narrativo. Ese guión quedó en reposo, como me gusta decir, mucho tiempo. Había que esperar para realizarlo. Cuando apareció la posibilidad cierta de producir el film, completé la puesta en escena para el libro cinematográfico con el aporte de Diego Ceballos y de Damián Barrera, quien sería mi asistente de dirección en el rodaje, y Claudio Beiza, quien diseñó la fotografía a partir de una propuesta estética que incluía la textura de video para la imagen, en concordancia con el soporte con que fueron vistas por los potenciales espectadores todas las imágenes referidas a Malvinas. Terminado el rodaje, hubo que esperar para avanzar en la compaginación. Y una vez terminada la película, otra vez hubo que esperar.
Mientras con Damián reescribimos el guión para adaptarlo a su publicación, tengo la esperanza que a la hora que esté publicado, los últimos puedan vivir en la pantalla del cine y en el corazón de los espectadores.

El guión de Los ojos cerrados de América Latina se fue construyendo, pero no a medida que lo registrábamos; después de tantos años, ya habíamos dejado de lado ese vicio de principiantes. Se fue construyendo a medida que nos involucrábamos en el tema. Ya habíamos realizado Que viva Gualeguaychú, donde descubrimos que allí donde los noticieros veían un corte de ruta, en realidad había… una asamblea ciudadana. Es decir, una forma inédita de sociabilidad, esbozada en años anteriores, durante la crisis. Y donde los ambientalistas veían contaminación, en realidad había también destrucción de fuerzas productivas y saqueo de recursos naturales.
Luego, ampliando nuestra mirada al resto del país, realizamos Las venas vacías. Ahí fue cuando re-descubrimos el libro de Galeano Las venas abiertas de América Latina, donde ya estaba escrito lo que cuarenta años después terminaría por concretarse en una realidad trágica para nuestros pueblos, es decir, el saqueo. Pero también descubrimos a Jorge Rulli y a Pablo Bergel. Uno y otro, desde distintas vertientes, nos condujeron a vislumbrar las causas profundas de este nuevo proceso ligado a la globalización y en el que al saqueo se le pegó, como su otra cara indisoluble, la contaminación. Y nos ayudaron a comprender el rol de los estados nacionales como engranajes necesarios para concretar los planes de saqueo de los recursos naturales. También escuchamos a Ana Esther Ceceña y Fernando Buen Abad, ambos mexicanos, que nos sacaron de los estrechos límites de la cuestión nacional para mostrarnos la realidad de Latinoamérica como un conjunto indivisible frente a los planes de las trasnacionales para toda la región.
Y comenzamos a avanzar por ese camino, sin olvidarnos del aporte que ya Pablo Bergel nos había hecho en Que viva Gualeguaychú sobre el sentido profundo de los movimientos sociales en los procesos de resistencia frente a los embates del neoliberalismo y la globalización colonial.
Por otra parte, el Movimiento de Documentalistas, con la organización del Festival Tres Continentes, nos había dado la posibilidad de ver en imágenes las realidades comunes con otros países de América Latina, que ya habíamos empezado a captar desde lo conceptual.
Así que el rompecabezas se fue armando. Vimos que todo estaba encadenado: el pasado con el presente, el saqueo y la contaminación, el estado colonial y las asambleas ciudadanas, la agresión y la resistencia. Sólo faltaba ordenarlo narrativamente en un hilo que llevara de la mano de los textos de Galeano, del pasado al presente; de la mano de Rulli, del saqueo a la contaminación; de la mano de Bergel, de la impotencia y complicidad de los estados a la resistencia social; de la mano de los compañeros latinoamericanos, de lo nacional a lo continental.
Pero había que mostrar, no sólo a los especialistas, sino fundamentalmente a los pueblos y sus movimientos sociales movilizándose y luchando en acto, no sólo en palabras. Y había que hacerlo a lo largo de diez países. Entonces pedimos ayuda. Basados en que frente a realidades comunes siempre aparecen respuestas comunes y a agresiones comunes, solidaridades comunes, contactamos a otros realizadores latinoamericanos a través de la red del Movimiento de Documentalistas para que nos enviaran material audiovisual que reflejaran las luchas de sus pueblos. Y, por supuesto, recibimos esa ayuda. Así pudimos contar con testimonios, asambleas y movilizaciones de los pobladores de Choropampa en Perú, Río Negro en Guatemala, San Salvador Atenco en México, etc, etc…
El guión ya estaba escrito, sólo faltaba ponerlo en caracteres negros impresos sobre una hoja en blanco para que nos sirviera de guía en nuestro trabajo de realización. No olvidamos que guión es una guía grande.

La idea de escribir el guión de Los Condenados surgió como un desafío. ¿Se podría escribir un guión del género western que sucediera no en las praderas del oeste norteamericano, sino en las pampas argentinas?
Tratando, por supuesto, de respetar todas las reglas del género y, al mismo tiempo, no la verdad, pero sí la verosimilitud histórica y cultural de nuestras pampas. Sin dejar de lado, además, lo que ya habían puesto de manifiesto Clint Eastwood en Los imperdonables y Kevin Costner en Danza con lobos, y es que ya no puede haber un film de este género que se precie de ser un buen film y no se involucre con la realidad social o política del lugar y la época en las que se desarrolla su historia.
Entonces, me puse a profundizar el estudio del género y, como una de las características básicas del género es la frontera, aunque no sólo en el sentido geográfico de la palabra, al mismo tiempo me puse a leer sobre la realidad de la frontera sur de la provincia de Buenos Aires entre 1860 y 1880. La razón de esa elección fue que vi esos años como una época de transición, o también de frontera, si se quiere, muy conveniente a los propósitos del incipiente proyecto.
Luego comencé a imaginarme una historia posible cruzando las reglas del género con la realidad de la frontera sur en ese período. Y también a diseñar personajes verosímiles en el contexto histórico y geográfico elegido, que incluyera aspectos culturales y sociales concordantes con los rasgos típicos de los personajes del género.
Así armé la base de la historia, boceté una trama general de relaciones y diseñé los personajes centrales en función de esa historia y de un conjunto de características y motivaciones particulares para cada uno de ellos.
Con estas coordenadas, convoqué a Guillermo Fernández Morán y juntos completamos el desarrollo del argumento, es decir la manera en que el espectador daría cuenta de la historia, y escribimos la puesta en escena del argumento, es decir el libro cinematográfico. Así se concluyó la primera versión. Luego escribí una segunda versión adaptada para facilitar las posibilidades de su producción, que al fin nunca se concretó. El resultado está en el guión. Pero el proceso de escribirlo fue donde estuvo el verdadero resultado para nosotros: aprendimos muchísimo del género, de la historia de nuestra patria y de nosotros mismos.

El guión de Carta a Julio Verne, fue casi el mismo caso que el del western, pero con el género de aventuras, agregando el desafío de intentar la adaptación de una novela como La isla misteriosa, de Julio Verne.
Luego de leer varias veces, desde distintos ángulos, la novela que me había deleitado en mi infancia, comencé a trabajar en las bases de la adaptación. Con el objeto de acercar la historia a los espectadores locales, diseñé un personaje puente entre el espectador y los personajes de la novela. Así, el personaje que vive la aventura en la novela original siendo un adolescente sería el que en la adaptación relataría, siendo ya un hombre, en una carta a Julio Verne, una aventura vivida por él en su adolescencia. Obviamente, la historia que le cuenta a Julio Verne es la que en realidad éste escribió en su novela. Esa carta serviría, además, como recurso narrativo para describir el comienzo de la aventura y para anunciar y describir su final. También serviría para realizar una libre selección de las situaciones secundarias y motivos libres de la novela, lo que facilitaría su adaptación.
Por lo demás, todos los personajes, cambiados sus nombres y orígenes, son los mismos que en la novela, así como el desarrollo general de la historia, manteniendo el tono ingenuo y optimista con que Verne la escribió. Esto último decidí respetarlo a pie juntillas, dado que pienso que ese “tono”, que por supuesto también incluye motivaciones, objetivos y preferencias compartidas con el autor de la obra original, es lo único realmente primordial a respetar en la escritura de una adaptación.
Baste decir que incorporé en la línea de relato del hombre que escribe la carta, una pequeña historia de amor porque, a pesar de don Julio Verne, eso no podía faltar, así fuera un guión de aventuras.
Para la escritura de algunas de las escenas del libro cinematográfico me ayudó otra vez Guillermo Fernández Morán, quien de haber sido un alumno pasó a ser un colega con la misma entrega y la misma humildad de siempre.

El guión de La batalla final es la adaptación y reescritura en curso de una historia que escribí hace más de veinte años, que se llamaba Más allá del fin del mundo. El género es el de ciencia ficción y, al igual que en los dos casos anteriores, se trata de desarrollar los tópicos del género sobre una plataforma local lo más cercana posible al espectador.
Pero en este caso, no se trata de un desafío, sino de una necesidad visceral de hablar de lo que imaginamos será el futuro del mundo y de lo que tendrá que ser el futuro de nosotros mismos como pueblo y como comunidad. Esa es la base conceptual de la historia.
La trama estará hilada por un largo viaje desde le espacio cósmico hasta las profundidades de la tierra y la emergencia postrera a la superficie de la naturaleza para dar una batalla agónica y final.
En este caso, particularmente, la idea es relevar y seleccionar los recursos cinematográficos necesarios y suficientes para hacer factible la producción y realización del film en las condiciones de una industria cinematográfica escuálida como la nuestra.
Trabajo doble pero imprescindible a la hora de pensar, diseñar y escribir un guión no como un desafío sino como una necesidad. Así pensamos los guiones de “Los últimos” y de “Los ojos cerrados de América Latina”. Y ambos fueron concretados en sendos filmes.

El guión en construcción, que seguramente estará terminado cuando este libro se publique, de la miniserie Tras los muros de Mayo surgió de la posibilidad de trabajar sobre algún tema relacionado con el bicentenario.
A partir de allí, comencé a pensar en lo que no quería hacer. Y primero que nada no quería poner en escena estatuas vivientes de próceres diciendo discursos grandilocuentes. En segundo lugar, no quería trabajar sobre una Revolución de Mayo como si hubiese sido un paseo en la lluvia de una buena y simpática gente guarecida bajo los paraguas. Y en tercer lugar, y fundamental, no quería que la Revolución de Mayo apareciera como obra de la casualidad y menos como la obra de algunos pocos próceres.
Entonces, lo que propuse y me propuse fue muy preciso: el tema sería la Revolución de Mayo como proceso y como acto revolucionario. Y me empezó a gustar.
Pero, la verdad, lo que más me entusiasmó y que me hizo ponerme a trabajar con pasión fue una idea que se me ocurrió, en parte para facilitar la producción y en parte para salir de los espacios históricos convertidos en lugares comunes de los sucesos de Mayo. Y esa idea fue la de pasar detrás de los muros y de ver de cerca y sin afectación el adentro y lo cotidiano de esas vidas envueltas en el proceso histórico más determinante de nuestra historia, aún sin ellos saberlo. Y a esto se agregó la idea de ver no sólo el adentro de algunos personajes que tenían visibilidad pública, sino también de la gente del pueblo, de los anónimos protagonistas de esos días.
Así que sobre esa base empecé a leer e investigar y recurrí a la ayuda de una joven historiadora que me aportó lo que la historia ya sabía sobre esos días. A mí me tocaba imaginar lo que faltaba.
Entonces, como la historia del afuera ya estaba contada por la ciencia histórica, mi primera tarea concreta fue bocetar, diseñar y construir personajes y una trama de relaciones que me permitieran desarrollar mi propia historia desde el interior de la revolución, desde su cotidianeidad, desde sus afectos y motivaciones personales, en fin, desde su humanidad.
Por último tengo que decir que la propuesta narrativa y dramática de este guión tiene como horizonte la televisión abierta y su lectura tiene que tener en cuenta todo el tiempo las características del medio por donde esta historia llegará a la gente. La televisión tiene sus reglas, pautas y requerimientos que uno puede tratar de mejorar o de superar; lo único que no puede hacer es ignorarlos.

Poco hay que decir de los proyectos para televisión por cable. La serie Testigo clave, de la que publicamos el primer capitulo, fue desarrollada para una productora importante, hace unos cuatro o cinco años.
Mi idea fue tomar sucesos resonantes de la realidad argentina de los últimos tiempos, que no fueron resueltos o fueron resueltos deficientemente, y ponerlos en un contexto de ficción para facilitar la presentación de los pormenores del caso y hacer más interesante su despliegue narrativo.
El proyecto nunca llegó a realizarse porque la empresa productora en definitiva no quiso comprometerse. Sin embargo, para Damián Barrera, con quien trabajé el primero de los guiones, y para mí mismo, fue un aprendizaje muy importante, tanto por lo que escribimos como por las razones por las cuales no pudimos continuar haciéndolo, al menos en este caso.

El guión de Paradero desconocido fue escrito para el piloto de una serie de ficción detectivesca con fines básicamente de entretenimiento. Pero la idea fue que, además, cada capítulo apelara al interés de los espectadores en desplegar sus inquietudes deductivas y darle rienda suelta a su inteligencia y perspicacia. Para ello pensé en casos con múltiples soluciones posibles, pero dejando de lado en el desarrollo de la investigación una de esas soluciones para que sea descubierta por los televidentes. El hilo conductor sería llevado por un investigador que compartiera con los televidentes las hipótesis desarrolladas en la investigación, así como la conclusión de su falsedad o duda razonable.
Este proyecto no fue considerado viable por la señal a la que le propusimos que accediera a la realización del piloto. Como en el caso anterior, para mí y para Guillermo Fernández Morán, con quien trabajamos en este guión, fue una muy buena experiencia de trabajo, sobre todo de trabajo en común.

Al cabo de tantos años, he convocado a discípulos, colegas y compañeros para consultarlos sobre los proyectos en marcha, para requerirles opinión, consejo y no pocas veces para pedirles ayuda. Gracias a todos ellos. Y también, a dos amigos del alma que siempre están ahí, dispuestos a darme una mano: Adolfo Colombres y Jorge Falcone.

Por fin, puedo decir que la mayor parte de los guiones que proyecté, diseñé o escribí nunca se realizaron y dudo mucho que alguna vez se realicen. Sin embargo, la satisfacción de la obra acabada me acompañó siempre, sobre todo en los momentos en que alguno de esos guiones se transformó en film. Porque siempre pensé que en este maravilloso oficio lo que parece que se pierde porque se queda en el papel, en realidad se gana porque se queda en uno como experiencia vivida, como movilización afectiva y crecimiento personal.
Tal vez, sólo tal vez, eso se pueda transformar en reconocimiento.
Lo que es seguro, es que me ayudó a vivir, lo que no es poco, creo.

A la compañera de mi vida, Susana.
Miguel Mirra, 21 de febrero de 2009.


LA REVOLUCIÓN
Fragmentos


Abre de negro. En el lugar de ascenso y descenso de pasajeros del Aeropuerto de Ezeiza, en Buenos Aires, el movimiento de personas es agitado y continuo. Una mujer, María, llega en un taxi. Desciende y entra al hall de partidas llevando una maleta pequeña color bordó. Se dirige a la fila para el chequeo de pasajes. Mientras espera, pasea la mirada a su alrededor, melancólica. Ya no es joven, pero sigue siendo muy bella. Junto al avión detenido, titilan las luces amarillas de los camiones de combustible. María, a punto de entrar en la manga, mira el cielo a través del ventanal de la sala de embarque, como despidiéndose. El carro remolque lleva el avión hacia atrás, hasta ponerlo en dirección a la pista. El avión levanta vuelo, dejando atrás a Buenos Aires.

María apoya la cabeza contra la ventanilla del avión y cierra los ojos. Se oye su voz, con un sutil acento caribeño:
–Cuando comencé a dejar Buenos Aires para regresar a Caracas, sabía que habría de escribir un libro. Necesitaba hacerlo. Y tenía dos ideas en la cabeza, pero dudaba a la hora de decidir a cuál de ellas dedicar mis primeros días en casa. (…)

María abre los ojos. Desde la ventanilla del avión se ve el mar y, de inmediato, el Aeropuerto de Maiquetía, en Venezuela.
–(…) La verdad, no sabía si escribir una novela histórica o una autobiografía.

María sale del aeropuerto y sube a un auto, cuyo chofer la ayuda con la maleta. El hombre lleva una gorra roja y una identificación colgada del cuello. Mientras, se oye la voz de María:
–Había salido de Venezuela con mis padres, perseguidos por pensar. Eran otros tiempos, y yo era muy joven. En Córdoba, Argentina, comencé mis estudios de medicina y viví mi primer amor…

El auto se desplaza por el viaducto a Caracas y empiezan a verse los cerros cubiertos de viviendas populares. María mira por la ventanilla y sus ojos empiezan a llenarse de lágrimas de emoción. Funde a negro.


Abre de negro. El sol se oculta en el poniente donde se despliegan grandes nubarrones. Desde la cima de una pequeña colina se divisa, allá abajo, un tupido monte de sauces. Los truenos que se acercan anuncian la tormenta. Una bandada de pájaros cruza el cielo. Empiezan a caer sobre las hojas gotas gruesas de lluvia. Un trueno poderoso desata una lluvia torrencial.

El hombre corre desesperado por el monte, bajo la lluvia. Viste uniforme militar azul, de principios del siglo diecinueve, hecho jirones, y lleva un sable e insignias de coronel. Es alto y fuerte, pero está exhausto, y vencido. Se oyen disparos y gritos. El hombre mira hacia atrás y sigue corriendo. Los gritos y los disparos se acercan, y los caballos al galope. Es una partida de unos diez hombres bien montados, llevan uniformes azules, morriones y sables de caballería. El coronel se apoya contra un árbol y se aprieta la pierna izquierda, que chorrea sangre. En la mano tiene una pistola de chispa. La lluvia le cae sobre el rostro. Respira agitado y jadea. Mira a los jinetes acercándose. Duda un instante y vuelve a correr. Se tropieza y cae en el barro. Se arrodilla y trata de pararse, pero no puede. El galope de los caballos se hace intenso. Intenta otra vez ponerse de pie. Con esfuerzo logra pararse, tambaleándose. Una voz le ordena hacer alto, y entonces mira a su alrededor con bronca, con rabia. Retrocede hasta recostarse contra un árbol.
–Coronel Larguía, ríndase –le grita el oficial al mando.
El coronel los mira con desprecio.
–Sus hombres fueron reducidos....
El hombre lleva la mirada hacia la nada, impotente
–Nada más entréguese –concluye, tajante, la voz.
Entonces, levanta la pistola muy despacio, pero con una firme determinación. Cuando está por apoyarla sobre su sien, recibe un culatazo en la cabeza que lo derriba.

Es de noche. Un carro de cuatro ruedas avanza por la huella despareja. Lo tiran dos caballos. En el pescante, va el hombre que los conduce, un carrero.
Una voz militar, lacónica y burocrática, se oye mientras tanto:
–Coronel Larguía, ha sido hallado culpable de rebelión y sedición. Por estos delitos le corresponde la pena capital. Debería ser fusilado. Pero este tribunal ...
En la caja del carro, el coronel, envuelto en un capote, mira hacia adelante, insondable.
–...atento a sus antecedentes, y a la enérgica mención hecha en su defensa por el general Belgrano, ha resuelto reconsiderar la pena.

El coronel, dormitando, mira hacia la huella. Se enrolla en el capote, como si sintiera frío. Martina, su mujer, le acomoda un poco más el capote. El coronel la mira de reojo y lleva su vista otra vez a la huella. Ella se queda mirándolo, resignada. El carrero silba una melodía norteña, con indolencia, mientras el carro se pierde en la penumbra de la noche levantando el fino polvo del camino de tierra. El polvo queda unos instantes en suspensión y luego cae.

El automóvil que trae a María desde el aeropuerto llega frente a una casa ubicada en una de las estribaciones de la Sierra del Ávila, que rodea a Caracas. Ella baja del auto y, mientras el chofer retira la maleta de la cajuela, mira hacia abajo. Allí se extiende la ciudad hasta donde alcanza la vista. Sus ojos vuelven a llenarse de lágrimas. Mientras, vuelve a oírse su voz:
–Una mañana de mayo, Córdoba amaneció en manos de los estudiantes que habían derrotado en las calles a la policía de la dictadura.
El chofer deja la maleta junto a la puerta de entrada. Abre la puerta y regresa hacia el vehículo de donde saca un maletín de cuero, como de médico, y lo va a dejar al lado de la maleta.
–Y allí fue donde conocí al hombre que marcaría mi vida para siempre. Para mal o para bien. ¿Quién sabe?
María respira hondo.
–Mañana en la mañana vengo a recogerla con el doctor Rivera, para llevarla hasta el barrio –le dice el chofer, mientras sube al auto.
–Gracias, los espero –responde ella, mientras gira para entrar a la casa.
El auto dobla en redondo y se aleja pendiente abajo hacia la ciudad. María toma la maleta y el maletín, entra a la casa y cierra la puerta.

El farol a gas de mercurio ilumina la calle de tierra con una luz mortecina y amarillenta. La casa es humilde, con paredes sin revocar. A través de una ventana se ve a un hombre de barba, de unos cuarenta años, que habla en una reunión. No se oye lo que dice, pero obviamente está dando una explicación cargada de entusiasmo. Los asistentes, hombres jóvenes, obreros en su mayoría, escuchan reconcentrados. En las paredes, hay un retrato del Che, fotografías de la guerra de Vietnam y varias páginas de un periódico político. En la otra pared, visible desde el exterior, hay un gran afiche con una foto emblemática de la época y una leyenda que dice: “Por otro Cordobazo”. En los vidrios de la ventana se refleja el paso de dos autos por el exterior de la casa, un Falcon y un Torino, a gran velocidad. De pronto se oyen frenadas, disparos y gritos.
–Salgan, zurdos de mierda, los vamos a reventar.
Los asistentes a la reunión se arremolinan. Varios se tiran al piso. Otros corren hacia una puerta al fondo de la habitación. Dos de ellos regresan, un obrero y un joven, y corren hacia la ventana armados con revólveres. Al mismo tiempo, suenan disparos, el vidrio se rompe y el obrero cae herido. El joven llega a la ventana y dispara hacia afuera, pero recibe una ráfaga de arma larga que impacta muy cerca y tiene que refugiarse hacia abajo. El hombre de barba, armado con un fusil Fal, entra acompañado de otro más joven y retiran al obrero herido, que sangra profusamente de un ojo. Por detrás, dos jóvenes cruzan armados hacia otra de las ventanas. Varios disparos impactan en la pared a sus espaldas. Uno de ellos retrocede agarrándose un brazo.
–Manuel –llama, dolorido–. Me dieron, Manuel.
El hombre de barba vuelve a entrar agazapado y le grita a los que están en la habitación.
–Vámonos, rápido, salgan por el baldío. ¡Rápido, carajo!
Luego se dirige al otro que había cruzado detrás de él hacia la ventana.
–Tony, cubrinos un par de minutos.

El joven se acerca y se parapeta, mientras el resto sale por una pequeña puerta lateral. Manuel aprieta el hombro del joven y gira para salir. Una ráfaga impacta muy cerca y el rebote de una bala le da en la cadera. El joven dispara hacia afuera, mientras Manuel sale renqueando y apretándose la herida con una mano.

Por el baldío, escapan los compañeros asistentes a la reunión. Por entre los yuyos altos, se ve el fondo de la casa. Manuel va detrás de ellos arrastrando la pierna. Les indica con ademanes por dónde ir. Luego se tira al suelo y comienza a regresar a la casa, visiblemente dolorido. Pero los dos autos de los fascistas rodean la casa y aparecen en la parte de atrás, visible desde el baldío. Manuel se frena y se aprieta contra el suelo. La puerta se abre y sacan a empujones al joven Tony. Manuel mira hacia donde va el resto y mira hacia la casa. Uno de los fascistas toma del pelo al joven.
–Para dónde rajaron, hijo de puta –lo interroga.
El joven niega con la cabeza. El fascista lo hace arrodillar y se retira. Inmediatamente otro de los fascistas le dispara una ráfaga que lo desploma violentamente hacia atrás. Uno de los fascistas señala el baldío y los autos giran para iluminarlo. Mientras los tipos empiezan a internarse en los yuyos, Manuel repta para escapar detrás del resto de sus compañeros. Sólo se ve el horizonte de matas y los asesinos que avanzan, silueteados por las luces de los autos. Manuel baja la cabeza para esconderla entre los yuyos.

Se oye el sonido de una ducha. María está en su casa, en Caracas. El baño se llena de vapor mientras ella se ducha detrás de una mampara. Entonces, se oye su voz:
–Había leído en un recuadro de una revista estudiantil la historia de amor y desdicha de una mujer en tiempos de la revolución de mayo. Y desde ese momento pensé en escribir una novela sobre su vida.
El agua se desliza por el rostro de María, que recibe el agua con los ojos cerrados.
–Era en más de un sentido tan parecida a mi propia historia… Por eso quizás dudo hoy entre escribir una parábola histórica o una narración autobiográfica.

En el dormitorio, sobre la cama, desarma la pequeña maleta con la que ha llegado. Adentro hay poca cosa. Alguna ropa, un par de libros y un retrato. Lo toma, lo mira y pasa su dedo índice por el vidrio, como acariciándolo. Luego, lo deja sobre la mesa de noche. El de la foto es Manuel, el hombre que escapó de la emboscada de los fascistas.
–¿Y por qué tengo que escribir ahora sobre una o la otra? ¿Es necesario que me refiera al pasado, que busque allí explicaciones, o es sólo una manera de eludir el presente? No lo sé.

María está sentada a una mesa. A través de la ventana, puede escucharse una salsa venezolana. Frente a ella, sobre la mesa, hay lápices de colores, lapiceras y una pila de hojas en blanco. María mira por la ventana, pensativa.
–Las revoluciones son grandes devoradoras de hombres, y de mujeres también. Pero esa mujer no se dio por vencida.
Vuelve la mirada, toma una lapicera, respira hondo y acerca una de las hojas para ponerla frente a sí. Vuelve a mirar por la ventana, sólo un instante, y escribe.

La tristeza

Los faros de un vehículo iluminan un camino de tierra. Es una camioneta Ford 64, medio desvencijada, que avanza de noche por la huella despareja. La conduce un paisano, un hombre de campo, de facciones duras y manos callosas. Sentado contra la otra ventanilla, envuelto en una frazada, Manuel mira hacia adelante, insondable. En medio de los dos, una mujer (María, más joven) mira a Manuel, en silencio. Una voz familiar, paternalista y burocrática, se oye mientras tanto:
–Compañero Manuel: la dirección nacional y el tribunal de moral no quisieron condenarlo sin darle la oportunidad de reconsiderar su decisión de abandonar la lucha.
Un barquinazo parece despertar a Manuel, que mira hacia la huella que ha dejado la camioneta y se enrolla más en la frazada, como si sintiera frío. La mujer le ofrece una bufanda, pero él la rechaza con un corto movimiento de cabeza y lleva su vista otra vez al camino. Ella se queda mirándolo, resignada.
–Además, el compañero Joaquín ha decidido ofrecerse como garante de su lealtad. Sin embargo, por una cuestión de seguridad, resolvimos que por ahora quede confinado en un lugar seguro...
El paisano comienza a silbar una melodía norteña, con indolencia, mientras la camioneta se pierde en la penumbra del camino.

Es de día cuando el carro de cuatro ruedas se detiene. Los dos caballos muerden los frenos y estiran las riendas, babeando de cansancio. Las botas del coronel Larguía se apoyan en el suelo polvoriento. Alrededor, un paisaje desolado de espinillos calcinados por el sol.
–La orden es dejarlo acá –se justifica el carrero–. Tiene unas tres leguas hasta la finca. No se puede perder. Otro lugar donde ir, no hay.
El coronel rodea el carro y toma una maleta de la caja trasera. La mujer empieza a bajar, pero él la frena con un gesto brusco. Ella apoya su mano sobre la del hombre, que ya se dispone a bajar la maleta.
–Usted se vuelve, Martina –le ordena el coronel, denotando su origen porteño.
Ella retira la mano muy despacio, mirándolo a los ojos. Él le retira la mirada y baja la maleta. Mira la huella que se extiende hacia adelante y respira hondo.
–No se merece la vida que me espera. Vuelva con su familia –le dice.
De inmediato, empieza a caminar y ella lo mira irse, con tristeza. El coronel se aleja a paso firme, pero con un fuerte resabio de la herida en la pierna. Y no se inmuta cuando el carrero le informa medio a los gritos.
–Cada mes voy a venir a traerle algunas provisiones.

El coronel deja la valija en el piso, saca un pañuelo y se seca el sudor sin prestar atención a los gritos del carrero que se despide. Mete la mano en el bolsillo, saca una medalla de honor y la arroja a un costado, al polvo del camino. Vuelve a tomar la valija y sigue su camino. El carrero da un chicotazo con las riendas en el lomo de los caballos. Las ruedas comienzan a girar para retomar el camino de regreso.

El coronel, que camina por la huella polvorienta, percibe algo de pronto a sus espaldas. Se da vuelta, ve el carro alejarse, y a Martina parada en medio de la huella, mirándolo. El coronel menea la cabeza, contrariado, y va a decir algo, pero no lo dice. Gira sobre sus talones y vuelve a emprender la marcha.

La mano de Martina recoge la medalla y le sacude el polvo. La guarda en el bolsillo del abrigo y comienza a caminar. Se ve entonces una vasta planicie reseca castigada por el sol, ya alto en el horizonte. En la huella que se pierde, allá lejos, entre un monte de espinillos, pequeño en el paisaje, el coronel camina con su valija y su renquera. Y tras él, a distancia, ella, que lo sigue.

El paraje está desolado. Los pasos de Manuel avanzan uno o dos metros y se detienen. Un bolso marinero se apoya sobre la tierra agrietada por la seca. Su mano, que baja sobre la pierna, sostiene una gorra llena de polvo. Allí no hay más que una vieja casa de adobe medio derruida en medio del desierto. Algún espinillo aquí y allá, un pozo con el brocal destruido, la roldana oxidada y la soga carcomida y rota. Más cerca, los restos de lo que fuera un portal, y una tapia derrumbada. Manuel baja el cierre de su campera de cuero y pasea su mirada por el lugar con una sonrisa irónica, y triste. Por detrás de él aparece la mujer, que se le acerca y se detiene a sus espaldas, algo a la derecha, como un lugarteniente.

Atardece en el monte desierto. Manuel está sentado sobre la bolsa, con las piernas abiertas y los codos apoyados sobre las rodillas. Tiene la mirada clavada en la tierra frente a sí, y parece meditar. La mujer, que se ha recogido el cabello, sale de la casa con un cubo de madera agrietada en la mano. Manuel la mira por sobre el hombro cuando ella deja el cubo en el suelo. Baja la vista al piso un instante y luego vuelve a mirar hacia la puerta de la casa, donde estaba la mujer, pero sólo ha quedado el cubo.

Manuel, llevando el cubo, camina, cansino, y se acerca al brocal del pozo. Deja el cubo en el suelo y mira hacia adentro. Desaparece un instante por detrás del brocal y reaparece con un terrón en la mano. Lo arroja dentro del hueco y a los pocos instantes se oye el ruido sordo del terrón que pega contra el fondo seco del pozo.

El grito de un chimango resuena en el paisaje abigarrado de arbustos espinosos. Una culebra se arrastra por el polvo dejando una huella sinuosa tras de sí, y desaparece entre unos matojos.

Se ha hecho la noche y el coronel Larguía y Martina están dentro de la casa, sentados frente a frente a una mesa de madera, algo desvencijada. Entre ambos, una vela encendida y dos toscos vasos de madera. El coronel parte con las manos un trozo de pan y lo pone frente a la mujer, que lo toma y empieza a comer. El coronel, sin mirarla, desengancha del cinturón una cantimplora y le sirve abundante agua. Luego comienza a llenar su vaso, pero muy pronto la cantimplora se vacía. Sin darle importancia, corta otro trozo de pan y empieza a comer él también. Ella, entonces, toma su vaso y echa parte de su agua en el vaso del coronel. Después, siguen comiendo, en silencio.

Por la mañana, inclinada sobre el brocal del pozo, ella mira hacia adentro. Se oyen los ruidos de una pala que escarba en la tierra dura del fondo.
–Voy a escribirle al gobierno –dice ella, fuerte, hacia abajo, con un dejo caribeño–. No pueden tratarlo así. Voy a hacer valer su medalla, y sus heridas.
De repente, la soga que cuelga de la roldana se agita con insistencia. La mujer tira de la cuerda y empieza a subir algo pesado. Al cabo de varios tirones aparece el cubo cargado con tierra reseca. Ella va a seguir hablando, pero se detiene. Saca un terrón, lo observa, y lo desgrana entre los dedos, decepcionada. Luego mira otra vez hacia adentro.
–Voy a pedir clemencia... Y usted pare con su orgullo… ¿O no se da cuenta que se ha quedado lisiado?
Apenas termina de hablar, se tapa la boca, arrepentida.

El coronel aparece trepando desde abajo. Se afirma en el brocal, sale del pozo y se para frente a ella, furioso. Levanta la mano para pegarle una bofetada de revés en la cara. Pero su brazo se detiene en el aire temblando de ira. Ella suelta la cuerda, asustada. El cubo cae de su mano y hace un fuerte estrépito contra el fondo vacío del pozo. El coronel sostiene su mano un instante. La mujer no emite sonido alguno. Se queda inmóvil y mira al suelo. El coronel recoge la mano y mira al cielo. Respira hondo. Luego toma su chaqueta, ya sin enojo, como con desgano.
–No tiene agua –le dice a la mujer, al pasar, y se va para la casa.
Ella lo mira irse, y quiere llorar, pero no llora.

Al mediodía, un cubo se apoya frente a la puerta de la casa. El golpe contra el piso hace que se vuelque un poco de agua. Martina sale a la puerta de la casa y ve el cubo. Luego levanta la vista. Frente a sí tiene una anciana india que le hace un leve gesto, a modo de saludo, y de inmediato se da media vuelta para alejarse hacia el monte de espinillos por detrás de la casa.

A la siesta, el coronel está tirado boca arriba sobre un camastro con el antebrazo apoyado en la frente. La mujer se acerca con un vaso con agua en la mano y se lo ofrece. El coronel se incorpora, toma el vaso sin mirarla y bebe con fruición. Luego le devuelve el vaso. Ella se da vuelta para salir y Manuel la mira alejarse, triste.
–Martina –la llama, entonces, con suavidad.
Ella se detiene justo en la puerta, y lo mira.
–No estoy lisiado –agrega con ternura, pero con firmeza–. Yo estoy rengo nomás. Los lisiados son ellos.
Ella parece aceptar la disculpa en silencio, esboza una sonrisa leve y sale.

Cuando empieza a caer la tarde, Martina camina por el monte de espinillos, en la misma dirección en que se fue la vieja india. Se detiene en un claro, busca con la mirada y avanza resuelta hacia una enramada. El humo del interior se filtra y escapa entre las rendijas.

Martina abre un paño de arpillera que oficia de puerta y entra dejando que el paño se cierre tras de sí. La anciana india fuma un cigarro armado con hojas de chala, frente al fuego. Martina se acerca un poco y le ofrece una moneda. La anciana abre la mano y deja que Martina ponga la moneda sobre su palma callosa. Luego mira la moneda, pero no levanta la vista.
–El agua no se niega, ni se vende... –le dice.
Y estira su mano para devolverle la moneda, que Martina recibe, avergonzada.
–...como el alma, como la tierra –concluye la anciana y pita el chala.
Martina se queda mirándola. Va a decirle algo, pero se arrepiente. Enseguida vuelve a intentar hablarle, pero la vieja mira el fuego, ajena a su presencia.
–Yo nací en Nueva Granada, pero vivo en Buenos Aires... –le dice Martina, con ánimo de quedarse.
La vieja levanta la vista sin levantar la cara, y la mira, algo fastidiada. Martina, entonces, se encoge de hombros.
–Mejor vuelvo otro día –le dice a la vieja, abre el paño y sale.

Las sombras de la tarde ya se alargan en el monte, y el coronel camina por el patio, como reconociendo el lugar. Vuelve a acercarse al pozo y mira hacia adentro. Después va hacia un costado de la casa, donde hay un horno de barro que tiene un lado desmoronado. Mira adentro, pasa la mano por encima de la bóveda agrietada y, sin más, se dirige al patio de atrás. Allí encuentra los restos de un cobertizo que, por los tientos que cuelgan, sirvió alguna vez para albergar los caballos, y nada más. Vuelve al patio de adelante y, con las manos en los bolsillos, se dirige al portal. Cuando llega, se da vuelta y mira desde allí hacia la casa. Vuelve a girar y mira hacia el monte. Mira al cielo y regresa, con la cabeza baja. Al caminar, levanta el polvo con la punta de la botas, con tedio.

María vacía el bolso marinero sobre el camastro, iluminada sólo con la llama de una vela sobre el borde de un banco tosco. Saca de allí una radio portátil y la enciende. Sólo se oye interferencia, entonces la apaga y la vuelve a poner dentro del bolso. Después, lo va a dejar en un rincón oscuro de la habitación y enseguida vuelve a revisar la poca ropa de ambos que ha traído. La acomoda, sin prisa, sobre un estante precario de madera que hay afirmado a la pared con dos hierros en escuadra. Mientras tanto, Manuel, en la cocina, limpia con un trapo la tierra adherida al cristal de un candil. Cuando termina, lo arma con prolijidad y lo enciende con una vela que tiene a su lado, sobre la mesa. María llega a la cocina y se pone a acomodar ramas finas y secas sobre un fogón improvisado, para encender el fuego.
–Mañana voy a ponerme a trabajar en la casa –le dice Manuel.
María asiente con un gesto, mientras termina de acomodar la leña. Manuel se acerca con un pedacito de papel enrollado y encendido, y lo coloca bajo las ramas finas que se encienden crepitando. Pequeñas lenguas de fuego crecen y se multiplican entre los intersticios de la leña. Pronto, el fuego arde en la casa.

A la mañana temprano, en el patio, Manuel mezcla tierra con agua en el cubo de madera y amasa el barro apretándolo con los puños. Luego lleva el balde hasta el horno y se dedica a reparar el lado de la pared desmoronado, con esmero y paciencia. María se acerca a observarlo.
–Creo que está bien así –le dice Manuel, y espera la respuesta.
María sólo le responde con una sonrisa de aprobación. Manuel entonces menea la cabeza y sigue con su trabajo.
–Usted sabe, compañero… –se oye su voz.

Manuel, con las manos tomadas por detrás de la cintura, camina de un lado a otro de la cocina, mientras María escribe sobre la mesa desvencijada.
–…sabe muy bien –le dicta Manuel– que la comisión de moral fue presionada por la dirección para evitar el debate.
Manuel se para detrás de María y se inclina a observar lo que escribe. La lapicera se desliza con facilidad sobre el papel. María termina la frase y Manuel vuelve a caminar, para seguir con la carta.
–Sabe también que los verdaderos enemigos de la revolución son los que están sentados muy cómodos en sus sillones de los ministerios y los sindicatos. También sabe que no fui, ni seré nunca, un peligro para la organización...
Manuel, que se ha acercado a la ventana, hace una pausa y mira hacia afuera. María termina de escribir y espera la continuación de Manuel, que le ha dado la espalda. Pero Manuel no sigue con la carta, se queda callado, sin palabras.

En la casa, la vela ya no arde, pero Manuel no duerme. Acostado en el camastro sobre su lado, mira hacia la nada. María, a sus espaldas, extiende su brazo, rodea el pecho de Manuel y pone su mano dentro de la mano del hombre, que no se inmuta. Pero ella lo besa en la sien y entonces Manuel le aprieta la mano.

Bajo el sol de la mañana, con la chaqueta militar desabrochada y llena de polvo, parado con las piernas algo separadas y la cabeza erguida, el coronel observa la huella por donde se acerca el carro. Cuando está a pocos metros, el carrero tira con fuerza de las riendas para detener los caballos justo delante del coronel, que no se mueve del lugar. El hombre lo saluda, displicente, y suelta las riendas.
–Buenos días, no esperaba el honor... –le dice, en tono de broma.
–Hace dos días que estoy esperándolo –le responde con frialdad el coronel.
El carrero se apea y le tiende la mano. El coronel no le devuelve el saludo, pero como el carrero mantiene la mano tendida, al fin se la estrecha mientras agrega, ablandando el tono:
–Déjese de bobadas y baje las cosas. Tengo dos cartas para despachar.
El carrero asiente y, sin más, se pone a descargar los bultos de la caja del carro. El coronel controla la mercadería que el hombre estiba sin orden en medio de la huella. Cuando termina, el coronel le entrega dos rollitos de papel atados con una cinta.
–Esta se la lleva en mano al general Belgrano. Esta otra es para mi primo Simón. La lleva a la estafeta del puerto para despacharla de inmediato a puerto La Cruz, en Nueva Granada –le recomienda, y le ofrece dos monedas de plata.
El carrero acepta con un gesto y toma las monedas.
–¿Me trajo diarios de Buenos Aires? –pregunta de inmediato el coronel.
El carrero le responde sin mirarlo, mientras guarda las cartas en un bolsillo, debajo del poncho.
–No estoy autorizado, coronel... No se olvide que está confinado...
Pero al mismo tiempo le entrega sonriente y cómplice un atado con varios ejemplares de un diario que saca de abajo del pescante.

Por la noche, a la luz de un candil, en la cocina, el coronel extiende unas hojas de diario algo estrujadas, y comienza a leer. Mientras tanto, Martina saca las provisiones de las bolsas y las pone sobre una mesada de ladrillos.
–Hijos de putas. Son unos mal paridos –exclama, furioso, el coronel.
Tira el papel al suelo, golpea la mesa con el puño y se para. Levanta la vista al techo y se queda así unos instantes, para tranquilizarse. Cuando se afloja, mira a Martina que se ha acercado a levantar el papel, y trata de leerlo.
–Van a traicionar a la Banda Oriental –le dice el coronel, impotente.

En el monte, la noche es cerrada. Las llamas iluminan tenuemente el carro y los caballos. El carrero, envuelto en el poncho, sentado junto al fuego, mueve los leños con un hierro. Luego retuerce los extremos del papel de un cigarro armado y se lo pone en la boca. Saca de su bolsillo, debajo del poncho, los rollitos de papel que le dio el coronel y los acerca a las llamas hasta que se encienden. Con los rollos encendidos prende el cigarro, expulsa el humo y arroja el papel a las brazas donde terminan de quemarse, retorciéndose. Vuelve a ponerse el cigarro en la boca, acerca sus manos al fuego y las frota, una contra la otra, varias veces. Luego pone las palmas hacia el calor de las llamas.

El coronel no duerme. Está acostado en el camastro sobre su lado y mira hacia la nada. Martina, a sus espaldas, pasa su brazo rodeando el pecho del coronel y pone su mano dentro de la mano de él, que no se inmuta. Ella lo besa en la sien. El coronel, entonces, le aprieta la mano.

Por la mañana, envuelta en el humo, e iluminada por los haces de luz que penetran por entre las rendijas de la enramada, Martina está sentada frente a la vieja india.
–Casi no duerme, está muy enojado con el gobierno –le explica Martina.
–¿Y nada más por eso no duerme? –pregunta la india.
–No. No sé. Una vez me dijo que extrañaba los hijos que no tuvo.
–No le diste hijos… –pregunta, afirmando, la india.
–No. No... –le responde Martina, incómoda.
La india la mira, sin apuro. Martina no se anima, pero al fin habla:
–No soy yo. Porque... yo sí tuve un hijo, antes. Era muy joven. Apenas llegué de Nueva Granada. Él me aceptó con mi hijo. Pero después... no pudimos. Él sabe, porque nunca tuvo... Él lo quería mucho a mi hijito querido.
–Y dónde está tu hijo...
–Murió. En la batalla de Huaqui.
Martina lanza un sollozo casi silencioso. Mira al piso unos instantes y se recompone.
–Era alférez de artillería... no retrocedió a tiempo, dicen... por socorrer a su coronel... Al coronel Larguía... A mi Manuel...
–No hay remedio para eso, mujer. De rabia, mueren los perros –concluye la conversación la india.

El coronel camina, cansado, y sube la ladera de una loma sin vegetación. Cuando llega arriba, observa en derredor. Sólo ve otras lomas desérticas a un lado, y una planicie achaparrada al otro. Descorazonado, desciende con esfuerzo, fatigado. En una saliente se sienta a descansar. Mira el sol que cae a pico y se seca el sudor con un pañuelo polvoriento.

No ha pasado mucho tiempo y, de repente, la cortina de la enramada se abre y entra Manuel.
–¿Dónde hay agua? –le inquiere a la india.
La india lo mira sin inmutarse, toma con un cucharón de madera un poco de agua, de una vasija de barro, y se lo ofrece. Manuel, sorprendido, se queda mirándola. La india insiste con un gesto. Manuel se afloja, se saca el sombrero, toma el cucharón y se sienta en un tronco que oficia de banco. Pero no bebe. La india, entonces, le señala el cucharón de madera.
–En ese cuenco hay agua –le dice.
El coronel entiende. Hace un leve gesto con la cabeza, y entonces bebe. Luego le devuelve el cucharón. La india lo llena otra vez con agua de la vasija y se lo vuelve a ofrecer. El coronel, sin tapujos ahora, bebe, y deja que el agua le chorree por el cuello cuando se le escapa por la comisura de los labios.

Ya en la casa, a la noche, mientras Martina enciende el candil, el coronel, sentado a la mesa de la cocina, termina de armar un cigarrillo.
–No va a decírmelo –oye Martina la voz del coronel mientras lleva el candil hasta la mesa, donde él la espera con el cigarrillo en la boca.
–Saca el agua de alguna laguna, pero no va a decirme dónde está –agrega.
Después, enciende su cigarrillo con la llama del candil que Martina ha dejado frente a él, da una profunda pitada y arroja el humo.
–No dicen nada de sus cosas. No va a decirme de dónde trae el agua.
El coronel hace una pausa para volver a pitar, y continúa:
–Aunque le saque las uñas, no va a decirme de dónde trae el agua. La revolución no se diferencia, por ahora, para ellos, de la corona española, más que por el color del uniforme –termina el coronel.

En la casa, las paredes descascaradas del patio, y la ventana desvencijada de la cocina se tiñen del salmonado naranja del atardecer en el desierto. Se oyen truenos lejanos, mientras Martina descorre, desde el interior, la deshilachada cortina. Su mirada triste, cruzada por las líneas quebradas de un vidrio hecho añicos y sucio, se pierde allá lejos, en otro horizonte.

La Tierra

Es de noche y Manuel, pensativo, se tira en el camastro de tientos. La luz de una luna llena penetra por un ventanuco que hay en la pared, sobre el camastro, y lo tiñe de un blanco azulado, muy frío. Manuel gira la cabeza y una tenue luz rojiza le ilumina la cara. Entonces mira hacia la claridad que entra por la puerta entreabierta que da a la cocina, y ve a María. Iluminada por el candil, ella está de medio lado, sentada sobre un banquillo tosco de tres patas. Tiene el cabello recogido, el torso desnudo, el talle del vestido arrollado a la cintura, y la falda levantada descansando sobre los muslos abiertos. Manuel se asoma un poco, y estira el cuello, para verla mejor. María moja una tela blanca en una fuente con agua que tiene frente a sí, sobre otro banco. La escurre un poco retorciéndola con ambas manos y comienza a deslizarla por debajo de sus brazos, por los hombros, por la espalda, y por los pechos, todavía firmes. Manuel sonríe, y se estira un poquito más, muy despacio, con cuidado de no hacer ruido. María vuelve a mojar la tela blanca en la fuente, vuelve a estrujarla, la desliza naturalmente entre las piernas y con ella recorre el interior de los muslos. Un escalofrío le toma entonces todo el cuerpo, de repente. Se detiene al instante, se paraliza, tensa, con la boca abierta, sorprendida. María respira hondo, endereza la espalda, estira el cuello hacia arriba y levanta la cara hacia el techo. Cierra las piernas y las aprieta con fuerza, una contra la otra. Luego, lentamente, se afloja, suelta el aire, se inclina hacia adelante, apoya los antebrazos sobre los muslos desnudos y baja la cabeza. El pelo, recogido, se suelta y cae hacia abajo, tapándole el rostro.
Un trueno se oye, más cercano. Manuel se repliega sobre el centro del camastro, pone sus manos debajo de la nuca y mira el cielo por el ventanuco. Otro trueno preanuncia la lluvia, que de inmediato se oye caer sobre el techo y sobre las paredes de la casa. Manuel no se mueve, aun cuando las gotas que rebotan sobre los bordes exteriores del ventanuco penetran en el interior y le salpican la cara.

Martina levanta una fuente con agua del piso del patio, mojado por la lluvia. Varios recipientes de barro llenos con agua están esparcidos aquí y allá. Contenta, murmura una melodía infantil y vuelca el agua de la fuente en una tinaja. Luego va a recoger una vasija en la que una gota se descuelga todavía del techo inclinado de la galería. El coronel sale de la casa, mira al cielo, y respira hondo. Martina se acerca con una vasija y le arroja agua, mojándolo en la cara. Luego se ríe, como una adolescente y corre a esconderse detrás de una columna cercana. El coronel la mira, como sorprendido. Martina se asoma riéndose, esperando que él vaya a buscarla, pero el hombre se queda inmóvil, adormilado. Martina, entonces, algo turbada, se retira con pasos cortos hacia atrás y deja la vasija en el piso. Luego se da vuelta y corre, alejándose del patio. El coronel, entonces, se lleva una mano a la cara, se la frota, y sacude con fuerza la cabeza. Camina unos pasos, mete las manos en la boca de la tinaja y las llena con agua que se arroja sobre la cara. Luego gira y busca a Martina con la mirada, pero no la ve.

En el interior de la enramada, Martina mira a la india que, sentada frente a ella, expira por la boca el humo de una pipa.
–Se siente avergonzada, doña Martina. No tiene por qué. Las mujeres, indias o blancas, tenemos derecho, de vez en cuando, a sentirnos jóvenes, vivas.
Martina, con la punta de los dedos, se seca las lágrimas que han caído por sus mejillas. La india le ofrece la pipa, pero Martina duda en tomarla. La india insiste con un gesto, entonces Martina la acepta, lleva la boquilla a su boca y aspira el humo. Retira la pipa, sostiene la respiración un momento y luego expulsa el humo, muy despacio. Se queda un instante inmóvil y después sonríe, satisfecha. Devuelve la pipa a la india, que se la recibe, también con una sonrisa.
–Cuando era casi una niña –le cuenta Martina– un sirviente de la casa, un esclavo viejo, me daba a pitar un poquito de su pipa; a escondidas de tatita, claro. Tendría yo como doce o trece años. También en la cocina, con ellos, aprendí a beber un poquito de aguardiente de caña. A bailar, también, al tam-tam de los tambores. Ese negro viejo tenía un hijo: Cristóbal... De él era mi hijo mestizo muerto en Huaqui.
Martina hace una pausa. La india baja la vista y Martina sigue:
–Cristóbal tuvo que irse al campo. La culpa había sido mía porque lo dejaba que me enjabonara la espalda mientras me bañaba en el fuentón del cobertizo. A él no lo castigaron, pero no lo dejaron más en la casa. Cuando Buenos Aires se alzó contra los ingleses, se alistó. Fue él el que abrió la carga que ordenó don Juan Martín en Los Corrales. Ahí cayó con el pecho abierto... Pobrecito.
Martina vuelve a tomar la pipa que le ofrece la india, que la mira perpleja.

Manuel está plantado en medio de la huella bajo el calor agobiante del monte. Con las manos tomadas detrás del cuerpo, espera la camioneta que se acerca levantando polvareda.
–Buenas tardes –grita el paisano, y frena.
Manuel le devuelve el saludo con un movimiento de cabeza.
–¿Cómo lo ha tratado el desierto, Manuel? –agrega, jocoso, el paisano, mientras se dispone a bajar de la camioneta.
–¿Trae respuesta de Buenos Aires? –se apura a indagar Manuel.
El paisano termina de bajar y se palmea la ropa, sacudiéndose el polvo.
–Malas noticias... No me han dado nada para usted –le contesta, y lo palmea en el hombro–. A lo mejor en el próximo viaje –agrega, a modo de consuelo.
Manuel mira al piso y patea levemente la tierra con la punta del zapato, una vez y otra vez. Después, habla sin levantar la vista del suelo:
–Provisiones, al menos, habrá traído.
Un momento después, el paisano deposita un cajón sobre la huella.
–¿Qué está pasando, sabe? –le pregunta Manuel, mientras el hombre se aparta para verificar los otros bultos que ya hay junto al cajón. Son cuatro bolsas: dos grandes, y otras dos como de yerba.
–Poca cosa. El gobierno nacional firmó un decreto para aniquilar a la subversión, sal, harina... –controla el paisano– y, cómo verá, para el mate no va a faltarle –completa el inventario.
Manuel va a hacerle una pregunta, pero el paisano agrega:
–Manuel, tengo algo más para usted.
De inmediato va hacia la camioneta, busca debajo del pescante y saca un poncho y una botella de barro que levanta a modo de trofeo.
–¡Ginebra! –exclama satisfecho–. Y un ponchito norteño –agrega.
Manuel, que se ha quedado a observar los bultos, lo mira desconfiado.
–¿Y esto cuánto me va a costar? –le pregunta, mientras el paisano se acerca.
–Dos marrones, y no hablemos más –le contesta el hombre.
Pone la botella y el poncho sobre los bultos y lo mira con los brazos en jarra. De repente, y sin esperar respuesta, el hombre parece acordarse de algo y vuelve hacia la camioneta. Esta vez va hasta la puerta trasera de la caja, de donde saca un envoltorio fino y largo. Luego vuelve hacia Manuel al tiempo que desenvuelve el bulto. Cuando llega frente a él, le muestra, orgulloso, un fusil de caza, nuevo, reluciente.
–A doscientos metros no hay presa que se le escape –afirma, y hace un gesto hacia la botella–. Eso si no se tomó antes aquella –agrega, y pega una risotada.
Manuel toma el fusil con ambas manos y lo observa.
–¿Cuántas balas? –pregunta, seco.
–Cien. Con eso le bastará, ¿no? –le contesta el hombre y mira en dirección a la camioneta–. Las tengo escondidas, por allá –le aclara, desconfiado.
Manuel se acerca un poco al paisano, semblanteándolo.
–¿No pensará que voy a robarle...?
–En estos tiempos, nunca se sabe... vio.
Manuel apoya la punta del fusil sobre el hombro del paisano. El hombre mira el caño del arma de reojo, fingiendo, en broma, estar asustado.
–Usted no es lo que parece ser –lo provoca Manuel.
–Sí señor, soy lo que soy –contesta el paisano, mientras aparta el fusil, con delicadeza–. Nada más un servidor. Mire, ni siquiera leí la carta que me dio la otra vez –le aclara.
Manuel baja el fusil a modo de tregua. Entonces el hombre va hacia la camioneta, saca una caja de chapa y se la ofrece.
–Acá tiene las balas. Todo son diez marrones –le pide, serio.

Un rato después, dentro del monte, entre las ramas, el rostro de Manuel se tensa. Su ojo se cierra para alinear el alza con la mira del fusil. Su dedo índice se apoya sobre el gatillo. Una manzana descansa sobre la baranda superior de la camioneta. De pronto se oye un estampido y la manzana explota atravesada por el proyectil. Manuel levanta la vista entre el humo y sonríe, satisfecho. Gira la cabeza y habla por sobre el hombro.
–Me va a llevar dos cartas –le dice al paisano.
El paisano, que espera sentado sobre los bultos, levanta la mano y asiente con la cabeza. Manuel vuelve a mirar hacia donde disparó y sonríe.

La camioneta parte por la huella y se hace pequeña, alejándose hacia la noche que se anuncia en el horizonte. Un zorzal picotea los restos de la manzana que han quedado esparcidos sobre el polvo.

Al atardecer silencioso, levemente quebrado aquí y allá por los ruidos de la noche en el monte, le sigue el fuerte y rítmico sonido del palo que golpea sobre el cuero de una caja.

En el patio de la casa, el instrumento baila en las manos de la india, que lo hace sonar con soltura mientras entona en falsete una copla en quechua.
–Karumanta soicoikipi, munarita tarporani
pococanta soncoiripas, kiscallata tincorani
Manuel, con una botella de ginebra en la mano, y una caja en la otra, borracho perdido, extiende los brazos, gira sobre sí e intenta seguir con torpeza el ritmo de la caja. La india repite los versos, mientras sus pies marcan los compases en el piso de tierra y su cuerpo se balancea acompañando los versos. Manuel, entonces, se acerca a la india y le ofrece la botella. La india la acepta y mientras ella bebe, Manuel, tambaleante, con voz gangosa, entona su canto.
–De mi tierra soy, señores, yo no niego mi nación,
hasta las piedras me han dicho, grita si tienes razón.
Con la última palabra, se cae sentado y comienza a reírse a carcajadas. Intenta pararse, pero no puede. María, muy sobria, va hacia él y lo ayuda. Mientras se levanta, apoyado en María, vuelve a tocar la caja y repite su copla.
–De mi tierra soy, señores, yo no niego mi nación,
hasta las piedras me han dicho, grita si tienes...
Pero entonces trastabilla y cae de boca al suelo. La india se ríe, algo machada también. María, que lo había soltado, corre hacia él para socorrerlo, levantándole la cara de la tierra. Manuel sangra por un corte en el labio, pero se ríe, y riéndose, concluye la copla alargando la última palabra del verso:
–Grita si tienes razón...

En la cocina de la casa, sentado a la mesa desvencijada, y reclinado sobre la tapa, Manuel murmura una copla incoherente y mira la botella de ginebra que tiene enfrente. María se para atrás y le acaricia la espalda. Luego, lo sujeta de las axilas e intenta levantarlo. Muy borracho aún, Manuel se da vuelta, soltándose, y la toma de la cintura, cariñoso. La lleva contra sí y apoya la mejilla en los pechos de María, que lo deja hacer. Manuel, entonces, empieza a mordisquear la tela del vestido, a la altura de los pezones, y baja la mano que tenía en la cintura hasta los glúteos, y los aprieta con fuerza. Luego atrae contra él a María, que se deja llevar. Manuel, entonces, comienza a dejar el banco, arrodillándose, al tiempo que hace arrodillar y girar a María. Se pone tras ella y la lleva a reclinarse sobre el banco en que él estaba sentado. Luego se apoya moviéndose contra las nalgas de María, que abre la boca levemente. Manuel le levanta la falda del vestido con una mano, al tiempo que trata de desabrocharse con la otra los botones del pantalón. Logra llevar la falda del vestido casi hasta la cintura de María. Ella a su vez lleva su mano por debajo del cuerpo hasta el pubis. Para no caerse, Manuel reclina su cuerpo sobre la espalda de María, que abre la boca, ya sin levedad. Los cuerpos de pegan, se contorsionan, pero el banco cede y ambos van a parar al suelo. Los dos quedan en la misma posición, pero ahora de costado, en el piso. Manuel se ríe, y María también. El rostro de María luce de fiesta cuando deja de reírse, entrecierra los ojos y aprieta sus caderas contra el cuerpo de Manuel. Pero un leve ronquido la vuelve, de repente, a la realidad. Gira la cabeza y comprueba, resoplando, que Manuel se ha quedado dormido.

Cuando amanece, María duerme sola en el camastro, tapada con una manta de cuero cocido, con la pelambre hacia adentro. De pronto se despierta, sobresaltada por un ruido lejano de truenos ahogados y silbidos aullantes, y trata de entender qué pasa. Los postigos del ventanuco se entrechocan y golpean con violencia y una poderosa andanada de viento y tierra penetra en la habitación y la invade por completo.

Manuel sigue dormido en el piso de la cocina, mientras María intenta cerrar el postigo, pero no puede. La puerta que da al patio, cerrada, golpea contra el marco a punto de saltar de las bisagras. María va a la cocina y despierta a Manuel, zamarreándolo.
–Manuel. ¡Manuel!
Manuel se despierta y la mira, confundido, hasta que se percata de los ruidos y las ráfagas que el viento estrella contra la puerta. Se levanta de inmediato, se tambalea un poco, pero se recompone y va hacia la puerta para atravesar la tranca entre los soportes de hierro forjado atornillados al marco. Después va a la habitación, toma una cuerda y cierra el ventanuco atando con firmeza los postigos. Una ventana de la cocina se abre con violencia. Manuel va hacia allí rápido, seguido todo el tiempo por María, y cierra la ventana, pero comienza a temblar el techo sobre sus cabezas. María mira hacia arriba, algo asustada. Manuel la toma del brazo y la lleva a la pieza, más segura, y cierra la entrepuerta corriéndole los dos pasadores. María, ya más tranquila, corta unos trapos y cierra las rendijas del ventanuco. Manuel recorre el techo con la vista, controlándolo. Afuera se oye bramar el tornado, pero adentro el polvo en suspensión, penetrado por el haz de luz de una rendija, se mece manso hasta depositarse en el piso. Manuel, entonces, se acuesta a seguir con su sueño.

Un rato después, los pies descalzos de María se acercan al camastro y su mano levanta la manta de cuero. Se sienta con delicadeza, para no despertar a su marido, que parece dormir. María se acuesta y se tapa, dando la espalda a Manuel, que inmediatamente la rodea con un brazo apretándole uno de los pechos. La manta se baja y Manuel pasa por debajo del cuerpo de María el otro brazo, rodeándole la cintura, y apretándole el vientre, y el pubis. La espalda de María se arquea y Manuel la sujeta con firmeza contra su cuerpo. Entonces María lleva su cadera hacia atrás, mientras sus piernas se doblan hacia adelante, y se abren. Respira, agitada, ansiosa, hasta que un suspiro hondo anuncia que al fin lo siente adentro. Afuera, en el patio, la tierra se arremolina y entrechoca arrastrada por el viento, y se aplasta con furia contra las paredes de la casa.

El coronel y Martina están sentados en el camastro con la espalda contra la pared, uno pegado al otro, con las piernas flexionadas y cubiertos con la manta de cuero, tiritando de frío. El coronel estira una mueca, se saca la manta de encima y se para. Golpea el piso con la planta de cada pie, alternativamente, varias veces.
–Voy a buscar leña –le dice a Martina.

Ya en la cocina, cubierto con su poncho, el coronel abre la puerta por donde entra una ráfaga helada, y sale. Martina se para en el camastro y, por una ranura del ventanuco, mira hacia fuera. Sigue con la vista a Manuel, que pronto se pierde en el monte. Entonces Martina baja del camastro y se dirige a la cocina para encender un fuego. Busca los pedazos del banco que se rompió y los pone sobre el mesón de ladrillos que oficia de hogar. Junta unos leños medio quemados que encuentra a un lado y busca debajo del mesón, donde encuentra corteza seca que pone debajo de los palos. Revisa los rincones, va hasta la habitación, pero de inmediato vuelve con las manos vacías, ofuscada. En ese momento se abre con violencia la puerta y entra el coronel. Envuelto en su poncho, trae alzado a alguien con los brazos caídos a los lados, inerte. El coronel deposita el cuerpo con cuidado en el piso. Martina se acerca, abre el poncho y descubre que es la anciana india.
–Todavía está viva –le explica el coronel–. Cubralá. Fijesé qué puede hacer –le pide, y vuelve a salir.
Martina busca la manta, cruza los brazos de la mujer sobre el cuerpo, y la cubre. El coronel entra con un manojo de ramas secas de espinillo y se dirige al fogón. Martina toma la botella de ginebra, hecha un chorro sobre los pies de la india y los fricciona con energía. El coronel enciende el fuego mientras Martina frota los brazos de la mujer, que empieza a reaccionar y emite un leve sonido gutural. El fuego comienza a arder y el coronel se restriega las manos calentándolas en la llama, que crece poco a poco.

Cuando el fuego ya arde pleno, la india abre los ojos y mira a Martina, que le aprieta las manos. La mujer quiere hablar, pero no puede. Martina le acaricia la frente, calmándola. Los ojos de la anciana se llenan de lágrimas agradecidas. El fuego vivo del fogón ilumina la cocina con reflejos amarillentos y rojizos. Una olla, negra por el tizne, despide un denso vapor. La vieja india, con la manta sobre los hombros, envolviéndola, descansa sentada en un banco, con un brasero encendido frente a ella.

Más tarde, a la noche, el candil está encendido en la cocina y ya no se oye el insistente soplar del viento. Martina va hasta la olla, llena una taza con un caldo espeso, y se acerca a la india para hacerle tomar unos sorbos. La mujer bebe, la mira y asiente varias veces con la cabeza, en silencio. Luego, el coronel y Martina toman la sopa de unos platos hondos de barro, con cucharas de madera, tranquilos, sin mirarse. Más allá, la india, sentada sobre sus talones, en el piso, los mira un instante y baja la vista.

La mortecina claridad de un amanecer neblinoso baña, mansa, la casa solitaria. El coronel y Martina duermen en el camastro, abrazados, tapados sólo con el poncho del coronel.

La india entra al cuarto, cuidadosa, se acerca para cubrirlos con una manta de cuero, y se aleja, sigilosa. El fuego se ha hecho brasas en la cocina que se ilumina por un momento, mientras se oye el sonido de la puerta abriéndose. Pronto se la oye cerrarse, y la cocina queda otra vez en penumbras, desierta.

El coronel empieza a despabilarse cuando oye un largo lamento en el patio. Martina, en cambio, se despierta sobresaltada. El coronel, entonces, se levanta rápido a tomar el fusil. Por un momento se detiene y trata de escuchar mejor. Pero de inmediato reacciona y atraviesa a grandes trancos la cocina. Sale, y queda paralizado.

En el patio, entre la niebla, la india está arrodillada, y reza una letanía, o un responso. Y un poco más allá, como un espectro, hay un caballo, inmóvil, y un jinete, muerto. Es un soldado, con restos de un uniforme azul debajo del poncho hecho pedazos. El coronel deja entonces el fusil apoyado contra la pared y se acerca. Una mancha morada de sangre reseca baja por debajo del poncho, tiñe el apero y se interrumpe, para continuar en la bota deshecha del hombre, todavía en el estribo. Sujetas por tientos, cuelgan del caballo un par de alforjas de cuero y la vaina de un sable, meciéndose.

El coronel llega al lado del jinete y trata de levantar el poncho que lo cubre hasta la cabeza. Pero retrocede de repente varios pasos. Se da vuelta y se cubre la nariz y la boca con el brazo. A la distancia, vuelve a mirarlo, y se queda inmóvil, pétreo. Martina quiere acercarse, pero se detiene detrás del coronel y se tapa la boca con la mano. La india, arrodillada, sigue con su canto fúnebre.

Ya entrado el día, hay una tumba con una cruz al costado de la huella que lleva a la casa. Atado a la cruz, el morrión hecho jirones del soldado muerto. Sobre el montículo de tierra aplastada, el sable. Martina, con un misal en las manos junto al pecho, está parada en el portal, muy quieta. Lleva una mantilla negra cubriéndole la cabeza. El coronel pasa junto a ella para volver hacia la casa.
–Debimos haber pedido por su alma, al menos –le dice Martina a modo de reproche, sin mirarlo.
–Creer puede, Martina. Pedir no. Nunca –le replica el coronel, seco.
Luego pasa resuelto por el portal, pero se detiene. Va decirle algo a su mujer, que se ha quedado mirando la tumba, pero no le dice nada, y por fin entra.

Más tarde, en el patio, el caballo descansa, sin el apero y sin el freno. Está amarrado con una cuerda a un palo reseco, que mucho tiempo antes había sostenido un palenque. Un poco más allá, junto a una fogata improvisada, Martina sostiene con una vara las alforjas del soldado. Enseguida las acerca al fuego, donde ya se quema el poncho y las suelta sobre las llamas.

El coronel, en la mesa de la cocina, revisa unos pliegos de papel. Martina entra y se dirige, con la cabeza gacha, a la mesada, a lavarse las manos en una fuente.
–Era un correo –le informa el coronel–. Días tiene que haber andado ese caballo cargando al moribundo –reflexiona–. Desde Tarija, más o menos. Acá hay un parte de guerra –le muestra a Martina uno de los pliegos–. Piden refuerzos para el Ejército del Norte que marcha hacia Ayohuma… ¿Cómo vino a dar acá? Tan lejos.
Martina se da vuelta:
–Era el nieto de la anciana –le dice, y sale de la cocina.
El coronel duda un instante y la sigue. Martina está ahí nomás, al lado de la puerta, con la frente apoyada en la pared, con la mano tapándose la boca, y llora en silencio.
–¿Cómo el nieto? –le pregunta el coronel, incrédulo.
Martina afirma con la cabeza, dos veces, sin mirarlo.
–Me lo dijo recién –le dice ahora entre sollozos–. Ella estaba en este lugar esperándolo...
–¿Dónde está? –pregunta el coronel recorriendo el patio con la vista.
–No sé, se fue –le contesta Martina.

El coronel sale a grandes zancadas y cruza el patio hacia el sendero que lleva a la enramada de la india. Martina se da vuelta, apoya la espalda en la pared y mira al cielo. El coronel encuentra a la anciana parada en medio de lo que había sido su casa, y de la que sólo quedan los cuatro puntales.
–¿Qué hace acá? Vuelva –le pide el coronel.
La anciana permanece en su lugar, meciéndose, con la mirada perdida, de espaldas a Manuel, que insiste.
–Entiendo su dolor –le dice–. Pero la revolución necesita de sus mártires.
–No se burle –le replica la vieja, con furia contenida–. No se burle. Yo necesitaba a mi nieto más que nadie. Y ya no lo tengo.
–Lo lamento, en nombre de la revolución... –sólo atina a decir el coronel.
–Usted, hablando en nombre de la revolución –le contesta con desprecio la india–. Mírese, mire a su alrededor. ¿Le parece que puede, en su situación, hablar en nombre de la revolución? Qué revolución suya es esa que lo tiene de rodillas, desterrado. Váyase y déjeme en paz.
El coronel baja la cabeza y se da media vuelta para irse. Camina un trecho y se para. Gira un poco y le responde, con tristeza:
–No es la revolución lo que me tiene acá, preso. Son sus enemigos, sus enterradores. Haga usted lo que quiera –le dice por último, y se va rumbo a la casa.

Martina, en la cocina, apoyada contra la ventana, mira afuera. Luego se vuelve hacia el coronel, que se ha quedado ensimismado. Está sentado con los antebrazos apoyados sobre la mesa, las manos entrelazadas y la mirada perdida. Martina va a sentarse frente a él y lo mira, lo acompaña, sin urgencia. Tres golpes a la puerta sacan al coronel de sus reflexiones y mira a Martina, que se levanta, despacio. Va hacia la puerta y abre. Allí, parada, quieta, está la vieja india.

Una mañana, Martina amasa sobre una tabla harina con agua para hacer el pan. Y por fin escucha a la india que le habla mientras hila y el huso gira, cada tanto, a su lado.
–Mi hija se juntó con el patrón, el patrón de acá. Él se la trajo una vez, de arriba. Había ido a buscar una hacienda del cerro, de nosotros, un carnaval. Después, mis otros dos hijos la vinieron a rescatar. Lo amenazaron al patrón y se la llevaron de vuelta. Pero ella se escapó y se vino para acá. Así fueron las cosas.
La vieja se detiene un instante. Deja de hilar, pone todo sobre su regazo y sigue:
–Pasó poco tiempo que mi hija quedó preñada del Benicio. Un año, los hermanos, mis hijos, se fueron por el Pilcu-mayu, un verano, al Paraguay, y ya no volvieron. Así que me quedé solita. Y me vine para acá. El patrón no era malo, pero era el patrón. Así que me hice mi rancho cerca, pero lejitos.
Martina comienza a hacer bollos con la masa y los pone sobre otra tabla.
–Cuando el Benicio era chiquito –sigue la india–, de unos tres años, por ahí, una partida de soldados del virrrey vino acá a cobrar impuestos. El patrón no pagaba impuestos a la corona, y no quiso pagar. Hubo pelea. Tres peones y el patrón resultaron muertos. Y mi hija también, cuando salió de la cocina con un trabuco a querer vengarlo al patrón. Después, todos se fueron de la finca y yo me quedé con el Benicio. Qué iba a hacer…
Martina, que se ha quedado inmóvil, mira hacia afuera, por la puerta. El coronel, que introduce ramas para encender el fuego en el horno de barro, se seca a escondidas una gota que corre por su mejilla, parecida a una lágrima.

El fuego ya arde en el horno de barro. El coronel acaricia el caballo, que tiene atado en el patio. Luego lo desata y se lo lleva, con la cuerda, hacia el campo. La anciana entra al patio con las vasijas con agua. Martina barre las brasas del piso del horno con una escobilla de ramas. Después, introduce una hoja seca que, de a poco, comienza a enrollarse y quemarse. Por detrás de ella, la india llega, con la tabla apoyada en la cintura, con los bollos del pan. Martina toma la pala de madera, y la mujer pone sobre ella los bollos. Entonces, introduce en el horno la pala, y la saca vacía, para recibir otro bollo y ponerlo a su vez en el horno.

A la noche, dos platos con sopa humean sobre la mesa. Entre los dos vasos, un pan redondo y dorado. El coronel se sienta, saca un cuchillo de la cintura, toma el pan con una mano y con la otra corta una rebanada. Martina se sienta frente a él, y recibe el pan que le ofrece. Luego, el coronel corta otra porción, y mira hacia el fogón donde la india, en cuclillas, toma su sopa. Con un ademán, la invita a sentarse con ellos, y señala un banco, al lado de la mesa.
-Yo me quedo acá nomás. Cada uno en su lugar –le contesta la vieja.
El coronel y Martina se miran por un instante, sorprendidos.

Más tarde, el coronel se tira en el camastro, pero no duerme. Mira hacia la cocina, de donde viene un murmullo. La india, todavía en cuclillas, se balancea hacia adelante y hacia atrás, con las manos sobre el pecho, y entona una plegaria, en quechua.

La Mujer


Amanece, el coronel sale de la casa, cruza el patio, y se va por la huella. Camina sin prisa, y lleva su capote y el fusil en bandolera. Martina se ha quedado parada en el portal derruido, y lo mira alejarse. Después da media vuelta, atraviesa el patio y regresa a la casa.

Cerca del mediodía, con el sol que abrasa la tierra, los caballos descansan a un lado del camino. El coronel y el carrero conversan, mate por medio, a la sombra del carro.
–Mucha vida y mucha sangre le di a la revolución, Funes. Siendo un imberbe, fui a Nueva Granada, a conocer a mis parientes. Ahí conversamos mucho con mi primo Simón, en la chacra del Guayra. De esa época fue que me juramenté por la revolución. Después, estuve ahí, con Domingo French en la plaza de la Victoria, organizando las brigadas revolucionarias. Fui con Castelli a Córdoba, a aplastar la contrarrevolución. Me batí en Suipacha, donde me hirieron, y me ascendieron a coronel. Lo de Huaqui, era inevitable. No se puede vencer en la altura.
El coronel hace una pausa, muy larga. El carrero espera paciente la continuación. El coronel respira hondo y sigue:
–Pero hasta lo último no nos replegamos. Aún herido seguí en mi puesto batiendo su retaguardia... Pero no hubo caso. Fue un desastre. A empezar todo de nuevo.
El carrero le ofrece un mate. El coronel lo toma, y después sigue hablando:
–Y le digo algo, ya me di cuenta que usted no es lo que dice ser –le dice tranquilo, sin afectación.
–¿De dónde sacó eso? –se sorprende el carrero.
–Me dijo que ni siquiera había leído mis cartas, entonces pudo haberlas leído, y eso sólo es posible si sabe leer. Pero ningún carrero de verdad, por ahora, sabe leer en este país... ¿Se da cuenta?
El carrero sonríe, se toma su tiempo y le contesta.
–Me doy cuenta, coronel. Pero usted comete dos errores porque sí soy un carrero y sí sé leer. Cuando el Dr. Castelli estuvo por Tarija, usted se acordará, ordenó que todos los peones que lo quisieran, debían aprender a leer. Bueno, yo quise –remata el carrero.
–¿Y entonces? –lo apura el coronel.
–Nada más le voy a decir, coronel –concluye secamente el carrero.
El coronel se pone de pie.
–Qué tal si me llevo su carro y sus caballos –lo amenaza.
–¿Y dónde va a ir? –pregunta el carrero, sin inmutarse, y sirve un mate–. Al norte, los maturrangos de Goyeneche, al sur los contra revolucionarios de Córdoba. Mejor quédese acá. Por ahora. Es un consejo que le doy. Pero usted sabrá –concluye el carrero, y le ofrece el mate que acaba de cebar.
El coronel esboza una sonrisa triste y recibe el mate.
–Lo voy a pensar –responde el coronel, y se lleva la bombilla a la boca.

El sol ya pasó del mediodía y el carrero está acuclillado detrás de un matorral bajo. Mientras, el coronel revisa las bolsas que están apiladas sobre el camino.
–Por qué no me lleva los bultos hasta la casona –le pide el coronel, sin mirarlo.
El carrero, sin levantarse, le contesta.
–Porque a partir de acá empieza el territorio indio. Mire allá –le indica el carrero.
Levanta el brazo y señala. El coronel gira la cabeza y mira, pero no ve nada.
–Ahí, al costado, ese montón de piedras. Es una apacheta, y un mojón.
El coronel se acerca hasta un montículo, como de medio metro, a un lado del camino, algo escondido por un espinillo. Le saca unas ramas secas que lo cubren, aparta el polvo con las manos y descubre las piedras. Toma una y la mira.
–Sí. Son piedras de los cerros, lejos –le informa el carrero, que se levanta y se ajusta el pantalón.
El coronel lo mira, interrogante, y el carrero le explica, mientras se acerca:
–A usted lo dejan, es un arreglo. Pero nada más. Desde que los maturrangos mataron hace como veinte años a una india principal aquerenciada ahí, no hay español que pueda pasar la frontera seguro.
–Pero nosotros no somos españoles –intenta explicarle el coronel.
–Ellos todavía no lo saben, coronel.

El carrero en el pescante y el coronel apoyado en el carro conversan, a modo de despedida.
–Fijesé si no habrá correo del general, o aunque sea de la comandancia de frontera –le pide el coronel.
El carrero, entonces, saca de debajo de su asiento un papel doblado en cuatro.
–Por lo menos tiene esta –le dice al coronel–. Es de su hermano. La tenía de sorpresa.
El coronel toma el pliego doblado y lacrado y lo golpea levemente en la rodilla del carrero, de manera amistosa.
–En uno de los bultos tiene otra sorpresa, pero esa es líquida –agrega el hombre.
El coronel le agradece con la mirada y le estira la mano. El carrero le tiende la suya. Y las estrechan.
–Hasta la próxima –se despide el coronel, apartándose del carro.

El carrero se acomoda, toma las riendas y da un chicotazo sobre las ancas de los caballos, que empiezan a moverse. El coronel levanta la mano, la del pliego, a modo de saludo. El silbido del hombre se mezcla con el tropel de los cascos y el trajinar de las ruedas. El coronel avanza unos pasos y se para a mirar el carro que se aleja mansamente. Mientras, se oye su voz:
–“Hermano, llueve en Buenos Aires. La sudestada lleva dos días, y ni miras que pare. La quinta del Tigre está bajo agua. El Rosendo se vino de allá con toda la familia y los tengo en casa....

El coronel, en la mesa de la cocina, ilumina el pliego de papel acercándolo al candil y sigue leyendo la carta en voz alta. Martina, frente a él, escucha con atención.
–...Las cosas por acá no mejoran. Disolvieron la Asamblea y, para colmo, tenemos un desastre en la Banda Oriental...
El coronel se detiene un momento. Mira a Martina y luego sigue:
– ...Hipólito está haciendo gestiones con Álvarez Thomas, por tu situación. Pero parece que los días de Alvear están contados...
El coronel vuelve a detenerse. Respira hondo y sigue:
–...Esta carta te va a llegar de manos de uno de los nuestros, Celestino Funes, un carrero que los amigos allá introdujeron para ayudarte, por cualquier cosa. Podés confiar en él...
El coronel sonríe y menea la cabeza. Martina lo mira interrogante.
–Nada, después le cuento –le dice el coronel, y continúa–. Bueno, hermano, tené paciencia. Ahí te mando el Contrato, de Rousseau, siempre es bueno releerlo”.
El coronel pega con los nudillos de una mano sobre la mesa.
–Mal parido, el tal Funes. No me dio el libro –exclama, y comienza a reírse con ganas–. No se puede confiar en nadie –agrega entre las carcajadas.

En la mañana soleada, el coronel repta por el pastizal seco. Sostiene el fusil sobre los antebrazos y apoya los codos para afirmarse y avanzar. De repente se para, escucha, levanta la cabeza y la baja inmediatamente. Avanza un trecho más y aparta unos matojos. Allá, a la distancia, un chancho salvaje hociquea la tierra. El coronel, sin prisa, se acomoda el fusil para apuntar. Cuando tiene el arma en posición, levanta la cabeza para observar mejor. El cerdo sigue allí, ignorante de su suerte. El coronel baja la cabeza, cierra un ojo, y su ojo abierto se alinea con el alza y la mira. Respira hondo, para después contener la respiración. El dedo se tensa en el gatillo y se mueve hacia atrás, con suavidad. El estruendo del disparo se oye en la casa donde Martina se sobresalta y suelta de sus manos una vasija de barro que cae al suelo, y se rompe.

Al rato, el coronel entra al patio, triunfante. Carga los cuartos del animal colgando de un palo que trae al hombro.
–¡Martina! –llama–. Busque a la doña y traiga el resto del animal. Hoy es 25 de Mayo, el día de la patria.

El fuego arde en un fogón improvisado en el patio. El costillar del cerdo se cocina inclinado sobre las llamas, atravesado por un hierro clavado en la tierra. Allí cerca, el coronel, sentado en un banco, recostado contra la pared del frente de la casa, al lado de la puerta, acomoda con pulcritud el recado que fuese del Benicio, el nieto de la india. Soba las riendas, con cuidado, con grasa, al igual que las argollas y los herrajes. Luego, ajusta las correas que sostienen los estribos de hierro y los limpia con un trapo. Martina aparece por la puerta, se detiene bajo el marco y mira de reojo los quehaceres del coronel. Después, sale al patio a recoger una enagua que cuelga de una soga. Mira al coronel, que apenas repara en ella, muy concentrado en su trabajo. Martina, entonces, se encoge de hombros y se mete en la casa, apurando el paso, un poco contrariada. El coronel, sin prestarle atención, da los últimos toques a los estribos y los deja en el suelo. Se levanta y se encamina silbando hacia el patio de atrás. El caballo, ya limpio y descansado, resopla atado con una cuerda a una estaca clavada en el suelo.

El coronel toma un cubo con agua y lo acerca al animal, que comienza a beber. Mientras, el coronel le acaricia el lomo y el pescuezo, como evaluándolo. Mira por debajo de la panza, pasa la mano por las patas del animal y las levanta una a una, para revisar los cascos. Satisfecho, le pega una palmada en el anca y retrocede para mirarlo en conjunto. Es un hermoso animal. Martina observa todo, furtivamente, desde la puerta entreabierta de la cocina que da al patio trasero. El coronel, satisfecho, pega la vuelta y va hasta el fogón a controlar el costillar. Cuando llega, se inclina y lo mira con cuidado.
–¡Martina! –la llama, a viva voz–: Prepare la mesa que esto está por estar.

Ya en la cocina, el coronel toma con la mano una costilla y le arranca un trozo de carne con los dientes. Y mastica con deleite. Más allá, la india da cuenta de otra costilla con calma, pero sin pausa. Martina come también aunque más discreta, mientras mira por momentos al coronel, con disimulo, pero con insistencia. De pronto, el coronel parece recordar algo y se levanta. Va hacia la habitación y vuelve con una botella.
–Vino –le informa, y levanta la botella–. Me había olvidado. De mi hermano...
Luego se sienta, le saca el corcho y bebe del pico. Le ofrece a Martina que declina el ofrecimiento. El coronel mira a la anciana, que está concentrada en la comida.
–Usted, doña... –la llama–. ¿Cómo es su nombre? –le pregunta.
–Me bautizaron Clorinda –le contesta–. Pero mi nombre es Amancai.
–Bueno, doña Clorinda, ¿gusta un poco de vino?
La india se para y se acerca, mientras el coronel echa vino en un vaso y se lo ofrece. La mujer toma el vaso y mira a los ojos al coronel.
–Malicio que usted está tramando algo –le advierte.
–Resulta que ahora tengo suegra –dice el coronel, riéndose, pero enseguida se pone más serio y le confiesa–. Uno de estos días voy a ir a hablar con su gente. Tenemos cosas que conversar.
La mujer no dice nada. Echa unas gotas de vino de su vaso al piso de tierra, bebe el resto de un envión y deja el vaso sobre la mesa.

Amanece. Manuel sale de la casa, cruza el patio y se va por la huella. Camina sin prisa. Lleva puesto sobre la campera el poncho que le llevara Funes y el fusil en bandolera. María se ha quedado parada en el portal derruido, y lo mira alejarse. Después da media vuelta, atraviesa el patio y regresa a la casa.

Cerca del mediodía, con el sol que abrasa la tierra, Manuel y el paisano conversan, mate por medio, a la sombra de la camioneta, estacionada a un lado del camino.
–Mucha muerte lleva sobre su espalda la revolución, pero yo no la miré desde afuera. ¿Sabe? Estuve ahí, en el Cordobazo. Estuve en Nicaragua y entré en Managua con la columna de León. Y volví y aguanté a los fascistas en Pacheco…
El paisano le ofrece un mate. Manuel lo toma, y después sigue hablando:
–Me acusaron de no sostener la lucha... –se lamenta Manuel, hace una pausa y después sigue–. ¿Sabe lo que pesan los muertos?... Ya no sé si los puedo cargar.
Manuel le devuelve el mate y mira al paisano.
–¿Estoy casi seguro que usted no es lo que dice ser? –le dice tranquilo, sin afectación.
–¿De dónde sacó eso? –se sorprende el paisano.
–Usted me dijo que ni siquiera había leído mis cartas, entonces pudo haberlas leído.
El paisano asiente, y sigue Manuel:
–Pero ningún paisano de verdad, por ahora, sabe leer en este desierto perdido... ¿Se da cuenta?
Funes sonríe, se toma su tiempo y le contesta.
–Me doy cuenta, Manuel. Yo cometí un error, pero usted comete al menos dos errores. Primero, cuando el general Perón, usted se acordará, estuvo destinado por acá ordenó que todos los peones que quisieran, debían aprender a leer. Bueno. Yo quise –remata el paisano.
Manuel lo mira extrañado, pero no dice nada.
–Segundo, no soy un espía, si eso es lo que le preocupa –concluye el paisano.
–¿Entonces, por qué no nos saca de acá? –lo aprieta Manuel.
–¿Y dónde va a ir? –pregunta el paisano, ablandando el tono, y sirve un mate–. Al norte, los generales bolivianos, al este Stroessner, al oeste Pinochet y al sur el quinto cuerpo del ejército. Mejor quédese acá... Es un consejo que le doy…
El paisano le ofrece el mate que acaba de cebar. Manuel esboza una sonrisa triste y recibe el mate.
–Tengo una carta para usted –le dice el paisano.
Manuel asiente con la cabeza y mira hacia el desierto.

En la mesa de la cocina, Manuel ilumina el pliego de papel acercándolo al candil y sigue leyendo la carta en voz alta. María, frente a él, escucha con atención.
–Las cosas por acá no mejoran. El gobierno se subordina a los militares para aniquilar a la subversión…
Manuel se detiene un momento. Mira a María y luego sigue:
–…Y los fascistas cada vez se hacen más fuertes... Pero quedate tranquilo, estamos replegándonos, cerrando los locales y pasando a la clandestinidad. Como vos querías. Vamos a resistir desde ahí.
Manuel vuelve a detenerse. Respira hondo y sigue:
–...Esta carta te va a llegar de manos de uno de los nuestros, Celestino Funes, un paisano que los compañeros de allá introdujeron para ayudarte, por cualquier cosa. Podés confiar plenamente en él...
Manuel sonríe y menea la cabeza. María lo mira interrogante.
–Nada, después te cuento –le dice Manuel, y continúa–. Bueno, hermano, tené paciencia. Ahí te mando “Un paso adelante y dos pasos atrás”, siempre es bueno releerlo.
Manuel pega un puñetazo sobre la mesa.
–Turro, el tal Celestino. Me afanó el libro –exclama–. No se puede confiar en nadie –agrega, con una sonrisa.

Mientras el sol cae en el poniente, Manuel, sentado en los escombros de la tapia desmoronada que separa el patio del campo abierto, limpia con un trapo el caño del fusil, sin apuro. De tanto en tanto mira a la lejanía, entrecerrando los ojos. María se acerca por detrás, se inclina sobre él y lo abraza.
–Va a hacer frío esta noche –le dice Manuel–. Por qué no prendés el fuego.
María se incorpora y mira hacia donde el sol se sepulta en el desierto, allá lejos. Después de un breve escalofrío, se frota los brazos y se encamina hacia la casa. Manuel mira hacia el último destello del día, allá, en el ocaso. Mientras tanto, María saca los últimos palos de la leñera, bajo el alero, y entra a la casa.

El fuego arde en la cocina. Manuel y María comen sendas presas de carne, en silencio, sin mirarse. María con los ojos clavados en la mesa y Manuel con la mirada perdida, fija en algún lugar de la pared, a un lado de María. De pronto, ella mira a Manuel, con insistencia, hasta que Manuel repara en su actitud y, a su vez, la mira. María, entonces, le sonríe. Manuel le devuelve la sonrisa, de compromiso, y se pierde otra vez en sus pensamientos.

María, vestida sólo con su enagua, sentada en la habitación en una banqueta de palos, se suelta el cabello y lo peina con sus dedos, desenredándolo. Manuel acostado en el camastro, a la luz de una vela, relee la carta de su hermano. María lo mira de reojo, mientras sigue jugando con su pelo. Manuel sonríe, dobla el papel y se da vuelta para dormir. María, entonces, se levanta y va hacia el camastro. Levanta la manta y se acuesta pegándose a la espalda de Manuel. Lo rodea con su mano y empieza a bajarla hacia el vientre. Manuel se mueve un poco y trata de darse vuelta, pero María lo abraza con fuerza. El hombre mueve la cabeza hacia María, que se incorpora un poco y lo besa en la boca. Luego lo hace girar, apoyándose sobre él, y se le sube encima. Le abre la camisa y lo besa en el cuello y en el pecho. Manuel cierra los ojos y la deja hacer. María se sube las enaguas y poco a poco se monta sobre él apoyando sus manos en el pecho del hombre, que arquea el torso. María lleva su mano a la entrepierna, se levanta un poco y vuelve a bajar, muy despacio, abriendo la boca. Manuel retrae sus caderas un instante para llevarlas hacia arriba después, dejándolas allí, inmóviles. María separa y junta varias veces sus nalgas contra los muslos de su hombre. Mueve su cadera hacia adelante y hacia atrás, y se acaricia las ingles con la punta de los dedos. Después se inclina sobre él, y lleva sus pechos a rozar su pecho, y sus labios a rozar sus labios. La vela parpadea una vez, dos veces, luego destella por un instante y después se apaga, agotada.

La luz azulada de la luna penetra por el las rendijas del ventanuco. María abraza a Manuel que, boca arriba, descansa con las manos cruzadas debajo de la nuca. María le acaricia el pecho y juega con el vello que lo cubre. Pasa su dedo por los labios del hombre, que saca una mano de abajo de la cabeza y le toma a su vez la mano. Le besa los dedos, los lleva a apoyase en su pecho, y le habla sin mirarla.
–Voy a salir al amanecer –le dice–. Apenas claree, buscá leña para hacer un lindo fuego y me preprarás algo caliente, y una vianda. ¿Querés? Voy a tardar varios días. Voy a ver si encuentro algunos de los compañeros de esta zona…
María no contesta. Los ojos se le nublan, fijos en el ventanuco. Y allí se quedan.

La primera claridad del amanecer se esboza en el horizonte, aunque todavía es de noche, cuando María abre la puerta de la cocina que da al patio trasero. Mira hacia afuera, se enrolla la chalina en la cabeza y el cuello, y sale al campo. A poco de andar recoge una rama seca; un trecho más allá, otra, y luego otra.

En la casa, Manuel se despierta, tantea a su lado, y comprueba que María no está en el camastro. Mira hacia el ventanuco y ve el clarear del día a través de las rendijas. Entonces agita la cabeza varias veces, despabilándose.

Ya vestido, entra a la cocina y busca a María con la vista. Luego va a la puerta del patio trasero, la abre y mira, por un instante, afuera. Cierra, va hacia la mesada y enciende el candil. Se da vuelta y oye un murmullo en el patio del frente. Va hasta la puerta, la abre un poco y, por la ranura, ve a la india, parada en medio del patio, mirando hacia donde el sol está por salir, entonando su letanía. Vuelve a cerrar la puerta y busca el candil encendido, que ha quedado sobre la mesada. Lo pone sobre la mesa, acerca sus manos abiertas, y se las calienta. La india abre la puerta y entra a la cocina.
–¿Qué se hizo de María? –le pregunta Manuel.
–Si no sabe usted... –contesta la mujer–. Buen día –agrega.
–Buen día –le concede Manuel.
–Fue por leña –concede la vieja con un movimiento de cabeza hacia la puerta que da al patio trasero.
Manuel se levanta, va hacia esa puerta, y vuelve a abrirla, de un solo tirón. Sale al patio y mira al campo.
–¡María! –grita–. Apurate, que se me hace tarde.
Luego trata de escuchar algo, y se queda quieto un momento.
–¿¡María!?
La india se preocupa, por el tono de Manuel. Entonces se levanta y trata de oír.
–¿María, sos vos? –insiste Manuel y sale apurado hacia el campo.
La india se mueve, tensa, hasta la puerta. Junta sus manos, entrelazando los dedos, y las apoya sobre la frente.

En la penumbra ve acercarse a Manuel, con María en brazos, dando grandes zancadas, hacia la casa. Atraviesa el patio rápidamente y entra a la cocina.
–Traiga el candil –le ordena a la vieja, que cierra la puerta.
Manuel va hasta el camastro y acuesta a María, que está desvanecida. De inmediato, entra la india con el candil. Manuel abre el ventanuco por donde ya penetra alguna claridad del día. Luego golpea las mejillas de María. Le tantea el cuerpo, buscando alguna herida.
Manuel le levanta la cabeza y le revisa el cuello y la nuca. Le abre el vestido, para mirarle el pecho. Mientras tanto, atrás de Manuel, la vieja le saca los zapatos a María, le levanta la falda y le mira las piernas. De pronto, un alarido cortante de la india; Manuel gira agitado, transpirado a gotas.
–La yarará –le dice la vieja.
Manuel se queda atónito, paralizado.
–Le ha picado la yarará –le reafirma a los gritos la vieja, a punto de llorar.
Manuel no sabe qué hacer, mira para todos lados, frenético. Después se abalanza sobre las piernas de María. Tiene dos pequeños orificios sangrantes en un tobillo. La vieja reacciona y va hacia la cocina, y vuelve con un cuchillo que le ofrece a Manuel. Manuel, sin dudar, lo toma, y mira a la india.
–Usted prenda el fuego –le indica.
La india sale de la habitación y de la casa, hacia el campo, a paso rápido. Manuel toma con fuerza el tobillo de María. Ve que alrededor de los orificios se ha hecho un bulto morado. Entonces, sin dilación, hace un profundo corte entre los dos orificios, y aprieta la herida de donde sale un líquido espeso y amarillento.

Mientras tanto, la india ya enciende el fuego en la cocina y pone a calentar agua. Luego toma unos trapos y los lleva con una vasija a la habitación. Manuel, con el cuchillo todavía en una mano, acaricia con la otra la frente de María.
–Dejemé –le ordena la vieja.
Manuel se levanta y retrocede sin dejar de mirar el rostro de María. La india moja un trapo en el agua de la vasija y lo pone sobre la frente de María, que mueve ligeramente la cabeza. Después moja otro trapo y limpia la herida del tobillo.
–Habrá que esperar –le dice a Manuel.
Luego cubre con la manta el cuerpo de María, que tirita.

Manuel sale de la habitación y se va al patio. Se agacha y limpia el cuchillo en la tierra. Se para y mira hacia el naciente. Sale el sol.

Manuel entra a la cocina, va hasta el fogón donde arde el fuego y pone la hoja del cuchillo entre las llamas. Por detrás de él, la india sale. Manuel oye la voz de María y va hacia la puerta de la habitación. Se asoma, pero no entra. Se apoya en el marco y la mira, triste, muy triste. María delira, mojada en sudor, y mueve de un lado a otro la cabeza.
–Manuel, no me dejes. Yo te quiero. Manuel, no te vayas. Manuel, Manuel… Es él. ¿Vuelve herido?... Yo voy a curarte las heridas. Las del cuerpo, y las otras, mi Manuel....
Manuel cierra los ojos, con fuerza. María aprieta las sabanas y las retuerce.
–...¡Viva la revolución! ¡Viva la revolución!... Señor, no debo pedir. Pero creo. Creo en ti, Señor. ¿Eso no alcanza? No sin mi compañero, Señor. No quiero que se vaya. No, Manuel. No te me vayas. No me dejes sola, no... no. Manuel, Manuel...
La india, que se ha quedado parada detrás de Manuel, lo aparta y entra. Se sienta en el camastro, le saca a María el trapo de la frente, lo moja, y se lo pone otra vez, cubriéndole casi toda la cara. María se calma y, de a poco, se duerme. La vieja saca varias hojas pequeñas de una bolsa que ha traído colgada del cuello.
–Haga un té con estas –le pide a Manuel.
Manuel se acerca a agarrarlas, mira a María y se va a la cocina. La india saca otras hojas, diferentes, más anchas y grandes, y las pone debajo del trapo, sobre la frente de María. Después saca una hoja carnosa, la raspa con los dientes y la moja con su saliva de un lado y, de ese lado, la coloca sobre la herida. Entonces toma un trapo y sujeta la hoja anudando el trapo con fuerza alrededor del tobillo. Manuel entra con un tazón que humea y se acerca, como para dárselo a María.
–Ese es para usted –le indica la india–. Un tesito de coca –le aclara.
Manuel le responde con una sonrisa triste.

Más tarde, Manuel y la vieja están sentados en la cocina, frente a la puerta. Afuera, unos nubarrones oscuros comienzan a tapar el sol. Manuel se para, se acerca a la puerta y mira hacia el horizonte.
–No va a llover, ya no es época –le comenta la india.
Manuel no le contesta. Se queda allí, quieto, de espaldas a la india, en silencio. En algún lugar, a lo mejor, está llorando. La vieja se levanta y va a la habitación. Se inclina sobre María y le saca el trapo de la cara. Lo moja, le limpia la boca y el cuello, y se lo pone sobre la frente.
–Duro, su Manuel –le dice a María, que respira agitada, dormida.
La india se levanta para salir, pero justo en la puerta se da vuelta y le dice a María, que sigue en su sueño.
–Se merece una patria, el hombre. Y usted también.
Después sale, y cierra la puerta.

El coronel está sentado a la mesa, acodado, mirando por la puerta. Amanece en el desierto.
–¿No va a comer? –le pregunta la vieja desde la mesada.
El coronel niega con la cabeza, sin mirarla, y la vieja menea la suya.
–Mi gente va a venir –le informa al coronel, que entonces la mira–. Cada tanto vienen, a traerme papa, maíz. No me han abandonado. Ahí va a hablar. Pero ya le digo que ellos no quieren saber nada con su revolución.
El coronel se acomoda en la silla, y la mira. Va a decirle algo, pero se arrepiente. Entonces vuelve a su postura anterior, acodado, pensativo. Afuera se oye un relincho y el coronel se sobresalta. Se para y mira por una rendija de la puerta. Tres indios están parados en medio del patio, todos de frente a la casa, separados dos pasos uno del otro. De inmediato abre el ventanuco para ver mejor. Allí están, y esperan.

El del medio es el más viejo, de unos cincuenta años. Los otros, algo más jóvenes, pero maduros también. Sus caras parecen talladas en piedra. O mejor, en arcilla cocida a fuego vivo. Los torsos grandes bajo el poncho corto. Las piernas cortas y macizas, rematadas por hojotas de cuero en los pies encallecidos. El coronel oye que la puerta se abre y ve a la vieja que sale al patio y va al encuentro de los hombres. Entonces cierra el ventanuco y va a la cocina. Entorna la puerta y observa.

Los tres indios y la vieja se encuentran, se saludan y se apartan para ir un poco más lejos de la casa, sin salir del patio. Entonces hablan, en quechua, muy bajo. El coronel sólo oye un murmullo incomprensible. Por los gestos y ademanes, es claro que discuten algo importante. El coronel ve que más allá, al costado del camino, hay un grupo grande de hombres y animales. Entonces busca el fusil y lo acomoda cerca de la puerta, del lado de adentro. Después abre la puerta y se recuesta contra el marco, haciéndose ver.

Los tres indios y la vieja siguen deliberando, ahora más calmos. Se acuclillan y siguen con la conversación. De repente la vieja grita algo y se levanta para volver hacia la casa. Uno de los indios, el más joven, se para y le empieza a gritar. El coronel se sobresalta y entra a la casa. Sin dejar de mirar hacia afuera, pone la mano sobre el caño del fusil, pero la vieja se detiene y vuelve al cónclave. Otra vez se acuclillan y recomienzan los murmullos y los gestos. La vieja señala varias veces hacia la casa, mientras explica algo. Al fin los tres indios se miran. El más viejo dice algo y los otros asienten con la cabeza. La vieja entonces se para y mira hacia donde está el coronel, que se pone alerta.
–Venga –le pide la vieja.
Pero el coronel no se mueve.
–Venga, hombre –lo apura la vieja–. Y deje el arma, que no hace falta.
El coronel duda, pero al fin sale al patio y llega hasta donde los tres hombres esperan, ya de pie. El más viejo le dice algo a la vieja, muy despacio.
La mujer mira al coronel y le explica:
–Pregunta el Tata Curaca si usted está de acuerdo con que yo me quede acá con ustedes, a ayudar a la señora Martina.
El coronel no entiende bien lo que le dice la india. Entonces la vieja insiste.
–¿Me puedo quedar? Si puedo, digaló.
–Sí, claro. Sí. Puede quedarse –le contesta el coronel.
Los tres indios se miran y asienten. Luego le estiran la mano al coronel, quien les devuelve el saludo, uno a uno, apretando con firmeza sus manos robustas y fuertes. Después mira a la india, interrogándola en silencio. La mujer, entonces, se encamina hacia la casa y le indica que la siga, con un gesto. Los tres hombres se quedan ahí, a la espera.

Ambos entran a la cocina y la vieja le habla al coronal en voz muy baja:
–Ellos vinieron a buscarme. Sabiendo lo de mi nieto, me dijeron que ya no tenía nada que hacer acá. Que tenía que volver. Usted vio, no querían saber nada. Hasta que les dije que tenía que ayudar a doña Martina. Ahí aceptaron, pero con su permiso. Y así fue.
–Bueno, dígales que yo quiero hablar con ellos.
–Les voy a decir. Usted espere acá.
El coronel acepta. La vieja sale y va hasta donde los indios esperan. El coronel también sale y se queda cerca de la puerta. Luego de un momento, la vieja vuelve.
–Dicen que me diga lo que tenga que decir y ellos le dirán después.
–¿No puedo hablar con ellos directamente?
–No.
–Entonces no hay nada que hablar –le contesta enojado–. Dígales que otra vez será.
Se da media vuelta y entra a la casa mientras la vieja se vuelve a hablar con los tres indios.

El coronel entra a la habitación y se sienta junto a Martina, que mueve los labios y tiembla. El coronel le moja la cara y el cuello con un trapo. La vieja vuelve y le habla desde la cocina:
–Van a hablar con usted.
Entonces el coronel se acomoda la chaqueta, se endereza y sale. Camina erguido, tratando de disimular su renquera. La vieja se queda en la puerta. Cuando el coronel llega frente a ellos, los indios se quedan en silencio, dándole la palabra.
–Una sola cosa quiero saber –comienza el coronel–. Conozco a un hombre que dice que ustedes dicen que en este país todos los blancos somos gringos.
Los tres hombres se miran. El más viejo le hace un gesto afirmativo al más joven.
–Todos son gringos –afirma entonces el indio joven, con certeza.
–Yo no soy gringo –le retruca el coronel, contrariado.
–Entonces, ¿por qué todos se visten como gringos, hablan como gringos y nos tratan como gringos? –le devuelve el retruque con firmeza el indio.
El coronel no sabe bien qué contestar. Piensa.
–Ahora la lucha es otra. Todo tiene su tiempo –atina a explicar.
–En eso también son iguales a los gringos. Siempre para después...
–Pero la revolución respetará sus derechos.
–¿Va a devolver las tierras a las comunidades? –lo corta el indio.
–Va a devolverlas –contesta el coronel con convicción.
El indio lo mira fijo, sin decir nada más. El coronel espera una réplica, pero la réplica no llega. Los tres hombres le devuelven sólo silencio. El coronel ya no insiste.
–¿Puedo confiar en ustedes? –al fin les pregunta.
–Mientras esté en nuestra tierra, no tema de nosotros. De los suyos, usted sabrá.
El indio más viejo estira la mano para saludarlo dando por concluida la conversación. El coronel se la estrecha, y luego a los otros dos. Inmediatamente dan media vuelta y se van fuera del patio.

Los hombres caminan hasta la huella donde los espera, con los caballos listos, el resto de la partida. El coronel los mira alejarse, sereno, y escucha el tropel de cascos que se pierden mezclados con los sonidos del monte. Y se queda en medio del patio desierto, solo.

Más tarde, cerca del mediodía, la india llega a la casa, por el patio de atrás, con las vasijas colgando del palo cruzado a la espalda. Entra a la cocina y apoya las vasijas en el piso, agachándose. Deja el palo a un lado, echa agua de una de las vasijas en la olla y la pone sobre el fuego ya encendido. Casi enseguida, entra el coronel, que va a observar a Martina, desde la puerta de la habitación. Así como está, dándole la espalda, le pregunta a la vieja:
–¿Cómo se enteraron lo de su nieto?
–Reconocieron el caballo. Les dije lo demás –le contesta la mujer.
–¿Y por qué quiso quedarse? –le pregunta.
La mujer sigue con sus cosas. Se toma su tiempo y luego le contesta, sin mirarlo.
–Acá perdí una hija. A lo mejor, acá mismo, encontré otra.
El coronel se da vuelta y la mira. A la vieja se le humedecen los ojos.
–Es el humo –aclara la mujer, algo avergonzada, mientras se seca las lágrimas con un trapo.
El coronel asiente con la cabeza y esboza una sonrisa triste.

El sol ya empieza a ocultarse. Una bandada de pájaros cruza la tarde rumbo al norte, y dibuja una flecha en el cielo.

Manuel, sentado en un banco, en el patio, con las piernas abiertas, el torso atrás y la espalda apoyada contra la pared de la casa, espera. La vieja dormita, sentada en la habitación, al lado de María. Un gemido, a su lado, la despierta. Mira a María, y ve que hace esfuerzos por abrir los ojos. Entonces moja un trapo en una vasija con agua que tiene a sus pies, y le moja los párpados. María abre los ojos y la vieja le pasa el trapo por las sienes. María gira un poco la cara y mira a la vieja, que se inclina y la besa en la frente. María sonríe, apenas, y vuelve a cerrar los ojos.

Un rato después, la vieja entra desde la cocina y apoya una fuente con agua en el suelo, a los pies del camastro. Descubre los pies de María, y le afloja la venda para revisar la herida. La mira detenidamente y hace un gesto de satisfacción. Entonces se arrodilla, moja el trapo en el agua de la fuente, y con cuidado, y ternura, lava los pies de María. Luego se para, le cubre los pies y rodea el camastro con la fuente, que deja sobre la banqueta. Dobla la manta sobre las piernas de María, destapándola. Con delicadeza, le desabrocha la camisola y le afloja las enaguas, arrollándolas a la cintura. Entonces, le pasa el trapo mojado por el pecho, por los brazos, el vientre, y por las piernas, aseándola, como a una hija.

Afuera casi ha oscurecido y Manuel da vueltas por el patio, con las manos en los bolsillos. Después, entra en la cocina, con desgano. Enciende el candil y va hacia la habitación. Se para en la puerta a mirar cómo la anciana india termina de cubrir a María, que sigue dormida, y le acomoda el cabello. Primero lo estira hacia atrás y después lo anuda sobre la nuca con una tira, despejando su frente, todavía pálida. Enseguida, toma un cuenco con agua, le levanta la cabeza y acerca el recipiente a los labios de María para hacer que beba pequeños sorbos. María abre los ojos y ve allí, detrás de la vieja y casi frente a ella, inmóvil, con el candil en la mano, a Manuel que sonríe, feliz.

El coronel camina por la huella, con el fusil apoyado sobre un hombro, a paso firme. Entona una melodía casi inaudible. De repente alza la voz y recita:
–Oíd el ruido de rotas cadenas. Ved en el trono, a la noble igualdad.
Sigue caminando unos pasos y repite, irónico.
–Noble igualdad.
A medida que se acerca, ve con más claridad el carro al costado de la huella. Y más allá, atados con dos cuerdas largas, los caballos que descansan tranquilos. El coronel se acerca sin hacer ruido, algo encorvado, y rodea el carro, esperando sorprender al carrero al otro lado, pero cuando llega, no lo encuentra. Entonces se para, desorientado. El caño de un trabuco aparece sobre la baranda del carro y se le apoya en la nuca.
–Coronel, está perdiendo el olfato –le dice el tal Celestino Funes–. Hace desde ayer que lo espero –agrega, y baja el arma.
–Funes, qué alegría verlo –le dice el coronel, y lo apunta con el fusil–. Devuélvame el libro de Rousseau que me robó –agrega, sin amenaza cierta.
Funes, entonces, da un salto y baja del carro. Abraza al coronel, que le devuelve el abrazo, sin reticencia.
–¿En la carta le hablaron de mi persona? –averigua Funes.
–Sí, Funes, y también del libro –bromea el coronel.
–Ahí lo tengo –le contesta, más serio, Funes–. Se lo tomé prestado unos días.
–¿Nuevas? –inquiere el coronel.
–Algunas –contesta Funes–. Y no muy buenas –completa, más serio todavía.

Junto al carro, sentados en el piso, con las espaldas apoyadas en la rueda grande, ambos hombres conversan, mientras toman mate. Un fueguito raquítico humea delante de ellos, y a un lado, sobre el borde de las brasas, la pava ennegrecida conserva el agua caliente.
–No hay caso –le viene diciendo Funes–. Las cosas van de mal en peor. El litoral se divide. Belgrano está muy enfermo. La revolución agoniza, dice Monteagudo, y para disimularlo, se habla de independencia.
El coronel escucha con el mate en la mano, sin decir nada.
–¿Me devuelve el mate? –le pide Funes.
El coronel parece salir de sus pensamientos, y se lo entrega.
–Lo suyo va para largo –sigue Funes–. Me parece que va a tener que acostumbrarse. Por ahora, estamos aislados. Hay una esperanza en el norte, con Bolívar. Dicen que otra vez está armando un ejército. También se puede cambiar de camisa –se atreve a decir Funes.
El coronel lo mira muy serio y niega con la cabeza. Luego hace una larga pausa.
–¿Tienen respuesta mis cartas? –le pregunta, sin ninguna expectativa.
–No. Y no creo que la tengan, coronel –le responde Funes.
–Vamos a ver qué es lo que me trajo –termina el coronel, cambiando de tema.

Funes aparece desde adentro de la caja del carro, con un atado de ropa.
–Usada, pero buena. Se la manda su hermana –le informa al coronel, y se lo arroja a las manos–. Esto para doña Martina –le dice, y tira otro atado.
–Necesito una pala de punta y una hachuela –le pide el coronel.
Funes va hacia la parte de adelante del carro, levanta una lona, aparta otras herramientas y saca una pala, y después, un hacha pequeña.
–Acá tenemos de todo –le dice–. Pero éstas se la cobro aparte –le aclara.
El coronel recibe la pala y el hacha y las revisa, hasta darse por satisfecho.
–¿Un martillo no tendrá? –le pide, por último, el coronel.

Funes, agachado entre los arbustos, le habla al coronel, que lo escucha sentado sobre varios bultos que descansan apilados en la huella.
–¿Sabe lo que anda diciendo un tal Castro Barros al que lo quiera oír? –pregunta Funes, a los gritos, desde allá, como a veinte metros.
El coronel no le contesta, entonces sigue:
–Que ya se acabó el tiempo de la revolución. ¿Me escuchó, coronel?
El coronel sigue ahí, mirando hacia la huella. Funes se levanta y se ajusta el pantalón.
–Que tiene que empezar el tiempo del orden, palabras más, palabras menos.
Funes se acerca a donde está el coronel.
–Que la independencia no será como la catarata de la revolución sino como la vuelta al cauce sinuoso de la paz –concluye Funes, y se ríe a carcajadas.
Después le palmea la espalda al coronel, que lo mira incrédulo.
–¿Me da una mano? Se hace tarde –agrega Funes, poniéndose serio.

La tarde se hace noche, cuando Funes engancha los caballos, mientras conversan.
–Vaya pensando que cada vez se va a hacer más difícil llegar hasta acá –le dice Funes, y ajusta la pechera de uno de los caballos–. Aparte, el gobierno entrega cada vez menos. No se sorprenda si un día de estos se olvidan de usted, y no le mandan más nada. La gente nuestra también está medio pobre... Usted me entiende.
El coronel asiente, sin decir nada, porque comprende la situación.
–Ahí tengo unos diarios que me mandaron de Buenos Aires, se los voy a dejar.
El carrero termina de enganchar los caballos y sube al pescante.
–¿Le conté la historia de la garrapata? –le pregunta al coronel, que lo mira intrigado–. Bueno, resulta que la garrapata se sube a un árbol y espera que pase un animal de sangre caliente para soltarse y caerle encima. Después solamente vive para poner sus huevos, y muere. Las que nacen se suben a un árbol y repiten todo. ¿Sabe cuánto tiempo puede esperar la garrapata hasta que pase el animal de sangre caliente que necesita?
El coronel niega con la cabeza.
–Dieciocho años –le informa Funes, y le tiende la mano.
El coronel estira la suya y las estrechan, con vigor.
–Nos vemos, coronel –se despide Funes, y da un chicotazo con las riendas sobre las ancas de los animales, que de inmediato empiezan a moverse. El coronel levanta una mano a modo de saludo, y escucha los cascos, y el trajinar de las ruedas del carro de Funes, a lo mejor, por última vez. Se queda pensativo, sentado sobre los bultos, con la vista en el suelo; levanta la cabeza para mirar el campo desierto, y vuelve a bajarla, otra vez.

En la cocina de la casa, a la noche, sentados frente a frente, el coronel y Martina toman una sopa espesa, acompañada con pan casero, en silencio. Más allá, la vieja, acuclillada, tira unas gotas de sopa al piso de tierra, y luego también come.
–Mañana voy a empezar a arreglar la casa –dice el coronel, mirando un punto perdido en la pared de enfrente–. El portal primero, por si vienen visitas –completa.
Después baja la cabeza sobre el plato y toma dos cucharadas. Y agrega:
–Parece que vamos a tener que quedarnos un tiempo por acá, nomás.
Martina pone su mano sobre la mano del coronel, que la mira un momento. Luego, él retira su mano, mientras se levanta, y saca un cigarrillo ya armado del bolsillo de la chaqueta. Lo enciende con la llama del candil y sale. Martina mira a la vieja, que le indica, con un gesto, que salga a acompañar a su marido. El coronel se ha parado recostando su espalda contra la pared del frente de la casa. Se aviva el fuego del cigarrillo cuando aspira el humo, que retiene un instante y lanza hacia arriba, parsimonioso. Martina sale, se acerca y, sin decir palabra, lo abraza, rodeándole la cintura.

Más tarde, en la habitación, Martina termina de desarmar, sentada en el camastro, los atados con ropa que les ha traído Funes. Despliega una camisa y estira la mano con ella. El coronel, que lleva puesto una bombacha de campo y botas, en vez de los zapatos, se acerca, toma la camisa y se la pone. Le queda grande, pero la ajusta dentro de la bombacha y abre los brazos mostrándose a Martina, que se ríe y le ofrece un saco largo marrón. El coronel se lo pone.
–Adiós al coronel revolucionario. Ahora parezco un ciudadano civilizado –dice jocoso, pero irónico–. Son otros los tiempos. Pero nunca se sabe.
Cuando Martina le quiere dar un sombrero, el coronel la rechaza con un ademán.
–No. No. Eso sí que no. Vestirse con la ropa de otro, vaya y pase. Pero uno no puede ponerse el sombrero de otro –proclama en son de broma.
Después se pone serio, se saca el saco y se sienta al lado de Martina, en la cama:
–El día que me corten la cabeza, me la van a cortar llevando todo lo mío que tenga, por afuera, y por adentro.

Está por amanecer, aunque todavía es de noche. Por la ventana de la cocina, apenas abierta, el coronel, vestido con la nueva ropa, mira hacia el patio. De ahí viene el murmullo del rezo que canta la anciana india, como todos los días. Una tenue luz rojiza le ilumina la espalda. Oye un ruido, y se da vuelta, y ve a Martina que ha encendido el candil. Entonces va hasta el fogón, donde se calienta el agua, y mete unos leños en el fuego. Mientras, Martina, con paso cuidadoso, vuelve a la habitación. La anciana entra desde el patio y el coronel se sienta a la mesa al tiempo que Martina vuelve con un diario doblado en cuatro y se lo ofrece. El coronel lo desdobla, lo acerca al candil y empieza a recorrerlo con la mirada.
–Leer un diario como tres meses después que salió –reniega el coronel y lo cierra, poniéndolo sobre la mesa–. Otro día será –concluye.


La Soledad


Cuando el sol comienza a levantarse, Manuel ya ha alineado varias filas de piedras en el muro de pirca de la entrada. Se saca el poncho, y se retira unos pasos para observar el trabajo realizado. Levanta la vista y ve que María atraviesa el patio lentamente, con la pava en una mano y el mate en la otra. Entonces se sienta a esperarla, con paciencia. María llega su lado, llena el mate y se lo ofrece. Manuel lo acepta y lo toma. Mientras se lo devuelve, le agradece con un abrir y cerrar de ojos. Luego le levanta un poco la falda y le mira el tobillo, que ya no lleva venda. Lo tantea con dos dedos, con suavidad, y le suelta la falda satisfecho.
–Apenas termine el portal –le dice–, voy a tallar un cartel de madera con el nuevo nombre de la finca.
María lo interroga con la mirada, mientras le ofrece otro mate. Manuel lo toma, absorbe de la bombilla y le informa:
–El rescoldo. Así se va a llamar. El rescoldo.
María estira la mano reclamando el mate. Manuel da una última y sonora succión.
–¿Qué te parece? –le pregunta, devolviéndoselo.
María asiente con la cabeza, una vez, y otra vez. Manuel, entonces, se dispone a seguir con su trabajo. María lo besa en la mejilla y se vuelve hacia la casa. Manuel, halagado, la mira mientras se arremanga la camisa, pero enseguida levanta una piedra para colocarla sobre el muro. Justo en ese momento, la india entra al patio con su cotidiana carga de agua: dos vasijas llenas colgadas del palo cruzado a la espalda. Manuel la ve llegar, la sigue con la mirada, y menea la cabeza, contrariado. Deja la piedra en el suelo y camina hasta el pozo de agua. Cuando llega, se asoma y mira hacia adentro. Luego mira a la india que vuelca el agua de una de las vasijas en la tinaja de la galería. Después se apoya contra el brocal, pensativo.

María, en la cocina, aplasta unas hojas bien verdes en un mortero de madera, con esmero. La india entra con una vasija, vuelca un poco de agua en la olla locrera, y la deja sobre la mesada. Va al lado de María y mira adentro del mortero. María se detiene y la mira. La india le hace un gesto de aprobación. María echa entonces el contenido del mortero en la olla. La india sale a la galería y ve a Manuel recostado todavía contra el brocal del pozo. Intrigada, lo observa.
–¿Hubo agua en este pozo alguna vez? –le pregunta Manuel, al verla.
–Había –le responde la vieja–. Pero cuando se fueron todos, echaron tierra hasta arriba de la napa.
Al Manuel se le iluminan los ojos.
–¿Cuánta tierra echaron? –le pregunta ansioso.
–Muy mucha –le dice la india, con tono pesimista.

Los tres están en la cocina, cada uno en su lugar, comiendo el locro, en silencio. Manuel lo saborea con deleite. Además, está animado, contento.
–Está muy rico –la adula a María–. Apenas se mejore, me va a ayudar con el pozo –agrega, sin preguntar–. ¿Puede traer el caballo? –le pide a la anciana.
La vieja asiente con la cabeza. Manuel termina de vaciar el plato y María estira la mano, pidiéndoselo. Él se lo alcanza sin hacerse rogar y ella mete el cucharón de madera en la olla humeante, revuelve, y le sirve otro suculento plato. Manuel lo recibe con beneplácito y empieza a comer.

Es casi de noche cuando Manuel termina de desenterrar un palo de quebracho semi hundido entre los escombros del arco del portal. Lo arrastra unos metros y ubica un extremo en el borde de un pozo que por el montículo de tierra suelta que lo rodea, ha cavado esa misma tarde. Toma el otro extremo y lo levanta, empujándolo hasta hacerlo trabar dentro del pozo. Luego termina de levantarlo hasta calzarlo adentro y dejarlo casi vertical. Lo acomoda bien y echa con el pie la tierra de alrededor, girando, y apisonándola, hasta que el palo queda erguido con firmeza. Después, se aleja unos metros y lo observa, satisfecho. Se sacude el polvo a manotazos sobre las mangas de la camisa, recoge el poncho, que se tira sobre los hombros, y se va para la casa. Camina agotado, pero silba una melodía, contento.

El coronel está sentado en el piso la galería, sin camisa, y Martina le masajea los músculos de la espalda.
–Si alguien me hubiese dicho hace unos años que estaría acá, en esta situación, le hubiera dicho que estaba loco –reflexiona, arrastrando las palabras, el coronel.
Pero Martina no dice nada, y sigue entregada a lo suyo.
–¿Te acordás la rendición de los ingleses? –pregunta el coronel sin esperar respuesta–. La alegría de la gente, a pesar de los heridos, y los muertos. Buenos Aires era una fiesta. ¿Te acordás cuando ocupamos la plaza con las brigadas de la revolución? Buenos Aires ardía de valor y entusiasmo. Y hoy, ¿qué pasó, Martina? –termina, y se da vuelta para mirar a Martina, que a su vez lo mira.
–Si algo me queda de todo eso, es usted, ¿sabe? –le dice.
Martina le acaricia la sien.

La vela arde sobre la banqueta del dormitorio. Manuel está tirado boca abajo sobre el camastro, sin la camisa, y María le pasa una crema blanquecina por la espalda.
–Si alguien me hubiese dicho hace unos años que estaría acá, en esta situación, le hubiera dicho que estaba loco –reflexiona, arrastrando las palabras, Manuel.
Pero María no dice nada, y sigue entregada a lo suyo.
–¿Te acordás cómo los corrimos a los cabeza de lata? –pregunta Manuel, sin esperar respuesta–. La alegría de la gente a pesar de los heridos. Córdoba era una fiesta. ¿Te acordás cuando fuimos a la Plaza a acompañar a mi hermano montonero? ¿Y te acordás cuando fuimos a Villa Constitución a pelearle a la burocracia y armar la Coordinadora? Y hoy... ¿Qué pasó?¿Cómo terminamos así, María? –termina, y se da vuelta para mirar a María, que se ha detenido, y que a su vez lo mira.
–Si algo me queda de todo eso, sos vos, ¿sabés? –le dice.
En seguida gira el cuerpo sobre un costado, para dormir. María le acaricia la sien y de un soplido apaga la vela.

Por la mañana, contra el muro bastante bien terminado de la entrada, y que revela varias jornadas de trabajo, está sentado Manuel, tranquilo. Con un cuchillo, talla una tabla de madera de tres o cuatro pies de largo. De vez en cuando mira hacia el campo. Se distrae un momento, para observar a María que, sentada en un banco en el patio, lee un diario ayudándose con una lupa. Luego sigue con su trabajo. De repente se para, pone la tabla sobre el muro y se separa un poco para verla. En ella están bocetadas en bajo relieve las palabras “El Rescoldo”.

Después toma la tabla y entra al patio para ir a la cocina. Cuando pasa a dos o tres pasos de María, por una vez, ella le habla:
–Mataron a Rodolfo Walsh –le dice, lacónica, sin agregar nada más.
Manuel se detiene de golpe, y allí se queda, dando la espalda a María, que espera que se de vuelta. Pero Manuel se queda así, parado, quieto. Nada dice, nada hace. María se levanta, deja el diario en el suelo, y lo rodea para pararse a un lado, casi frente a él. Lo mira a la cara, pero Manuel sigue inmóvil y sólo baja la cabeza. María va a tocarlo en el hombro, pero se detiene, y no lo hace. Recoge la mano y lo deja con su dolor y su impotencia. Recoge el banco y se va a la cocina. En medio del patio, Manuel se ha quedado solo. Detrás de él se arremolinan, arrastradas por la brisa que ha empezado a soplar desde el norte, las hojas sueltas del diario, que se ha desarmado. Y se oye la voz del coronel, que dicta una carta:
–Querido Joaquín, hermano…

Atardece en el desierto, en el monte. Adentro, en la cocina, apoyado en la puerta, el coronel le dicta a Martina, que escribe sobre la mesa, con el candil al lado.
–…Cuando empezamos, con Vieytes, con Beruti, y los otros a pensar en dar un golpe revolucionario, sabíamos que a ese paso le seguirían, indefectiblemente, los pasos de la guerra. Te consta que nunca quise ser un soldado. Tampoco letrado, como quiso el tata. ¿Sabés que quería ser? Herrero.
Martina sonríe, mientras escribe. El coronel se pasa la mano por la cabeza.
–No sé si yo voy a poder, pero ahora habrá que librar otra guerra. Más siniestra, más brutal. Una guerra civil. Porque de eso se trata, hermano mío. Los traidores nos han declarado la guerra.
Martina lo mira, seria, sorprendida. El coronel camina dos pasos, y se detiene.
–Dejeló así nomás, Martina. Eso es lo que pienso, eso digo.
Martina, entonces, termina de escribir y le ofrece la pluma al coronel, que la moja en el tintero de campaña, y firma.
–Guardelá hasta que vuelva Funes –le indica.

Es noche cerrada, pero el coronel no duerme. Está tirado vestido en el camastro. Martina se incorpora sobre uno de sus codos, y se inclina hacia él.
–¿Sabe una cosa? –le confiesa el coronel, sin mirarla–. A pesar de la esperanza que le mandé escribir para mi hermano... la revolución agoniza, y se muere. Me parece que vamos a quedarnos en este lugar, a envejecer en paz.

Apenas ha amanecido cuando el coronel derriba, con un ariete de quebracho, la tapia de adobe que cierra una antigua puerta, en un extremo de la cocina. Cuando se disipa el polvo, se ve una habitación pequeña y lúgubre. Entre el revolotear de murciélagos, el coronel entra en el cuarto, que se ha iluminado con la claridad que penetra desde la cocina. Entonces la emprende contra las tablas clavadas que clausuran una ventana. Con dos golpes, rompe las maderas y abre la ventana, por donde escapan los murciélagos.
–¿Qué había acá? –le pregunta a la india, que se asoma por la puerta.
–Guardaban el grano –contesta la vieja.
–¿Por qué lo tapiaron? –indaga el coronel.
–Acá mataron al padre del patrón. Los abipones fueron, por cuestión de tierras.
–Ahora es nuestra. Esta va a ser su pieza –ordena el coronel.

El coronel atraviesa el patio con el hacha en la mano, mientras la vieja llega con el agua, deja las vasijas en el suelo, luego levanta una y entra en la cocina. Martina sale del cuarto abierto, con la cara y los brazos sucios de tierra, y un trapo en la mano. La vieja deja la vasija sobre la mesada.
–No habrá entre su gente... –pregunta Martina, cuidando las palabras... –algún niño que se haya quedado, huérfano... sin nadie.
–Entre nosotros eso no existe, doña Martina –le contesta la india, con frialdad, algo ofendida–. Desde que uno nace, tiene la comunidad. Nunca se queda sin nadie. ¿Usted quiere un criado?
–No. No...
–Porque nosotros no damos criados. Otros sí. Los vencidos. Nosotros no.
–No. No un criado... Sino... bueno. Como un hijo...
La vieja ahora entiende, pero igual sigue enojada.
–Hubiese empezado por ahí, doña Martina. Pero eso nosotros, menos todavía. Los hijos de nosotros, son de la comunidad, no se pueden dar.
Martina, contrariada por la respuesta, replica muy ofuscada:
–Está bien. Déjelo así nomás. Haga de cuenta que no dije nada.
Se da media vuelta y entra al cuarto a seguir limpiando.
–No lo tome a mal... –le pide la vieja, ablandando el tono–. Cuando vuelva mi hermano, voy a preguntar. Vamos a ver si algún gurisito quiere venirse con usted. De paso, me hago de un nieto. ¿Qué le parece?
Martina sale despacio del cuarto, y se queda quieta frente a la vieja, un segundo, tratando de entender. Después la abraza, con fuerza, con cariño.

El coronel termina de armar una escalera de palos, cruza el patio y la levanta contra la pared de la casa. Se sube y observa el techo. Martina sale y lo mira desde abajo.
–Van a hacer falta ladrillos para arreglarlo –le comenta–. Pero sin agua... no hay ladrillos –concluye, y empieza a bajar.
Después se dirige al pozo y mira hacia adentro, mientras Martina entra a la casa.

La vieja mete ramas en el fogón para encender el fuego.
–No me había dicho que uno de los jefes era su hermano… –le dice Martina.
–No hacía falta –le contesta la vieja–. Y no quiero que me pregunte más del asunto –concluye, cortante.
–Está bien, está bien. Qué genio –le dice, poniendo paños fríos, y se mete al cuarto a seguir con la limpieza.

La vieja termina de encender el fuego y Martina limpia el marco de la ventana, al tiempo que el coronel se asoma por la puerta de la cocina.
–Doña –llama a la vieja–. Busque el caballo. Lo voy a necesitar.
La vieja, sin decir palabra, y sin un gesto, sale de la cocina.

El coronel, entonces, entra al nuevo cuarto, con sigilo, y abraza desde atrás a Martina, que acaba de limpiar el vidrio de la ventana. Ella primero se sorprende, pero en seguida se ríe, entonces él aprovecha y la aprieta contra la pared. Martina forcejea, y juega, al mismo tiempo que arquea la espalda sacando la cadera hacia atrás. Entonces él empieza a levantarle la falda, y la risa de Martina se convierte en gemido. El coronel termina de arrollarle la falda hasta la cintura, y le acaricia con una mano el muslo mientras, sin separarse, se desabrocha con la otra los botones del pantalón. Martina separa la cadera de la pared y se dobla hacia adelante sosteniéndose con las manos del marco de la ventana. El coronel empuja su cadera hacia adelante, algo más arriba que otras veces, y desde afuera puede verse una pequeña mueca de dolor y placer en la boca entreabierta de Martina, apretándose contra el vidrio. El aliento, entonces, se hace vapor y se condensa, para poner un velo de intimidad a la pasión.

El sol ilumina el patio cuando la vieja entra con el caballo. Lo lleva atado con una cuerda al bozal. Pero cuando está por llegar a la puerta, escucha un gemido de María dentro de la casa. Entonces sale hacia el portal. Amarra el caballo al poste de la entrada, se acuclilla, mira hacia el campo, y espera.

Un rato después, el coronel llega con la tabla del cartel, y se dispone a atarla con alambre al poste de quebracho. La vieja, sin decir nada, se levanta, desata el caballo y entra al patio, para ir a atar el animal a la estaca del palenque viejo, y entra a la cocina. El coronel termina de colgar el cartel, mira al campo y entra por el portal al patio. Martina entra a la cocina, va hasta el fogón y revuelve la olla logrera, que despide un vapor espeso. La vieja, que ha destapado la boca del horno, saca panes cocidos con la pala y, dejándolos resbalar, los hace caer dentro de la fuente, humeantes.

La vieja llega con el pan y va a entrar, cuando algo la detiene. Mira hacia el campo, más allá del patio. Entra a la cocina con la fuente, sale sin ella, y se dirige hacia el portal. El coronel llega a la galería, limpiándose las manos, al tiempo que Martina sale de la cocina. Ambos miran hacia donde va la vieja, intrigados, y descubren que uno de los tres indios que estuvieran días atrás, el más viejo, está parado en el portal. Otro, montado, espera más allá, con los caballos. La vieja se encuentra con el hombre, hace unos ademanes y se acuclillan a conversar. El coronel le hace una seña a Martina y ambos entran a la cocina.

El coronel se sienta mirando hacia la puerta, y desde ahí observa lo que pasa afuera. Martina sirve el locro, y comen en silencio. Allá, la vieja y el indio siguen con su cónclave. Cuando ya terminan de comer, el coronel ve a través de la puerta, que se ponen de pie. El indio va hasta su caballo, desengancha una alforja tejida atada al apero y se la entrega a la vieja, y se despiden. La vieja se queda en su lugar a esperar que el hombre monte. El indio lo hace, talonea su caballo y junto con el otro, salen al galope. La vieja, entonces, vuelve hacia la casa. El coronel y Martina la miran entrar, sin decirle nada. La vieja deja la alforja sobre la mesada, toma un plato, se sirve locro y come, parada. Martina empieza a levantar la mesa mientras el coronel se va a la habitación, y se tira en el camastro.

La vieja termina su plato y lo apoya sobre los que trae Martina desde la mesa. Toma los tres platos y sale. Martina se asoma a la puerta y mira cómo la vieja los limpia en una batea, en la galería, frotándolos con tierra seca. La vieja termina y vuelve a la cocina, seguida de Martina, y deja los platos sobre la mesada. Toma la alforja y saca papas, choclos de distintos colores y varias tiras de carne seca.
–Charqui de chivo –le informa a Martina, hablando bajo.
–¿Le habló del niño? –pregunta Martina.
–No me dijo ni sí, ni no. Habrá que esperar.
–¿Pero usted qué dice?
–Está difícil –se limita a contestar.
Acomoda todo sobre la mesada y del fondo de la alforja saca una pistola de chispa.
–Han visto desertores –le cuenta a Martina mostrándole el arma.

Martina parece recordar algo y entonces va también al patio de atrás, donde cuelga la ropa militar del coronel, lavada hace poco. Luce limpia, aunque muy deteriorada. Martina verifica si está seca apretando en un extremo del pantalón y de la chaqueta.

Mientras la vieja termina de cubrir un alero precario con ramas, Martina descuelga la ropa y la lleva a la cocina. Entonces se pone a arreglarla recurriendo a un neceser que saca de su bolso, arrinconado hace tiempo en la habitación, junto a la valija.

Al atardecer, el coronel deja su trabajo, va hasta la galería y se lava las manos en la tinaja. Mira al campo, y entra en la cocina. Martina sigue sentada al lado de la mesa, con la costura hacia la luz, que llega desde la puerta. El coronel entra en el cuarto de la vieja y va directamente hacia el lecho. Tantea, corre la manta y encuentra la pistola. La observa detenidamente y la vuelve a dejar en el mismo lugar, cubriéndola otra vez con la manta. Sale a la cocina y se sienta a la mesa.
–Deje eso, que ya no se ve nada –le dice a Martina, que lo mira–. Ya la vi el otro día que usa una lupa para leer.
Martina sonríe, algo turbada, y deja la costura sobre la mesa–. ¿Qué es eso del niño? –le pregunta el coronel sin rodeos. Martina baja la cabeza y no le responde–. ¿Va a seguir mucho tiempo más sin hablarme? –le pregunta él, comprensivo.
Ella permanece en silencio.
–Contésteme eso nomás... –le pide el coronel, insistiéndole.
En ese momento la vieja irrumpe en la cocina.
–Mire, don Manuel, usted primero tendría que pedirle perdón de rodillas, por haberla maltratado la otra vez en el pozo –le recomienda la vieja, enojada–. Esa costumbre de ustedes de maltratar a sus mujeres. Se creen muy hombres por eso. Ella no le habla. ¿Sabe qué hubiera hecho yo? Le hubiese partido la cabeza con un palo al menor descuido. Eso hubiera hecho.
Sin más, se mete a su habitación, de donde sale al segundo, más enojada todavía.
–Y voy a decirle algo. No tiene por qué revisar mis cosas. Écheme si quiere, pero si no, me tiene que respetar –le dice, y de inmediato vuelve a entrar.
–Tenga cuidado con el arma –le advierte el coronel, comedido–. Se le puede disparar.

Más tarde, la india corta la carne en tiras y va a colocarlas dentro de una vasija, donde Martina echa abundante sal.
–Quiero decirle algo –le habla Martina a la vieja, que sigue con lo suyo.
Martina hace una pausa, hasta que la vieja la mira, entonces continúa.
–Mi Manuel me ha tratado mal, es verdad. También es verdad que por eso no le hablo. Pero no voy a permitir que nadie se meta en mi vida con él –concluye tajante.
La vieja va a decir algo, pero no dice nada. Sólo baja la vista. María le pone una mano en el hombro, a modo de acercamiento. Después va a la puerta desde donde mira a Manuel, que sigue con el cuero.

La vieja sale al patio y va hacia el portal; el coronel, abrigado con el poncho, fuma sentado en la pirca, mirando el atardecer en el monte.
–Quiero disculparme –le dice la vieja, parándose frente a él–. Martina se ha enojado conmigo, y eso me da mucha tristeza.
El coronel mira al cielo, como siempre hace. Después, se para, mira a la vieja y le cuenta:
–Hubo una mujer que saltaba las barricadas y alcanzaba la pólvora para los cañones que yo disparaba contra los ingleses, en la esquina de La Piedad. ¿Lo sabía?
El coronel da por sentada la respuesta y empieza a caminar hacia la casa. La vieja lo sigue.
–Esa mujer corrió entre el humo y la metralla para ayudarme a desprenderme de un cañón que perdió una rueda y cayó sobre mis piernas.
El coronel se para. Hace silencio un instante y sigue, sin mirar a la vieja, para sí mismo.
–Cuando la pedí para casarme, me preguntó qué elegiría yo, entre una mujer y la revolución. Le contesté la verdad: la revolución. Para mi sorpresa, ella me abrazó y me dijo que entonces estaríamos juntos para siempre, porque ella jamás abandonaría la revolución que nos haría a todos iguales y libres.
El coronel se da vuelta, y la vieja no está. La busca con la vista al tiempo que Martina sale de la cocina. Ambos, entonces, caminan hacia el portal, donde la vieja, arrodillada junto a la tumba de su nieto, llora.

Manuel, acostado en el camastro, inclinado sobre la vela, lee un libro. María, a su lado, duerme. Manuel cierra a medias el libro, se queda pensativo unos segundos y luego vuelve a concentrarse en la lectura. Pero al cabo de poco tiempo cierra el libro y se recuesta, otra vez pensativo. Se queda así hasta que vuelve al parecer de sus reflexiones y deja el libro en el piso. Pero no duerme. Un resoplo, afuera, le llama la atención. Entonces se levanta, va a la cocina y abre un poco la puerta que da al patio de atrás. Toma el poncho, que cuelga tras la puerta, se lo arrolla al cuello, abre del todo y sale.

En la penumbra, camina hasta el alero de ramas donde está el caballo, y le acaricia el pescuezo y la frente. Después se mueve al centro del patio y mira el cielo. Aspira hondo, con la boca cerrada, y suelta el aire. Satisfecho, se frota las manos y entra a la casa. Llega al lado del camastro, toma el libro que dejó en el piso y lo pone debajo de los cueros que ofician de colchón. Después, apaga la vela y se acuesta, tapándose con el poncho. Pero sigue sin dormir.

A la mañana, Manuel está sentado en la galería limpiando el fusil. La vieja sale, se acerca y se sienta a su lado.
–¿Será tan fuerte María como para aguantar todo lo que viene? –le dice, mirando hacia el patio–. ¿No sería mejor que la mande de vuelta a su casa? Por el bien de ella…
Manuel se para y mira al cielo. Después mira a la vieja.
–Hubo una joven que escondía en su casa de Córdoba a los militantes estudiantiles perseguidos por la dictadura de Onganía. ¿Lo sabía?
Manuel da por sentada la respuesta y empieza a caminar hacia el patio. La vieja lo sigue.
–Durante el Cordobazo, esa mujer corrió entre el humo y los gases lacrimógenos, para ayudarme a desprenderme de abajo de una moto que perdió una rueda y cayó sobre mis piernas.
Manuel se para y se da vuelta para mirar hacia el campo. Sin mirar a la vieja, habla, como para sí.
–Cuando le pedí que se viniera a vivir conmigo, me preguntó qué elegiría yo, entre ella y la revolución. Dudé, pero le contesté la verdad: la revolución. Para mi sorpresa, ella me abrazó y me dijo que entonces estaríamos juntos para siempre, porque ella jamás abandonaría la revolución que nos haría mujeres y hombres nuevos.
Manuel se da vuelta, pero la vieja ya no está. La busca con la vista al tiempo que María sale de la cocina. Ambos, entonces, caminan hacia el portal, donde la vieja mira hacia el poniente, y llora.

La Muerte


A la tarde, el coronel termina de acomodar los ladrillos, ya secos, contra la pared de la casa. Después lleva la escalera de palo que armó la otra vez, la apoya en la cornisa y sube al techo para arreglarlo. De repente mira a la distancia y ve una polvareda.
–Martina, tráigame el catalejo –le ordena a su mujer.
Martina corre adentro, mientras el coronel, con la mano en visera, otea el horizonte. Martina sale y le alcanza el aparato, subiéndose un poco a la escalera. El coronel lo toma, sin dejar de observar el horizonte, y se pone a escudriñar la polvareda.
–Son jinetes –le informa a Martina–. Métase adentro, y no salga para nada.
Martina se mete bajo la galería, pero no entra, y se queda en la puerta. En ese momento la vieja llega del campo, caminando apurada.
–Viene gente –informa.
–Jinetes. Armados –le completa el coronel–. Y enderezan para acá.
El coronel espera unos segundos, hasta que se decide a bajar. Mientras lo hace, la india y Martina lo miran interrogantes.
–Cuatro hombres, en tres caballos. Un teniente muy joven, un sargento, que parece herido, y dos soldados. ¡Le dije que se metiera adentro! –le grita a Martina–. Y usted también –le ordena a la vieja, que obedece de inmediato, llevándose a Martina con ella.

El coronel cruza el patio y va al encuentro de los jinetes. Se para muy tranquilo, justo en la entrada, entre los pilares del portal, a modo de virtual barrera. Los jinetes frenan los caballos a prudente distancia y, al paso, enfilan derecho hacia el portal. En efecto, son cuatro hombres en tres caballos, muy sucios y cansados. En uno, abriendo la marcha, viene un joven teniente de húsares. En otro, un soldado blanco, pero de rasgos mestizos. En el otro caballo, un soldado negro que sostiene delante de él a un sargento veterano, con varias manchas de sangre en el torso y en el brazo. Cuando llegan a una distancia prudencial, detienen las cabalgaduras, que vienen exhaustas. Sin desmontar, el teniente se acerca al coronel y le hace un ademán parecido a una venia militar.
–Buenas –le dice, a modo de saludo.
–Buenas –le contesta el coronel.
–Andamos perdidos. Buscamos una huella por acá, vamos para Salta.
–La huella es esa –señala el coronel–. Pero están bien lejos de Salta.
–¿Podemos apearnos? Traemos un herido –solicita el teniente, haciendo un movimiento de cabeza hacia donde está el sargento.
–Pueden –se limita a contestar el coronel.
El teniente se apea del caballo, y mientras el soldado blanco también desmonta, el teniente va a ayudar a bajar al sargento herido. Llega hasta el caballo y cuando intenta mover al hombre, no puede. Entonces lo toma de la chaqueta ensangrentada y prueba zamarrearlo, pero está duro, como congelado.
–Está muerto, Venegas. Se murió. ¿Cómo no se dio cuenta, hombre? –le grita el teniente al soldado negro, que no entiende bien lo que pasa.
–¿Cómo que está muerto? –grita el otro, y corre a desmontar el cadáver.
–Ayude, Venegas, no sea pendejo –le grita el teniente al soldado negro.
Al fin pueden bajar el cadáver, que golpea contra el piso con un ruido sordo. Entonces el soldado blanco se arrodilla en el suelo, casi sobre el cuerpo inerte del sargento, se inclina y apoya la cabeza contra el pecho muerto. Y ahí se queda.
El teniente se saca el morrión, lo mismo que el otro soldado, y se queda en silencio, quieto, lo mismo que el coronel. Es él el que rompe el silencio, después de unos segundos
–Ya traigo una pala. Vamos a enterrarlo –les sugiere, y sale para la casa.
Da media vuelta y se dirige resuelto hacia la casa sin esperar respuesta.

Cuando el coronel llega a la galería, Martina se asoma, y lo mira, ansiosa.
–Son nuestros. Hombres del Ejército del Norte –le informa, entrando a la cocina–. Al teniente lo conozco. ¿Dónde está mi uniforme?
Martina va hacia la habitación, apurada, y el coronel la sigue. La vieja se asoma a la puerta y espía hacia el portal. Allá, los hombres, más tranquilos, desensillan sus caballos. El coronel sale de la habitación acomodándose su uniforme. Se ajusta el cinturón, mientras Martina le abrocha el último botón de la chaqueta.
–Búsqueme la pala –le pide a la vieja, que obedece en seguida–. Es posible que no sean peligrosos, pero nunca se sabe, así que se queda adentro –le recomienda a Martina–. Y traba las puertas.
Dicho esto, sale a la galería, toma la pala que le alcanza la india, y camina lo más derecho que puede hacia el portal. El teniente y uno de los soldados preparan un fogón, para acampar alrededor, mientras el otro llega con leña. Cuando ven aproximarse al coronel con su uniforme, los hombres se sorprenden, particularmente el teniente. Entonces, casi como por instinto, grita una orden, y los tres se ponen en posición de firmes.
–Está bien, teniente, siga nomás –le concede el coronel, adoptando una clara postura de superioridad.
–Discúlpeme, coronel. Ahora me doy cuenta quién es usted. Lo vi unas veces en la carpa del estado mayor... Usted es el coronel...
–Ese mismo –le contesta el coronel, sin dejarlo terminar–. Yo lo recomendé para un ascenso, antes de Huaqui. Acá tienen la pala –le dice a uno de los soldados, ofreciéndosela.
El hombre lo mira al teniente, que le hace un gesto afirmativo, y toma la pala.
–Aquélla –les informa el coronel, acercándose unos pasos y señalando la tumba de Benicio–, es la tumba de un soldado nuestro que apareció muerto acá. Pueden cavar al lado –les recomienda–. Si a usted le parece, teniente –le dice al oficial, para no menoscabar su autoridad.
–Sí. Me parece bien –contesta el teniente, asumiendo su rol.
Inmediatamente le hace un gesto de cabeza a los soldados que, aún cansados como están, se ponen en seguida a cavar. Mientras, el coronel empieza a caminar de vuelta hacia el portal, del que se habían apartado unos pasos, y hace que el teniente lo siga.
–Supe que andaban desertores –le dice sin vueltas–. No serán ustedes...
El teniente no contesta de inmediato. Camina dos pasos más y se detiene.
–Combatimos en Sipe Sipe, coronel. De ahí salimos, hace tres meses.
–¿Y cómo vinieron a dar acá, después de tanto tiempo? –le pregunta el coronel, poniendo claramente en duda las palabras del teniente.
–Nos perdimos. Y empezamos a andar con rumbo sur, otra cosa no podíamos hacer –se justifica.
–¿No encontraron ningún punto de reunión en la retirada? –insiste el coronel.
–¿Podemos vivaquear acá? –pregunta el teniente para cambiar de tema.
–De hecho, ya lo están haciendo –le dice el coronel–. Pero no me comprometan –le pide–. Manténganse más allá del portal.
El teniente asiente con la cabeza. El coronel agradece del mismo modo y se encamina hacia la casa. Cuando llega, golpea la puerta. La vieja abre un poco, ve quien es y le abre del todo. El coronel entra, y la vieja se queda a espiar.
–Vaya a llevarles unos panes y un poco de charque –le pide.
La vieja acepta, cierra la puerta y busca los panes. El coronel va a la pieza y se pone a cargar el fusil. Martina se asoma a ver lo que hace.
–Por si acaso –le explica el coronel, con ánimo tranquilizador.
La vieja sale cerrando la puerta.
Martina se asoma por el ventanuco y la sigue con la vista hasta que sale por el portal. El soldado negro se acerca y recibe, haciendo reverencias, la comida que le lleva la vieja. El teniente se le acerca y le dice algo, a lo que la vieja asiente, y vuelve. Martina, entonces, va hacia la puerta y la espera. La vieja entra y va directamente a la habitación. Le habla al coronel desde la puerta.
–Ya lo van a enterrar –le dice–. Y piden que usted vaya.
–Está bien –le contesta.
El coronel termina de cargar el arma, la pone sobre el camastro y sale. Martina va hacia el fogón, ve que no queda leña y también se dispone a salir.
–Es mejor que no la vean –le dice la vieja–. Voy yo –se ofrece, y sale.
Martina, entonces, espera en la cocina hasta que la vieja regresa con la leña.

Junto a la tumba ya cerrada del sargento, están el coronel, el teniente y los dos soldados. El soldado blanco da un paso adelante, se pone rodilla en tierra y clava en la cabecera una tosca cruz de palo. Parece que va a levantarse, pero se quiebra y lanza un sollozo profundo, lastimero.
–Levántese, Cabrera. Sea hombre, carajo –le grita el teniente.
El soldado se queda allí, y llora. El coronel, entonces, se acerca a él, lo toma del brazo y lo quiere ayudar a levantarse. El soldado lo mira, y se levanta por la suya, pasándose la manga mugrienta de la chaqueta por la nariz. El teniente cuelga de la cruz el morrión del sargento y se pone en posición de firmes. El soldado negro saca de su morral un clarín y se lo lleva a la boca. El coronel, en descanso informal, se sorprende, pero se cuadra respetuoso apenas empieza a sonar el toque fúnebre.
Después, el coronel vuelve a la casa caminando muy despacio, con la pala en la mano.

Al caer la tarde, el fuego arde, intenso, cerca del portal. Los tres hombres, emponchados, rodean el fogón, y toman mate. El coronel sale de la casa, atraviesa el patio y llega hasta el campamento, ofreciéndoles dos ataditos.
–Yerba y azúcar, si no les molesta... –les dice, a modo de saludo.
–Acérquese a la rueda –lo invita el teniente.
El soldado negro se acerca en seguida y recibe los atados, agradeciéndolos con sonrisas. El coronel se sienta y recibe del otro soldado un mate, que acepta de inmediato.
–No se ofenda, coronel –le dice el teniente–. ¿Pero puedo preguntar qué hace acá un oficial de su rango?
–Estoy confinado por razones políticas que no vienen al caso, teniente –le contesta el coronel con sequedad.
El teniente, entonces, se llama a silencio y el coronel retoma la iniciativa.
–Quiero aclararle algo: no lo voy a juzgar. Pero insisto con mi pregunta: ¿No pudieron encontrar algún punto de reunión en la retirada?
–La verdad, mucho no buscamos. Estamos cansados… –le explica el teniente.
–Entonces son desertores –concluye el coronel, con lógica militar.
–No somos desertores. Nos volvemos a casa, porque ya no hay nada que hacer. Nos alistamos por voluntad, para pelearlos a los maturrangos, pero ya se habla de ir contra los nuestros, en el litoral. Esa no es la misma guerra.
El coronel no responde, sólo asiente con la cabeza.

La noche es cerrada cuando el coronel se vuelve a la casa. Atraviesa el patio con paso cansado hasta llegar a la galería. Ahí se para y se queda a mirar hacia el portal, donde los hombres todavía conversan alrededor del fuego, que se empieza a apagar. Después, entra despacio y va hacia la habitación donde Martina lo espera, despierta. Cierra la puerta, corre la banqueta donde flamea la llama de una vela, y se sienta en el borde del camastro.
–No son desertores comunes, como siempre hay –le dice a Martina–. Estos hombres no desertaron por desidia, sino por convicción. Es mucho peor.
El coronel se reclina sobre Martina, que lo mira con tristeza.
–¿Se da cuenta? Estos hombres estuvieron dispuestos a dar la vida a la revolución, y ahora sólo quieren irse a su casa. Aún a riesgo de que los fusilen.
La besa a Martina en la frente, se acuesta boca arriba y cierra los ojos.

La vela casi se ha consumido, y se anuncia la primera claridad. Y se oye un murmullo sordo afuera. Y de repente, gritos y forcejeos, y cascos de caballos.
–Ladrones, coronel. Son ladrones –grita la vieja india.
El coronel se levanta al instante, y mira por el ventanuco. Allí, en el patio, frente a la casa, están dos de los tres hombres, con sus caballos ensillados. También tienen el caballo de Benicio, cargado con las dos bolsas de harina que estaban en la galería. De inmediato aparece el tercero que carga otra bolsa y la coloca sobre las anteriores. Entonces el coronel toma el fusil, abre la puerta de la habitación y atraviesa la cocina, pero no sale. Se acerca a la puerta, desde donde ve cómo los hombres se preparan a partir. El soldado negro se acerca a levantar una bolsa con yerba, que ha quedado frente a la puerta de la cocina. Cuando ve al coronel, da un salto atrás, asustado. Los otros dos se ponen en guardia. El coronel deja el fusil contra el marco de la puerta, del lado de adentro, y pone sus manos hacia adelante.
–Tranquilo teniente –dice, saliendo al patio–. Vengo desarmado.
A su derecha está la vieja, contra la pared y, a su lado, una bolsa con azúcar. El coronel da dos pasos hacia adelante y se planta, como quien es. Los soldados dudan, y se quedan en su lugar, sin moverse. Pero el teniente, pistola en mano, se siente dueño de la situación.
–No lo haga difícil, coronel. No queremos lastimarlo –le dice, con arrogancia.
De inmediato hace un gesto con la cabeza para que sus hombres sigan cargando. El soldado negro levanta la bolsa que había quedado en el suelo y se la lleva para ponerla sobre las ancas de su caballo. Mientras, el otro amarra las bolsas sobre el lomo del otro caballo, que resopla, nervioso.
–Son soldados de la patria, no ladrones –intenta convencerlos el coronel–. No deshonren la gloria de ese uniforme.
–Proclamas. Allá la gloria no existe, coronel –le replica el teniente–. La muerte que nos espera si volvemos, va a ser anónima y rastrera. Vamos a terminar siendo nada más que unos huesos blanqueándose al sol. Nada más.
El teniente vuelve a ordenar con un gesto a sus hombres que sigan la carga.
–Todavía no está todo perdido, teniente –insiste el coronel.
–Usted mismo, coronel, es una muestra de la derrota.
El coronel se queda callado. Entonces, el soldado blanco va buscar la bolsa que ha quedado al lado de la vieja. Cuando se agacha para alzarla, la vieja se le tira encima y lo agarra de los pelos, haciéndolo caer. El coronel no sabe qué hacer y mira hacia la puerta, donde quedó el fusil, impotente. La vieja forcejea, pero el soldado logra pararse y la empuja, tirándola al suelo. El hombre, fuera de sí, le pega una patada, y la vieja se retuerce de dolor
–¡¡Basta!! –le grita el coronel–. ¡No haga eso, soldado! No ve que es una vieja.
El soldado se detiene en el acto. La vieja se levanta tomándose el estómago y entra, tambaleándose, a la cocina. El soldado, entonces, levanta la bolsa y se la lleva. El coronel transpira, a pesar del frío, y tiene las manos cerradas y apretadas contra el pantalón, pero trata de mantenerse sereno.
–Al menos no se lleven todo –le pide al teniente–. Nos dejan sin nada.
–Lo siento, coronel, no podemos tenerle compasión –le responde el teniente.
–¡Compasión! –estalla en furia contenida el coronel–. Ustedes compasión a mí. A ustedes mismos deberían tenérsela. Cobardes salteadores.
En ese momento la vieja sale como un rayo, con su pistola en la mano. El soldado blanco se le abalanza y logra manotearle el brazo, pero la vieja le dispara. El balazo le da en el muslo y el soldado cae, gritando de dolor. Los caballos se espantan. La vieja, enfurecida, le grita al teniente y avanza hacia él.
–¡Gringo asqueroso! Maturrango ladrón.
El teniente le dispara sin miramientos y la vieja cae contra la pared de la casa.
–¡Qué hiciste, imbécil! –le grita el coronel y se le abalanza.
Pero el teniente desenvaina y lo cruza de un sablazo que el coronel para con un brazo. Cuando el teniente va repetir el golpe, el coronel se tira al suelo y lo esquiva. Como un resorte se levanta y corre hacia la cocina. Entra manoteando el fusil y en el momento en que lo empuña y se da vuelta, ve que el teniente se le viene encima. Por instinto, le dispara. El tiro le da al hombre en un costado del pecho y el impacto lo hace soltar el sable y girar. Su cuerpo golpea contra el marco y cae afuera, boca abajo. El coronel toma el sable, que quedó tirado a su lado, y sale al patio. Ve que el soldado herido en el muslo se arrastra quejándose. Pero el soldado negro, sable en mano, se le viene para enfrentarlo. Las hojas de acero chocan, al tiempo que Martina sale de la casa y corre hasta donde la vieja ha quedado inmóvil. Los hombres en duelo cruzan varios golpes, hasta que el soldado negro se le abalanza desmañado y el coronel aprovecha para asestarle un golpe de revés en la mano, y hacerle saltar el sable. El soldado cae de rodillas tomándose la muñeca, que chorrea sangre, y el coronel lo hiere de un planazo en la espalda. El soldado cae al piso. El coronel, ya ciego de furia, va a descargar el golpe mortal.
–¡Manuel! ¡No! –oye el grito desgarrado de Martina, y se frena en el acto.
Se queda con el sable en alto unos segundos. Tenso. Tiembla de cólera. Pero de repente baja el sable y mira a Martina. Ella abraza a la vieja, sosteniéndola, y lo mira, suplicante. El coronel baja el sable.
–Si te movés te parto la cabeza en dos. ¿¡Entendiste!? –le grita al soldado que llora a sus pies, aterrorizado.
En seguida va a revisar a la vieja. Se arrodilla y ve que sangra a chorros.
–Cuídemela a Martina. No la deje sola –atina a decir la vieja, que agoniza.
El coronel la levanta tomándola por debajo de los brazos y con un gesto le pide a Martina que lo ayude con las piernas. Medio a la rastra, la llevan a la pieza y la acuestan sobre los cueros.
–Rómpale la ropa. Lávele la herida con agua, y métale un tapón de tela.
Dicho esto, el coronel sale para ver al herido en la pierna, que se queja de dolor.
–Vos, vení acá –le ordena al otro–. Rápido, basura –lo insulta, con rabia.
El soldado, llorando, se levanta y va hasta donde el coronel revisa al herido.
–Hacéle un torniquete a éste –le indica–. Está sangrando mucho. ¡Movéte, mierda, que vos no tenés un carajo! –le grita.
Después se levanta y en tres trancos llega al lado del teniente. Lentamente, pone una rodilla en tierra. Sabe lo que va a ver. Respira hondo, y lo da vuelta. El hombre tiene un agujero en el pecho, y ha sangrado por la boca. Entonces le pone la mano en el cuello, lo tantea, y baja la cabeza.
–¡Puta madre! –grita, levantando la vista al cielo, casi al borde del llanto.
–¿Por qué me obligaron a esto? ¿Por qué no se fueron en paz? ¿Qué hacés ahora ahí muerto? ¡Idiota! –le grita al teniente muerto.
Se levanta, deshecho, y mira a su alrededor. Los caballos sueltos por el patio, el cuerpo del teniente muerto y los soldados heridos, tirados, llenos de sangre.
–Qué desastre, carajo –dice en voz baja, resignado.
Se mira el brazo, que chorrea sangre por el golpe del sable y, sin darle importancia, entra a la casa. Mira desde la cocina hacia la pieza donde Martina está parada al lado del cuerpo inerte de la vieja.
–Se murió –le dice ella, sin poder creerlo–. Así nomás... Se murió.
El coronel no le contesta. Va hacia la puerta de la cocina y se queda ahí, contra el marco, como ausente, mirando hacia la nada. Martina cubre a la vieja con una manta, apesadumbrada, pero sin llanto. Después, camina con los brazos sueltos a los lados del cuerpo, como dormida, y va hasta donde está el coronel. Se para a su lado, se recuesta contra el otro lado del marco y allí se queda, como ausente, mirando también hacia la nada. Justo cuando el sol comienza a aparecer en el este, todo ha terminado. El relincho de uno de los caballos parece despertar al coronel. Entonces entra a la casa.

En seguida sale con unos trapos en la mano, toma la pala, que ha quedado contra un poste de la galería y se acerca a los soldados, que se han recostado contra el horno de barro. Cuando llega frente a ellos, les tira los trapos sobre las piernas y clava la pala junto a ellos.
–Se vendan las heridas y cavan un hoyo para el teniente. Y sin chistar –les ordena, tajante, amenazador.
Los hombres obedecen de inmediato, mientras el coronel recoge las dos pistolas y el fusil, y se va para la casa. Martina, que se ha reanimado, observa inquieta. El coronel pasa a su lado y entra a la cocina. Pone las armas sobre la mesa, se sienta y se toma la cabeza con ambas manos.
–Manuel. ¿Qué va a hacer con esos hombres? –le pregunta Martina.
–Vamos a armarle dos atados para el viaje –le dice.
Martina va a la habitación y regresa con una tela blanca en la mano. Con los dientes le hace un tajo en un extremo y luego, de un tirón, arranca una lonja. Deja todo en la mesa y va a buscar una vasija con agua de la mesada, que también pone sobre la mesa. Toma el brazo lastimado del coronel, le levanta la manga, moja la tela en el agua de la vasija y le limpia la herida. El coronel hace un leve gesto de dolor, pero nada más. Martina va hasta la pieza donde yace la vieja y vuelve con unas hojas que pone sobre la herida. Entonces le venda el brazo, con cuidado, apretando las hojas contra la carne viva del tajo.

Más tarde, los soldados, agotados y maltrechos, salen del portal con el cuerpo del teniente, y pasan por al lado del coronel que los observa, mientras lleva dos caballos hasta el poste del cartel. Después, mira hacia la casa, desde donde viene Martina, con el misal en la mano y una mantilla en la cabeza. El coronel termina de atar los caballos al poste y, cuando se da vuelta, ve a los soldados que ya palean la tierra cubriendo el cadáver del teniente. Martina llega al lugar, se para a pocos pasos y espera. Tiene sobre la falda las manos, que sostienen las dos juntas el misal. Mientras tanto, el coronel ata con una cuerda fina dos palos a modo de cruz. Cuando los soldados terminan, se acerca y la clava en la tierra blanda. El soldado negro cuelga entonces de la cruz de palo, el sable del teniente.
Martina se acerca y se para al lado del coronel. Los cuatro se quedan en silencio. Ya se han cavado tres sepulturas en camposanto de El Rescoldo
–Esta vez no va a haber toque de duelo –le dice el coronel al soldado negro, que no había atinado a nada–. Tampoco responso –le dice a Martina, sin mirarla.
Después de unos segundos de silencio, el coronel mira a los soldados.
–Ahí tienen dos caballos –les dice, seco, pero sin rencor–. Sigan la huella. Si tienen suerte, en siete u ocho días van a ver un poblado.
Los soldados se quedan quietos, indecisos, sin saber qué hacer.
–Vayansé nomás –le ordena–. Ya hubo bastante muerte por acá.
Los hombres van hacia los caballos. El soldado negro ayuda a subir al otro. El coronel toma los atados unidos como una alforja y, cuando el soldado negro termina de montar, le cuelga la alforja sobre el lomo del caballo y le pega una palmada en el anca, para que salga. Los hombres se van por la huella, al paso, sin mirar atrás.
Martina se acerca al Manuel, que se ha quedado con la vista clavada en el camino. Entonces, él le habla, sin volver la cara.
–La contrarrevolución nos ha convertido en bestias –le dice–. Nos obliga a enfrentarnos. A ellos a convertirse en delincuentes, y a mí en un asesino.
Se da vuelta, toma la pala y empieza a cavar otra sepultura.

Es de noche cuando el coronel vuelve a la casa, muy cansado. Sobre los cueros descansa el cuerpo muerto de la vieja y junto a su cabeza hay dos velas encendidas. Martina, sentada a su lado en un banco, vela por ella. El coronel entra a la cocina, mira hacia adentro de la pieza y se va a la habitación. Martina se queda allá, junto a la vieja india. El coronel se tira en el camastro

Al otro día, por la mañana, el coronel, con su brazo vendado y sin su chaqueta, y Martina están parados frente a la sepultura de la vieja. Martina, que lleva colgada al cuello la bolsita de yerbas de la india, la abre y saca unas cuantas hojas de coca que arroja sobre la tumba, que no lleva cruz. Son cuatro las sepulturas, en el camposanto de El Rescoldo.
La Peste

Ha pasado el tiempo en el desierto . El monte revive y una brisa mansa corre por el patio desierto levantando apenas el fino polvillo del suelo reseco. Aquí y allá se oye el canto de las chicharras y las calandrias. El coronel, ya sin la venda, con la camisa arremangada, sale de la cocina y se asoma a observar el patio.
–Viento norte –dice, y mira hacia adentro de la cocina–. Pronto va a apretar el calor –comenta, y entra.

Después de un momento sale con una vasija en la mano y va hasta el pozo. Toma la cuerda, arroja el balde adentro y lo deja caer. Tira de la cuerda, lo sube y lo apoya sobre el brocal. Mira adentro, menea la cabeza y vuelca un agua barrosa en la vasija. Levanta el recipiente y vuelve a la casa con paso cansado. Arroja el agua en la tinaja y entra a la cocina.
–Se empieza a secar el pozo –le dice a Martina, que revuelve la olla del guiso–. Al final la vieja porfiada se murió nomás sin decirnos de dónde sacaba el agua –agrega el coronel, mientras Martina sigue ensimismada en lo suyo–. Encima Funes no aparece –comenta el coronel–. Mañana voy a ir otra vez a ver si ya llegó. Si no, voy a tener que ir a ver qué pasa –añade.
Martina se da vuelta y lo mira. El coronel se para y vuelve a recostarse en la puerta de la cocina, mirando hacia afuera.
–Martina –la llama–. Venga.
Martina se acerca y mira hacia donde le señala el coronel.

Más allá del portal, alrededor de la sepultura de la vieja, cuatro indios están parados, con la cabeza baja, en silencio. Uno de ellos es el curaca viejo, el hermano de la vieja. Desde la casa se ve cómo el indio pone una rodilla en tierra, vuelca un chorro de una botella y desparrama hojas de coca sobre la tumba. Después el indio se para y se queda junto a los otros, un largo rato. El coronel y Martina los observan, con paciencia, hasta que los indios montan y se van por la huella por donde se fueron los soldados. Después, los dos entran a la casa, sin decir nada. Martina sigue revolviendo el guiso y el coronel se acoda en la mesa.

Al otro día, el coronel o Manuel, ya son casi idénticos, se acerca por la huella, fusil en mano, pero no ve a Funes. A poco de llegar, se detiene un momento. Luego avanza, pero con cautela. Llega a pocos pasos y escucha un gemido. Se apura y cuando se asoma a la zanja, ve a Funes tirado adentro, quejándose. Baja y se acuclilla frente al hombre, que se incorpora al verlo llegar.
–Tengo algo, Manuel, estoy cansado, puedo llamarlo Manuel, coronel –le dice, antes que el coronel pregunte.
– Claro, Funes. ¿Qué le pasa?
–No sé. Pero si es la peste, estoy frito.
–La peste ¿Qué peste? –le pregunta, descolocado, Manuel.
–Vino del África al Brasil. Dicen que los negros de las haciendas se mueren en bandadas. De ahí la trajeron los contrabandistas.
–No será para tanto Funes. A lo mejor es idea suya. Vamos para las casas.
–Pero no puedo dejar todo abandonado.
–Después lo vengo a buscar. Vamos. Descansa un par de días y después sigue viaje. De paso conversamos un poco. Han pasado varias cosas por acá.
–Y por allá también, Manuel. Hubo persecución y crímenes, dicen.
Manuel ayuda a caminar a Funes, pasándole un brazo por sobre su hombro. Los dos hombres se van por la huella hacia El Rescoldo, pequeños en el paisaje soleado y ventoso del verano que se anuncia.

Ya en la casa, Funes, sentado a la mesa, come a grandes cucharadas una sopa caliente. Mientras, le cuenta a Manuel y a Martina que lo escuchan, absortos.
–Mi compadre se enfermó, Manuel. Primero le aparecieron unas manchas rojas, y se le fueron poniendo negras. Apenas tuvo tiempo de asustarse y ya le empezó a hervir la cabeza, y no podía tenerse parado.
Funes hace una pausa en su relato. Corta con las manos un pedazo de pan, lo moja en la sopa y, mientras lo termina de masticar, sigue hablando:
–Y lo peor de todo fue la fatiga –les cuenta–. La fatiga que le agarró. Después, las tripas se le querían salir por la boca. Y la fiebre, y la lengua hinchada.
Funes vuelve a hacer una pausa, toma dos cucharadas de sopa y sigue su relato:
–En el medio de las manchas se le levantó la piel, como ampollas, rodeadas de lamparones. Le salieron entre las piernas, abajo de los brazos y empezaron a supurar como una podredumbre. A lo mejor es como usted dice: ideas mías nomás.

Es de noche y Funes duerme sobre los cueros que eran de la vieja. Manuel entra a la cocina con una bolsa grande, de harina, y Martina, o María, ya son casi idénticas, acomoda bajo la mesada unos bloques de sal en piedra. Manuel apoya la bolsa sobre otras dos que ya están contra una de las paredes, y vuelve a salir. María se asoma a mirar a Funes, desde la puerta, y Manuel vuelve a entrar con otra bolsa que descarga en el mismo lugar que las anteriores. Después sale a la galería y se sienta en un banco, transpirado y cansado.

María entra a la pieza y se acerca a Funes con una vela en la mano, sin hacer ruido. Acerca la vela y le abre un poco la camisa, observándole la piel. No ve nada raro y vuelve a la cocina, más tranquila. Va a la habitación y revisa unos bultos que hay sobre el camastro y que, obviamente, trajo Funes. Toma un atadito, que desenvuelve, donde encuentra papel y tabaco. Se va a la cocina y se sienta. Saca un papelito, lo sostiene entre los dedos, doblándolo, toma el paquete de tabaco y vuelca un poco sobre el papel. Luego lo enrolla, se lo lleva a la boca, moja la pestaña que ha quedado suelta pasándole la lengua y la pega. El cigarrillo queda armado y entonces se lo pone entre los labios, acerca el otro extremo a la llama de la vela y lo enciende, dándole una profunda pitada.

Manuel, mientras tanto, descansa, apoyada la espalda y la nuca contra la pared, al fresco de la noche. María sale de la cocina con el cigarrillo en la mano, se para al costado de Manuel y se lo coloca en la boca. Manuel da una pitada, la mira a María, le pasa una mano por detrás, y se la apoya sobre la cadera. Después, entre el índice y el mayor de la otra mano, toma el cigarrillo, lo saca de la boca y expulsa el humo, con placer.

A la mañana, María llega por el patio con la vasija del agua y entra a la cocina. A la pasada mira a Funes, que sigue acostado. Ve que tiene los ojos abiertos, pero parece muerto. María deja la vasija sobre la mesa y va a verlo. Se acerca, se inclina y le mira el pecho, donde le han aparecido varias manchas rojas.
–¡¡Es la peste!! –oye Manuel desde el patio el grito de María.
Manuel entra a la carrera y encuentra a María temblando de miedo a dos pasos de Funes, paralizada. Rápidamente la toma con los dos brazos rodeándole la cintura y la saca a la galería. La sienta en un banco y vuelve a entrar. María quiere volver a la cocina, pero Manuel la empuja afuera.
–Afuera carajo –le grita, y cierra la puerta.
Se acerca a Funes y se arrodilla a su lado, lo toma del cuello y lo zamarrea.
–Funes. No se me entregue así nomás, Funes.
Pero Funes no reacciona. Entonces Manuel va a la cocina, toma un vaso, saca agua de la vasija y va a dársela. Cuando entra, Funes ha vuelto en sí. Manuel le da el vaso y le levanta la cabeza sosteniéndole la nuca para que pueda beber. Funes da unos sorbos cortos y vacilantes. Después, mira al Manuel.
–Parece eso, nomás. Peste negra –dice el hombre–. Mala suerte. Muy mala.
Manuel pone el vaso al costado y le apoya la cabeza sobre el cuero.
–Quiero confesarle algo –le dice Funes–. No entregué todas sus cartas.
Manuel se sorprende, pero no le dice nada. Lo deja hablar.
–La primera carta, la quemé –le confiesa.
Manuel no se enoja. Lo mira con ternura.
–¿Por qué hizo eso, Funes? –le pregunta sin rencor.
–Lo hice para evitarle la vergüenza de pedirles algo a esos. Igual iban a decirle a todo que no. Están matando la revolución, Manuel, como a mí la peste. Parece que es la revolución la que supura podredumbre, pero no es la revolución, es la peste, Manuel, es la peste.
Funes se contorsiona, su cuerpo se estremece y empieza a hacer arcadas. Un gemido gutural entrecortado por espasmos sale de su garganta. Manuel lo toma por los hombros y lo aprieta contra los cueros, para calmarlo, pero es inútil. Hasta que después de unos minutos, se queda quieto y respira agitado. Está bañado en sudor. Manuel le toca la frente con el dorso de la mano y la retira en seguida, impresionado.

María, afuera, tiene apoyada la frente contra la puerta y espera, angustiada. Manuel se acerca desde adentro, y le habla:
–Es la peste nomás –le confirma–. Vas a tener que dormir unos días en el cobertizo, con los caballos.
Del otro lado de la puerta, María permanece muda. Adentro, sigue Manuel:
–Me vas a traer agua y la vas a dejar al lado de la puerta. Ahora te voy a dejar harina atrás, para que hagas el pan. Me traes también. Y nada más. ¿Está bien?
María no contesta. Manuel entonces va a la puerta que da al patio de atrás y la abre. Toma una bolsa de harina y la saca fuera, apoyándola contra la pared. María aparece, dando la vuelta a la casa y se frena al ver al Manuel, que está por entrar.
–No puedo dejar a ese hombre morir solo como un perro. ¿Se entiende?
María lo mira con una ternura inmensa, y asiente con la cabeza, porque comprende. Manuel, entonces, entra y cierra la puerta.

A la tarde, el sol recalienta la tierra fina del patio y aparecen aquí y allá remolinos de polvo, parecidos a pequeños tornados. En el interior de la casa en penumbras, con las ventanas y las puertas cerradas, Manuel espera, sentado a la mesa, mirando de vez en cuando hacia la pieza donde agoniza Funes. Se levanta, moja un trapo en el agua de la vasija, entra a la pieza y lo retuerce sobre la frente del hombre.

Al caer la noche, María enciende fuego en un fogón improvisado en el patio de atrás. Después se acurruca contra la pared, bajo el cobertizo. Ulises y el otro caballo, el del teniente muerto, quedan atados afuera, como mansos centinelas.

Durante los tres días siguientes sigue todo igual. También a la noche. A la mañana del cuarto día, Manuel carga una de las pistolas sobre la mesa de la cocina, para pasar el tiempo. Oye un quejido, deja la pistola y entra en la pieza, donde Funes agoniza. Se inclina sobre él y lo mira. Funes estira la mano tendiéndola hacia Manuel, que se la estrecha, con fuerza. Funes quiere hablar, pero no puede: sólo mueve los labios.
–Viva la revolución –dice Manuel, traduciéndolo–. Viva –se contesta.
Funes se estremece tan fuerte que Manuel retrocede. El pobre hombre, acostado como está, vomita un líquido viscoso y negro, y queda inerte. Muerto.

Manuel va a la cocina y se sienta a la mesa. Se queda ahí, desmoralizado, abatido. Frente a sí tiene la pistola. La toma y la mira, como a un objeto extraño, poniéndola frente sus ojos. Luego apoya el extremo del mango sobre la mesa. Sostiene el arma con las dos manos, se reclina hacia adelante y apoya la frente sobre la boca del cañón, y así se queda. María está en el patio, y espera. Hasta que Manuel abre la puerta. Cuando María oye el sonido de las bisagras, corre, para ir a su encuentro.
–¡No te acerques! –le grita Manuel.
María se frena en el acto. Manuel, entonces, se mete adentro y sale cargando sobre sus brazos extendidos hacia adelante el cuerpo torturado por la peste de Celestino Funes. Cruza el patio, llega al portal, sigue hasta las tumbas y deja el cuerpo en el suelo. Enseguida vuelve hasta la casa, busca la pala, que ha quedado contra uno de los puntales de la galería, y regresa. Sin prisa, se pone a cavar una nueva sepultura.

María abre las puertas y las ventanas de la casa. Enciende fuego frente a cada una y lo alimenta con hojas y pasto seco. El humo penetra por las aberturas e invade la casa. María, entonces, retrocede y se queda a mirar el fuego y el humo. De repente, parece acordarse de algo y va hasta el leñero de la galería de donde toma unos palos y los lleva al centro del patio para hacer otro fuego.

Mientras, Manuel arrastra el cuerpo de Funes hasta hacerlo caer dentro del hueco que ha cavado, y empieza a echarle tierra encima, empujándola con las manos. Después toma la pala y, sin apuro, termina de tapar la sepultura. María entra a la casa con un palo largo y, al poco rato, aparece entre el humo por la puerta de la cocina. En la punta del palo sostiene, lejos, los cueros donde estuvo acostado Funes, y los arroja sobre la fogata ya encendida en el centro del patio. Entra otra vez a la casa y sale con la ropa del desdichado que había quedado adentro, y también la tira al fuego. Manuel atraviesa el portal hacia el patio, y se acerca un poco al lugar donde arde la fogata. Se saca los zapatos, la camisa y el pantalón y así, desnudo, se acerca al fuego para echar la ropa a las llamas. Después, se sienta en el suelo y se queda a mirar como se queman.

Al atardecer, del fuego sólo quedan brasas, pero Manuel sigue ahí, sin moverse. María se acerca desde la galería con una vasija y la pone frente a él. Manuel mete adentro las manos en cuenco y se empieza a echar agua sobre la cabeza y el pecho. María lo deja solo y va a sentarse a la galería.

Por la noche, María revisa las cosas que trajo Funes, que han quedado sobre el camastro, y encuentra una carta cerrada con lacre. La mira de un lado y de otro, con curiosidad. Viene desde Buenos Aires a nombre de Manuel Larguía. María está por abrirla, pero se arrepiente. Entonces va a dejarla sobre la mesa de la cocina. Allí, Manuel vestido con camisa y pantalón, pero descalzo, mira la carta, pero no la toca.
–Guardala, por ahora –dice Manuel, y señala la carta–. Mañana voy a ir a buscar las cosas de Funes –agrega, sin ganas.

A la mañana, Manuel o el coronel (ya son la misma persona) , todavía descalzo, se dirige por la huella hacia donde quedaron las cosas de Funes. A un costado de la huella, muy cerca de un mojón de piedras, tiene que taparse la nariz con el brazo, y entonces se interna unos pasos en el monte. Ahí encuentra tirados los cuerpos putrefactos de dos jóvenes, acribillados a balazos. Manuel menea la cabeza, se tapa la boca y la nariz con la mano y retrocede. Camina para atrás hasta la huella. Corre varios metros con rumbo a la casa y se detiene. Se da vuelta y mira. Luego, comienza a regresar hacia la casa, casi arrastrando los pies descalzos.

El sol del mediodía pega de lleno sobre el monte y la huella. Manuel camina cada vez con más dificultad. Parece que las piernas le pesan y lleva la boca abierta, jadeante. Tiene los ojos entrecerrados y los párpados caídos. Hasta que cae sobre la tierra fina del camino. A gatas, logra darse vuelta y ponerse boca arriba, pero debe cerrar los ojos, enceguecido por la resolana. Tiene la ropa y la cara cubiertas de polvo pegado al sudor, y parece haberse confundido con la tierra reseca, yerma, de la huella. Una iguana, que la atraviesa, pasa muy cerca de su cabeza, sin percatarse siquiera de su existencia.

Cuando el sol ya se pone, Manuel sigue allí, tirado, abandonado. Pero a lo lejos aparece la figura pequeña de María o Martina (ya son la misma persona), que se agranda a medida que se acerca. Camina firme, decidida, con la cabeza en alto. Cuando llega al lado de su marido se arrodilla y le levanta la cabeza con una mano. Con la otra, le echa sobre la cara y la boca el agua de una cantimplora de barro, sin apuro. De a poco Manuel reacciona. Tiene los labios partidos y la nariz y los pómulos llagados.

Es de noche cuando Manuel cruza el patio muy despacio hacia la casa, apoyado en María, que lo sostiene a duras penas. Al fin llegan, y ella lo ayuda a sentarse sobre el piso de la galería. Manuel tiembla. Entonces María entra a la casa y vuelve a salir, con la manta de abrigo, y se la extiende sobre los hombros.

De inmediato entra y se pone a hacer el fuego en la cocina. Mientras tanto, Manuel tirita, aún bien tapado con la manta. María pone a calentar agua mezclada con trozos de una corteza, que parece de sauce. Va hacia el camastro, saca el cojín y lo lleva a la galería. Lo pone en el suelo, al lado de Manuel y lo ayuda a acostarse. Después lo tapa con la manta, entra a la casa y vuelve con un atado de ropa que le pone debajo de la cabeza, a modo de almohada. Pero Manuel cada vez está peor.

Empieza a sudar gruesas gotas y la cabeza se le empapa entera con transpiración. Se queja y mueve la cara de un lado a otro, sin parar. María sale de la casa y se arrodilla para abrazarlo.

Manuel poco a poco se tranquiliza. María le apoya la mano en la frente y enseguida se mete adentro y vuelve con un trapo mojado que le pone sobre la cabeza. Entra de nuevo en la casa y sale con un cuenco humeante e intenta hacérselo beber a Manuel, que no abre la boca. María lucha para que tome el brebaje, pero Manuel no abre la boca. De repente hace un movimiento brusco y el té caliente se le chorrea por el cuello, pero él no se inmuta. Su respiración se hace entrecortada, y a veces parece ahogarse. María se da cuenta de lo que pasa, pero no sabe qué hacer y se queda ahí, inmóvil. De pronto se para y entra en la cocina, saca brasas del fogón y las pone en una vasija. Toma unas hojas de la bolsita de yerbas, un trapo, y sale con todo a la galería. Coloca la vasija junto a la cara de Manuel y echa las hojas sobre las brasas. Empieza a salir humo; entonces cubre con el trapo, al mismo tiempo, la boca de la vasija y la cara de Manuel. Después de dos o tres aspiraciones, Manuel empieza a toser y toser, y expulsa de los pulmones un moco amarillento. Al rato se tranquiliza. Pero la fiebre no le baja. María se queda toda la noche junto a él echándole agua sobre la cabeza.

Al amanecer, Manuel sigue igual y María dormita cerca, sentada en el suelo con la espalda apoyada en uno de los puntales de la galería. Manuel se queja y María gatea y se aproxima rápido a él. Le pasa la mano por la frente mojada de sudor y Manuel abre un poco los ojos.
–No es la peste –-balbucea–. Es el asco, mujer. Es el asco.
María sonríe, pero cuando Manuel cierra los ojos para dormir, ella da vuelta la cara y solloza, en silencio, para no despertarlo.

Manuel duerme durante cuatro días y cuatro noches, con fiebre, pero sin delirar. Cuando se despierta, intenta sentarse, pero se cae sobre el cojín. María sale de la cocina y se arrodilla a su lado. Manuel la mira como a una extraña. Después mira a su alrededor y trata de reconocer el lugar donde está, pero no habla. Vuelve a mirar a María, perturbado, e intenta sentarse, pero no puede. María lo ayuda y entonces logra mantener el torso erguido.
–Ya sabía que no había que partir con mal tiempo –le dice a un imaginario interlocutor, supuestamente frente a él.
María lo mira desconcertada. Manuel la observa un instante y vuelve a mirar a su frente.
–Contramaestre. Apronte las chalupas. Vamos a desembarcar en estas costas. No muy lejos ha de quedar Cibola –dice, como recitando una tragedia.
María se sonríe, creyendo que es una broma. Se para, va a buscar el balde del pozo, lo llena con agua de la tinaja y se lo arroja muy despacio a Manuel en la cara y el pecho. Manuel la mira impertérrito. Entonces María se le arrodilla adelante y se desabrocha la blusa, y deja libres sus pechos, y los acaricia. Pero Manuel no se altera, sigue en lo suyo, meciéndose en sus imaginarias olas. María, entonces, se levanta, sale al patio, se pasa las manos por el pelo y grita.
Aúlla, más bien, y aprieta los puños.

Más tarde, sentada en un banco, le da a su marido de comer en la boca una sopa caliente. Manuel la toma a sorbos, y hace ruido, como un niño chico. Cuando está por terminar y María le limpia la boca, Manuel da un manotazo y tira el plato. María va a reaccionar, pero se contiene. Limpia la sopa que se volcó, se levanta y se va a la cocina.

Al atardecer, María ayuda a Manuel a levantarse y lo sienta en un banco. Lleva el cojín de vuelta al camastro y vuelve. Pero ve a Manuel caminando por el patio hacia el portal. Lo corre y lo trae de regreso. Lo entra a la casa y lo lleva a la habitación, hasta sentarlo en el camastro. Entonces, le saca la ropa sucia y mojada y lo acuesta. Busca la manta y lo arropa con ternura. Después va a la cocina, se sienta y toma su sopa que ha quedado sobre la mesa. Está sola, agobiada.

A de noche, María enciende una vela, la lleva a la habitación, donde Manuel duerme, y la deja sobre un banco. Busca el poncho, que ha quedado colgado desde hace tiempo en un clavo, detrás de la puerta, y lo tira en el piso. Se saca los zapatos y, sobre el poncho, se acuesta a descansar. Y en seguida se queda dormida.

Con la primera claridad, María abre los ojos, se queda quieta y mira al techo. Después, gira la cara hacia el camastro, y pega un salto. Manuel no está ahí. Busca en la cocina, y no lo encuentra. Sale al patio de atrás, donde tampoco lo ve. De inmediato va al patio de adelante y camina, descalza como está, hacia el portal. Pero no ve a Manuel por ningún lado.

Entonces regresa, y vuelve a mirar alrededor de la casa. Y nada. Hasta que se le ocurre mirar en el cobertizo, y allí está. Acurrucado contra la pared, apretadas las rodillas contra el pecho, con la cabeza inclinada sobre un hombro y los ojos abiertos, fijos en la nada. María lo toma de los brazos y lo quiere levantar, pero Manuel está duro, contracturado, y no se mueve. María lo deja, va a buscar a la casa la manta y lo cubre. Vuelve a la cocina a encender el fuego y después de un rato, cuando sale, no lo encuentra. Mira alrededor y lo ve, alejándose por el monte, más allá del portal. Toma la manta y corre, entonces, para alcanzarlo. Cuando llega a su lado, lo sujeta por un brazo y lo detiene. Manuel la mira extrañado cuando María le pone la manta sobre los hombros, pero se deja llevar de vuelta a la casa.
–Usted es como la peste, María –le dice, lúcido–. No va abandonarme hasta que me muera.
Llegan hasta el portal, dan unos pasos y otra vez Manuel se quiere escapar.
–¡Basta Manuel! –le grita María.
Manuel quiere zafarse y María, tomándolo del brazo, lo lleva a la rastra. Al llegar a la galería, Manuel delira.
–Mi barco naufraga en la tempestad –empieza a declamar.
Entonces María lo agarra del pelo y empieza a abofetearlo sin piedad.
–¡¡Cobarde, cobarde!! –le grita enfurecida, sin dejar de pegarle–. ¡Volverse loco es de cobardes, Manuel! ¡Me has resultado un maldito cobarde!
María se encoleriza cada vez más. Pero ya no le grita, ni le pega. Le lanza una a una las palabras, con rabia.
–¡Tu no eres un hombre de verdad! ¡Ni me has dado un hijo siquiera! Loco de mierda.
María lo escupe en la cara. Manuel se suelta violentamente y toma la pala. María se detiene. Manuel, con semblante feroz, y desquiciado, levanta la pala para golpear a María en la cabeza. Ella retrocede hasta dar contra la pared de la casa y ahí se queda, quieta, espantada. Manuel avanza a paso firme, amenazante, y se para frente a ella, listo a descargar el golpe.
–Manuel, no –le pide María, casi susurrando, con ternura.
Manuel se detiene. La mira, y la reconoce. Entonces se afloja, deja caer la pala a un lado y se tira de rodillas a los pies de su mujer, abrazándole las piernas. Y llora como un chico. Con un llanto hondo, y manso.
–Perdóname, Manuel. No quise herirte –le implora María, acariciándole la cabeza, arrepentida.

A la noche, ambos comen, como siempre, sentados a la mesa. Manuel cena con ropa limpia y peinado. Todo parece normal hasta que el hombre empieza hablar.
–Sabía, usted, señora, que me hirieron en Tucumán –le cuenta a María como a una extraña–. Claro. Usted es extranjera... Se lo voy a contar.
María no le contesta, y come. Pero Manuel insiste en contarle su historia.
–Fue una tarde –comienza Manuel–. Los maturrangos disparaban sus cañones con metralla, para acallar nuestras bocas de fuego. Ahí me dieron. Pero seguimos hasta el final y cayeron en la trampa. Y vencimos, señora. ¿Sabía usted que fui ascendido a coronel de artillería? ¿No? Debería saberlo.
María empieza a levantar los platos. Manuel come un poco de pan y sigue.
–Yo estuve casado. ¿Sabe? –le dice, y María lo mira–. Mi mujer se llamaba María, o Martina, no me acuerdo bien. Pero se murió. Todos se murieron, y entonces quedé solo. Por eso navego en mi velero de tres palos. Voy a la deriva y sin tripulación. Pero estoy en mi barco.
María lleva los platos a la mesada y se da vuelta para que él no la vea llorar.
–Si usted quiere, puedo llevarla –sigue Manuel–. Pero eso sí, nada de zalamerías, soy un hombre virtuoso. ¿Qué dice? ¿Quiere venir, señora?
María asiente con la cabeza, desde la mesada, sin darse vuelta.

Más tarde, María acuesta a Manuel en el camastro y se tira sobre el poncho, en el suelo. Observa de reojo a Manuel y, cuando ve que se ha quedado dormido, toma una cuerda de abajo del camastro y se la ata a la muñeca. Después, anuda el otro extremo a la suya. Entonces, se pone de costado para dormir.

A la mañana, saca a Manuel a la galería y lo sienta en un banco mientras ella va a hacer fuego en el horno de barro. Después entra a la cocina y se pone a amasar el pan, pero cada tanto sale afuera a vigilarlo. Cuando termina de hacer los bollos los tapa con un trapo y sale a la galería.
–Vamos a irnos –le explica–. Cuando tu estés un poco más recuperado. ¿Sabes?
Manuel asiente con la cabeza. María entra a la cocina y sale con la fuente del pan y va hacia el horno. Manuel la sigue. Ella le da la fuente para que se la tenga y él acepta. María entonces toma la pala de madera y comienza a introducir los bollos en el horno. Después lo cierra. Lleva a Manuel a sentarse otra vez en la galería y ella se sienta en el suelo a su lado, y mira el patio, tranquila. Al rato se levanta para ir al ver el pan, pero cuando llega al horno, ve que Manuel enfila hacia el portal, y corre a buscarlo. Manuel quiere escapar y se cae con la cara contra el piso, y se parte la boca. María llega a su lado, se arrodilla y lo ayuda a darse vuelta. Manuel se sonríe y muestra sus dientes y sus labios ensangrentados.
–Me lastimé –le dice a María–. Yo solo me lastimé.
María lo ayuda a levantarse y lo lleva de vuelta hasta la galería. Lo sienta en el piso contra un puntal y, de repente, mira hacia el horno, de donde sale un humo negro. Corre, abre y saca con la pala un pan, hecho carbón. Y se sienta contra el horno y pone la cabeza contra las rodillas apoyadas en el pecho. Y ahí se queda.

Al rato ve que Manuel se está levantando para irse. Corre antes que se termine de incorporar y lo sienta. Entra a la casa y sale con una cuerda. Le da tres vueltas alrededor del pecho contra el puntal, amarrándolo. Manuel mira desconcertado qué es lo que hace María, que termina de anudar con fuerza la cuerda. Cuando Manuel se da cuenta que está atado empieza a moverse y trata de soltarse, pero no puede.
–¿Qué ha hecho, María? No puede tratarme así. María, le ordeno que me suelte. Esto es un atropello, señora –empieza a gritar Manuel.
María retrocede, sin ánimo de soltarlo. Entonces Manuel empieza gimotear.
–Suélteme, por favor. Voy a portarme bien. Se lo juro, señora. Voy a obedecer en todo. Ya tengo bastante, por favor –dice al final, y se pone a llorar.
María camina en círculos por el patio, descalza, desolada, mientras Manuel se ha quedado dormido, atado contra el puntal.

Al atardecer, María sale de la cocina con el fusil en las manos y se acerca a Manuel, que todavía duerme. Se para a dos pasos y le apunta el fusil a la cabeza. El fusil le tiembla en las manos, igual que los labios. Su dedo está apoyado en el gatillo. Entrecierra los ojos y se tensa. Manuel, ajeno a todo, abre los ojos, levanta la cabeza y la mira, ingenuo, inocente. María entonces se da vuelta y dispara hacia el campo.

Por la noche, vuelve a acostar a su marido, exhausta. Va a atarlo con la cuerda, pero no lo hace. Se tira sobre el poncho, desahuciada.

A la mañana, María se despierta y se incorpora rápido, y mira al camastro. Manuel sigue ahí, quieto. Entonces vuelve a recostarse, tranquila. Pero algo la inquieta y se levanta. Se sienta en el borde del camastro y lo mira. Manuel tiene la boca y los ojos abiertos, y ya no respira. María le acaricia la frente, y la cabeza. Sube la manta y le tapa la cara, muy despacio. Baja el mentón contra su propio pecho, y nada más.

Al otro día, María, o Martina, guarda algo de ropa en la valija que había quedado arrumbada en un rincón de la habitación. También guarda el libro, que al final Manuel no terminó de leer, las cartas que recibió y también la carta que trajo Funes.

Hay una tumba más, al lado de las otras, en el camposanto de El Rescoldo. María, o Martina, se acuclilla y trata de clavar con el martillo una cruz de palo en la tierra, pero se le rompe el mango. Entonces deja la cruz en el suelo. Echa sobre la sepultura unas hojas de coca y se pone de pie.
–Manuel –dice–. Viva la revolución.
María, o Martina, camina hacia los caballos. Le ha puesto a uno de ellos el apero de Benicio y ha colocado la valija y algunas provisiones en el otro. Monta, mira la tumba de Manuel por última vez y talonea el caballo, para volver a casa. Entonces, se oye la voz de María, en Caracas:
–Podría terminar la historia con la derrota que la historia nos legó. Pero no. Decidí cambiarla. ¿Se puede cambiar la historia? Se puede: en las novelas, pero también en la vida de los pueblos. Tarde o temprano, ellos la hacen de nuevo, a su medida, estoy segura.
María, en Caracas, deja de escribir y levanta la vista. Se queda pensativa. Luego vuelve a escribir.

La Vida


Martina cabalga por las soledades del desierto. Al caer la noche, en medio del monte, agotada, hace un alto. Busca leña seca para encender un fuego. A la luz de las llamas, exhausta y tiritando de frío, abre la carta que llevó Funes y la lee, emocionada:
–“Querido Manuel: No ha sido todo en vano. Castelli ha muerto, pero en su sepelio hubo una revuelta que se convirtió en alzamiento, y se constituyó un nuevo gobierno revolucionario republicano en Buenos Aires. Se levantaron los destierros de French, Chiclana y Manuel Moreno. (…)

Amaneciendo, unos arrieros frenan sus cabalgaduras y se apean. Unos pasos más adelante encuentran desmayada a Martina, junto al fuego apagado. Mientras se sigue oyendo la voz de Martina, los hombres la ayudan, la suben a uno de los caballos y la llevan a una posta, donde le brindan los primeros cuidados.
–(…) Dorrego y Monteagudo firmaron un pacto con Artigas para constituir una sola patria federal rioplatense. Se decretó la libertad de los esclavos y se conformó un ejército federal para enfrentar la agresión del imperio esclavista. Se proclamó la Federación Republicana con el Paraguay. En el cabildo de Tarija se aprobó el proyecto de Unión Libre del antiguo virreinato. Se rompieron relaciones diplomáticas con la corona inglesa por complotar contra la nueva República. Se decretó la expropiación de los latifundios y se ordenó su entrega inmediata a las comunidades indígenas y campesinas. Hermano, la revolución vive”.

Martina descansa en la cama de un dormitorio austero, de gruesas paredes coloniales. Un reflejo de luz y el sonido de una puerta que se abre la despierta. Por esa puerta entra un hombre, sacándose el sombrero. Lo acompaña un grupo de gente del pueblo. Varios de ellos, vestidos de civil, llevan fusiles de chispa al hombro o en bandolera. Una mujer del grupo se acerca a Martina y deja unas pequeñas flores color violeta sobre su almohada.
–Martina –le susurra la mujer al oído–. La vino a visitar el ciudadano Monteagudo.
En el centro del grupo que acaba de entrar está Monteagudo. Lleva ropa civil pero debajo del saco tiene un cinturón sosteniendo un trabuco. Martina mira al grupo y luego a Monteagudo, que se adelanta y se para junto a ella.
–No nos ganó la peste, Bernardo –le dice Martina, con lágrimas en los ojos.
–No, Martina. Ganó la patria grande –le responde Monteagudo.
Martina sonríe y pierde la mirada más allá de la ventana. Desde afuera entra el sonido de los tambores de una comparsa de negros.

Martina, totalmente recuperada, con un delicado sombrero y un elegante vestido largo a la usanza de la época colonial, baja por una explanada. En el puerto la espera un hombre junto con dos jóvenes auxiliares, que le ayudan con su maletín. Se oye la voz de María, en Caracas:
–La Martina de mi historia volvió a Caracas a ponerse al servicio de la patria grande que soñaba Bolívar.

Martina sube a un carruaje que, casi de inmediato, comienza la trepada de la sierra del Ávila, por el camino viejo. Una partida de soldados a caballo llega a su encuentro. El carruaje se detiene y uno de los jinetes, un joven oficial, sin desmontar le habla a Martina.
–Doña Martina –le dice, a modo de saludo–. Su primo Simón la espera en la casa del Guaira, me manda decir que está muy feliz por su regreso. Manda decir que él y la patria la necesitan.
Martina hace una sonrisa de aprobación. El carruaje sigue su marcha, escoltado por la partida.

María, en Caracas, deja de escribir, acomoda los papeles en una pila y se levanta. Va a mirar por la ventana. Mientras tanto, se oye su voz:
–María, la compañera de Manuel, sobrevivió al desierto y logró regresar a Córdoba. Caída la dictadura volvió a la universidad a concluir sus estudios de medicina. Aunque se recibió con altas calificaciones, nunca quiso ejercer como médica.

María cierra las cortinas, se seca las lágrimas que han corrido por sus mejillas y sale del cuarto. Sigue oyéndose su voz:
–María se había olvidado de los sueños, de la libertad y la igualdad, hasta que un día leyó que en su patria venezolana la revolución vivía; que el pueblo entero se había levantado contra la opresión. Que los cerros de Caracas eran tierra liberada…

María toma el maletín que le dejara el chofer cuando llegara. Lo abre y saca un estetoscopio. Lo besa y se lo cuelga al cuello. También saca un guardapolvo blanco de médica, un poco arrugado, y lo alisa sobre el antebrazo. Mientras, concluye su voz:
–…y entonces decidió volver ella también, como Martina.

En ese momento se oye un timbre. María cierra el maletín y sale de la casa. Al fondo se ve el Ávila. Una camioneta la espera. Impreso en el lateral se lee claramente “Barrio adentro”. La recibe un joven con guardapolvo de médico. María lo saluda cordialmente y se monta en el vehículo. Dos mujeres, que van sentadas atrás, la saludan con afecto y le hacen lugar.

La camioneta recorre un tramo de la cota mil, desde donde se ve Caracas, y empieza a subir por callecitas sinuosas hasta el barrio Petare. Se oye crecer el ritmo de una salsa venezolana. Comienzan a aparecer los títulos de final.

En Petare, María desciende de la camioneta acompañada de las dos mujeres y entra al puesto sanitario. Se pone el guardapolvo y hace pasar al primer paciente, un niño.
Afuera, suena la música. En la explanada del puesto sanitario, rodeado de niños y jóvenes, toca el Grupo Madera.
Siguen los títulos.
Fin.


los últimos
un film de Miguel Mirra


“Hay que vivir resistiendo
y recuperar la soberanía nacional.
No tenemos que olvidar que las
Islas Malvinas son argentinas,
y la Argentina también…
Es el mejor homenaje que podemos
hacer por los que lucharon y dieron su
vida en Malvinas y por todos aquellos
que lucharon y se comprometieron
por un mundo mejor”.

Adolfo Pérez Esquivel
Febrero de 2007


Hacia 1982,
el pueblo argentino era agredido
por los embates del neoliberalismo,
por una dictadura militar genocida
y por una guerra colonialista.
Esta es una parte desconocida
de esa historia…

Abre de negro. Buenos Aires de noche. Autopista. Luces de neón. Una sirena lejana. Y truenos. O explosiones…

Edgardo, joven, con uniforme de soldado, espera formado, firme. El pelo rubio rapado bajo el casco, el rostro afeitado, impecable, y el miedo en la cara por lo que puede venir.

Sobre un tablero de dibujo: planos, bocetos, útiles de trabajo. Un cenicero cargado de colillas. Una foto de Edgardo, sonriente, junto a un grupo de compañeros soldados iguales a él. Algunos casquillos de fusil vacíos al lado de la foto. La ventana junto al tablero deja ver la autopista, las luces de neón, la tormenta que se viene, y el reflejo de Edgardo, con varios años más, recostado en su cama, sin poder dormir. El pelo largo, la barba crecida, y la congoja en el rostro. Le da una pitada a un cigarrillo y se levanta. Se asoma por la ventana de su habitación. Los truenos y la brisa anuncian la tormenta inminente. De su cuello cuelga una cadena con una chapa militar y una bala de fusil. Edgardo, el ex combatiente, da una última pitada y tira el cigarrillo por la ventana que está junto al tablero.
La mano de Edgardo abre el grifo de la ducha. El agua corre. Edgardo se mira en el espejo, largamente. El baño se va llenando de vapor hasta envolver su rostro en una bruma blanca.

Cubiertos por una niebla espesa, Edgardo y Nelson, dos soldados, atraviesan el rocoso suelo de la isla. Están cansados, con sus uniformes hechos jirones. Apenas tienen fuerzas para cargar sus fusiles y sus pertrechos. Se sientan un instante sobre unas piedras y miran alrededor. Nada. Sólo rocas grises hasta donde deja ver la niebla. Nelson, morocho, con aspecto de chico de provincia, mira a Edgardo y le hace el gesto para continuar. A duras penas se levantan y siguen. Ambos son pequeñas figuras atravesando la inmensidad del paisaje neblinoso. Caminan subiendo una pendiente. Arrastran los pies, desmoralizados, derrotados, mientras fugaces imágenes y sonidos se cruzan frente a sus ojos:

En la trinchera, el soldado Lionel recita a sus compañeros, con actitud histriónica, un fragmento de Enrique V:
–En tiempos de paz nada conviene al hombre como la modestia y la tranquila humildad; pero cuando la tempestad de la guerra sopla en nuestros oídos –Lionel empieza a subir el tono– debemos imitar al tigre, poner en tensión nuestros nervios, llamar a nuestra sangre. Dotad a vuestros ojos de una mirada terrible. Que ellos vigilen a través de las troneras como cañones de bronce. Disimular nuestro noble carácter bajo un manto de furia y de rasgos crueles y brutales.
Hay una explosión y un soldado cae destrozado. La voz enérgica de un sargento pasa lista:
–Aibar.
–Presente.
–Albarracín.
–Presente.
Protegidos entre las rocas de una sierra, Edgardo y Nelson intentan descansar. Edgardo no deja de escuchar en su cabeza la voz del sargento.
–Barrera.
–Presente.
–Becerra.
–Presente.
–Brusco.
–Presente.
Nelson observa, descorazonado, el terreno escarpado y yermo que los rodea.
–Cabrera.
–Presente.
–Carrizo.
–Presente.
En el borde de la pista de un aeropuerto de campaña, el sargento, de rasgos duros y marciales, pasa lista. Frente a él, está formada la primera fila de una compañía de infantería.
–Estrada.
–Presente.
El paisaje de la sierra, velado por la niebla, luce desierto, frío, terrible. Edgardo y Nelson se arrinconan contra las rocas.
–Ferreira.
–Presente.
Otra explosión. Otro soldado cae en batalla.
–Frigerio.
–Presente.
–Funes.
–Presente.
El sargento sigue pasando lista mientras escudriña a sus soldados con la mirada.
–Gómez.
–Presente.
Edgardo y Nelson continúan caminando entre la niebla.
–Guaycurú.
–Presente.
Los soldados en formación contestan al llamado del sargento.
–Laino.
–Presente
Otra explosión. Otro soldado muerto.
–López.
–Presente.
El sargento sigue con la lista.
–Mendoza.
–Presente.
–Negri.
Marcos, pequeño y atemorizado, contesta con voz ahogada.
–Presente.
El sargento repite con energía.
–¡Negri!
–¡Presente! –replica Marcos, con más firmeza.
–Polar –llama el sargento.
Luis Polar, corpulento y aguerrido, contesta.
–¡Presente!
–Ramírez.
–Presente.
Las voces retumban en las cabezas de Edgardo y Nelson, que caminan entre las rocas.
–Sacristán.
–Presente.
La batalla. Una explosión. Un soldado que se desploma en el suelo.
–Schultz.
–Presente.
–Suárez.
–Presente
Nelson, agotado, mira al horizonte.
–Valenzuela.
–Presente.
–Villanueva.
–Presente.

El mar, negro, embravecido, se extiende ante sus ojos. Edgardo y Nelson atraviesan la playa. El cadáver de un soldado yace entre unas rocas. A su alrededor, algunas armas y pertrechos tirados en la arena. Nelson se acerca y revisa el suelo, tratando de encontrar algo útil. Edgardo camina hacia el mar. El viento helado le pega en la cara. Temblando, acongojado, mira el océano. Más allá, las olas rompen furiosas contra la orilla rocosa. Edgardo mira hacia Nelson, quien se pone un poncho que le robó al muerto que tiene a sus pies. Edgardo vuelve a mirar hacia el mar y suspira. Un casco se balancea entre las olas. Nelson guarda latas de comida en su bolsa. Edgardo se acerca a él. Entre ambos juntan lo que pueden, incluyendo el fusil del muerto, y se van. Las olas se llevan el casco perdido en la playa.

La lona que cubre la entrada de la carpa se abre de repente. El sargento se asoma.
–¡Arriba, vagos, que no están de vacaciones, vamos!
Dentro de la carpa, seis soldados apretujados despiertan y rápidamente se empiezan a vestir. En el desorden, el Alemán, un rubio de aspecto campesino, busca algo en su bolsa de rancho.
–Mi chaleco –dice–. ¿Dónde está mi chaleco?
El Laucha, que ya está vestido y con el fusil en la mano, comienza a levantarse. El Turco lo mira.
–Seguro que fue ese guacho –le dice al Alemán, señalando al Laucha.
–Devolveseló, che –interviene Pablo, otro de los soldados.
Marcos, adentro, más al fondo, revisa desesperadamente su chaquetilla. En un bolsillo encuentra unos sobres de carta y respira aliviado. El Laucha sale de la carpa, a pesar de que el Alemán intenta detenerlo de un manotazo.
–No fui yo –se defiende el Laucha.
El Turco, para molestar, intenta arrebatarle los sobres a Marcos, pero él se aferra a ellos como si fueran un tesoro.
–Son de mi abuelo –le dice.
–¡Andá, forro! –le contesta el Turco, despectivo, mientras se sigue vistiendo.
–Es al único que tengo –le explica Marcos.

Es un campamento militar con varias carpas y un hospital de campaña. Un camión Unimog pasa junto al hospital. Luis Polar, relajado bajo el sol de la mañana, saluda a la gente del vehículo y sigue caminando para manotear dentro de una bolsa grande de papel. De allí saca varios panes, con disimulo.

En otra carpa, más ordenada, Edgardo y Nelson ya están casi vestidos. Con ellos, Oscar, un soldado de origen Toba, Villanueva, Sacristán y Lionel, el aspirante a actor. Mientras Nelson canta una zamba, Polar se asoma.
–Buen día, señoritas, cómo les va.
Entonces, les reparte panes a todos.
–A desayunar, vamos, que llegaron las medialunas –les dice, sarcástico.
Edgardo, sonriendo por la ocurrencia, recibe el suyo.
–¡Qué rico!
Todos comienzan a levantarse y salen de la carpa.
–El café con leche, en la confitería –cierra Polar.
Lionel se queda un instante leyendo una carta en un rincón. Cuando todos terminan de salir, esconde la carta en un libro, que guarda dentro de la chaquetilla. Luego, toma su casco y sale apurado.
–¿Ya le dibujaste la marquesina al pesado este? –le dice otro soldado a Pablo, que camina junto a él.
–Sí, loco. Ya me tiene podrido… –le responde Pablo.

Entrada la mañana, varios soldados suben a un Unimog que se pone en marcha. Una columna pasa a su lado, a las ódenes de un sargento. Espina, un joven trigueño, alto y delgado, y otro de los soldados se desprenden de la formación y se acercan a Edgardo.
–¿Qué hacés, Espina? –lo saluda Edgardo, contento.
–Qué hacés –le contesta Espina, retribuyéndole el saludo.
–¿Adónde vas?
–Nos llevan allá, ¿y vos?
–Yo no sé.
Desde la columna en marcha, el sargento los mira, severo. El otro soldado toma a Espina del brazo e intenta volverlo hacia el grupo.
–¿Cigarro? –pide Espina antes de irse.
–No, no tengo –contesta Edgardo, mientras saluda con la mano y vuelve con los suyos–. Che, suerte.
–¡Chau! –alcanza a decir Espina, mientras es arrastrado por su compañero.

Un suboficial descansa sentado sobre un cajón de armamento. Un soldado toma mate cocido en su jarra de lata, abrigado con una manta, mirando el mar. Cerca, Villanueva y Sacristán también desayunan sentados en el piso. Un camión cargado de soldados pasa cerca de ellos y se aleja hacia las sierras.

En la niebla, Edgardo y Nelson, ya desfallecientes, trepan con dificultad una enorme ladera rocosa. No dan más, pero encuentran una cueva y entran. Se arrastran hasta el fondo y allí se quedan, agotados. Edgardo se saca el casco y mira a Nelson. Nelson le devuelve la mirada. Luego ambos se quedan mirando hacia la nada.

En la casa del comienzo, la radio suena, latosa y confusa. Una mano toma la foto que está sobre el tablero de dibujo. Es la de Edgardo, ex combatiente. En la foto está él, mucho más joven, Nelson, Polar, Lionel, y otros soldados, sonrientes. Edgardo mira la foto y baja la cabeza, triste. Entonces, la deja sobre el tablero. El lugar es grande, blanco y rústico, con un hogar sobre una de las paredes. Junto al hogar hay una pila de ropa doblada y un bolso preparado. Edgardo los levanta y sale de la habitación.

Una jarra de café está a punto de hervir sobre la cocina. Edgardo deja la ropa a un costado, levanta la jarra y se dirige a una mesa. La cocina es sencilla y luminosa. Edgardo se sienta y se sirve café en una taza. Bebe un sorbo. Su mirada se pierde. Está pensativo, reconcentrado. La sirena de alarma de bombardeo aéreo comienza a escucharse.

La sirena se hace estridente y constante. En las carpas, los soldados se visten apresurados. Todavía está oscuro. Edgardo, soldado, mira hacia afuera de la carpa, tratando de ver qué pasa. Nelson busca algo en el piso.
–La linterna, ¡la linterna! –se desespera.
Villanueva le responde, indolente.
–Acá está.
Sacristán se termina de vestir, asustado.
–¿Es un simulacro, Villa? –le pregunta.
–Qué se yo –responde Villanueva, un poco harto.
–Tengo miedo –confiesa Sacristán, mientras salen.
Al fondo de la carpa, Lionel se pone el casco.

En otra carpa, dos soldados se despiertan sobresaltados y se miran. Desde una radio, se escucha la voz de un locutor en tono militar:
–<… el sorpresivo y artero ataque se produjo en plena noche…>.
Varios soldados avanzan en la oscuridad. El locutor continúa:
–<…decenas de hombres murieron por las explosiones y muchos más, presos de las llamas>.
Lionel, aún en su carpa, se ata los cordones de los borceguíes.
–dice la voz.
Más soldados avanzan al trote sostenido. El locutor sigue:
.
De las carpas siguen saliendo soldados. Todos se internan en la oscuridad, en la misma dirección. El locutor continúa:
.
El Alemán, quieto en la oscuridad, mira a la nada. Parece rezar.
concluye el locutor.

Ya amaneció. Un avión Hércules cruza el cielo. Los soldados se parapetan tras unas lomas. Edgardo y Nelson se ubican codo con codo. A medida que llegan, silenciosos, los demás se van acomodando en sus lugares. Unas explosiones se escuchan, a lo lejos. Los soldados están atentos, expectantes. Alguno se anima a levantar la cabeza para ver. El Alemán empieza a murmurar.
–Padre nuestro que estás en el cielo, santificado sea tu nombre…
Un subteniente muy joven trepa una loma y se asoma, arriesgado.
–…Venga a nosotros tu reino…
Dos soldados pasan corriendo sigilosos frente a un par de cañones.
–…Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo...
Villanueva y Sacristán están ocultos atrás de una loma. El subteniente espera. Las explosiones se siguen escuchando, cada vez más cercanas. El Alemán continúa:
–…Y perdona nuestras ofensas, así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden...
Oscar se aferra a su fusil.
–…Y no nos dejes caer en la tentación. Más líbranos del mal…
Una bomba cae muy cerca. Otra explota frente a ellos. Los soldados agachan la cabeza. Otra explosión cercana. Y otra. Los soldados se cubren detrás de las lomas, sosteniéndose el casco con las manos. Cuerpo a tierra, comienzan a replegarse.

Un fósforo se enciende. En la cueva, Nelson enciende una vela parada sobre la piedra. Al lado de esa vela, otra está terminando de consumirse. Nelson se queda mirando la llama. Más tarde, Edgardo y Nelson duermen acurrucados en el fondo de la cueva, tapados por una manta.

Un grupo de soldados se repliega corriendo por un sendero. Uno de ellos está herido y es transportado por otros dos. Varios enemigos de uniforme camuflado se acercan con morteros. Preparan uno y disparan. Edgardo y Nelson, parapetados detrás de la loma, observan la maniobra.
–¡Morteros! –grita Edgardo.
Un morterazo estalla muy cerca. La tierra salta y los cubre por un instante. Los soldados que se repliegan aceleran el paso, desesperados. Las explosiones se suceden a sus espaldas. Se escuchan gritos.
–¡Corré!
Los soldados, a medida que llegan, se van arrojando detrás de las elevaciones del terreno. Las balas rebotan en el suelo y los parapetos. Más soldados corren entre las explosiones.
–¡Dale! ¡Corré!
Algunos son alcanzados por las balas. Otros, logran refugiarse.

Edgardo y Nelson duermen, inquietos, en la cueva. La vela permanece encendida, chispeando.

Polar corre por detrás de las posiciones, eludiendo impactos que rebotan muy cerca de él. Entra a una zanja, cubriéndose. Sale de la zanja y se zambulle en una posición. Cae cerca de dos soldados que disparan hacia fuera.
–¿Dónde está el capitán?
Uno de los soldados mira a Polar sin contestar. Polar lo agarra de la ropa y lo sacude.
–¿Cómo no sabés? ¿Dónde está el capitán, carajo?
El otro soldado le hace una seña vaga. Polar se sostiene el casco y sale hacia donde le indicó el soldado.

Un grupo de enemigos camuflados se acerca. Uno de ellos hace una seña, bajando el brazo. Los hombres, de a uno, se van colocando en posición de lanzar una ofensiva. Un soldado, con miedo, se cubre detrás de un montículo. El enemigo se sigue ubicando. Otro soldado, con un gorro de lana bajo el casco, los ve y se prepara.
Polar atraviesa el campo corriendo al límite de sus fuerzas. A medida que van llegando a sus posiciones, los enemigos preparan morteros.

Cerca de allí, vecina a una posición de cañones livianos, hay una casamata de comando. Adentro, un grupo de sub oficiales evalúa la situación. Los enemigos disparan sus morteros. Dos explosiones dan al lado de los cañones y dispersan a los soldados que se parapetaban allí. Uno de los proyectiles da de lleno en otro cañón y lo inutiliza. Un sargento toma a un cabo asustado de la chaquetilla y lo levanta hasta hacerlo poner de pie.
–Arriba mierda, que acá no vino a lloriquear. ¡Levántese y pelee, carajo!
El enemigo continúa disparando. Más explosiones cerca de la casamata de comando obligan al grupo de la casamata a tirarse al suelo. El cabo asustado cae herido. Una ráfaga de disparos de ametralladora impacta en el suelo frente a ellos. Algunos intentan salir de allí. Corren unos pasos pero son derribados por las balas.
Los enemigos avanzan. Polar termina su carrera cerca del soldado con gorro de lana. Se cubre al ver venir a los enemigos. Espina y su amigo logran adelantarse un trecho y responden el fuego. Pero los enemigos avanzan, implacables, entre el humo de la batalla. Un soldado, con miedo, mira hacia todos lados. No sabe qué hacer. Llora. El del gorro de lana decide retirarse, cuerpo a tierra. Espina y su amigo levantan los fusiles y apuntan para cubrirlo, pero el enemigo dispara primero. El soldado con el gorro de lana cae herido. El soldado con miedo se levanta con los brazos en alto. Los enemigos avanzan unos pasos y se vuelven a acomodar en la nueva posición. Espina y su amigo aprovechan para retroceder. El enemigo dispara otra vez. El del gorro de lana es abatido definitivamente. El soldado con miedo, con los brazos en alto, recibe una ráfaga de disparos en el pecho. Espina y su amigo corren desesperados hacia la retaguardia. Polar también decide emprender la retirada.

Edgardo, en la cocina de su casa, continúa recordando, angustiado.

Un soldado que lleva una radio de comunicaciones en su espalda se arrastra herido por fuera del parapeto. El subteniente lo ve, pero un grupo de enemigos se acerca peligrosamente al soldado. El subteniente se asoma. Mira alrededor.
–¡La radio! –grita–. ¡La radio, mierda!
El soldado con la radio no da más. El subteniente se anima a salir del parapeto, armado con una pistola y se arroja cuesta abajo en dirección al soldado. Los enemigos se acomodan y apuntan sus armas. El subteniente corre hacia la radio. Los enemigos disparan. El disparo le da en una pierna al subteniente que cae, pero sigue adelante, arrastrándose. Disparan un mortero. Explota muy cerca del subteniente, que se sigue arrastrando. Un soldado que está presenciando la situación, amaga con ayudar, pero no se anima a salir. El soldado con la radio hace un último esfuerzo para ponerse de pie, pero un disparo enemigo lo derriba definitivamente. Las balas hieren a otros dos soldados parapetados.
El Turco, que está con Lionel y otro soldado, intenta salir. Una bala lo alcanza y cae herido, tomándose el vientre y gritando con desesperación. Lionel y el otro soldado intentan contenerlo. El subteniente sigue reptando dificultosamente hacia la radio. Recibe dos disparos que no lo detienen. Nelson intenta salir por un costado del parapeto, para ayudarlo. Unas balas pegan muy cerca de él. Retrocede y, cuerpo a tierra, intenta por el otro lado. El subteniente se arrastra, ya muy herido. El sargento Godoy, retacón y de espeso bigote, sale a la descubierta en ayuda del subteniente. Nelson dispara para cubrirlo. Los enemigos ven a Godoy y comienzan a dispararle. Godoy se acerca, corriendo a toda velocidad. Las balas pegan a su alrededor. Un soldado salta también afuera, imprudente. Edgardo lo ve.
–¡Carrizo, pará! –le grita.
Pero Carrizo sigue corriendo. El subteniente logra llegar a la radio y empieza a transmitir bajo una lluvia de balas:
–¡Necesito apoyo de artillería! ¡Rápido!
Recibe un disparo en el ojo y cae muerto. El sargento Godoy es alcanzado por las balas y también cae. Carrizo llega hasta la radio y transmite.
–¡Manden refuerzos! ¡Estamos rodeados, carajo!
Las balas rebotan cerca de Carrizo, que se levanta para ponerse a resguardo, pero una bala lo alcanza. Nelson sale a buscarlo. Un enemigo apunta entre el humo y dispara. Carrizo se contorsiona y cae. Nelson llega hasta él. Los enemigos recargan las armas. Cuando Nelson lo levanta, un disparo da en la espalda de Carrizo y caen los dos. Un sargento se asoma para ir a ayudar. Hay una explosión muy cerca de Edgardo, que le llena los ojos de tierra. Edgardo se toma la cara con las manos y se cubre. Otro morterazo explota muy cerca de otro sargento, que cae de rodillas. Se oye un largo quejido de dolor: la explosión le ha arrancado un brazo. Luis Polar aparece en su auxilio y lo arrastra terreno abajo, poniéndolo a resguardo. El sargento le habla con un hilo de voz:
–Ayude a los demás.

Más allá, un cabo levanta un fusil con un trapo blanco atado en la punta. Una ráfaga de disparos lo derriba y cae pendiente abajo. Dos soldados corren en retirada y son alcanzados por las balas. Uno de ellos cae muerto. Marcos lo ve desde su posición.
–¡Nooooo! ¡Está muerto! –grita horrorizado.
Polar deja al sargento en un lugar seguro y sale a ayudar al resto. El Alemán, parapetado junto a otros soldados, ve a Polar.
–Voy a ayudar allá –les dice, mirando a sus compañeros, mientras se levanta.
Otro soldado corre desesperado, retirándose, pero una bala lo alcanza en la cadera. Trastabilla, pero sigue. Mientras, el Alemán corre siguiendo a Polar. Las balas rebotan a su alrededor. Marcos se desespera. Llora.
–Yo me quiero ir a mi casa –dice, mientras se levanta y se expone peligrosamente.
En ese momento llega Polar, lo toma de la ropa y lo tironea hacia el piso para protegerlo. Marcos se resiste. Forcejean. Ruedan cuesta abajo hasta caer en un espejo de agua estancada. Un morterazo explota cerca de ellos. Polar, con los pies en el agua, arrastra a Marcos para sacarlo de allí, mientras el chico llora a los gritos, aterrado. En tanto, el Alemán sigue de largo, para ayudar en otro lado.

Los soldados empiezan a huir en desbandada. Las explosiones y disparos a su alrededor no cesan. Todo es humo y ruido. Villanueva, Sacristán y otro soldado dejan su posición y retroceden. El soldado es acribillado por la espalda. Villanueva y Sacristán huyen de ahí. Lionel y el soldado que estaba con él en la posición cargan al Turco, que está gravemente herido, en retirada. Una explosión cercana los tumba. El Turco grita de dolor. Entre los dos tratan de levantarlo nuevamente, pero se hace imposible. Cerca de ellos, Lionel, conmocionado y desvariando, comienza a recitar a viva voz fragmentos de Enrique V:
–Tenéis en vuestras venas sangre del padre de esta guerra.
El soldado tironea del Turco, intentando arrastrarlo. El Turco grita. Lionel continúa recitando:
–No deshonréis a vuestra madre.
Un disparo hiere al soldado, que cae. Lionel, fuera de sí, le grita en la cara al Turco:
–Atestiguad que lo que llamáis padres son aquellos que os han engendrado…
El Alemán llega en su ayuda. Se arrodilla para revisar al soldado recién caído. Lionel agarra al Alemán de la ropa y le grita, eufórico:
–¡Oh, Dios de las batallas!
El Alemán se lo saca de encima y se va a revisar al Turco. Lionel, entonces, le recita al soldado herido:
–¡Reviste de acero los corazones de mis soldados –se da vuelta y le habla al Alemán––: descarta de ellos al temor!
El Alemán ya está levantando al Turco y Lionel vuelve a mirar al soldado herido.
–¡Quítales la facultad de contar si el número de sus enemigos…
Polar llega raudo hasta ellos. Levanta al soldado herido, lo pone sobre los hombros de Lionel, y vuelve por donde vino. Lionel se aleja cargando al soldado, mientras sigue recitando:
–…puede hacerles perder el valor!

Un soldado herido, está oculto detrás de una loma. Mira a otro que está parapetado más arriba.
–¡Ayudame! –le grita.
–No puedo –le contesta el de arriba.
En ese momento, un mortero explota sobre la loma y destroza al soldado que está arriba. El de abajo sólo atina a gritar otra vez:
–Ayudame.
Otra explosión lo mata.
Cerca de allí, un soldado se retira, herido. Apenas puede caminar. Una ráfaga de proyectiles lo arroja sobre la tierra. A su lado, otro soldado cae muerto. Polar llega hasta donde dejó al sargento mutilado. El sargento está desvanecido; entonces, Polar lo carga en los hombros.

Dos mercenarios gurkas se acercan impávidos, al trote, sobre las posiciones. Edgardo, cegado por la explosión, avanza sostenido por Nelson. Van esquivando cuerpos.
Cerca de ellos, un soldado corre herido. Las fuerzas lo abandonan y cae de rodillas. Atrás de él aparecen los dos mercenarios. Uno de ellos se acerca al soldado con un enorme cuchillo en la mano. Lo toma por atrás y lo degüella. Nelson deja a Edgardo, se arroja al suelo y apunta. El mercenario lo ve, suelta al soldado ya muerto y avanza directo a Nelson. Nelson dispara y el mercenario se desploma. Luego le dispara al otro y lo derriba. Entonces, se levanta y camina hacia el mercenario del cuchillo, todavía vivo en el suelo. Nelson se para a su lado, baja su fusil y le dispara una, dos, tres veces. Luego mira al muerto y se tapa la boca para no vomitar.

El campo de batalla es un cementerio. Hay humo y cuerpos por todos lados. A lo lejos, se escuchan algunos disparos aislados. Un grupo de enemigos recorre el campo buscando sobrevivientes. Nelson camina cargando en sus espaldas a Edgardo, todavía medio cegado. Pasan frente a los cañones destruidos. El sol está cayendo. Nelson y Edgardo bajan por una ladera, cerca del espejo de agua. Se dirigen a una zanja. El cadáver de un soldado permanece inmóvil en el campo de batalla, con los ojos abiertos.

Edgardo, en la cocina de su casa, está a punto de llorar. En su cabeza retumban las voces:
–Lionel traía un muerto al hombro –dice Polar.
–¿Y si no estaba muerto? –pregunta Marcos, asustado.
–Estaba muerto –insiste Polar.

Refugiados en una zanja sin agua, los sobrevivientes de la batalla están guarecidos, maltrechos y exhaustos. Villanueva, decidido, se levanta.
–Yo me voy –les dice, y se encamina hacia la salida, pero Edgardo lo detiene tomándolo de un brazo.
–¿A dónde vas a ir, Villanueva?
Villanueva lo mira, desafiante.
–No sé, pero me voy.
Se levanta y sigue su camino. En ese momento, Pablo, que tiene puesta una gorra con orejeras, intenta hacer funcionar una radio portátil. Edgardo mira a Villanueva, que está a punto de salir.
–Esperá –le pide.
Villanueva se detiene y lo mira.
–Avisá que tenemos tres heridos –le pide Edgardo.
Villanueva se va sin contestarle, sale al exterior, mira a los costados y camina alejándose de la zanja.
La radio portátil empieza a sonar:
.
Pablo sostiene la radio. Todos los soldados escuchan con atención.
.
Nelson se acerca a la radio. El locutor finaliza:
.
–Está diciendo que estamos todos muertos –se asombra Pablo.
Nelson le saca la radio de las manos.
–¡No, no, no, no! No estamos muertos. ¡Estamos vivos!
El sargento herido, lo mira. Nelson le habla a la radio.
–Vos qué sabés, boluda de mierda ¿qué sabés, eh?
Pone la radio frente a la cara de cada uno.
–Mirá –le dice a la radio–, estamos vivos, todos vivos. Mirá, ¿eh? –pasa la radio frente a la cara de Marcos–. Marquitos –la pone frente a Oscar–. ¿Ves? –frente a Pablo–. Otro. Estamos vivos, vivos –frente a la cara de Polar–. Todos vivos –frente a Edgardo, que tiene la mirada clavada en el piso–. Mirá –apunta con la radio a Lionel, que parece estar con la mente en otro lado–. Mirá –apunta al sargento, que está más alejado en la zanja–. ¡Mirá allá, mirá! Sargento, dígale que estamos vivos. ¡Dígale! ¡Dígale!
El sargento mira al cielo, dolorido. Baja la vista y mira a Nelson con tristeza.

Es de noche. El sargento duerme. Edgardo y el Laucha, abrigados con las mantas, no pueden dormir. Pablo cava un pequeño agujero en una pared de la zanja con una cucharita. Lionel y Polar conversan al lado de Oscar, que parece estar dormido.
–No pensé que nos iban a pegar así –dice Lionel.
–Ya va a haber revancha –le contesta Polar, mientras lava la sangre de la chaquetilla con el agua de una cantimplora.
–¿Vos no te das cuenta dónde estás, no? –le dice Lionel.
–¿Y vos? –le responde Polar, con tono de burla.
Lionel no le contesta.
–Yo sé muy bien dónde estoy. El que no sabe sos vos –agrega Polar.
Oscar levanta la cabeza.
–¿Qué sabés? –le pregunta a Polar.
–Todo.
–¿Entonces por qué estás acá?
–Por eso –le contesta Polar, tranquilo.
Le da la cantimplora a Oscar, se levanta, y se va. Pablo, mientras cava con la cucharita, lo mira salir de la zanja. Oscar se queda pensando. Echa un poco de agua en su mano y empieza a musitar una letanía. La mirada de Lionel parece estar muy lejos de allí.

A la mañana, el sargento parece dormir, pero delira.
–¡No se rindan! ¡No se rindan! –dice, desvariando.
Nelson se acuclilla a su lado y lo despierta.
–Sargento –le dice–, sargento, soy yo, mi sargento.
El Laucha los mira desde el otro lado de la zanja. Con sigilo, toma su fusil y sale de la zanja. El sargento se incorpora un poco y mira a Nelson. Lo toma de los hombros y le habla con un hilo de voz.
–Me vas a hacer un favor, Negro. Decile a mi mujer que me perdone –le pide y se recuesta contra la pared de la zanja–. Me parece que no voy a volver.
El sargento parece que va a llorar. Hace una mueca de dolor y se queda mirando al cielo, agitado.

Sobre una ladera, no lejos de la zanja, Laucha se acerca hasta un cuerpo tirado y le saca los borceguíes. Escucha disparos. Se pone atento, repta unos metros y observa colina abajo. Allí, cuatro enemigos mueven con la punta de los borseguíes los cuerpos que van encontrando. Cuando descubren que uno está vivo, uno de ellos le dispara a quemarropa. Laucha, entonces, regresa, arrastrándose hacia atrás.

Laucha entra a la zanja y se sienta a ponerse los borceguíes. Los demás, sentados contra las paredes de la zanja, miran en silencio lo que está haciendo, recriminándoselo.
–Mejor se preparan. Vienen matando a los rezagado –les advierte el Laucha.
Todos se quedan inmóviles, paralizados.
Ninguno reacciona. El sargento los mira, y se incorpora un poco, indignado.
–Muévanse. ¡Muévanse! –les ordena.
Los soldados no se mueven. Ya no quieren más.
–¡Arriba, mierda! Si no pelean los van a pasar a degüello –insiste el sargento.
Sacristán, aterrorizado, se levanta para salir de la zanja.
–Me quiero ir –dice, lloriqueando.
–¡Arriba, mierda! –vuelve a gritarles el sargento.
–Yo me quiero ir –insiste Sacristán, entre gimoteos.
–¡Peleen, carajo! –grita el sargento, otra vez.
De repente, todos reaccionan. Se levantan de un salto y toman sus armas. Sacristán parece desorientado, asustado:
–¡Me quiero ir! –dice y camina hacia atrás, mirando cómo los demás se preparan–. Yo me voy. ¡Me voy!
Uno de los soldados trata de detenerlo, pero Sacristán sale de la zanja.
–¡Soltame! –le exige, y se zafa.
El sargento lo ve salir, resignado.

Sacristán camina por el exterior de la zanja, a la descubierta, como sonámbulo. Un disparo impacta en su espalda y cae de bruces contra el suelo, muerto. Al mismo tiempo, dos enemigos se acercan a la carrera. Los soldados salen de la zanja y toman posición. Más enemigos avanzan hacia ellos. Los soldados se miran y se adelantan unos pasos, hasta una nueva posición. Desde allí, ven cómo el enemigo se va acercando. En ese momento, Oscar se asoma para disparar, pero los enemigos lo ven y corren a protegerse. Todos los soldados, entonces, deciden atacar. Los enemigos, desde sus posiciones, disparan. Las balas pegan muy cerca de los soldados, que tienen que cubrirse nuevamente. Comienza un cruce de disparos.
Polar y Oscar ven a un oficial enemigo que corre de una posición a otra. Le disparan, pero no pueden darle. El oficial se cubre, a salvo, tras una pequeña barranca, al lado del espejo de agua. Desde allí, dispara contra ellos.
Nelson y Edgardo corren, protegidos por una lomada, hacia un flanco del enemigo, que continúa disparando. Un par de mercenarios que parecen no tenerle miedo a nada, avanzan sobre ellos. Pablo los mira, asustado.
Nelson y Edgardo llegan al borde del espejo de agua. Desde allí pueden ver, desde un flanco, al oficial enemigo que continúa disparando. Sin dudar se desplazan, sigilosos, casi totalmente sumergidos en el agua. Cuando llegan a posición de tiro, Nelson se incorpora un poco, apunta y dispara: el oficial cae muerto en el agua.
Entonces, desde la zanja y el flanco, los soldados comienzan a disparar, más seguros. Pablo se anima, apunta al mercenario que se acerca y éste cae abatido. Otros dos mercenarios caen con el fuego cruzado. Sólo queda un enemigo que escapa a la carrera. El Alemán, desde su posición, apunta tranquilo. Edgardo se pone de pie y lo mira. El Alemán dispara una sola vez y el tipo cae, seco, hacia atrás, golpeando con todo el cuerpo en el suelo. Edgardo se saca el casco y pasea la mirada por el lugar del combate. Todo ha terminado.

Sobre la mesa de la cocina, al lado de la taza de café, Edgardo pone un pasaporte y un llavero. Termina de guardar la ropa en el bolso. Apaga la lámpara que está sobre el tablero de dibujo. Abre la puerta de su casa y sale, con el bolso en una mano y un abrigo en la otra. Da una última mirada a su casa y cierra la puerta. Un avión despega de un aeropuerto. Comienza a escucharse la letanía que musitaba Oscar en la zanja.

Es de noche en la zanja. Pablo continúa haciendo su agujero en la pared. Lionel tiene la mente en otro lado. Y Oscar musita su letanía. Laucha viene de afuera.
–Les traje un regalo –les dice.
Detrás de él entra un soldado. Edgardo lo reconoce.
–¡Espina! –exclama, mientras se levanta.
–Vámonos, nos pasaron por arriba, no hay nada que hacer acá –dice Espina a boca de jarro, mientras se sienta, ignorando a Edgardo.
Edgardo vuelve a sentarse donde estaba, pero le responde, enérgico.
–¡Eso está por verse! –le dice–. Aparte, uno de nuestros compañeros fue a hacer un reconocimiento, y tenemos que esperarlo.
–Podemos salir a rastrearlo –propone Espina–. Y de paso nos vamos a la mierda.
–Ese no va a volver, se rajó –dice el Laucha.
–Tiene razón –interviene Pablo–. ¿Qué vamos a hacer acá?
Espina se sienta frente a Edgardo.
–Para qué quedarse acá aislados, hay que salir a buscar a donde se corrieron las defensas –le dice, autoritario.
Edgardo se acerca a Espina para que no escuchen los demás.
–No podemos mover a los heridos: si los movemos, se mueren, y si los dejamos, los degüellan.
–Si se quedan acá los van a degollar a todos –retruca Espina mirando a los otros, desairando a Edgardo.
–¿Por qué no vas vos solo, entonces? – le pregunta Nelson, áspero–. Y pedís ayuda.
–Por que no pienso dejarlos acá –contesta Espina, paternal–. Allá podemos ser mucho más útiles que quedándonos acá encerrados –agrega.
–¿Allá dónde? –pregunta Edgardo.
Pablo, al fondo, sigue hablando con los demás.
–¿Qué vamos a hacer acá?
–Bueno, vamos, vengan conmigo
–resuelve Espina.
–Vamos. Vamos con él –apoya Pablo.
Espina camina hacia la salida, pero Edgardo no se mueve.
–Yo me quedo –dice el Alemán, desde al lado de los heridos.
Edgardo lo mira. Espina se da vuelta, contrariado.
–¿A qué mierda te vas a quedar acá? –le pregunta.
El Alemán insiste, firme.
–Yo me quedo.
Espina le dirige una mirada paralizante. Luego, pega media vuelta.
–Bueno, que se quede él, si quiere hacerse el héroe.
Edgardo mira al Alemán, y le hace un gesto amistoso. De repente, se oye el sonido de helicópteros acercándose.
–Shh –dice el Laucha.
Oscar comienza con su letanía.
–Shhh –insiste el Laucha, enojado.
Todos miran hacia arriba.
–Por el ruido, no son nuestros –dice el Laucha y mira, inquisidor, a los demás.
El helicóptero pasa sobre ellos y se aleja. Pablo se levanta de repente.
–¡Vámonos a la mierda! ¿Qué vamos a hacer acá? Vamos, vamos dale, vamos.
–No nos vamos –dice Oscar.
–Quedate vos, si querés, ¿qué vamos a hacer acá? Vámonos a la mierda –insiste Pablo.
–¡Pará, Pablo! –le grita Edgardo, furioso.
Pablo se queda paralizado. Edgardo es categórico:
–Nos vamos a quedar. No vamos a abandonar a nuestros compañeros.
Todos se sientan.
–¿Y si vienen? –pregunta Espina, ya menos inflexible.
–Si vienen nos vamos a defender –dice Nelson.
–Si yo vine hasta acá no es para rendirme al primer tiro –tercia Polar mirando a Edgardo, como advirtiéndole.
–Nadie se va a rendir –le dice Nelson, aflojando el tono.
–¡Yo me quiero ir –grita Marcos, llorando–. Vamos, vamos, por favor. ¡Vamos!
Todos lo miran acongojados, pero no se mueven. Lionel, alterado, se come las uñas. La desesperación de Marcos aumenta.
–¡Yo me quiero ir, vamos!
Lionel, encolerizado, se abalanza y le empieza a pegar con saña, con rabia.
–¡Basta, forro hijo de puta! ¿¡No te das cuenta que todos tenemos miedo!?
Marcos llora más aún. Pablo se mete y trata de separarlos.
–¡Dejalo!
Lionel se aparta él solo, como asqueado.
–Para qué mierda trajeron a este sorete –dice, mordiendo las palabras.
Marcos se queda llorando como un chico. Los demás permanecen en silencio.
–Es un error –le advierte Espina a Edgardo.
Laucha le alcanza un fusil, desairándolo.
–Te toca hacer guardia –le ordena, cáustico.
Edgardo se queda pensativo, reconcentrado.

Amanece. Nelson, Edgardo y Lionel andan un trecho por un sendero, sobre una loma, observando hacia todos lados. Cuando llegan a la pendiente ven, abajo, el cuerpo de un soldado abatido.
–Un muerto –dice Lionel–. Voy yo –se ofrece, y baja la cuesta.
Edgardo y Nelson se quedan a cubrirlo. Lionel baja y atraviesa un terreno llano, hasta llegar al muerto. Se acuclilla y ve que es el soldado que venía con Espina. Lionel mira a sus compañeros.
–¡Está destrozado, pisó una mina! –les dice, alzando la voz.
–¡Volvé por donde fuiste! –le grita Nelson.
–¡Qué sé yo por dónde vine! –le contesta Lionel, paralizado en el lugar.
Nelson mira a Edgardo y sale a buscarlo.
Pisando cuidadosamente, tratando de adivinar dónde poner el pie, camina hacia Lionel. Pero dos helicópteros se acercan. Edgardo los ve y previene a sus compañeros.
–¡Nelson! ¡Los helicópteros!
Nelson apura el paso y llega hasta el cadáver. Los helicópteros están más cerca. Nelson pone una rodilla en tierra y le saca la medalla de identificación al muerto. Los helicópteros están casi sobre ellos. Edgardo los mira y grita:
–¡Dale, carajo, apurate!
Nelson parte la medalla en dos y mete una mitad en la boca del soldado caído. Los helicópteros pasan de largo y viran para volver.
Edgardo, sobre la loma, grita desaforado.
–¡Nelson! ¡Pegan la vuelta!
Nelson se levanta, pero Lionel está paralizado.
–Vamos –le dice Nelson.
–No sé por dónde vine –le contesta Lionel, aterrado.
–¡Vamos! –insiste Nelson, agarrándolo del uniforme.
–¡No sé por dónde vine!
–¡Vamos, no te podés quedar acá, boludo!
–¡Tengo miedo! –grita Lionel, sin moverse de su lugar.
Los helicópteros se acercan nuevamente.
Edgardo, apuntando inútilmente a los helicópteros con el fusil, grita.
–¡Apurate! ¡Apurate!
Nelson tironea más violentamente del uniforme de Lionel.
–¡Vamos, carajo!
–¡No sé por dónde vine! –repite Lionel sin cesar.
–¡Vamos!
Los helicópteros giran en círculo sobre ellos.
Edgardo les grita.
–¡Apurate, mierda!
Nelson tira con tanta fuerza que hace que Lionel se levante.
–¿Querés que nos caguen a tiros, pelotudo?
Los helicópteros están muy cerca.
–¡Dale! –grita Edgardo.
Nelson y Lionel atraviesan el campo a toda velocidad, apretando los ojos y olvidándose de toda precaución. Suben la cuesta y se arrojan en un pozo para protegerse.
–¡Abaajo! –grita Edgardo.
Los helicópteros pasan muy cerca de ellos y siguen vuelo, perdiéndose por detrás de una colina.

Nelson entra a la zanja y se acerca a Espina, que está de guardia sosteniendo el fusil en la mano. Le pone en la mano, con brusquedad, la mitad de la medalla que le sacó al muerto.
Espina la mira, lee y resopla. Por detrás de Nelson entran Edgardo y Lionel.
–Minas –les informa Edgardo–. Los helicópteros deben estar buscando a los que liquidamos –agrega, haciendo un gesto hacia fuera de la zanja–. ¿Los taparon bien?
–pregunta, inquisitivo, sentándose.
–Sí –contesta Polar.
–Con tiempo hay que buscar un paso seguro –agrega Edgardo, con firmeza.
Pablo llega de afuera cargando un poste.
–Alguien se quedó sin tranquera –dice, irónico.
Todos lo miran con curiosidad.
–Che, a ver si ayudan a fortificar la posición –les reclama Pablo.
–¿Qué posición? –pregunta Espina, con tono ácido.
–Esta –le contesta Pablo, como algo obvio.
–¿Cuál? –vuelve a preguntar Espina, sarcástico.
–¡Esta! –le replica Edgardo, cortante.
Espina lo mira, pero no le responde.

Unos brazos cargan más postes con alambres de púa. Otros, apilan piedras. Nelson clava estacas en las paredes de la zanja, usando una piedra como martillo. Los otros soldados acomodan los postes. Pablo corta los alambres de púa. Oscar lo ayuda. Los brazos alzan los postes. Un par de pies con borceguíes esquivan los alambres. Pablo cava con su pala. Edgardo acomoda rocas al borde de la zanja. Mientras tanto, el Alemán revisa la herida del Turco y niega con la cabeza. Entre varios, levantan los postes y los van colocando como vigas sobre la zanja.
El Alemán permanece al lado del Turco, con la cabeza baja. Alguien pasa y le palmea la espalda. El Alemán se persigna.

Pablo, el Alemán y Nelson están alrededor de la tumba del Turco, cerca del espejo de agua. El fusil clavado y el casco colgado sobre el fusil hacen las veces de lápida. El Alemán, arrodillado al borde de la sepultura, reza. Pablo toma la cadena con la medalla del muerto que está junto al casco y la cambia por la suya. Nelson lo mira, extrañado.
–¿Qué hacés? –le pregunta.
–Nunca conocí a nadie que muriera dos veces –le dice Pablo con naturalidad.
Levanta su pala y se va. Nelson se lo queda mirando sin poder creerlo.

Están todos dentro de la zanja, ahora techada y camuflada. Se escuchan aviones que pasan sobre ellos. Mientras le da los últimos retoques a su agujero en la pared, que ha convertido en una especie de hornacina para guardar enseres, Pablo mira hacia arriba
–¿Qué estará pasando? –se pregunta.
–Laucha, fijate qué dice la radio –le pide Edgardo.
–Qué va a decir, se acabaron las pilas –contesta el Laucha, mientras se saca los mocos.
–Ni eso nos queda… –se lamenta Marcos.
El Laucha lo mira fijo.
–¿Por qué no lo rajamos a éste? Encima que tenemos poca comida tenemos que gastarla en este pelotudo.
Marcos baja la cabeza. El Laucha continúa:
–Decime: ¿No te das cuenta que sos un parásito? –Laucha se le acerca–. ¿Te gusta eso? ¿Eh?
Marcos lo mira asustado.
–Tengo miedo –le dice.
–Tengo miedo –lo imita el Laucha, burlón, mientras se sienta a su lado.
–Vos me das miedo –le dice Marcos, sin mirarlo.
–Sí, ya sé. Ya sé que me tenés miedo, pero no por lo que te puedo hacer, sino porque yo soy el tipo que vos podrías haber sido de no haber tenido el orto de tener un abuelo, por lo menos.
Edgardo baja la cabeza.
–¿No te da lástima tratarme así? –le pregunta Marcos a Laucha.
–Vos sos de esos tipos que les gusta que le tengan lástima, ¿no? Y esta guerra de mierda te viene al pelo, ¿eh?
Marcos no lo mira.
–Dejalo. No vale la pena –le dice Edgardo a Laucha.
–‘Ta bien, me voy –dice el Laucha,
furioso–. ¡Salí! –le dice a Marcos, mientras lo empuja.
Luego camina hacia la salida. Edgardo mira a Nelson y le pide, con una seña, que lo siga.

El Laucha avanza con cautela, cuerpo a tierra, hasta el cadáver de un enemigo. Lo revisa para ver qué le puede sacar. A varios metros de ahí, escondidos entre unas piedras, Lionel y Nelson lo miran.
–La verdad que yo tampoco sé qué es lo que hacemos acá –le dice Lionel a Nelson.
–Mirá –le responde Nelson, contrariado–yo lo único que sé es que esos tipos no se van a parar a explicártelo antes de apretar el gatillo para volarte la cabeza.
Lionel se sorprende por la reacción.
–Así que si te vas a poner a hacer
discursos te volvés a la zanja. ¿Entendiste?
Mientras tanto, el Laucha le saca un transmisor al enemigo muerto. Nelson se asoma sobre las piedras para mirar lo que hace. El Laucha se acerca corriendo, levantando el transmisor como si fuera un trofeo.
–Miralo al Laucha –dice Nelson–. Se trajo un transmisor.

Es de noche. Hay un fogón encendido en el medio de la zanja. Todos descansan. Pablo intenta arreglar el transmisor. A un costado, Nelson conversa con Lionel.
–¿Vos sabés cómo hace el zorro para sacarse las pulgas? –le pregunta.
–No –le contesta Lionel.
–Agarra un vellón de oveja y lo sostiene en la punta del hocico –le cuenta–. Entonces se empieza a meter en un arroyo, despacito, despacito. Las pulgas van subiendo por el pelo para alejarse del agua que sube.
Junto a la fogata, algo alejados, están Edgardo y Espina, que lo escuchan. Nelson continúa:
–Al final, el zorro deja afuera del agua solamente la punta del hocico, con el vellón. Las pulgas se meten en el vellón y el zorro, paf, lo suelta. Y la corriente se lleva las pulgas.
Espina lo mira despectivo.
–Este es un pelotudo –le dice a Edgardo–. Un día de estos lo voy a cagar bien a trompadas. Por maricón.
Edgardo se contiene para no responder. Pablo lo mira de reojo y continúa arreglando el trasmisor.

Empieza a amanecer. El fuego está apagado. Edgardo tiembla de frío. Una voz confusa, en inglés, sale del transmisor.
–¿Qué dice? –pregunta Edgardo.
–Yo qué sé –le contesta Pablo, ofuscado–. Conseguí arreglarlo un poco. Lo que no puedo hacer es que hablen en cristiano.
Espina se acerca, cubierto con una manta.
–Qué cagada tener que apagar el fuego.
–¿Sabés lo que dice? –le pregunta Edgardo.
–Shhh –lo hace callar Espina.
Una voz latosa se escucha hablar en inglés, con interferencia.
–Enganchamos justo una frecuencia que están usando. De puro pedo, nomás –le dice.
–¿Y? –lo apura Edgardo, ansioso.
–Pará –lo frena Espina, mientras escucha.
La transmisión cesa.
–Cortaron –se lamenta Espina–. Nos cagaron.

–Ya van a volver a hablar
–dice Edgardo–. Paciencia, viejo.
–Mis pies no quieren tener paciencia. Se congelan de puro ansiosos que son, nomás. –dice Espina, irónico.
El Alemán se despierta. Mira hacia un costado y se sorprende. Se levanta de un salto.
–No está. ¡Se fue! –grita.
Nelson, que dormía a su lado, se despierta. El Alemán llega hasta donde están Edgardo y Espina.
–El sargento no está. ¡Se fue!
–¿Cómo que se fue? –grita Edgardo.
Inmediatamente mira hacia afuera.
–¡Polar! –grita.
–Yo no vi nada –responde Polar desde afuera.
–¡No viste nada porque te quedaste dormido! –le recrimina Edgardo.
–Hijo de puta –dice Espina, como para sí.

Salen de la zanja y caminan un trecho, cuesta abajo. De repente, no muy lejos, encuentran tirado al sargento al fondo de un pequeño barranco. Edgardo y Nelson bajan y se acuclillan a su lado. Nelson se saca el casco. Espina, desde lejos, los observa. Nelson saca una foto del bolsillo de la chaquetilla del sargento y se la da a Edgardo.
–Sabía que se moría –le dice.
Edgardo mira la foto. Son dos pibes, un nene y una nena, de ocho y seis años. Edgardo hace una mueca de tristeza. Le da la foto a Nelson, se levanta y se aleja. Nelson deja la foto sobre el pecho del sargento, se pone el casco y va tras Edgardo.

Nelson entra a la zanja con una pala en la mano. Atrás, Espina, Pablo y Edgardo. Luis Polar duerme. Cuando llega Espina hasta él, lo patea.
–¡Te quedaste dormido en la guardia, hijo de puta! –le grita con ira y desprecio.
–¡Dejalo! –le grita Edgardo, mientras se sienta.
Polar comienza a reírse.
–¡Te tendríamos que estaquear! –continúa Espina.
–¡Dejalo! –vuelve a gritar Edgardo, tenso.
Polar se ríe aún más. Espina, furioso, le va a pegar con la culata del fusil.
–¡Dejalo! –grita Edgardo, y le apunta con su pistola directamente a la cabeza.
Espina lo mira sorprendido, paralizado. Polar se ríe a carcajadas.
–Está bien. Yo pensé que el enemigo estaba afuera –le dice Espina a Edgardo, mirando de reojo la pistola.
–Justamente –le contesta Edgardo.
Espina lo mira fijo. Edgardo, sin bajar la pistola, le hace una seña a Pablo y éste le saca el fusil a Espina.
–¿Me vas a dejar desarmado? –pregunta Espina.
Edgardo lo mira y le hace un movimiento con la pistola hacia fuera de la zanja.
–Fuera –le dice, seco.
–¿Me echás?
–¡Fuera! –grita Edgardo.
Espina obedece y empieza a salir. Polar se sigue riendo. Edgardo le dirige una mirada paralizante.
–La próxima que te mandás una cagada como ésta te vas a la mierda, ¿entendiste? –le grita, enfurecido.
Polar deja de reír. Edgardo continúa:
–Nadie se va a rendir al primer tiro. ¡Pero nadie nos va a poner en peligro por una pendejada!
Polar baja la cabeza.
–Se quedó ahí –le informa Pablo a Edgardo, haciendo un movimiento de cabeza hacia fuera de la zanja, por donde salió Espina.
Edgardo se levanta apretando los puños. Va a buscarlo.
–¡Pará! –le grita Nelson.
Edgardo se detiene y lo mira.
–¿Me dejás hablar con él?
Entonces, Edgardo baja la cabeza. Piensa. Luego hace un gesto afirmativo con la cabeza. Nelson sale.

La radio se oye otra vez. Edgardo se refriega la cara con las palmas de las manos, nervioso. Pablo y los otros escuchan otra vez una voz latosa en inglés. Lionel se acerca.
–¿Qué dice? –pregunta.
–El único que puede entender algo es Espina –contesta Pablo.
Edgardo mira la radio, preocupado.

Nelson entra a la zanja seguido por Espina. Se sienta frente a la radio, cerca de Edgardo, que no lo mira.
–¿Qué están diciendo? –le pregunta Lionel a Espina.
Espina escucha con atención.
–Que avanzan hacia el puerto –contesta secamente Espina.
–¿Y, qué más? –interroga Pablo.
–Lo demás no lo entiendo.
Nelson mira la radio, serio.
–¿Me puedo quedar? –le pregunta Espina a Edgardo, como pidiendo permiso.
Edgardo mira, a modo de consulta, a Lionel, que asiente. Luego mira a Pablo, que le devuelve un gesto afirmativo. Edgardo piensa un instante y luego lo acepta con un gesto vago.

Edgardo hace un dibujo con un palito en la tierra.
–Si los tipos avanzan, nos van a topar –les dice a los demás, que lo rodean escuchándolo–. Si el avance es al puerto, van a ser muchos. Tenemos que buscar un camino seguro para retroceder –continúa–. ¿Qué dicen?
–Cualquier cosa es mejor que quedarse acá sin hacer nada –dice Pablo.
–¿Pero qué podemos hacer? Mejor nos rendimos –opina Marcos.
Los otros ni lo miran.
–No sabemos por dónde pueden avanzar ni dónde pueden estar las defensas –razona Nelson–. Mejor esperemos –concluye.
Edgardo asiente.

Una decena de prisioneros son conducidos por un campo de lomas bajas. Se los ve débiles y amoratados por el frío. Tres enemigos los custodian. El Laucha faldea trepando una pendiente. Llega arriba y se asoma. Desde allí ve a los prisioneros, que pasan muy cerca. Laucha mira hacia atrás y hace una seña con el brazo.
–Vengan –dice, sin levantar la voz.
Polar, Nelson y Edgardo suben la pendiente y, detrás de Laucha, se asoman con cuidado. Consternados, miran a los prisioneros. Entre ellos, reconocen a Villanueva. Luego, en silencio, reptan hacia atrás.

Los cuatro, abatidos, caminan de regreso. Nelson se adelanta subiendo una loma, mientras los demás se sientan a descansar. Al llegar a la cima, Nelson se detiene bruscamente. Mira a lo lejos y llama a sus compañeros.
–Che.
Los otros lo miran.
–Hay humo –les avisa.
Todos se levantan y salen disparados hacia adelante.

Los cuatro entran violentamente a la zanja.
–¡Hicieron fuego! –recrimina Edgardo–. ¿Quién fue el que hizo fuego? ¿Quién es el hijo de puta que quiere que nos descubran?
Nelson se sienta al lado de Espina, que tirita de frío. La fogata está encendida y echa humo.
–Fui yo –dice Pablo–. No pensé que…
Edgardo lo agarra de la ropa y lo sacude.
–Desde ahora vos no pensás más, ¿entendés? ¿No ves que es de día y van a ver el humo? ¡Apagá eso!
–Es que se le congelaron los pies –dice Pablo, avergonzado, moviendo la cabeza hacia Espina.
–Alemán –le dice Edgardo y le hace un gesto hacia Espina.
El Alemán se acerca y le revisa los pies. Los dedos están negros.
–Hay que cortarlos –dice el Alemán mirando al piso.
–¿Por qué? –pregunta Pablo
–Se le van a engangrenar –le contesta el Alemán.
–¿Y quién carajo se los va a cortar? –pregunta a los gritos Marcos.
El Alemán mira a Espina, serio.
–No le va a doler –dice–. Están como muertos.

Es de noche. Un fuerte ventarrón los despierta. Una tormenta de viento está sacudiendo el techo improvisado de la zanja. Edgardo y Nelson intentan tapar la entrada con una manta. Edgardo le pide ayuda a Marcos, quien se acerca a sostenerla. De inmediato, Nelson se va al otro extremo de la zanja y, junto a Oscar, tratan de parar el viento que entra por arriba. Marcos pelea con el viento y con la manta, para que no se vuele. El Alemán protege otro sector. Al lado, Espina permanece sentado, inmóvil. Edgardo sostiene las otras mantas poniendo piedras encima, pero el trabajo se torna difícil. Mientras el Alemán tapa huecos, Espina acerca hacia sí la pala de Pablo y la toma con las dos manos. Los demás continúan ocupados y no lo ven. Marcos corre de un lado al otro y se agacha a trabajar cerca de Espina. Edgardo sigue juntando piedras. Espina levanta la pala, con el filo apuntando a su pie. Toma valor, cierra los ojos, y baja la pala con fuerza. Marcos mira hacia el pie de Espina y vomita. Edgardo dirige su mirada hacia abajo y luego levanta la vista. Nelson cierra los ojos, apretándolos. Espina, pálido, tiembla.

Amanece. El viento cesó. Pablo limpia los jarros que están en el estante que él mismo cavó. Los demás están tirados en el piso de la zanja, débiles, famélicos.
–Tengo hambre –dice uno de los soldados heridos–. Tengo mucho hambre.
–Me parece que no hay más nada – insinúa el Alemán.
–No queda más nada –les informa el Laucha.
El Laucha se acerca a Nelson, que monta guardia fuera de la zanja.
–Ya no queda más nada para comer –le dice en voz baja–. No les va a gustar mucho, pero es lo único que se me ocurre –agrega.

Laucha va hacia la zanja donde dejaron los cadáveres de los enemigos. Se tapa la nariz y la boca con una mano y se pone a buscar en las mochilas de los muertos, tanteando con la punta del fusil. De vez en cuando aparta la cara asqueado por el olor. Encuentra algo. Mete una mano y saca algunas latas, que va metiendo en su bolsa de rancho.

En la zanja, Polar mira fijo al Laucha.
–¿De dónde sacaste las latas, Laucha?
–Del almacén de la esquina –le contesta el Laucha, mientras se llena la boca con comida.
–Andá, boludo –reacciona Polar.
Edgardo mira la ración y pone cara de asco. El Laucha lo ve.
–Dale, ¡morfá! Si estaban cerradas.
Edgardo levanta un poco de comida con la punta de la cuchara y lo huele. Lionel come con la mano.
–¡Mmm, qué bueno que está esto! –dice–. ¡Está bárbaro! Yo me imagino que es un carré de cerdo y se me hace agua la boca.
–¿Un qué? –pregunta Polar.
–Nada –le contesta Lionel–. Imaginate lo que quieras –dice mientras come–. ¡Mmm! ¿A vos cuál es la comida que más te gusta? –le pregunta a Edgardo.
–El guiso de lentejas con papita y cebollita que hacía mi hermana –contesta Edgardo, sin animarse a comer todavía. Lionel se acerca a Edgardo y señala su comida.
–Mirá esa papita, ¿la ves? Mojadita por el jugo. ¿Ves esa arvejita?
Nelson mira con entusiasmo. Los demás empiezan a comer de a poco. Edgardo prueba. Sonríe y sigue comiendo.
–¿Y? ¿Está bueno el guiso? –pregunta Lionel, mientras empieza a reír–. ¿Está rico o no?
–No está mal, ¿eh? –le dice Edgardo.
Polar come sosteniendo la ración con la punta de la pala.
–¡Uy, qué buena que está la pizza, hermanito! Uy, mirá. Mirá. Se me cae el quesito.
–¡Uy, qué rico! ¿Me das una aceitunita? – interviene Edgardo.
–No, ni el carozo te voy a dejar…
Marcos, mientras come, entra en el juego.
–¡Uuh!
–¡Dale, dame una aceitunita! –insiste Edgardo.
–Mirá. Mirá –dice Polar, mientras come su ración como si fuera una pizza.
–Cuidado el quesito, cuidado el quesito –dice Edgardo,
mientras todos ríen.
Nelson come con placer. Marcos lo mira.
–¿Y vos qué comés? –le pregunta.
–Una empanadita salteña –le contesta
Nelson.
–Uy, no –exclama Polar, con envidia.
Nelson se llena la boca con la comida de la lata.
–Mirá, mirá, mirá como chorrea el juguito –dice.
–Cuidado que te vas a manchar –le dice Edgardo, divertido.
–Tomá –dice Nelson, estirando la mano, pero en seguida la retira, jugando a que es mezquino. Se muere de risa con su ocurrencia.
–Dale, che, dejame algo a mí, dale.
–¿Y vos qué comés? –le pregunta Lionel a Marcos.
–Un sánguche de milanesa –contesta, feliz como un
chico–. Con tomate y huevo.
–¿Con mayonesa? –pregunta Polar.
Lionel gira la cabeza y mira a Laucha.
–¿Y vos qué comés? –le pregunta.
–Una miserable ración de guerra –le contesta Laucha, mordiendo las palabras.
A Lionel le cambia la cara, desilusionado por la brutal respuesta.
–Pero es algo –agrega Laucha, trayéndolos a todos a la realidad.
Los demás lo miran en silencio y bajan la vista.

Hace frío. Todos están sentados en la zanja, débiles y sucios. Oscar, en el piso, se mece hecho un ovillo mientras canta una plegaria en toba, al borde del llanto. Los demás lo miran. Oscar los pone nerviosos, pero ya no tienen fuerzas para decir nada. Lionel se anima a preguntar, casi con naturalidad.
–Che, alguno no tendría un caramelo, ¿no?
Ninguno le contesta, atónitos por el desvarío.
Entonces, Nelson se acerca a Edgardo.
–Tenemos que hacer algo –le dice, muy preocupado.
Edgardo asiente y baja la cabeza.

Edgardo y Nelson salen a explorar. En la serranía hay una niebla espesa. Se internan por un terreno rocoso, caminan un trecho y se detienen: una cabaña se deja ver a través de la niebla. Edgardo y Nelson van hacia allí.

Una ventana de la cabaña está clausurada atravesada con maderas desde el interior. Edgardo, desde afuera, limpia el vidrio con la mano y se asoma: la cabaña parece estar abandonada. Hay un antiguo hogar de piedra, leña, aperos, y mucho polvo.

Edgardo y Nelson entran. Edgardo ve reflejado su rostro en un espejo roto que está sobre la pared. Es la primera vez que ve su imagen en mucho tiempo. Se acerca, se mira y tapa el espejo con una tela sucia.

Es noche oscura. Algunos relámpagos iluminan la zanja. Oscar golpea rítmicamente contra el casco una media llena de casquillos de bala, a modo de sonaja. Polar entra de repente, agitado.
–¡Vienen! –les dice.
Todos se sobresaltan.
–No poder transmitir –se lamenta Pablo, pegándole un puñetazo al transmisor.
–Los relámpagos los iluminan de vez en cuando –continúa Polar–. Todavía están lejos.
–¡Yo voy a entregarme! –dice Marcos, levantándose decidido.
–¡Va a descubrir dónde estamos! –advierte el soldado herido, desde el fondo de la zanja.
–¡Alguien tiene que frenarlo! –dice Espina.
–¡Pará! –grita Edgardo, pero Marcos sale.
Luis Polar levanta su fusil y apunta hacia afuera, directamente a Marcos.
–¡Pará, Marcos! –le grita Nelson, mientras sale detrás de él.
Marcos, afuera, se detiene y lo mira. Los relámpagos lo iluminan. Nelson, tenso, lo observa áspero, amenazante.
–Dejame ir –le pide Marcos.
Nelson se mantiene firme frente a él, con las manos a la espalda.
–No te podés ir, Marcos –le explica–. Si nos dejás porque tenés miedo, cuando llegues allá por miedo les vas a decir dónde estamos. ¿Me entendés? No te podemos dejar ir.
Desde adentro, todos lo escuchan, acongojados. Polar mantiene a Marcos en la mira.
Marcos mira a Nelson con tristeza.
–¿Me vas a matar?
Nelson no le contesta. Edgardo, adentro, se agarra la cabeza.
–¡Contestame! –le grita Marcos a Nelson.
Nelson no le contesta. En la zanja, a Polar le tiembla un ojo entrecerrado tras el alza del fusil.
Marcos gira para irse.
–¡Pará! –grita Nelson.
Polar tensa el dedo en el gatillo. Marcos se detiene y se queda allí, de espaldas, paralizado. Entonces, Polar baja lentamente el arma.

Marcos entra a la trinchera y vuelve a sentarse en su lugar. Oscar continúa con su golpeteo a ritmo monótono y cansino. Nelson, afuera, está sentado en una piedra mirando la pistola que tiene en sus manos. Respira hondo y mira hacia la nada.

Lionel, Edgardo y Pablo revisan los fusiles. Lionel se los alcanza de a uno a Edgardo, quien chequea que funcionen bien. Luego, Pablo los limpia y los deja preparados.
–¿Qué pasaba si no se volvía? –le cuestiona Lionel a Edgardo.
–¿Qué? –le responde Edgardo, sin dejar de trabajar–. ¿Lo teníamos que dejar? ¿Sabés cuánto iba a tardar en decir dónde estamos?
–No sé –le contesta Lionel–. Lo que sé es que cada vez nos parecemos más a animalitos acorralados.
–Bueno, entonces mejor preparate –le responde Edgardo–. Porque esos tipos no hicieron miles de kilómetros para venir a abrir el corral y dejarnos en libertad.
Edgardo le entrega a Pablo el último fusil.
–No los vamos a enfrentar –les indica a todos–. Los dejamos pasar, y después vemos.
Edgardo se levanta y cruza hacia el otro extremo de la zanja. Nelson se sienta al lado de Pablo y le da un fusil.
–Vamos a morir ¿no? –le dice Marcos a Nelson.
Nelson mira a Pablo y le señala a Marcos con la cabeza. Pablo le da un fusil. Marcos se aferra a él.
–Polar, más armas –dice Edgardo.
Polar se levanta, agarra los fusiles y los reparte al resto de sus compañeros. El último se lo da a Espina.
–Si vienen por ahí son tuyos –le dice.
Espina lo mira como resentido y no quiere agarrar el fusil.
–¡Tomá! –insiste Polar.
Espina lo termina aceptando. Sostiene el fusil con sus manos y mira a Polar, agradecido. Polar vuelve a su lugar.

De repente, Lionel levanta la cabeza, escuchando. Confundidos con los truenos, se escuchan los motores de camiones que se acercan. Pablo y Nelson, acuclillados, con la espalda apoyada contra la pared de la zanja, escuchan tensos. El Alemán se pone alerta. Marcos mira hacia arriba, con miedo. Se escuchan los pasos de muchos pies que se acercan a la zanja. Edgardo, fusil en mano, parece listo para entrar en acción. Todos los rostros reflejan una tensión absoluta. Nelson permanece inmóvil. Edgardo se yergue un poco y ve lo pies de los enemigos pasar casi sobre sus cabezas. Pequeños trozos de tierra caen sobre el casco de Polar. Espina aprieta las manos en su fusil. Un vehículo pasa muy cerca. Se escucha una radio. Una voz habla en inglés. Pablo mira a sus compañeros. Más enemigos pasan cerca de la zanja. Edgardo mira a Polar. Polar mira los pies de los enemigos que pasan a metros de su cara. Todos permanecen inmóviles, cada músculo convertido en una roca. Los ruidos de los pasos empiezan a perderse. Polar se relaja. Cierra los ojos. Lionel, aún con el oído atento, baja el fusil. Pablo se afloja el casco. Al fin se hace el silencio. El Alemán suspira. Todos se aflojan y se miran entre sí.

Amanece. Están acurrucados, amontonados unos contra otros. La luz entra por las rendijas. De a poco, se van despertando y miran a su alrededor, reconociéndose.
–Pasaron de largo… Ni nos vieron… –susurra Marcos.

Pablo, fuera de la zanja, trepa hasta una elevación y se sienta a observar alrededor. Laucha, desde un punto más elevado, vigila cuerpo a tierra. A varios metros, el Alemán y Marcos cavan un pozo. Edgardo y Nelson, desde lejos, los miran. Polar, al otro lado, recorre el perímetro a pie, atento.
Laucha levanta la cabeza. Algo le llama la atención. Luego mira a Pablo.
–Che, ¡ahí vienen! –le dice.
Pablo mira a Edgardo y a Nelson.
–Ahí vienen, ¡vienen! –les grita.
Edgardo y Nelson se miran sobresaltados. Pablo se tira cuerpo a tierra en su posición y carga su fusil. Polar hace lo mismo y grita para avisar a Marcos y al Alemán:
–¡Corran!
No lo escuchan. Edgardo y Nelson corren hacia la zanja. Polar se tira cuerpo a tierra y sigue gritando:
–¡Corran, carajo!
Marcos y el Alemán dejan de cavar y miran a los lados, sin entender.
–¡Corran! –grita Polar, con todas sus fuerzas.
Comienzan a sonar disparos. Marcos y el Alemán sueltan las palas y agarran los fusiles. Empiezan a correr. Más disparos. El Alemán cae. Marcos se arroja al suelo, cubriéndose, y grita desesperado.
–¡Alemán! ¡Alemán!
Lionel entra corriendo a la zanja. Adentro, se sienta en el piso, agitado. Marcos, cuerpo a tierra, apunta hacia el enemigo mientras mira al Alemán.
–Alemán, ¿qué te pasó? –le grita.
El Alemán, herido, se arrastra. Las balas rebotan alrededor de Marcos, que no puede moverse de donde está.
–¡Alemán! –sigue gritando.
El Alemán trata de pararse pero un balazo le da en la espalda y cae de bruces contra el suelo.
–¡Alemán! –grita Marcos descorazonado y sale de su parapeto para correr hacia él.
Un morterazo explota a su lado. Marcos cae exánime y rueda, muerto.
–¡Marcos! –grita Polar, que ha visto todo desde su posición–. ¡Marcos! No… –gime, comienza a llorar.
El Alemán, herido de muerte, se arrastra. Acerca hacia sí el cuerpo inerte de Marcos y lo mira con piedad. Polar llora, desconsolado, hasta que escucha algo a sus espaldas y se da vuelta.

Un oficial enemigo está parado a unos cien metros de la zanja. Y grita en castellano, deformado por su acento inglés.
–¡Eh! ¡Ustedes…!
Lionel lo escucha desde adentro de la zanja, mientras se come las uñas.
–¡Ríndanse ahora! Ya terminó –continúa el oficial enemigo.
–Hijo de puta –murmura Polar.
Espina se levanta como puede, requeando.
–¡Mentira! –dice, y se asoma por una rendija para verlo mejor.
Nelson también se asoma. Y Edgardo. Desde la zanja pueden verlo recortado contra el fondo luminoso del cielo. El oficial está parado, fusil al hombro, escoltado por un mercenario.
–Sus jefes se han rendido –les grita.
–¡Mentira! –le responde Espina.
Desde su posición, afuera, Polar también lo puede escuchar.
–No queremos combate, solamente ríndanse –les exige el oficial.
Edgardo mira a Nelson. Nelson niega con la cabeza. No le contestan. Se quedan donde están.
–Por última vez… –amenaza el oficial.
–Hijo de puta –murmura otra vez Polar.
Desde donde está, el Laucha puede ver que otros enemigos se acercan, rodeándolos.
El oficial termina su amenaza:
–Les intimamos rendición.
Espina, furioso, levanta el fusil y le dispara. Las balas pegan cerca y el oficial corre a cubrirse. El Laucha dispara a los otros enemigos, que se arrojan al suelo. Entonces, más enemigos llegan con morteros. Lionel se levanta para mover al soldado herido. Algunos balazos pegan también cerca de Polar, quien tiene que reacomodarse. Los enemigos disparan un mortero, que explota muy cerca de la zanja. Lionel arrastra al herido para sacarlo de allí. Disparan otro mortero, que hace temblar el techo construido sobre la zanja. Caen piedras y tierra para adentro. Pero Espina, Edgardo y Nelson no se mueven, y siguen disparando hacia fuera. Polar corre de donde estaba intercambiando disparos con el enemigo. Trata de alejarse como puede, pero un disparo lo alcanza en una pierna y cae. Lionel sale de la zanja, arrastrando al herido. Se aleja e intenta esconderlo entre unas elevaciones, pero la explosión de un morterazo hace que Lionel caiga herido. Los enemigos siguen disparando con sus morteros. Una de las granadas pega de lleno en la zanja, y hace que parte del techo se derrumbe. Edgardo y Nelson se cubren. Espina sigue disparando, ido, como si nada hubiera ocurrido. Edgardo y Nelson se miran, sin saber qué hacer. Afuera, Lionel se arrastra, herido. Edgardo vuelve a asomarse y Nelson levanta dos fusiles del piso.
–¡Tomá! –dice Nelson, alcanzándole un fusil a Edgardo–. ¡Espina! –llama, y le extiende otro fusil para él y se asoma para disparar.
No muy lejos de allí, varios enemigos se acercan, agazapados, ocultos por los accidentes del terreno.
Desde la zanja, Espina, Edgardo y nelson disparan y recargan. Disparan y recargan. Nelson y Edgardo bajan. Descansan un instante, y suben para continuar disparando. Los enemigos ya están muy cerca. Comienza un intenso intercambio de disparos. Una lluvia de balas que impactan en la zanja, sin parar. Nelson y Edgardo bajan nuevamente.
–Esto es un infierno, ¡vámonos de acá! – dice Edgardo, agotado.
Espina continúa asomado. Los enemigos disparan un mortero.
–¡Espina! –grita Edgardo.
La granada explota cerca. Espina baja la cabeza para cubrirse.
–¡Espina, vamos, carajo! –repite Edgardo.
Pero Espina se repone y continúa disparando. Edgardo va a buscarlo, lo agarra de la ropa y lo mete para adentro.
–¡Vamos! ¡Vamos, mierda!
Espina lo mira con fastidio, pero lo sigue, renqueando. Mientras abandonan la zanja, una granada termina de destruir lo que quedaba de la posición. Los postes, las piedras, se derrumban detrás de ellos.
Los tres salen al exterior entre otras explosiones. Corren como pueden, desesperados, y llegan donde Lionel dejó al herido. Se arrojan al suelo para cubrirse. Edgardo y Nelson miran al herido, que está demasiado expuesto.
–¡Vayan! ¡Yo los aguanto! –dice Espina, mientras trepa a una elevación para seguir disparando.
Edgardo y Nelson arrastran al herido, alejándolo del tiroteo. Espina dispara, pero una bala enemiga lo hiere en un brazo. Se mira la herida un instante y sigue disparando. Edgardo y Nelson dejan al herido tras una elevación y van a buscar a Lionel. Lionel está tirado en el suelo, protegido por una loma. Tiene sus manos en la entrepierna. Cuando Edgardo llega, Lionel le muestra las manos ensangrentadas.
Los enemigos están cada vez más cerca. Edgardo los ve y comienza a trepar la loma.
–¿A dónde vas? –le pregunta Lionel.
–Arriba.
Lionel lo agarra de una pierna, asustado, y no lo deja subir.
–¿A dónde vas? –insiste.
–Voy a ver qué pasa –le contesta Edgardo, molesto.
–Vamos juntos los dos –le dice Lionel, aferrándose con fuerza.
–¡No, boludo!
Forcejean.
–Vamos juntos
–Vos no podés.
–Vamos juntos
–¡No podés! –dice Edgardo, soltándose.
Llega hasta la parte superior de la loma. Un enemigo lo ve y le dispara. Las balas impactan cerca. Desde abajo, Lionel le grita.
–¡Volvé!
Edgardo intenta disparar, pero las balas enemigas no le dejan asomar la cabeza. Muy cerca, Espina se yergue en su posición, sin cubrirse.
–¡Vengan, hijos de mil puta! –grita.
Un disparo le da de lleno en el costado del pecho.
–¡Espina! –grita Edgardo, levantando la cabeza.
Una bala rebota muy cerca de su cara y Edgardo vuelve a cubrirse.
–Vámonos –le grita Lionel desde abajo.
Cerca de allí, Pablo corre agazapado, cubriéndose, hasta donde está parapetado el Laucha, disparando.
–Laucha –lo llama.
El Laucha se da vuelta y lo mira.
–Qué.
–Vamos, Laucha, vamos –le dice Pablo.
–Andá. Andá vos. Andá vos –le contesta Laucha.
–¡Vámonos! –sigue gritando Lionel, desesperado.
Pablo se aleja del Laucha, pero lo mira, indeciso.
–Andate, andate –le dice el Laucha.
Pablo se deja deslizar cuesta abajo, sin dejar de mirarlo.
Edgardo baja a buscar a Lionel. Lo ayuda a levantarse y se alejan de ahí. Espina, muy malherido, igual se levanta.
–¡Todavía sirvo, hijos de puta! –les grita.
Un enemigo le dispara. Espina rueda colina abajo, muerto.

Polar se arrastra, herido, tratando de retrirarse. Un enemigo avanza hacia él, sin prisa. Nelson los ve a ambos y trata de acercarse rodeando una elevación. El enemigo llega hasta donde está Polar. Se para a su lado y lo observa. Polar, desde abajo, le devuelve la mirada. El enemigo ni siquiera le apunta el arma. Sólo lo mira, despreciativo. Nelson sale de atrás de la elevación y le dispara casi sin apuntar. El enemigo recibe un impacto en un costado. Su rostro se deforma por la sorpresa, pero no cae. Nelson dispara otra vez. El enemigo se derrumba sobre Polar. Nelson corre hacia Polar, que se queda mirando al enemigo muerto a su lado. Nelson llega. Polar lo mira, como para decirle algo, pero enseguida Nelson hace fuerza para levantarlo, y Polar no dice nada. Nelson intenta alejarse, pero Polar se queda mirando al muerto.
–Vamos –lo apura Nelson, y los dos se alejan de allí.
El soldado herido los ve alejarse. Estira una mano hacia ellos.
–Che, no me dejen… no me dejen.
Y baja la cabeza, llorando.

Cuatro de ellos salen en retirada. Edgardo llevando a Lionel y Nelson a Polar, ambos heridos.
–¡Vamos! ¡Vamonos! –gritan, dándose ánimo.

Ya no hay más disparos. Laucha, arriba de la colina, tira el fusil y sale, levantando las manos, rindiéndose. Baja la pendiente hasta donde están los enemigos, siempre con las manos levantadas. Pablo lo ve desde lejos y se detiene. Un enemigo hace caminar un trecho al Laucha, apuntándolo por la espalda, y lo hace arrodillar. Pablo observa todo desde su posición, pero no puede hacer nada. Laucha mira al cielo y cierra los ojos. Pablo baja la cabeza. El enemigo dispara directo a la nuca del Laucha, que cae hacia delante y el casco rueda por el suelo. Pablo no puede mirar. Sólo repta hacia atrás y escapa.

Edgardo, Lionel, Nelson y Polar entran a la cabaña que Edgardo y Nelson habían descubierto entre la niebla. Agotados, se derrumban en el suelo. Los dos heridos se quejan, doloridos.

Pablo corre entre las rocas, en dirección a la cabaña.

Adentro, Nelson desabrocha el uniforme de Polar, que quedó con la cabeza apoyada sobre su pierna. Se saca el casco y ve a Pablo entrar por la puerta de la cabaña, pálido. Camina como un autómata y se sienta en el piso, en un rincón, al lado de Polar. Nelson lo mira. Pablo se saca el casco, lo deja a su lado y se recuesta contra la pared. De pronto, oye una voz.
–Pobrecito, el gringo –le dice Polar, casi sin fuerzas.
Lionel lo mira. Nelson baja la cabeza para mirarlo también.
–Pobrecito –repite Polar, triste.
–Pobrecitos nosotros –le dice Pablo, contradiciéndolo.
–Él también pobrecito, más pobrecito todavía –le contesta Polar–. Lo mandaron a morir por el imperio, lejos de su casa, de su familia. Y va a quedar ahí tirado, olvidado.
Polar se queda un instante en silencio, con la mirada perdida. Luego sonríe y sigue:
–En cambio nosotros estamos en nuestro lugar. Y cuando todo se termine vamos a volver.
Una lágrima corre por la mejilla de Pablo.
–Y vamos a desfilar –continúa Polar, y sus ojos parecen estar viendo todo lo que describe.
Nelson mira hacia arriba, apenado.
–Vamos a desfilar –insiste Polar–. La gente va a levantar las banderas, reconociéndonos el sacrificio –se pone serio– y nuestra dignidad. Nuestra dignidad… – concluye con un delgado hilo de voz y se queda dormido.
Pablo se seca las lágrimas. Lionel saca el libro que guardara en un bolsillo interior de la chaquetilla, busca una página y comienza a leer en voz alta un fragmento de Erique V:
–Que se haga proclamar por todo nuestro ejército que hay pena de muerte para quien se jacte de esta victoria y pretenda quitarle a Dios la gloria que sólo a él le pertenece. He aquí los nombres de los enemigos que han muerto.
Lionel, en tono neutro, empieza a recitar la lista de muertos en la batalla. Luego de decir cinco o seis nombres, lo corta Pablo, interrumpiéndolo.
–Luis Polar –dice, agregándolo a la lista.
Los tres lo miran.
–Él no va a volver –murmura Pablo, y mira a Polar, con tristeza.
Polar está inmóvil, con la boca abierta, muerto. Nelson le saca el casco y le acaricia la frente y el pelo. Lionel guarda el libro.
–Todos somos irlandeses –dice, a modo de conclusión.
Nelson lo mira sin entender.
–¿Qué? –pregunta Edgardo.
–Nada –responde Lionel, sacudiendo la cabeza.
Edgardo se queda pensando.

Pablo entra desde otra habitación de la cabaña con los brazos cargados de cosas y las deja en el piso. Hay una lata, cigarrillos, fósforos, velas. Lionel lo mira.
–Pablo, vos tenés que volver –le dice–. Me tenés que hacer la marquesina, ¿te acordás?
Pablo asiente con la cabeza y sigue en la suya. Lionel se toca en la entrepierna y mira la sangre en su mano. Se la muestra a Edgardo.
–¿Y ahora qué le voy a decir a Teresa? –le pregunta, con una sonrisa mustia.
Edgardo no le contesta. Sólo baja la cabeza. Ambos se quedan en silencio. El cuerpo de Polar yace todavía en el piso. Pablo sigue revisando las cosas, pero se detiene y mira a los demás.
–Mejor nos preparamos para irnos –les dice, inquieto.
–Vamos a pasar la noche acá –le aclara Edgardo.
Pablo no le contesta, pero mira de reojo a Polar muerto

Es de noche. Pablo sale de la otra habitación con una lámpara a querosén encendida y la cuelga del techo. Nelson tapa la ventana con una arpillera, mietras Pablo se sienta en el piso, contra la pared. Edgardo intenta encender fuego en el hogar con los fósforos, pero la leña no enciende. Nelson se acuclilla a su lado.
–¿Y? ¿Qué pasa? –le pregunta.
Edgardo mira a Lionel.
–Lionel, ¿me das unas hojas del libro?
Lionel se aferra al libro.
–¿Qué estás? ¿Loco?
–Dame unas hojas –le ordena Nelson.
–No, no quiero que lo quemen –dice Lionel, mientras intenta esconder el libro debajo del uniforme.
Nelson se levanta y va hacia él.
–¡Dale, Lionel, por favor! –le grita Edgardo, furioso.
Nelson intenta sacarle el libro.
–¡Dame!
Lionel se resiste.
–¡No, no quiero que lo quemen!
–¡Dame!
–¡No quiero que lo quemen!
Pablo mira todo, apesadumbrado.
–¡Dame! –ordena Nelson, tajante.
–Escuchame: es Shakespeare –le ruega Lionel–. Te lo pido por favor, no quiero que lo quemen.
–¡Pero dale! –grita Edgardo, fastidiado.
Nelson le saca el libro de un tirón.
–¡Soltá, mierda!
Lionel mira desahuciado cómo Nelson va con su libro hacia el hogar.
–Por favor, no lo quemen. Él se murió hace mucho. ¿No te das cuenta que no tiene nada que ver con todo esto?
Nelson abre el libro para arrancarle hojas y encuentra una carta en su interior.
–Ya sé que no tiene nada que ver –le dice a Lionel, mientras le arroja la carta a la cara.
–No lo vamos a quemar por eso –agrega Edgardo.
Nelson arranca varias hojas.
–Y entonces, ¿por qué lo queman? – pregunta Lionel, abatido.
–Para hacer fuego, nomás –le contesta Nelson.
Edgardo enciende un fósforo y prende fuego las hojas arrancadas. Lionel mira con tristreza cómo las hojas de su libro se encienden y se queman. Luego, baja la cabeza, descorazonado.

Desde el exterior de la cabaña, iluminado por la luna, se puede ver el humo blanquecino que sale por la chimenea.

Adentro, en el hogar, arde el fuego. Nelson está asomado por la ventana. Gira la cabeza y mira hacia donde Edgardo llora mansamente, con la cabeza hundida entre las rodillas. Lionel, a su lado, lo mira y le pone una mano en el hombro.
–Hace bien llorar –le dice.
–Llorar consolaba, ya no –asevera Nelson, mientras sigue mirando hacia fuera.
Edgardo mira a Lionel con los ojos llorosos.
–Extrañás a alguien –le dice Lionel.
Edgardo afirma tímidamente con la cabeza. Nelson cierra la cortina de la ventana, mientras Lionel saca la carta de un bolsillo y se la ofrece a Edgardo.
–Tomá. Yo la leí muchas veces.
Edgardo la agarra, dubitativo.
–Es de mi novia –continúa Lionel.
Edgardo mira la carta y se tranquiliza un poco.
–Hacé de cuenta que te la escribió a vos y listo.
Edgardo lo mira agradecido. Lionel se queda mirando el fuego, satisfecho.
–Mañana me voy a ir –dice de repente, convencido–. Tengo que ir a buscar a Teresa para contarle todo lo que me pasó. Así que si querés te cuento cómo termina la historia de Enrique V, ¿querés?
Edgardo asiente, triste.
–Resulta que Harry, Enrique V –aclara Lionel–, había matado como a diez mil franceses.
Pablo aparece desde la otra habitación y mira a Lionel de soslayo. Nelson, somnoliento, escucha el relato al lado del fuego. Pablo se sienta y Lionel continúa:
–Así que los reyes de Francia piensan que lo mejor que pueden hacer es tratar de hacer la paz. Y piensan que lo mejor es casar a Harry con una princesa de Francia. Él, antes de tener relaciones carnales con la princesa, quiere estar a solas con ella. Para hacerse querer un poco. Ella en ese momento habla con él y le dice que no puede amar a un enemigo de Francia. Pero él le dice que si lo ama, no amaría a un enemigo de Francia, amaría a un amigo. Porque él en realidad la quiere a Francia. Y la quiere tanto que quiere todas sus aldeas bajo su reino. Y, sin vergüenza, le dice: la quiero tanto, que la quiero toda para mí.
Lionel se detiene y sonríe.
–¿Y sabés cómo termina? –le pregunta a Edgardo, y se responde–: Que ella acepta, y se casa con él –concluye, con una sonrisa irónica.
Edgardo lo mira y asiente con la cabeza, comprendiendo. Luego, pensativo, dirige su mirada al fuego. Lionel hace lo mismo, algo ido.

Todos duermen profundamente, menos Pablo que apaga la lámpara y, abrigado con una manta, sale de la cabaña. Afuera, se sienta sobre una peña y enciende un cigarrillo.

Amanece. Está todo tranquilo. Se oye el canto de los pájaros. Edgardo y Lionel duermen. Nelson se levanta y va hacia la ventana. Corre la cortina y mira hacia afuera. El sol le da en la cara y sonríe. Edgardo comienza a despertarse. Nelson se da vuelta y mira a su alrededor. Busca con la mirada y se pone serio. Se da cuenta de que no está Pablo. Sale inmediatamente. Edgardo se sienta al verlo salir.
–Se terminó todo –le dice Lionel a Edgardo, despertándose.
Edgardo lo mira sin decirle nada. Se levanta y sale.

Afuera, Pablo sigue sentado sobre la peña, como dormido. Nelson está acuclillado a su lado. Llega Edgardo.
–Está congelado el pobrecito. Ni se dio cuenta –le dice Nelson.
Edgardo le saca la medalla de identificación.

Entre ambos, entran el cuerpo de Pablo a la cabaña y lo dejan en el piso. Lionel se acerca y lo mira. Le toca la cara. Nelson y Edgardo se paran a un costado. Lionel los mira, sin entender.
–¿Y ahora quién va a hacerme la marquesina? –les pregunta.
Edgardo y Nelson lo miran sin saber qué decirle. Lionel mira a Pablo y le habla, como si estuviera vivo.
–Pablo. Pablo, vos me prometiste la marquesina, ¿te acordás?
Nelson mira a Edgardo, preocupado. Lionel continúa hablándole a Pablo:
–Pablo. Pablo –lo sacude, como si lo estuviera despertando–. Vos me tenés que hacer la marquesina, Pablo. ¡Vos me la prometiste, Pablo! –lo agarra de la ropa y lo levanta–. Pablo: me tenés que hacer la marquesina, ¿te acordás? ¡Pablo! –lo sacude con fuerza–. ¡Me lo prometiste, Pablo! Pablo, ¡me mentiste!
Nelson y Edgardo lo miran acongojados.
–Me la dibujaste, me la prometiste, bueno, ¡ahora tenés que cumplir! Me lo prometiste Pablo. ¡Pablo me mentiste!
Edgardo no aguanta más y se abalanza sobre él
–¡Pará! ¡Pará! ¿No ves que está muerto? ¡Pará! –le grita.
Lionel se calla.
–Está muerto –repite Edgardo, ahora con suavidad.
Lionel permanece abstraído un instante. Luego mira a Edgardo.
–¿No tenés un caramelo? –le pregunta.
Edgardo lo abraza, piadoso.

Los tres, Edgardo, Nelson y Lionel, están sentados en el piso de la cabaña.
–¿Qué día es? –pregunta Nelson
–Quince de junio –le contesta Edgardo.
–Hoy es mi cumpleaños –le dice Nelson–. ¿No será el último, no?
Se abrazan los tres. Permanecen así, desprotegidos, solos, juntos, apretados.
–Cumpleaños feliz –se los escucha canturrear–. Cumpleaños feliz, que los cumplas, que los cumplas, que los cumplas feliz.

Afuera, Lionel camina con dificultad, alejándose de la cabaña. Se sigue oyendo, superpuesto, el canto de los tres.
–Cumpleaños feliz, cumpleaños feliz, que los cumplas, que los cumplas, que los cumplas feliz.
Lionel llega hasta una tranquera y mira hacia la cabaña. Edgardo lo está mirando a través de la ventana. Lionel abre la tranquera y sale. Mira hacia atrás por última vez y se aleja, vencido.
–Dejalo –dice Nelson.
Edgardo lo mira. Nelson está acuclillado en el medio de la habitación.
–Vámonos. No quiere más.
Edgardo echa una última mirada por la ventana. Nelson pone los objetos que encontró Pablo en una bolsa.

Desde lejos, un grupo pequeño de enemigos se acerca a la cabaña. Edgardo los ve.
–Ahí vienen –dice.
Se acerca a Nelson, terminan de juntar las cosas, y salen de la cabaña.

Los enemigos se acercan a la cabaña, parapetándose entre las piedras. Edgardo y Nelson corren hacia el otro lado, ocultándose. Cuando se alejan lo suficiente, se detienen a descansar, escondidos entre unas grandes rocas. Edgardo señala en una dirección y los dos reemprenden el camino. Los enemigos llegan a la cabaña y no encuentran a nadie.

El mar, negro, embravecido, se extiende ante sus ojos, como al principio de la historia. Edgardo y Nelson atraviesan la playa. Temblando, con dolor, Edgardo mira el océano. Las olas se llevan un casco perdido.

Cubiertos por una espesa niebla, Edgardo y Nelson atraviesan el rocoso suelo de la isla. Son pequeñas figuras atravesando la inmensidad del paisaje. Caminan subiendo una pendiente. Ya no pueden más. Arrastran los pies, desmoralizados, derrotados. Trepan con dificultad una enorme sierra rocosa. El cansancio no les permite seguir. Encuentran una cueva y entran.

Un fósforo se enciende. En la cueva, Nelson prende una vela parada sobre la piedra. Nelson se queda mirando la llama. Más tarde, Edgardo y Nelson descansan acurrucados en el fondo de la cueva, tapados por una manta. Las velas se consumen.

Edgardo y Nelson caminan en el exterior, muy abrigados. Se detienen y miran alrededor. Sólo se ve el terreno desierto, rocoso, velado por la niebla.

A la noche, ya más serenos, ambos comparten un cigarrillo.
–¿Dónde te gustaría estar? –pregunta Edgardo.
–En una cama, ¿y vos?
–En La Academia. Es un bar con billares. Ahí entro, y el mozo, sin decirme nada, me trae un cortado. Es como mi segunda casa. Ahí una vez lloré, cuando mi primera novia me dijo que salía con otro.
Nelson lo mira con cariño.
–¿Qué es lo más lindo que te acordás? –
le pregunta Edgardo.
–Haber salido de mi casa a buscar nuevos horizontes –le dice Nelson.
–¿Y lo más feo?
–Haber salido de mi casa y no haber encontrado nada.
Nelson se queda pensativo un instante y sigue.
–Pero esto me sirvió para encontrar el camino de vuelta. Cuando todo esto termine, voy a volver a mi casa, a mi Salta, a contar cuentos de aparecidos, abajo del árbol, con mis amigos, a comer las empanaditas que hace mi viejita, a ayudar a mi viejo, a tomar mate a la hora de la siesta, abajo de la parra…
Los dos se quedan pensando, emocionados.
Nelson enciende una vela. Al fondo de la cueva duermen, temblando de frío.

Amanece. Desde la boca de la cueva ven pasar, a la distancia, una distendida patrulla enemiga.
–Muy preocupados no están, ¿no? –dice Nelson–. Y de los nuestros ni noticias.
Los dos se quedan mirando hacia fuera, en silencio.

Nelson, acechando como un zorro entre el pastizal, observa una majada de ovejas. Luego, un galpón, a la distancia. Todo está tranquilo. Nelson se acerca, bajando una ladera, al galpón. A poca distancia de allí, un granjero repara un alambrado, pero Nelson no lo ve. El granjero nota su presencia y toma una carabina que tiene apoyada en la cerca, a su lado.

Nelson entra al galpón. Adentro hay leña apilada, un tractor, y una oveja atada a un poste. Nelson la ve y sonriente, como un niño, se dirige hacia la oveja. Deja su fusil a un costado y la desata.
–¡Stop! –se escucha afuera.
Nelson se sobresalta y sale corriendo, dejando atrás a la oveja y el fusil. El granjero aparece en el galpón, por la puerta de atrás, carabina en mano.
–¡Stop! –grita.
Nelson intenta volver por su fusil, pero el granjero dispara antes. Nelson escapa sin poder hacerse de su arma. Sale del galpón y emprende la carrera a toda velocidad. El granjero aparece en la puerta y apunta. Nelson se aleja a la carrera. El granjero lo mide y dispara. Nelson cae de bruces hacia adelante, herido, pero hace un esfuerzo y empieza a arrastrarse, dolorido. Pasa por debajo del alambrado y repta, alejándose. El tipo baja la carabina, lo mira indiferente y entra al galpón.

Edgardo está sentado afuera de la cueva, envuelto en una manta. Escucha el grito de Nelson:
–¡Ayudame!
Edgardo se para de un salto y arroja la manta al piso.
–¡Nelson! –grita.
Nelson trepa con dificultad hacia la cueva, chorreando sangre de la cadera.
–¡Ayudame!
Edgardo se arrastra hacia abajo entre las piedras.
–¡La puta madre! –se lamenta.
Llega hasta Nelson, lo ayuda a afirmarse y lo acomoda a su lado.

Es de noche. Edgardo cuida a Nelson, que está envuelto en una manta, temblando.
–Un día me atropelló un auto y me rompió una pierna –le cuenta Nelson–. Me pasé dos meses soñando que volvía a caminar, y cuando caminé seguía soñando, pero que corría. Cuando pude correr, me sentí un héroe.
Edgardo lo mira y sonríe.

Amanece. Edgardo y Nelson se despiertan sobresaltados. Una voz se escucha desde afuera:
–¡Oigan, ustedes, todo terminó!
Edgardo se asoma. La cueva está rodeada por soldados enemigos. El oficial que ya les había pedido rendición, ahora vuelve a llamarlos:
–No tienen por qué esconderse, venimos a ayudarlos…
–Puta madre –vocifera Nelson, furioso, arrancándose la manta que lo envuelve–. ¿Ahora nos tienen lástima? Después que nos ametrallaron, nos bombardearon, nos quemaron con fósforo, nos fusilaron, nos degollaron, nos cortaron en pedazos.
Nelson agarra el fusil de Edgardo.
–Andate, yo los aguanto –le dice, iracundo.
Edgardo lo detiene tomándolo del hombro.
–No te voy a dejar acá solo. ¿Entendés? –le grita–. ¡Los dos juntos o nada!
Edgardo toma el fusil, ayuda a Nelson y salen del pozo.
–¡Vamos! ¡Dale! –grita Edgardo.

Los enemigos ven que se escapan y comienzan a correr hacia la entrada de la cueva. La huida es desesperada. Bajan entre las rocas. Nelson logra aferrarse a Edgardo que lo carga como una mochila. Los enemigos los siguen. Nelson se cae. Edgardo lo arrastra.

Como si fuese en otro lugar y en otro tiempo, un avión de pasajeros aterriza en un aeropuerto. De inmediato, aparece Edgardo con el pelo largo, la barba crecida, y vestido de civil. El que fuera el campo de batalla está desierto. Edgardo camina, observando todo. Lleva un bolso colgado del hombro. Se detiene y mira alrededor.

Edgardo y Nelson, perseguidos por los soldados enemigos, bajan una cuesta, escapando. Ya no tienen fuerzas.

Edgardo, de civil, se agacha y levanta un casquillo vacío del piso. Lo mira. Luego mira al horizonte, con tristeza.

Los enemigos los rodean. Edgardo es empujado por el oficial enemigo, arrojándolo al piso.
–¡Andá a la puta que te parió! –le grita Edgardo.
El oficial lo agarra de la ropa y lo levanta. Le dice algo en inglés. Edgardo lo mira con odio.
–¡Hijo de puta! –le lanza, indignado.
El oficial le sigue hablando y lo zamarrea. Nelson se arrastra y los mira. Su cara se contrae por el esfuerzo, tratando de moverse.
–¡Hijo de puta! ¡Hijo de puta! –le grita
Edgardo al oficial, cada vez más alto.
Cuando el oficial se acerca más, Edgardo lo escupe en la cara. El oficial, entonces, le da una bofetada. Nelson lo mira con odio. Un sub oficial le pega a Edgardo una patada en la cara. Nelson se sigue arrastrando. Estira una mano e intenta agarrar el fusil que ha quedado tirado muy cerca de él. Edgardo se retuerse de dolor. Nelson se estira en un último esfuerzo, pero un enemigo le pisa la mano, que ya estaba sobre el fusil. Nelson lo mira y mira a Edgardo que baja la cabeza, resignado. Nelson hunde la cara en el pasto amarillento y reseco.

Sobre el fondo del paisaje isleño desierto, aparece un texto:

La batalla de Malvinas ha concluido. Los militares genocidas se rindieron. Pero la guerra sigue.
Cuando nos cobran la deuda ilegítima, nos saquean el mar, contaminan los ríos, se apropian del agua, desmontan los bosques, agotan los suelos, usurpan las tierras… Son ellos, los mismos.
Pero la lucha sigue. Cuando los echamos de Esquel y resistimos en Famatina, la Alumbrera y Gualeguaychú.
Como los héroes verdaderos de Malvinas, el pueblo argentino no se rinde.


Edgardo, con el pelo largo al viento, y el bolso colgando del hombro, sigue caminando por el antiguo campo de batalla. En la cima de una loma aparece un hombre que se sostiene con un bastón y que lo observa desde lejos. Edgardo se acerca y lo reconoce: es Nelson, que también carga un bolso de viaje. Edgardo sube la loma y se para frente a él. Se miran, como dos viejos amigos, sin decirse palabra alguna. Luego miran el campo y desaparecen por detrás de la loma. Con letras blancas se lee:
…a la memoria de los caídos.

La voz enérgica del sargento pasa lista, como al principio:
–Aibar.
–Presente.
–Albarracín.
–Presente.
Edgardo y Nelson miran el campo de batalla desde la cima de la loma.
–Barrera.
–Presente.
–Becerra.
–Presente.
Dan media vuelta y caminan, perdiéndose detrás de la loma.

La primera fila de una compañía de infantería está formada. Los rostros ahora son reconocibles. Allí están los que se han visto morir en combate.
–Brusco.
–Presente.
–Cabrera.
–Presente.
–Carrizo.
–Presente.
–Estrada.
–Presente.
–Negri.
–Presente.
–Polar
–¡Presente!
–Sacristán.
–Presente.
Edgardo, vestido de soldado, espera formado, firme. El pelo rapado bajo el casco, el rostro afeitado, impecable, y el miedo en la cara por lo que puede venir.
–Schultz.
–Presente.
–Suárez.
–Presente
–Valenzuela.
–Presente.
–Villanueva.
–Presente.
Títulos de final


Los ojos cerrados
de América Latina



“… aparecen los conquistadores en las carabelas y, cerca, los tecnócratas en los jets, Hernán Cortes y los infantes de marina, los corregidores del reino y las misiones del Fondo Monetario Internacional, los dividendos de los traficantes de esclavos y las ganancias de la General Motors”.

Eduardo Galeano, Las venas abiertas de América Latina
Montevideo, fines de 1970


Susana Moreira y asociados presentan:
un documental de Miguel Mirra

Con la colaboración de:
Salvador Díaz y Jill Freiberg en México
Ainoa Rodríguez en Guatemala
Natalia Zuloaga en Colombia
Ernesto Cabellos en Perú
Fermín Aio en Paraguay
Claudio Lanús, Silvana Jarmoluk, Alejandro Fernández Moujan,
y Patricio Schwanek en Argentina
Gracias a Pablo Milstein y Javier Rubel por las imágenes y sonidos
de su documental “Sol de Noche”

Abre de negro. Una mujer, que lleva un pañuelo blanco cubriéndole la cabeza y porta un pequeño cartel, camina en redondo por una plaza vacía.

Voz en off del documental “Sol de Noche”:

–Olga marcha sola en esa plaza que ni siquiera tiene signos políticos como la pirámide de mayo o la casa rosada. Olga marcha en una plaza sin hamacas, sin toboganes, sola. Olga continúa la ronda, que es el exacto opuesto a un juego, continúa la ronda de un círculo único, que no cierra.

…a Olga Aredez, Madre de Plaza de Mayo,
víctima del saqueo y la contaminación
en Ledesma, Jujuy, Argentina.

Entierro de Olga Aredez. Detalle del ataúd que comienza a ser depositado en un nicho.
Sigue la voz en off:

–Ningún hombre es cualquier hombre.

Funde a negro.

–Ninguna mujer es cualquier mujer.

INTRODUCCIÓN


Abre de negro:
Campesino guatemalteco (mirando a cámara):

–Estamos sufriendo, de veras, no es mentira que estamos sufriendo, a uno le da ganas de llorar cuando ve estas cosas.

Leyenda 1:


A principios de los noventa el banco mundial decide financiar
la construcción de la represa de Chixoy en colaboración
con la dictadura genocida guatemalteca…


Campesino guatemalteco 2:

–Y además en ese tiempo no pudimos reclamar nuestros derechos, porque todo aquel que reclamaba sus derechos, amanecía muerto.

Continuación leyenda:


…y para ello fueron desplazados por la fuerza miles de campesinos.


Campesino guatemalteco 3:

–Ahora sí hemos quedado como un ser sin derecho a nada de esta vida. Era lo que quería agregar, porque a mí me pone mucho en que pensar lo que está sucediendo.

Imágenes del río Negro, en Guatemala, donde navega una piragua. Hay mujeres lavando ropa en la orilla y niños campesinos jugando en la costa.
Sobreimprime la cita 2:



“Para quienes conciben la historia como una competencia,
el atraso y la miseria de América Latina no son otra cosa
que el resultado de su fracaso.
Perdimos, otros ganaron…
Pero ocurre que quienes ganaron,
ganaron, gracias a que nosotros perdimos”.

Eduardo Galeano
Las Venas abiertas de América Latina,
Montevideo, 1970


Ana Esther Ceceña:

–Obviamente el capitalismo se desarrolla a través de relaciones de poder, entonces no es posible pensar en capitalismo sin relaciones de poder y sin estrategias de acaparamiento o monopolización. Y entonces el territorio es uno de los propósitos fundamentales de la dominación capitalista.

Campesino guatemalteco 4:

–Porque nosotros reclamábamos que no queríamos salir, nos decían que somos guerrilleros, porque los guerrilleros se enfrentaron con ellos cuando ellos empezaron a masacrarnos a nosotros.

Ana Esther Ceceña:

–Entonces, los grandes poderes en los diferentes momentos de su historia han ido intentando tomar posesión sobre alguno de estos recursos y territorios, principalmente sobre territorios que tenían cuatro recursos, que creo que son los mas importantes para definir la reproducción global en este momento, uno de ellos es el de la biodiversidad, las selvas, los bosques, y entonces, bueno, ahí el lugar privilegiado fue América Latina.

Campesino guatemalteco 4:

–Los secuestraron a dos miembros de la comunidad, el presidente y el secretario del comité, y ellos llevando el libro de actas en sus bolsas, todas las promesas habían plasmado todo perdidos, pero totalmente fue perdida y ahí cuando nosotros reclamábamos nos exigían que si hay un compromiso, como va ser vamos a tener si ya ellos los quebraron a los compañeros o masacraron a los compañeros y les quitaron el libro de actas y entonces nosotros ya no tenemos un documento donde nosotros ampararnos en el juicio o el proceso.

Ana Esther Ceceña:

–El otro recurso que es importantísimo es el petróleo, ¿no? Los energéticos en general, petróleo y gas sobre todo.

Campesino guatemalteco 5:

–Entonces ese día pues mi difunta esposa Paulina me dijo de que no tenía que estar en la casa, que tenía que esconderme en el monte porque ya no hay hombres, ya mataron a los 73, qué van a hacer con ellas después, entonces me dijo que me tenía que ir en el monte a dormir. El 13 de marzo del 82 llegaron el ejército y la patrulla de defensa civil y empezaron a reunir a todas las mujeres y niños, entonces ese día se llevaron a 70 mujeres, 107 niños y fueron asesinados y masacrados por ellos.

Ana Esther Ceceña:

–El tercer recurso muy importante es el agua, entonces todas las regiones donde hay agua son donde se ha puesto el ojo y donde observamos incluso el desarrollo a veces de planes y de políticas que aparentemente no tienen nada que ver con el agua, pero sí tienen que ver con la posibilidad de tener una incidencia mucho mayor en el territorio en general, incluyendo el agua.

Campesino guatemalteco 3:

–Pero para nosotros no hay nada, no hay ni un armado, las iguanas, todo lo que es la fauna se terminó completamente. Aquí se ha convertido en un desierto que eso se justifica a todas luces, venga quien venga ahí está el desierto.


Ana Esther Ceceña:

–Entonces se diseña a partir de ese momento una estrategia que avanza por un lado con tratados de libre comercio o con acuerdos comerciales que permiten el paso de inversiones, sobre todo de las grandes transnacionales a estos territorios, pero que además se acompaña con toda esta política neoliberal, que viene de un poco más lejos, de flexibilizar las reglamentaciones. Es el caso por ejemplo de minería o de petróleo que en general en los países no se admite inversión extranjera hasta que el neoliberalismo empieza a cambiarlas y a partir de ese momento, bueno, se abre la puerta y entonces se abre a través de los tratados la aceptación de las inversiones.

Una embarcación maya navega por el río y niños campesinos juegan en el monte, mientras se oye una canción popular guatemalteca:

“Mi corazón me recuerda que he de llorar,
por el tiempo que se ha ido, por el que se va.
Agua del tiempo que corre, muerte abajo,
tumba abajo, no volverá… no volverá…”

Funde a negro.

Abre de negro.


PRIMERA PARTE:


Fernando Buen Abad:

–Yo haría un corte a partir del tratado de libre comercio de México, Canadá y Estados Unidos, porque precisamente en ese momento los medios de comunicación de las oligarquías comenzaban a construir todo un imaginario de que esta modalidad de convenio internacional hacía que México entrara al primer mundo, y eso lo que hizo fue construir todo un escenario de maquillaje y de construcción de prestigio, una especie de fábrica mediática de prestigio que pintó a México a nivel nacional y a nivel internacional como un espacio donde por fin el neoliberalismo hacía de las suyas y gracias a ello se podía pasar a un nivel de desarrollo del país nunca antes visto.

Leyenda 2


En 2002, por presión del Banco Mundial, el Estado de Chiapas decide
transformar las escuelas públicas para maestros rurales en escuelas técnicas semi privadas al servicio de las empresas trasnacionales.
Pero estudiantes y profesores deciden resistir…


Imágenes de archivo de las marchas de los estudiantes, padres y profesores con carteles en defensa de la escuela.

Estudiante 1:

–En su mayoría somos gente campesina y bilingüe, hablamos diferentes tipos de lenguas, lo que es el chole, el tocolaban, el xotxil. Nosotros vemos pues, que esta escuela es una madre para nosotros donde nos han adoptado, pues. Es la única esperanza en la vida de nosotros, pues.

Periodista:

–Las escuelas rurales, su principal característica es que le dan una formación política a los estudiantes. Si las quitan, simplemente van a quitar a maestros que tienen un enfoque distinto, un enfoque más cercano a la gente, al pueblo, al campesino.

Estudiante 2:

–Este es un proyecto para ir cerrando las escuelas normales rurales. Hacen falta muchos maestros en Chiapas, sin embargo vemos también que no hay esa disposición de mejorar esa situación, está siendo manipulado por organismos como lo que es el banco mundial y el fondo monetario internacional.

Imágenes de archivo de la policía irrumpiendo en la escuela y reprimiendo a los estudiantes y profesores con apoyo de helicópteros y tanquetas.

Zócalo : Desalojo de Mactzumatzá

Fernando Buen Abad:

–Y uno de los centros importantes, se muestra claramente, por la presencia, por ejemplo de Monsanto en Chiapas, donde se ve clarísimo la repetición de la misma estrategia de explotación, de la misma estrategia de devastación, el mismo proyecto de avasallamiento en los campos, en los cultivos, en las selvas, que bueno... ya lo hemos visto en el resto de los países en América Latina.

Imágenes de archivo de la demolición de los edificios de la escuela, sobreimpresos a los estudiantes golpeados y esposados.

Zócalo: Demolición de Mactzumatzá

Fernando Buen Abad:

–Las estrategias que se han seguido, como en el caso de la minera San Javier en San Luis Potosí, México. Ahí la operación es exactamente igual, en términos de modalidades. Hay un capital, que va por encima incluso de las contradicciones políticas que tienen los poderes hegemónicos, al nivel de los gobernadores, alcaldes, etc.

Imágenes de miembros de las comunidades campesinas trabajando la tierra y acarreando y clasificando la cosecha.

Fernando Buen Abad:

–Y se ven contradicciones muy fuertes, por encima de lo que no les conviene a los propios políticos, que les deja ver, verdaderamente, como unos peleles de las empresas. Incluso mas allá de eso, con un cinismo atroz en el comportamiento, por ejemplo, de la minera San Javier, que es un caso típico de una empresa que se asienta en una zona, que golpea a toda una región, donde hay actividad agrícola, organizaciones campesinas, que han venido viviendo de esta actividad hace mucho tiempo. Que con la complicidad absolutamente cínica de los estados, permiten que la minera San Javier opere y siga operando hasta hoy, sin que hubiese habido ninguna posibilidad de frenar esta modalidad de saqueo.

Campesino mexicano:

–La comunidad fue asaltada, vinieron un grupo de policías, mandado por los terratenientes, y desde entonces se perdió la historia, nos robaron todo lo que teníamos. Ahora se ha venido organizando poco a poco buscando una educación que se hable realmente de las necesidades de nuestra comunidad.

Fernando Buen Abad:

–En el mismo lugar del que hablo, San Luis Potosí, México, se instaló por ejemplo un basurero de productos con contaminantes y se hizo una inversión importantísima del orden de 700, 800 millones de dólares para que se instalara esta empresa, y el gobierno del estado patrocinó esa instalación, ofrecieron todas las ayudas, incluso de infraestructura, una inversión importante para acercarlos a las carreteras importantes, etc, etc.

Sigue la voz de Fernando Buen Abad sobre imágenes de la marcha silenciosa de la comunidad y el entierro de un campesino asesinado.

–La empresa empezó a operar con una primera descarga que ellos colocaron en su terreno, que adquirieron además por dos pesos, y lo siguiente fue que se organizó una gran protesta social para frenar la presencia de esta empresa y las organizaciones sociales lograron paralizar a esta empresa, y la empresa demandó al estado porque no podía operar en virtud de que estos movimientos sociales se lo impedían. Y la empresa fue indemnizada por el estado. Entonces, uno abre perfectamente la posibilidad de la sospecha cuando sabe que incluso el hecho de que esas empresas dejen de funcionar y dejen de operar es un gran negocio, porque la indemnización que se les pagó, representa quizás lo que no hubiese podido ganar por actividades de trabajo por lo menos en 10 años. Así que hasta en esa modalidad me parece que es importante poner atención porque son los frentes de manejo económico y financiero que permiten crear saqueos redondos.
Funde a negro.

Abre de negro. Aparecen varias avionetas fumigadoras en vuelo rasante, con un ruido ensordecedor.

Leyenda 3:

A raíz del Plan Colombia, se lanzaron sobre tierras campesinas toneladas de químicos que dejaron estériles las áreas fumigadas.
Y produjeron enfermedades nerviosas y cáncer.


Campesino colombiano, en el marco de una asamblea campesina:

–Al menos que el viniera y viera la situación, que no nos miren como siempre nos han mirado, como terroristas, como narcotraficantes, como gente, en pocas palabras, peligrosa; que se meta y él mire la situación de nosotros, de porqué hay veces que nosotros recurrimos a lo ilícito, que se dé cuenta que allá había gente erradicando coca manual, y la avioneta por encima echándole veneno, entonces eso es algo como tan injusto.

Cita 3, sobre imágenes de las avionetas descargando el líquido desfoliante sobre los cultivos:


“Incorporadas desde siempre a la constelación del poder imperial,
nuestras clases dominantes no tienen el menor interés en averiguar
si el patriotismo podría resultar más rentable que la traición o si la
mendicidad es la única forma posible de política internacional”.

Eduardo Galeano,
Las venas abiertas de América Latina.
Montevideo, 1970



Campesino colombiano 2:

–Esas vainas que se juntaron ahí, a todo el mundo se le murieron los animales, se acabaron con las plataneras, acabaron con los aguacates, con todo eso destruyeron, con todo eso acabaron, con el agua, con el medio ambiente, todo eso lo envenenaron, entonces todo eso el que lo está recibiendo es el pobre, el campesino que no tiene que ver con eso, y el gobierno no oye campesinos, el gobierno oye al que tiene plata.

Ana Esther Ceceña:

–Cuando todos estos planes empiezan a tener oposición de parte de las poblaciones, que se dan cuenta de que se trata de planes en muchos casos de saqueo, en muchos casos implican desalojos de la población, que son planes que incluso como el tratado de libre comercio descapitaliza a las economías nacionales, digamos que las obliga a un encadenamiento hacia el exterior, que las hace mucho más dependientes, y entonces hay una organización popular que se levanta en contra de todo esto, a partir de ese momento, empiezan a sentir como una necesidad la introducción de otro tipo de acuerdos, que son los acuerdos llamados propiamente del campo de seguridad.

Imágenes de archivo de ejercicios militares en el sur de México. Sigue Ana Esther Ceceña:

–Pueden ser instalaciones de bases militares directamente, puede ser realización de ejercicios militares, puede ser la aprobación de leyes antiterroristas en la mayoría de los países.

Fernando Buen Abad:

–Uno de los casos mas escandalosos que tenemos ahí para orquestar agresiones, asesinatos y desapariciones de comunidades indígenas enteras. Buena parte de la movilización que han tenido que hacer las comunidades indígenas, fue huyendo de la agresión de esas empresas que financian a terceros llamados guardias blancas, es decir, policías pagados, sin uniforme, pagados por las empresas.

Imágenes de archivo tomadas en directo de una masacre de campesinos en el sur de México. Sigue Fernando Buen Abad:

–Y esa es una de las expresiones más concretas de la mecánica de apropiarse directamente de los terrenos, en absoluta complicidad con los gobiernos estatales y federales que se han evidenciado como cómplices absolutamente cínicos de este proceso.

Ana Esther Ceceña:

–Desde el punto de vista de alguien que vive sobre un acuífero por ejemplo, la población que vive sobre el acuífero, el país donde está ese acuífero, la diferencia de que sea la empresa Bejtel o la empresa Suez la que esté privatizando esa agua, no le va a cambiar demasiado. Quizás pueda establecer las condiciones con algún pequeño matiz de diferencia, pero no va mas allá de eso; es de todas maneras un apropiación privada de recursos que son para el bien de la humanidad, que son esenciales para la reproducción de la humanidad.

Campesino colombiano 2:

–Vea cómo está la cosecha, vea el maíz, mire cómo se quedó, ¡podrido! Este está verde, pero apenas unos días se termina de pudrir ya todo.

Ana Esther Ceceña:

–Muchas experiencias que hay en América latina, son los europeos los que están entrando por ejemplo a hacer todos los proyectos de plantaciones de eucalipto para la producción de celulosa, hay muchos proyectos europeos, muchas empresas europeas en esto y la contaminación es más o menos la misma, el desalojo de los pobladores es el mismo, o sea son inversiones capitalistas, no es otra cosa.

Campesino colombiano 3:

–Se murieron todos estos, allá se está secando el lago ahí. ¿Cómo se va a aguantar ya?

Las avionetas pasan rasantes fumigando las plantaciones. Luego, una toma aérea de la mina Bajo La Alumbrera. Funde el ruido de los motores de las avionetas con una nota grave monocorde.

Vista aérea de la mina Bajo La Alumbrera

Zócalo: Mina Bajo La Alumbrera, Catamarca, Argentina

Campesina de La Alumbrera:

–Más o menos 100 metros de ancho por 80 metros de largo. Teníamos de todo acá, teníamos plantaciones, cosechábamos maíz, y el río pasaba por atrás. Esto era finca, todo esto, y ellos me han dejado así.

El vallecito desertificado se extiende hasta las estribaciones de la sierra, también yerma y seca.


Adolfo Pérez Esquivel:

–En la Argentina, y quiero hablar concretamente sobre esto, la ley de minería se hizo para explotar el país y que no quede ningún recurso en el país.

Imágenes de un pueblo casi fantasma. Calles de tierra desiertas. Silencio.

Zócalo: Pueblo de Hualfin, Catamarca

Campesino de Hualfin:

–Acá no se ha visto nada de lo que se recibe, de lo que dicen de la coparticipación, acá se trabaja en agricultura y no tenemos nada, y segundo, tengo entendido que para eso son las regalías mineras, lo primordial que tienen que hacer es eso, y acá no se hace nada.

Adolfo Pérez Esquivel:

–De todos los recursos de explotación de las empresas mineras, queda el 1,3% y el resto lo sacan del país.

La mano del operario de la mina acciona el dispositivo y a lo lejos la tierra explota en sucesivas detonaciones. El polvo se levanta y expande lentamente cubriéndolo todo.

Cita 4, impresa sobre el polvo de la explosión:


“Todo se ha trasmutado siempre en capital europeo o norteamericano,
y así se ha acumulado y se acumula en los lejanos centros del poder.
Todo: la tierra, sus frutos y sus profundidades ricas en minerales,
los hombres y su capacidad de trabajo, los recursos naturales
y los recursos humanos”.

Eduardo Galeano,
Las venas abiertas de América Latina.
Montevideo, 1970


Adolfo Pérez Esquivel:

–En la explotación del oro se usan dos productos altamente contaminantes, el mercurio y el cianuro, esos productos van a las napas de agua.

Mujer afectada por la mina:

–Al poco tiempo nomás de que la mina empezó a trabajar, ya se me empezó a morir los animales, porque quedaba lejos donde iban a tomar agua, y tomaban ahí, en el río, y ahí caían, las vacas, y los caballos también.

Joven de la zona:

–Bronca y tristeza y todo, porque toda mi infancia yo la pasé acá, de chico desde que he nacido. Nosotros éramos felices acá, teníamos todo lo que queríamos, teníamos cosas, teníamos los animales, y bueno, ahora que no veo nada, siento mucha bronca. Yo esperaría que la gente responsable de esto que se haga cargo y reconozca lo que hicieron.

Pablo Bergel:

–Aquí hay un nuevo tipo de conflicto, que ha emergido en los últimos años, que se da entre ciertos sectores del capital, fundamentalmente trasnacional, multinacional, frente a poblaciones y asambleas ciudadanas policlasistas, multisectoriales, que incluyen por ejemplo, en el caso de Esquel, desde poblaciones mapuches, campesinas, hasta sectores de la sociedad rural local, clase media… Lo mismo con otras características se repite en Gualeguaychú con el tema de las pasteras, digamos, el fenómeno se está repitiendo en distintas localidades y lugares del país y que revelan un tipo de conflicto diferente del capitalismo.

Imágenes de las reuniones de vecinos y de las asambleas de Esquel y Gualeguaychú.

Jorge Rulli:

–A mí me parece que frente a estos estallidos a estas situaciones que fragmentan la realidad, es importante pensar un modelo, un modelo de mundo global donde encontremos razones para entender este tipo de situaciones.

Pablo Bergel:

–En primer lugar, claramente este tipo de conflictos es del capitalismo global. En todos los casos, uno de los polos está ocupado por una empresa o un grupo de empresas de capital trasnacional, o sea que son producto de una lógica internacional y global del capital de buscar nuevos horizontes de producción y de lucro; nuevos horizontes geográficos y nuevas áreas donde reproducir su ganancia, y hacer su negocio.

Imágenes de la planta de celulosa de Botnia, en Fray Bentos, sobre el río Uruguay, todavía en construcción.

Adolfo Pérez Esquivel:

–Lo que van a hacer aquí, en Fray Bentos, es producir la pasta y después se la llevan a Europa para procesarla y fabricar el papel.

Juan Yahdijian, Misiones:

–El primer mundo en este momento necesita papel, y entonces nos usan a nosotros para la materia prima.

Rubito Olmos:

–Cuando aquí se acercaron las papeleras, fueron recibidas como grandes panaceas para nuestra economía, eran los niños mimados de los medios de difusión, eran los niños mimados de los políticos.

Monseñor Joaquín Piña:

–Es curioso que nuestro gobernador dijo que cómo tanto lío por eso de las papeleras ahí en Fray Bentos, si aquí en la provincia de Misiones tenemos tres fábricas de pasta celulosa y no hay ningún problema… Que le pregunten a los peces si no hay ningún problema, que le pregunten a la gente de Esperanza, de Banda, de Libertad, de Pirahi y de Capiobi si no hay ningún problema, que le pregunten.

Las chimeneas del Ingenio Ledesma echando humo y las montañas de caña de azúcar pudriéndose a la espera de ser convertidas en papel.

Zócalo: Ingenio Ledesma, Jujuy

Adolfo Pérez Esquivel:

–Tenemos ejemplo, como en la fábrica de papel Ledesma, en Jujuy, donde hay un juicio, que inició la doctora Olga Aredes, una de las madres de Plaza de Mayo, que murió por la bagasosis, y en esto están los informes médicos, producida por la polución de la empresa papelera Ledesma. Lógicamente que esto va a acarrear enfermedades y va a destruir el medio ambiente.
Jorge Rulli:

–Hemos partido de la crítica a la clase política y a grandes sectores de izquierda en la Argentina que por haberse quedado en pensamientos un poco obsoletos, fuertemente antiimperialistas pero poco comprensivos de cómo el mundo ha ido cambiando en lo que se llama la globalización, no han tenido en cuenta la prioridad que han tomado para las empresas la apropiación y el saqueo de los recursos naturales.

Imágenes superpuestas impresas de camiones trasportando mineral, barcos cargando troncos de eucaliptos y maquinaria agrícola cosechando soja. Sigue Jorge Rulli:

–Entonces hemos comparado la minería química, la minería por cianurización que se lleva adelante en centenares de lugares de la precordillera, de la Patagonia y de muchas provincias, porque ahora se da en Mendoza también, se da en La Rioja, Catamarca, y entonces qué relación hay entre esta minería y los eucaliptos y la pasta de papel de Botnia, qué relación hay entre la minería y la soja, los cultivos de soja que ocupan 17 millones de hectáreas de cultivos industriales, y que han configurado al país como una republiqueta productora de forrajes para los ganados de China y de Europa.

Imágenes de grandes extensiones sembradas con soja y de un campo devastado por la tala y la quema, donde no ha quedado un sólo árbol o arbusto. El humo de un incendio reciente invade la pantalla.

Julio García, Chaco

–Entonces tenemos no sólo en el Chaco, sino en lo que se denomina la cuña boscosa santafesina, Santiago del Estero, Salta, Formosa y Chaco, la aparición de estos pool de siembra de soja, que vienen para estas zonas por una cuestión muy simple: por lo barato que resulta comprar tierras fiscales, en la provincia no queda casi nada, se lo llevan todo, y se llevan también los suelos.

Un camión en marcha por un camino polvoriento llevando una carga completa de árboles arrancados del bosque natural. La tierra en suspensión cubre completamente la imagen.

Zócalo: Comunidad Wichi, Chaco Salteño

Cacique Wichi:

–Hay una empresa acá, en estas tierras que explota más o menos la cantidad de 26 mil hectáreas que viene explotando desde el sur.
Otro miembro de la comunidad Wichi:

Uno no puede ir para allá. Si uno da un paso mas allá choca con el alambre, porque mas allá te privatizan ellos, o sea que estamos aislados, entre medio ya, porque si llegamos al alambrado el dueño nos amenaza.

Cacique Wichi:

–Hay enfermedades tóxicas, porque tiran los químicos a los sembrados y afecta la comunidad. Esa agua, cuando fumiga el avión, se ve que es blanco, ese es el veneno que tira y cae en esa agua, y hacen daño a los animales que tenemos nosotros, el animal viene, toma y muere, y eso la empresa no reconoce nunca.

Abogada Wichi:

–Nosotros como pueblo, como comunidad, lo único que sabemos es que se desmonta, se desmonta y no sabemos quiénes venden esas tierras, en qué lugares, en qué despachos se hacen esas ventas, solamente se ven cuando ya se producen los desmontes.

Cacique Wichi:

–Venimos peleando y hacemos cortes de ruta, porque nos dañan, mucho nos dañan.

Abogada Wichi:

–Hace poco murió un anciano wichi a consecuencia de todas las balas de goma que le metieron hace muy poco tiempo con la represión. No es policía privada, es la policía que el gobierno manda a reprimir, o sea las empresas no tienen necesidad de gastar en policía privada.

Investigadora de la Universidad de Salta:

–La transformación de un medio natural en otro tipo de ambiente, en este caso la mayor parte destinado a la agricultura, toda esta parte que vemos acá, este amarillo amarronado, es lo que se había deforestado en el ‘81, en el 2001 lo celeste, y al 2005 se anexaron todas esas partes, es decir, que todo lo que está acá en colores es lo que ha avanzado la fragmentación y se ve cómo un ambiente que era bastante homogéneo en bosques ya lo tenemos reducido fundamentalmente a la zona reducida.

Una pala mecánica arrasa el monte chaqueño. Las orugas rompen la tierra empujando la máquina. Decenas de árboles añosos caen como palitos a través de miles de metros. Desde el aire se ve el efecto devastador de esa operación de desmonte.

Cita 5, sobre las imágenes de la máquina desmontadora haciendo su trabajo.


“Nuestra riqueza ha generado siempre nuestra pobreza
para alimentar la prosperidad de otros: los imperios y sus caporales nativos.
En la alquimia colonial y neocolonial, el oro se transfigura en chatarra
y los alimentos se convierten en veneno”.

Eduardo Galeano,
Las venas abiertas de América Latina
Montevideo, 1970


Julio García, Chaco:

–El impenetrable dejó de ser impenetrable y es una zona prácticamente devastada; quien haya conocido el impenetrable hace diez años o hace cinco años, ve que fue modificado sustancialmente y eso trae en mayor pobreza mayor dependencia del sistema político y por lo tanto, lo que uno ve es muy poca salida a esto. Si la gente no se organiza, si la gente no se resiste, no hay salida posible.

Raúl Aramendy, Misiones

–La agricultura industrializada necesita destruir la naturaleza para existir, es una agricultura productivista, que tiene como único objetivo utilizar la naturaleza para producir lucro, para producir ganancia, para producir rentabilidad; y esto produce el absurdo de que en la Argentina producimos alimentos para 350 millones de personas y sin embargo no estamos dando de comer a 40 millones de personas, que somos los argentinos.

Imágenes de archivo de gente comiendo en los basurales y de los chicos de la calle pidiendo limosna en los bares.

Vista aérea del Puerto de Mar del Plata. Panorámica sobre los pesqueros artesanales amarrados a los muelles en los que flamea la bandera argentina.

Pablo Bergel:

–Empresas depredadoras de la pesca, que confrontan a los pescadores artesanales locales; grandes multinacionales pesqueras que han depredado especies como la merluza en el mar argentino.

Sobre un fondo de niebla, un gigantesco pesquero de altura avanza en el mar y se cruza con un pequeño barco de pescadores artesanales del puerto de Mar del Plata.

Cita 6:


“La división internacional del trabajo consiste en que
unos países se especializan en ganar y otros en perder.
Los países ricos ganan, consumiendo nuestras materias primas
y alimentos, mucho más que lo que América Latina gana produciéndolos”.

Eduardo Galeano,
Las venas abiertas de América Latina
Montevideo, 1970


Pescador de Mar del Plata:

–Cada vez hay menos, antes dos días, tres días completábamos merluza, ahora tenemos que estar quince días, y tampoco cumplimos, no dan los tiempos a producir, los pescados, las merluzas; mata hoy, mata mañana, no solo la merluza se viene abajo, todo.

Capitán de pesquero:

–¿Todo por qué? Primero se han dado autorización a todos esos barcos extranjeros, sea europeo, asiático… bueno llévese 100.000 toneladas de merluza, de calamar, pero esa gente no se llevó 100 mil toneladas, se llevó 100 millones de toneladas, ¿y quién lo controló? ¿Quién lo controló? Nadie.

Pescador de Mar del Plata:

–Barco griego, barco francés, barco italiano, barco noruego, barco de cualquier color. ¿Vos le diste permiso, te pagaron? Se llevaron todo el pescado de Argentina, porque el pescado que llevan de acá, ellos no tienen ese pescado.

El buque de pesca de altura desaparece en la niebla. Sólo se oye el sonido grave de su bocina y el ruido de sus motores.

Pablo Bergel:

–Y esta lógica del capital trasnacional se acompaña justamente con planes de generación de infraestructura a escala; generación de mega infraestructuras que tienen que ver con la posibilidad de movilización de este capital en la región. Nos referimos a hidrovía Paraguay-Paraná, digamos todo lo que se conoce como los proyectos, los proyectos que se involucran en el plan Irsa o, yéndonos a la región centroamericana, el llamado plan Puebla-Panamá, conjunto de carreteras, vías de transporte, transporte y energía, para sustentar la extracción de recursos.

Juan Yahdijian, Misiones:

–Y el Irsa es un poco esto, en cada país hay mega obras financiadas por el Banco Mundial, financiadas para quienes convienen financiar eso, ¿no? O sea, son los beneficiarios de toda esta política, que facilita entonces las vías para que todos estos productos primarios que estamos hablando, sobre todo soja y pasta de papel, sean llevados con mucha más facilidad.

Jorge Rulli:

–Este tipo de modelos lo vemos como parte de una situación global, donde se van imponiendo los mercados internacionales por encima de los estados nacionales; van imponiendo sus propias prácticas y las grandes corporaciones trasnacionales también se van imponiendo sobre las dirigencias políticas.

Imágenes de Menem, Cavallo, De la Rua y de diputados y senadores.
Pablo Bergel:

–A costa de estados nacionales débiles, institucionalidades totalmente debilitadas, lo que origina clases diligenciales políticas y estatales frágiles, de escasa voluntad o corruptas directamente, y sociedades que han sido sometidas, primero a procesos de violencia y dictadura, casi todos nuestros países, en la década del 70.

Imágenes de archivo de los dictadores y genocidas argentinos, de redadas policiales y allanamientos de fuerzas militares. Sigue Pablo Bergel:

–Es importante considerar que no es nada independiente esto que estamos presenciando hoy a los procesos de violencia, dictadura y terror a lo que las poblaciones de Brasil, Paraguay, Chile, Argentina, Uruguay, Bolivia, Perú y otros países han sido sometidas a partir de la década del 70.

Jorge Rulli:

–Entonces, estos son los grandes modelos y si no los podemos ver es muy difícil que podamos enfrentar con dignidad una situación que requiere saber cuáles son las nuevas reglas del dominio imperial.

Pablo Bergel:

–Entonces, estos procesos de desarticulación, terror, paralización social, expulsión y extorsión por la miseria, que hace que poblaciones en estado de desesperación laboral, en algunos casos brinden consenso a proyectos claramente depredadores, pero que a cortísimo plazo les brindan una oportunidad de salida laboral, aunque sea por 2 meses, 5 meses o 12 meses, y se aferran a ella y constituyen una clientela en la cual algunos de estos emprendimientos logran sectores de consenso.

Adolfo Pérez Esquivel:

–En la Capital Federal, a 10 minutos está la Isla Maciel, que es la otra parte de la Boca, donde hay un alto índice de contaminación por las empresas petroquímicas, y hay un índice elevado de enfermedades, fundamentalmente en niños, pulmonares, visuales, producidos por la contaminación ambiental, y por los desperdicios que arrojan en el riachuelo, pero también en los riachos que hay en la Isla Maciel, y un alto índice de desnutrición, aparte de la contaminación en esa región.

Jorge Rulli:

–Bueno, esto Galeano lo dijo hace años, lo sigue repitiendo, que el tema no es de contaminación solamente, es de modelos. Pero bueno, se sigue planteando que el tema es el ALCA, como si esto no fuera el ALCA. Además, se ve al ALCA como una amenaza, cuando el ALCA es esto, cuando el ALCA es la minería en la Argentina, cuando el ALCA es Botnia.

Pablo Bergel:

–Este fenómeno de la lógica del capital global, se da en una escala multirregional o multinacional y afecta toda la región, Argentina, Uruguay, bueno, el tema de las pasteras es claro, Chile con el caso de la minería; y esto se repite en Paraguay con el caso de la soja; en Perú, donde ha habido grandes reacciones de poblaciones, en donde hasta ha habido muertos.

Spot de publicidad de la empresa Yanacocha, propiedad de la Barrick Gold.

–“Minera Yanacocha es una empresa con más de 7 años de actividad
en el departamento de Cajamarca a 700 km. de Lima, debido a la magnitud de su producción,
Yanacocha, la mina de oro más grande de Latinoamérica, y constituye uno de los
sustentos fundamentales de la minería en el país”.

Campesina de Choropampa:

–Nosotros estábamos con los niños enronchados, no sabíamos de qué es. ¿Qué será? Vinieron el señor Luis Peralta, luego vinieron para acá a decir que no era tóxico. Y yo les reclamaba y decía, y vino también un ingeniero de la mina, un empleado. Y le dije que nuestra vida no tiene precio, cómo voy a poner precio a mi niña.

Jorge Rulli:

–Entender la globalización es bastante difícil, porque estamos acostumbrados a buscar soluciones fáciles, y este es un caso muy complejo, es una situación muy compleja que requiere respuestas complejas, y saber cuáles son las nuevas ecuaciones de la dependencia, o sea entender que este momento de la globalización requiere plantear con seriedad cuál es la relación de nuestros países con las corporaciones.


Zócalo: Pueblo de Choropampa, Cajamarca, Perú

Imágenes de las sierras y las terrazas cultivadas que rodean a Choropampa.

Campesino de Choropampa:

–Sabemos que nuestro Perú es rico en oro, pero lo que sucede que estas empresas mineras que vienen del extranjero, ellos vienen y explotan las tierras mineras, sacan el oro, llevan al extranjero y francamente en nuestro Perú no se ve que hay un adelanto por ese mineral. Dejarán algo, pagarán un impuesto, pero así Perú no está beneficiándose y tal vez nos están poniendo a nosotros una enfermedad a nosotros.

Campesina habla en la asamblea:

–Cajamarca es una zona linda, pero qué será con el tiempo si se siguen explotando minas. Yo digo así porque yo soy una persona campesina, una chacarera agricultora que necesita fuerzas para trabajar. Más antes los españoles usaron fusiles, usaron armas y mataron a nuestros peruanos para robar nuestras cosas; ahora no necesitan nada, ahora sólo necesitan contaminarnos y llevar nuestras cosas por nuestras narices, eso es lo que están haciendo ahora.

Joven alcalde de Choropampa habla en la asamblea:

–Yo creo que es el momento en que nos levantemos y reclamemos, pero yo no quiero llegar al momento en que me dé vuelta y no encuentro a nadie, señores. Yo lloro por la causa del pueblo de Choropampa, porque veo a mi gente sufriendo, por favor les pido que no me dejen solo, porque una autoridad sola nunca consigue nada y nunca llega a nada bueno. Es el momento que el pueblo de Choropampa nos levantemos, señores, por favor, nosotros no tenemos porqué pelear entre nosotros, señores. Hay abogados que hasta la fecha no tienen ningún resultado y yo creo que no debemos creer en esa gente y si de alguna manera tratan de separarnos, nosotros debemos de unirnos: el causante es la empresa minera Yanacocha y nosotros debemos levantarnos y pelear contra esa empresa, no contra mi vecino, no contra mi familia.

Jorge Rulli:

–Yo siento que en los últimos tiempos la gente ha tomado una conciencia muy grande de estas amenazas. Quizás no hayamos encontrado el camino para desarmarlas, pero los movimientos populares están hallando vías de comunicación como para comparar sus diferentes problemas…

Asamblea de campesinos de San Salvador Atenco, en México, contra el desalojo de sus tierras para construir un mega aeropuerto. En el fondo, un mural con el rostro de Emiliano Zapata.

Hablan varios campesinos:

–No vamos a provocar a nadie, pero nos tenemos que defender.
–Somos campesinos, somos gente que estamos luchando por la dignidad y la defensa de su tierra.
–Debemos unirnos más, para que logremos nuestros objetivos, que es el progreso real y la decisión que tomen nuestros pueblos por nuestras tierras.

Sobre las imágenes de un campesino arando la tierra y de una bandada de aves que lo sigue, puede oírse el cántico a coro de una multitud:

–Zapata vive. La lucha sigue y sigue. Zapata vive.
La lucha sigue y sigue.


FIN DE LA PRIMERA PARTE.

Funde a negro.

Abre de negro

SEGUNDA PARTE

Imágenes del humilde Barrio Pantanal en las afueras de Asunción del Paraguay.

Zócalo: Barrio Pantanal, Asunción.

Orlando Castillo, Serpaj de Paraguay:

–Un millón y medio de paraguayos exiliados económicos y actualmente una gran población de campesinos a la ciudad y no solo campesinos a la ciudad, sino también a Argentina. Tenemos alrededor de un millón y medio de exiliados económicos. Grandes extensiones de cultivo de soja, poca cantidad de gente que trabaja genera una gran corriente de expulsión, que tiene tres vertientes fundamentales: Una es la compra indiscriminada de tierras, por efecto extorsivo que tienen los grandes latifundistas brasileños, quienes van a las casas de los campesinos, dinero en mano, maletín en mano y muestran esta plata al campesinado, quien nunca vio tanta cantidad de plata junta, y acepta vender su tierra. Entonces migran a la ciudad y nuevamente se genera el fenómeno de los campesinos sin tierra.

Imágenes de un grupo grande de carpas instaladas en pleno monte y de sus habitantes mujeres trabajando en una olla común.

Zócalo: Campamento Hacienda Carla María, Paraguay

Sixto Portillo, Federación Campesina del Paraguay:

–El gobierno tomó el compromiso de en seis meses poner toda la estructura y estamos todavía esperando esa promesa, ese compromiso, y mientras tanto, los compañeros como medida provisoria se están instalando acá, en forma de campamento, pero falta sistema de agua corriente, electricidad, educación, tema salud.

Mujer campesina:

–Necesitamos salud pública, porque nuestra salud aquí en Paraguay no es más salud pública, solamente si tenemos dinero nos hacen caso, sino se muere nomás.

Orlando Castillo, Serpaj de Paraguay:

–Del modelo de sociedad que se va implementando, las problemáticas no son exclusivas de Paraguay, sino que tienen que ver fundamentalmente con un plan global.


Imágenes del puerto de Fray Bentos con millares de troncos de eucaliptos y pinos estibados a la espera de ser embarcados.

Zócalo: La celulosa en Uruguay

Delia Villalba, Fray Bentos, Uruguay:

–El movimiento ambientalista acá en el Uruguay ha venido rechazando hace unos cuantos años todo este modelo productivo que se nos quiere imponer a través de las plantaciones de eucaliptos y de pinos y ahora con esta consecuencia que es la instalación de las plantas de celulosa.

Imágenes de las barcazas amarradas al muelle, mientras la torva mecánica vacía el contenido de los silos de soja en una de ellas, lista para zarpar.

Zócalo: La soja en Paraguay.

Sixto Portillo, Federación Campesina:

–Nosotros como organización no estamos en contra de los transgénicos por ser transgénicos. Nosotros rechazamos el cultivo extendido de soja. Hay 8.000 productores de soja, aproximadamente, y hay 250.000 productores que están apenas produciendo por la falta de tierras y la falta de mercado para sus productos. Y hay 300.000 compañeros sin tierras.

Orlando Castillo, Serpaj de Paraguay:

–Generalmente se aísla al campesino, se van comprando las tierras de alrededor, y cuando se encuentra completamente cubierto el terreno de soja, del propietario brasileño, se comienza a fumigar, y se fumigan casas enteras, se ha contaminado agua, se ha matado animales, han muerto campesinos.

Zócalo: Fray Bentos, Uruguay.

Delia Villalba, Fray Bentos, Uruguay:

–No sólo nos oponemos por el tema de la contaminación, que eso es innegable, pero además de la contaminación y ese riesgo sanitario, nosotros nos oponemos porque estamos hipotecando nuestras tierras, nuestra agua.

Orlando Castillo, Serpaj de Paraguay:

–No se van con la contaminación aérea, no se van con dinero, entonces se contratan los capangas, que son matones o sicarios que los propios hacendados brasileños están contratando para amedrentar, para ahuyentar a los campesinos que todavía deciden quedarse en su tierra, en su pedazo de chacra, para seguir cultivando.

Zócalo: Campamento sin tierra, Ruta 7, Alto Paraná

Campesino desalojado, mostrando las fotografías tomadas durante el desalojo:

–El supuesto propietario, que hoy nosotros sabemos se llama Jorge Barú y actualmente vive en Argentina, pero hasta hoy vimos nada de documentación. La superficie del terreno es de 2.802 hectáreas. Aproximadamente estábamos instalados ahí 250 personas y violentamente fuimos desalojados. Acá enfrente, acá era mi casa, primeramente ellos llegaron con tractor y tumbaron y luego quemaron, y aproximadamente de 100 a 110 casas se quemaron violentamente.

Delia Villalba, Fray Bentos, Uruguay:

–El tema de las plantaciones de eucaliptos y de pinos ya ha dado sus muestras de que es inconveniente, inconveniente del punto de vista económico porque no ha dejado nada al país. Cuando hacemos el balance costo beneficio, podemos decir que más bien el Uruguay ha perdido antes que ganar.

Pastor Miguel Cabrera, Fray Bentos, Uruguay:

–Las preguntas son si efectivamente a la larga este desarrollo que se propone a partir de los mega emprendimientos va a permitir un desarrollo sustentable en el tiempo, donde efectivamente el trabajo tenga una continuidad.

Sixto Portillo, Federación Campesina, Paraguay:

–Porque el estado no atiende, no tiene políticas agrarias, no se ha llevado adelante la reforma agraria y como no hay un apoyo a la producción campesina, y tampoco fomenta un cultivo mucho más racional y por sobre todo un cultivo de subsistencia del campesino, lo que se logra es expulsarlo de sus tierras.

Campesina desalojada, mostrando su carpa en el campamento:

–Esta es mi casa, esta es mi pieza, acá, esta, vea, tacuara, tacuara y carpa solamente.

Sixto Portillo, Federación Campesina, Paraguay:

–Entonces ya se está generando cada vez más rápido y más grande un fenómeno de expulsión del campesino del campo, y del campesino no solamente del campo sino también del campesino del país.

Delia Villalba, Fray Bentos, Uruguay:

–Si las plantas se instalan, sabemos que va a haber 250 trabajadores en el funcionamiento de la planta, entonces decimos: aquellos puestos generados por el turismo y los que genera la lechería desaparecen. Los puestos generados por la pesca, por la apicultura, que en este momento son muchos, de la ganadería, de la agricultura, no solo la tradicional, sino también la orgánica, también desaparecen.

Orlando Castillo, Serpaj de Paraguay:

–Decimos nosotros que hay como cuatro “M” que están rigiendo un poco la vida a nivel global, una primera “M” tiene que ver con la Materia Prima. Es fundamental el control de los recursos naturales, un control de la producción a nivel global, y en este sentido se ha impuesto que el modelo de producción debe ser, primero, agro exportador; segundo, tiene que ser mono cultivo, es decir continuar con el mono cultivo, y fundamentalmente monocultivos que tengan que ver con la producción de soja transgénica, o de transgénicos en general. Y a partir de esto desarrollar tecnologías que permitan la explotación de estos recursos.

Pastor Miguel Cabrera, Fray Bentos, Uruguay:

–Tenemos la sospecha, yo diría la certeza, de que no hemos tenido la información a nivel ciudadana necesaria para la evaluación de estos procesos. Por empezar no ha habido información suficiente sobre la ley de forestación.

Delia Villalba, Fray Bentos, Uruguay:

–Nosotros decimos que con respecto a la forestación, que el trabajo que se ha brindado ha sido totalmente inconveniente: un trabajo muy mal pago, en condiciones infrahumanas, que se ha comprobado que se trabaja hasta en régimen de semiesclavitud.

Orlando Castillo, Serpaj de Paraguay:

–Lo segundo tiene que ver con la mano de obra, el rol de la mano de obra. La exclusión del campesinado de sus tierras, genera un fenómeno de urbanización, por lo tanto se crea una masa de desempleados bastante grande donde se empiezan a instalar empresas maquiladoras. Paraguay tiene varias empresas maquiladoras, donde en nivel salarial, en nivel reconocimiento de derechos es nulo, es realmente inexistente, por lo tanto la flexibilización y la desregularización laboral, que son lo mismo, comienzan a funcionar y cada vez la gente va perdiendo más derechos.

Pastor Miguel Cabrera, Fray Bentos, Uruguay:

–Los contratos que se firmaron con la empresa BOTNIA y ENCE en su oportunidad por parte del estado uruguayo, no hemos tenido los elementos. Tampoco hubo un instrumento que hubiese sido importante utilizar en nuestro país, por ejemplo un referéndum sobre la instalación. Uruguay, institucionalmente, tiene la posibilidad de un referéndum sobre las instalaciones, esto no existe.

Orlando Castillo, Serpaj de Paraguay:

–La tercera, tiene que ver con la militarización. Estos dos fenómenos del control de la materia prima y de la mano de obra, necesariamente crea procesos de resistencia. La gente se esta organizando, la gente se está movilizando, la gente está reclamando. Entonces, como se generan estos procesos de resistencia, la única forma de control es por medio del reforzamiento de la seguridad a nivel de cada país, y a nivel de cada estado.

Delia Villalba, Fray Bentos, Uruguay:

–Hay que tener en cuenta que el proyecto no son sólo las dos plantas sobre el río Uruguay, sino también cinco plantas de celulosa más.

Orlando Castillo, Serpaj de Paraguay:

–La cuarta tiene que ver con los medios de comunicación. Mucha gente apoya la represión al movimiento campesino porque los grandes medios de comunicación se han encargado de solventarla y sustentarla.

Delia Villalba, Fray Bentos, Uruguay:

–Y cuando digo plantas, es importante remarcar que son mega plantas, con una enorme producción, por toneladas anuales de celulosa, y lamentablemente pasaríamos a ser un país contaminado, con muy poca capacidad de comercio y aun de producción.

Pastor Miguel Cabrera, Fray Bentos, Uruguay:

–Allí hay también una pregunta de reflexión sobre el tema nacionalismo, sobre el tema del progreso, inclusive sobre la cultura popular. El Uruguay es un país del “por lo menos tenemos”. Es la cultura de la resignación, “por lo menos tenemos trabajo”, “por lo menos tenemos esto”, “por lo menos tenemos aquello”, cuando en realidad deberíamos tener un poco más de autoestima.

Delia Villalba, Fray Bentos, Uruguay:

–Nosotros nos oponemos rotundamente a la instalación de estos proyectos de plantas de celulosa, de monocultivos tanto de eucaliptos como de pinos. Decimos que se vayan a sus países de origen, que podemos acceder a un desarrollo sustentable, a un desarrollo solidario, en donde se tenga en cuenta, sobre todo, la vida de la gente, no solo del presente, sino también de las generaciones que van a venir.

Orlando Castillo, Serpaj de Paraguay:

–El cono sur está lleno de agua, fíjate vos que justo la “república de la soja”, así denominada por el pentágono en áreas de Paraguay, Brasil y Argentina, está sobre lo que es el acuífero Guaraní.

Mapa del acuífero guaraní, que se halla ubicado en casi todo el Paraguay, gran parte de la mesopotamia argentina y vastas regiones del sur del Brasil.

Guillermo Luciano, Gualeguaychú, Argentina:

–Nuestra fuente de recursos naturales, que es básicamente el acuífero, tiene una enorme disponibilidad de agua dulce y la fertilidad de los suelos hicieron que estos países del norte que ya no pueden seguir controlando el mercado de la celulosa y para poder competir en los mercados internacionales necesitan rediseñar sus proyectos industriales, entonces vienen por la materia prima. Con la misma actitud que Estados Unidos o las empresas petroleras mundiales van por el petróleo de Irak, ellos vienen por nuestros recursos naturales. Y los recursos naturales que les interesan a los monstruos celulósicos son el agua y la fertilidad.

Imágenes de la cuenca del río Uruguay con su riquezas de flora, fauna y recursos agrícolas y ganaderos.

Sigue Guillermo Luciano:

–Y han hecho un diseño industrial sobre la cuenca del río Uruguay, que si nosotros no lo enfrentamos y ellos finalmente logran instalarlo, significa el fin de la naturaleza de la región, significa la contaminación de los acuíferos, y significa aparte un proyecto que económicamente es atroz: se van a apoderar de la tierra, se van a apoderar de los recursos naturales y van a destruir la naturaleza, o sea se viene una catástrofe absoluta.

Orlando Castillo, Serpaj de Paraguay:

–Es un plan global, es un plan que tiene varios vértices.

Guillermo Luciano, Gualeguaychú, Argentina:

–Acá lo primero que hacen es: pasan herbicidas orgánicos, aran la tierra, con herbicidas orgánicos matan toda la vegetación nativa, por lo cual matan toda la diversidad, todos los animalitos, pajaritos; plantitas que crecían no pueden crecer más, porque los tipos químicamente los exterminan, y después durante los dos primeros años que crecen los árboles, los tipos los controlan químicamente, o sea envenenan la tierra. Cuando termine esta historia, estos suelos que han tenido una oferta de fertilidad que ha permitido que aquí haya cultivos orgánicos, que haya miel, que haya industria láctea, que haya una buena explotación ganadera, van a quedar inutilizados, van a ser transformados en un desierto, y esas multinacionales, una vez que se terminen los recursos, se irán a otro lado.

Orlando Castillo, Serpaj de Paraguay:

–Se están cambiando los paradigmas. Las legislaciones penales cada vez son más duras para hechos que tienen que ver con la organización, para hechos que tienen que ver con la reivindicación de derechos. Hoy, en general, en casi toda Latinoamérica hay una judicialización de la protesta que termina en una criminalización.

Guillermo Luciano, Gualeguaychú, Argentina:

–¿Y nosotros qué? ¿Nuestro proyecto de vida, nuestra historia, nuestras opciones? ¿Nosotros qué?

Orlando Castillo, Serpaj de Paraguay:

–Con este modelo nos estamos jugando la vida, porque aquí los fenómenos de privatización no pasan por privatizar empresas públicas y nada más, aquí nos están privatizando la vida, porque lo que se van a llevar son el agua, la biodiversidad, es la naturaleza la que nos van a quitar, la que nos están quitando.

Ana Esther Ceceña, sobre imágenes de políticos y empresarios argentinos:

–Los gobiernos locales tienen, en ese sentido, pues digamos una responsabilidad que aparentemente en la mayoría de los casos no han sabido cumplir. Es decir, aquello de la soberanía nacional, la defensa de los recursos de la nación para el desarrollo de la nación es algo que el neoliberalismo dejó un poco en el olvido.

Guillermo Luciano, Gualeguaychú, Argentina:

–Históricamente nuestros dirigentes han sido cómplices de todos estos intereses. Cuando llegaban estas empresas acá, buscaban a los 4 o 5 referentes políticos, los asociaban al proyecto y seguían adelante, cuántas veces hemos visto esa película, por eso la desconfianza de la gente aquí.

Ana Esther Ceceña:

–En la mayoría de los casos lo que podemos constatar es que el señor se puede llamar Gonzáles o Pérez, pero generalmente son empresarios, o que están asociados a capitales extranjeros, o que se ocupan de ser gestores de esos capitales en el extranjero, y que muy rara vez tienen proyectos de desarrollo propio. Y el problema es que los gobiernos en Latinoamérica, en la mayoría de los casos, son representantes de esa franja de la población...

Pablo Bergel

–Entonces la ciudadanía, completamente desprotegida de las instituciones que se supone han sido construidas y que legitiman sus existencia y su actuación, y en los gobiernos que representan los intereses de la población, demuestran una vez más que no es así. Vemos que una vez más, en distintas circunstancias y con distintos motivos, el estado se muestra ausente y la ciudadanía se tiene que autoconvocar, autoorganizar, para protestar o para intentar darse una respuesta que sus representantes no le están dando.

Adolfo Pérez Esquivel:

–El caso concreto de la mina en Esquel, resistió, se puso de pie, y dijo no, porque están a 6 km. de la ciudad, lo que quiere decir que esto sería la muerte del pueblo de Esquel. Y no fue que se frenó la instalación de la mina porque el gobierno actuó con políticas públicas. ¡No! Se frenó por la reacción del pueblo en la resistencia para revertir esa grave situación.

Pablo Bergel:

–Por lo cual el tema va mas allá de los discursos y de los caracteres, digamos de las ideologías, y refiere a un tema estructural, y es la impotencia de los estados frente al capital multinacional. Ese es el fondo de la cuestión, y la emergencia de respuestas ciudadanas autoconvocadas, como autodefensa a estas intervenciones.

Funde a negro.

Abre de negro.

Entre cánticos y consignas, dos masivas columnas se desplazan desde ambos extremos del Puente Internacional San Martín, que une la costa argentina y la uruguaya, y se encaminan a encontrarse en el centro, sobre el río Uruguay.

Zócalo: Puente Internacional San Martín. Abrazo argentino-uruguayo

Una columna es uruguaya y la otra argentina. Cuando se encuentran, hay aplausos y abrazos, y entonan un cántico todos juntos:

–El pueblo, unido, jamás será vencido. El pueblo, unido, jamás será vencido.


Delia Villalba lee una proclama sobre el puente internacional como corolario del encuentro, rodeada por pobladores argentinos y uruguayos, portando ambas banderas nacionales:

–Los habitantes de las dos bandas del río Uruguay vinimos a abrazarnos sobre sus aguas para manifestar nuestra decisión de tomar en nuestras manos su defensa. Expresamos pacíficamente nuestra oposición irrevocable a la instalación de industrias contaminantes en la región, particularmente la de las grandes plantas de celulosa. En el espíritu de defensa del patrimonio que nos legaron San Martín y Artigas, por derecho propio y por obligación con nuestros hijos, y los hijos de los hijos que quieran habitar nuestra región, decimos: ¡No a las plantas de celulosa! ¡Sí a la vida!

Jorge Rulli:

–Los movimientos populares están hallando vías de comunicación como para comparar sus diferentes problemas y esta reciprocidad, este intercambio nos parece que es el preludio de una etapa nueva en la cual podamos entre todos encontrar, dibujar, construir un modelo de país diferente con un estado fuerte, que tenga un objetivo y una estrategia.

Imágenes de Néstor Kirchner en el acto de Gualeguaychú contra las plantas de celulosa, mientras sigue Jorge Rulli:

–No como ahora que a los gestos obscenos del menemismo los reemplazaron con discursos de izquierda, pero las relaciones carnales quedaron exactamente igual, y que se dan en torno a las pasteras, a la biotecnología, a la minería. Y ahí es donde está el corazón, no en los gestos. Porque los gestos de alcahuetes del menemismo eran accesorios, y si le ponés un discurso de izquierda, también es accesorio, porque lo que hay que cambiar es la política. Bueno, en la medida en que la gente y los movimientos sociales se den cuenta de esto, yo creo que muchas cosas pueden empezar a cambiar.

FIN DE LA SEGUNDA PARTE

Funde a negro

Abre de negro

TERCERA PARTE

Imágenes del pueblo de Choropampa en un atardecer nublado y sombrío.

Zócalo: Choropampa, Cajamarca, Perú.

Mujeres campesinas:

–Hay personas que no ven, hay personas que no escuchan, hay personas que no pueden dormir, personas que ya no tienen cerebro. ¿Y justicia? ¡No hay!
–Nosotros enfermos y ellos tan felices pasando en sus carros, llevando todas nuestras riquezas, y eso da cólera.

Ana Esther Ceceña:

–Frente a este proceso y a esta incapacidad de gobiernos locales de hacer frente a esta nueva expansión capitalista global, lo que sí ha habido es una respuesta muy interesante de las poblaciones.

Marcha multitudinaria de los campesinos y pobladores de Choropampa por el centro de Lima entonando cánticos y consignas contra la minera.

Zócalo: Plaza de Lima, Perú

Alcalde de Choropampa:

–Yo soy alcalde electo del centro poblado San Sebastián de Choropampa, y yo desde el 1º de enero asumo la responsabilidad y tengo que presionar al gobierno, y presionar a Minera Yanacocha que asuma su responsabilidad, porque de caso contrario vamos a bloquear la pista, y no hay más paso a Cajamarca.

Orlando Castillo:

–Este panorama genera un proceso de resistencia muy interesante, formas de organización de bastante variedad y una forma de construcción distinta de la sociedad. Se han ido organizando movimientos de distintos tipos y hoy la variedad de movimientos existentes en el continente demuestra también la variedad cultural y la variedad de formas de abarcar la problemática.

Movilización de campesinos de San Salvador Atenco en defensa de sus tierras.

Zócalo: San Salvador Atenco, México

Varios campesinos gritan a los funcionarios.

–¡Son unos corruptos! ¡Son unos corruptos!

Los campesinos irrumpen en las oficinas gubernamentales.

–¡Salga, gobernador, queremos que nos atienda!

Zócalo: Gran plaza del Zócalo, México DF.

Masiva marcha de los campesinos de San Salvador Atenco, a caballo y a pie, por el centro del Distrito Federal. Se oye de fondo una canción:

...traiganmé todas las manos, trainganmé todas las manos,
los negros sus manos negras, los blancos sus blancas manos.

Fernando Buen Abad:

–Junto con esa maquinaria de guerra ideológica que fue el papel de los medios en ese momento, junto con eso vimos también, el nacimiento de un montón de formas diversas, de formas muy activas de resistencia, de contraofensiva, de contra información o de comunicación alternativa, etc., que empezó a movilizarse como nunca vimos tampoco en México, es decir, la respuesta social de los movimientos sociales de base desde las luchas más significativas de México, se armó también con herramientas de comunicación, y ofreció de inmediato una respuesta que no habíamos visto pues, que nos ayudan a visualizar un escenario en el que aún con la descarga mediática financiada por todo este proyecto del tratado de libre comercio, efectivamente hubo un desarrollo de resistencias y de luchas.

Imágenes de periódicos, murales, adhesivos, inscripciones en camisas y playeras. Cámaras de foto y video en manos de los campesinos. Entrevistas en radios y canales de televisión. Proyecciones callejeras, etc, etc.

–Un caso específico interesante, aparte de esto, es el caso de Oaxaca, pero también de Chiapas, el escenario donde justamente el día que se firmó el tratado de libre comercio, justamente en ese mismo día comienza una experiencia de comunicación social y popular que nunca habíamos visto en México, que nos dio pruebas patentes de una capacidad de comunicación y de convocatoria vigente, bueno, hasta la fecha.

Ana Esther Ceceña:

–Ni siquiera los partidos políticos que supuestamente son más cercanos a las causas populares han estado mucho en esto, sino que ha sido la propia población, a veces organizada, a veces que se organiza a partir de esto, es decir, los vecinos que empiezan a salir a la calle empiezan a plantearse el problema y a partir de ahí se crea una masa crítica que permite evidenciar el problema, hacerlo latinoamericano, o sea darle una visibilidad realmente que permite tener una articulación con luchas similares de otros lados.

Imágenes de la asamblea de los pobladores de Choropampa.

Zócalo: Plaza de Choropampa

Dirigente campesino en la asamblea:

–Van a venir muchos políticos a ofrecernos… Creen que con venir ellos se solucionan los problemas. ¡No, señores! Con lo que vengan y ofrezcan 20 o 30 mil soles mañana, ¿lo va a curar? No. Con la plata no se cura la vida, la vida no tiene precio. Acaso con las obras que están haciendo sobre Choropampa, ¿han curado la vida de muchas personas?

Orlando Castillo

–Lo que es importante recalcar que las luchas en general, las resistencias que se han venido organizando han tenido logros a nivel continental. En Paraguay se han tenido logros importantes, el movimiento campesino es el puntal de la resistencia a nivel nacional, a pesar de los 2.000 líderes que tienen encarcelados, a pesar de los más de 100 muertos, de líderes que han sido asesinados, ya sea por grupos parapoliciales, paramilitares, por el propio estado, la resistencia no se ha venido abajo.

Imágenes de marchas y movilizaciones a lo largo de América Latina contra el saqueo y la contaminación. Sigue Orlando Castillo:

–Las luchas ganadas son varias, las victorias que tenemos ante este fenómeno global, ante este fenómeno de imposición, ante esta política de muerte, son varias, y debemos, creo yo, seguir en esa senda donde la solidaridad entre los movimientos y entre las organizaciones latinoamericanas se está viviendo, se está desarrollando, va teniendo nuevas formas y se viene fortaleciendo.

Imágenes de la resistencia de los campesinos de San Salvador Atenco contra los desalojos de sus tierras.

Una joven dirigente campesina habla en una asamblea exigiendo:

–Anulación del decreto expropiatorio del 22 de octubre de 2002 y liberación de los presos de conciencia del
frente del pueblo en defensa de la tierra.

Una mujer campesina habla a cámara, machete en mano:
–¡Así que ahora entienda Montiel! ¡Aquí mis tierras no se venden!

Cántico a coro de los asambleístas:

–¡Abajo el decreto expropiatorio del 22 de octubre! ¡Tierra sí, aviones no! ¡Tierra sí, aviones no!

Fernando Buen Abad:

–Los casos que vemos específicamente, por ejemplo de la lucha en Chiapas, donde las organizaciones indígenas hoy tienen en sus manos cámaras fotográficas, de video, las expresiones fantásticas de estos campesinos, en San Luis Potosí por ejemplo, en lucha contra las empresas transnacionales. Una lucha que también incluye la lucha de la comunicación, una lucha que incluye la defensa contra la criminalización mediática de las oligarquías, una lucha que también es construcción de conciencia, construcción de otras voces, pues me parece que eso es absolutamente sustancial en el nuevo relato que vemos en América Latina.

Asamblea de campesinos y pobladores y marcha nocturna en Choropampa. Habla el joven Alcalde:
–Quisiera que ahora, en este momento, la gente se una, no podemos esperar más. ¿Están dispuestos a pelear por los derechos de Choropampa, de nuestra salud y de nuestra vida?
–Sí (a coro, los asambleístas).
–¡Choropampa, escucha, y únete a la lucha!

Ana Esther Ceceña:

–Convenios por privatización del agua con grandes empresas trasnacionales han sido echados abajo por la población organizada, es decir, la ciudad completa con todos sus sectores, que incluso se contraponen en muchas otras cosas, se han levantado en contra de estas privatizaciones. Hay el caso de Cochabamba donde echaron a la empresa Bejtel y se está en contra de la construcción de represas para producir electricidad que dañan absolutamente el medio ambiente y a las poblaciones…

Zócalo: Río Negro, Guatemala.

Viejo campesino:

–Así que nosotros estamos en contra de esas presas que se van a hacer en este río, luego estamos en contra del plan Puebla-Panamá, porque ahí es donde ellos están logrando la oportunidad de firmar a espaldas de nosotros y que ellos lleguen a hacer un buen negocio para hacerse de buen dinero, y nosotros los pobres más a la ruina. Así que con esto, pensamos que no vamos a la vida, sino vamos a la muerte.

Mujer campesina:

–Tenemos que luchar, tenemos que levantarnos, como decían por ahí, nosotros nos vamos a morir, pero nos vamos a morir luchando.

Imágenes de la masiva marcha contra el saqueo y la contaminación del conjunto de las organizaciones sociales y ambientales en Buenos Aires.

Zócalo: Plaza de Mayo, Marzo de 2007 - Buenos Aires

Nora Cortiñas, Madre de Plaza de Mayo:

–Desde luego, infaltables en los reclamos de lo que hace a los derechos humanos, también económicos, sociales, culturales. Decimos no al saqueo, no a la contaminación, no a que la gente tenga que comprar el agua, en un país donde nos sobra el agua y eso estamos defendiendo. Decimos: ¡Sí a la vida! ¡Sí a la soberanía!

Joven abogado:

–Yo soy de la sociedad argentina de abogados ambientalistas y estamos acá porque la contaminación, por sobre todas las cosas, es una gran injusticia, el país está viviendo un caos ambiental, está a merced de los grandes capitales internacionales que son los que deciden el ordenamiento territorial argentino.

Fernando Buen Abad, mientras los campesinos de Choropampa organizan el corte de la ruta a Cajamarca:

–Yo creo que uno de los ingredientes nuevos que corre en las venas abiertas de América hoy, una de las buenas nuevas que están pasando es que en el caso específico de las luchas contra las empresas contaminantes o contra todos estos ataques, contra los recursos naturales y la destrucción de estas fuerzas productivas, me parece que lo verdaderamente rico y auspicioso, y en todo caso esperanzador y por supuesto necesario, es que han surgido grupos, grupos y más grupos armados con sus cámaras, armados con sus micrófonos, han entrado a protagonizar un sujeto de transformación importantísimo. Creo que esta es una de las buenas noticias, al respecto de lo que vivimos hoy en América latina, yo creo que es una de las puntas, además que hace al mundo entero voltear a mirar a América latina, y decir acá está pasando algo que en otro lado no está pasando, en términos de movilización, transformación, y abrir la evidencia de que un mundo, otro mundo es posible.

Zócalo: Carretera a Cajamarca.

El joven Alcalde de Choropampa le habla al escuadrón de la policía militar que ha llegado a desalojarlos del corte de ruta:

–Así como ustedes dicen que hay niños que están llorando, nosotros decimos que hay mujeres que están soportando las consecuencias graves del mercurio, que hay animales deformes, que estuvimos 3 meses sin un hospital, que en el hospital regional de Cajamarca, las autoridades nos echaron al olvido, y hoy digo que tenemos muchísima razón, porque tenemos documentos de la Procuraduría de Lima, del palacio de justicia, del palacio de gobierno, del congreso de la república, y sin embargo en el momento que uno está mal, que la gente se va muriendo en el hospital, ahí no apareció nadie. ¿Por qué permitieron hacer eso como gobierno y como autoridades públicas?

Los policías y los manifestantes se tensan en sus posiciones. El alcalde concluye:

–Y si por esto quieren matar a alguien de nosotros, háganlo, háganlo ahorita.

El escuadrón policial con escudos y palos avanza sobre los campesinos para desalojar la ruta, pero un grupo de mujeres se le interpone y comienza a empujar a los policías, que no se animan a reprimir. El resto de las mujeres se suma y los hacen detenerse. Por fin, todos los manifestantes se les unen y obligan al cuerpo policial a retroceder hacia sus vehículos, impotentes frente a la multitud. Los campesinos y campesinas se agrupan en el centro de la ruta y comienzan a entonar a coro:

–El pueblo, unido, jamás será vencido. El pueblo, unido, jamás será vencido.

Ana Esther Ceceña:

–Casos como la minería a cielo abierto y la contaminación por cianuro en Argentina, la resistencia ha sido muy importante, pero también en muchos otros lugares, en México, en una región minera en San Luis Potosí, que en este momento tiene una lucha casi igual a la que hay en Esquel y se está logrando detener la mina.

Grupos de campesinos comienzan a reunirse en la plaza. Llevan banderas y pancartas. También, machetes en mano. En la pantalla de un televisor, un funcionario del gobierno mexicano realiza un anuncio:

–Dada la negativa de las comunidades respecto del proyecto original, el gobierno de la república ha decidido dejar sin efecto los decretos expropiatorios…

De inmediato, estallan cohetes y gritos de algarabía en una multitud reunida en la plaza de San Salvador Atenco, festejando el triunfo total de la lucha.






EPÍLOGO


Jorge Rulli:

–¿Por qué cada vez que hablamos de estas cosas, montones de gentes en los auditorios salen a decirnos, es el viejo imperialismo, es lo mismo. ¿Por qué les preocupa decir que es lo mismo? ¿Por qué nunca hablan contra la soja, ni hablan contra las pasteras, y no se dan cuenta que le están haciendo el juego a la globalización? Entramos a hablar de rentabilidad y terminamos hablando de cómo disminuir los costos, dejamos de hablar de calidad para hablar de cantidad, inevitablemente tenemos que hablar de cómo aumentar la escala, para disminuir los costos, estamos hablando de forrajes y balanceados para alimentar animales, porque ya la producción familiar se considera que no es económica, no es rentable, cuando dejamos de hablar de la producción familiar, dejamos de hablar de la familia rural, y terminamos hablando de economías urbanas y de cultivos industriales en el campo, y estamos, no importa por qué camino llegamos, pero estamos en lo mismo que las empresas, terminamos hablando de los mismos grandes temas de la deshumanización del planeta.



No han de ser las trasnacionales las que tendrán la gentileza de levantar,
en lugar de nosotros, las viejas banderas caídas, ni han de ser los traidores contemporáneos quienes realicen, hoy, la redención de los héroes ayer traicionados.
Es mucha la podredumbre para arrojar en el camino
de la reconstrucción de América Latina.
Los despojados, los humillados, los malditos tienen, ellos sí, en sus manos, la tarea. La causa ambiental y la causa nacional son ambas,
ante todo, una causa social.
Para que América Latina pueda nacer de nuevo habrá que empezar
por expulsar a sus usurpadores.

Parafraseando a Eduardo Galeano
en Las venas abiertas de América Latina.
Buenos Aires, Mayo de 2007.


Edición y Dirección: Miguel Mirra
Producción: Susana Moreira
Investigación y Proyecto: Miguel Mirra y Susana Moreira
Entrevistados en la investigación: Adolfo Pérez Esquivel, Ana Esther Ceceña, Fernando Buen Abad, Jorge Rulli, Pablo Bergel, Orlando Castillo, Delia Villalba, Miguel Cabrera, Guillermo Luciano.
Participaron con sus realizaciones: Salvador Díaz, en México; Ainoa Rodríguez, en Guatemala; Natalia Zuloaga, en Colombia; Ernesto Cabellos, en Perú; Fermín Aio, en Paraguay; Alejandro Fernández Moujan, Silvana Jarmoluk, Patricio Schwanek y Claudio Lanús, en Argentina.
Cámara: Alejo Araujo y Miguel Mirra.
Material de archivo: Celso Bel.

Rodada en:
San Salvador Atenco y San Luis Potosí, México - San Cristóbal, Chiapas, México
Provincia de Misiones, Argentina - Provincia del Chaco, Argentina
Gualeguaychú, Entre Ríos, Argentina
Choropampa, Cajamarca, Perú - Lima, Perú
Andalgalá, Catamarca, Argentina - Buenos Aires, Argentina
Rio Negro y Usumacinta, Guatemala - Sierra Nevada, Santa Marta, Colombia
Fray Bentos, Uruguay - Comunidad Wichi, Chaco, Argentina
Barrio Pantanal, Asunción del Paraguay - Campamento de Sin Tierra, Alto Paraná, Paraguay

Se utilizaron fragmentos de:
Asecho a la ilusión, de Patricio Schwanek
Atenco, una tierra muralla, de Salvador Díaz
Choropampa, el precio del oro, de Ernesto Cabellos
Del rió Negro al Usumacinta, de Ainoa Rodríguez
Granito de arena, Jill Freiberg
La lluvia del norte, de Ainoa Rodríguez
Pescadores de Silvana Jarmoluk
Que viva Gualeguaychú, de Miguel Mirra
República Sola, de Fermín Aio
Sol de noche, de Pablo Milstein y Javier Rubel
Solo se escucha el viento, de A. F. Moujan
Tehkoa, de Claudio Lanús

Este documental se realizó con el aporte del Movimiento de Documentalistas y de realizadores de América Latina de forma independiente y sin participación alguna de organismos o dependencias estatales.

Argentina, Mayo de 2007.


Fragmentos de guiones inéditos



Los Condenados
Largometraje. Género: western argentino.

Carta a Julio Verne
Largometraje. Género: aventuras.

LOS CONDENADOS

Guión cinematográfico – Fragmento

Abre de negro. La pampa soleada se extiende casi sin límites. Aquí y allá una leve ondulación, una laguna, un pajonal. La voz del capitán Fons se oye, serena:

–Mi buen amigo Mansilla: te escribo desde muy lejos, frontera adentro. Si esta carta llega a tus manos sabrás que estoy vivo. Si no, me habrás dado por muerto. Y a lo mejor está bien. Sabés que me batí como pocos en muchas batallas, victoriosas algunas, y también en Curupaytí. Después, cuando perdí a mis hombres, tuve la fortuna o la desgracia de haber sobrevivido.

A lo lejos, una bandada de garzas cruza el cielo.

–Querido Lucio, comprenderás que una vez que empezó, debía terminarlo para salvar mi honor y vivir en paz. Así que me vi empujado a ir cada vez más lejos, hasta la frontera, y más allá; como muchos otros… Van por venganza, por codicia, o por simple estupidez. Casi ninguno regresa: al otro lado espera el olvido, o la muerte.

Dos campesinos, con boina y chaleco vasco, trabajan la tierra, azada en mano. Cerca de ellos, un arado de cuña y un caballo atado a unos matojos. El hombre más viejo se para, se seca el sudor con un pañuelo y mira el campo a la distancia. Por detrás de una loma aparece un grupo de cuatro jinetes. El viejo le grita al otro, muy joven, en vasco, y salen corriendo a buscar un fusil de chispa y un revólver que tienen cerca, entre los pastos. Los jinetes se lanzan al galope. El viejo apunta con el fusil y tira sin dar en el blanco. El grupo ya está cerca. El joven suelta el revólver y corre asustado. Los jinetes llegan hasta ellos. A la pasada, matan al viejo de un disparo y van hacia el joven, que escapa. El joven tropieza; cae en el suelo y los mira acercarse, suplicante. Los cuatro hombres no dudan y lo acribillan a balazos.

Por un campo de lomas bajas con alguna quebrada a pico, va una patrulla del ejército, al galope. Se detiene bruscamente a la orden de su capitán, quien ordena a un soldado que se adelante a explorar. Rápidamente, el soldado desmonta y va hacia una loma. El capitán observa inquieto en todas direcciones. El soldado llega a lo alto de la loma, mira detenidamente y luego hace señas de avanzar. La patrulla avanza al paso por un cañadón. El soldado explorador abre la marcha.
–No me gusta, López –le dice el capitán a un sargento que cabalga a su lado.
Luego mira hacia la parte superior de las paredes del cañadón, inquieto. El sargento saca su revólver. El capitán lo imita. Inmediatamente empiezan a sonar disparos a su frente. El primero que cae es el explorador. Varios tiradores, emboscados tras las piedras de ambos lados del cañadón, se asoman y les disparan. Otro soldado es alcanzado por las balas. El capitán ordena la retirada, pero empiezan a recibir fuego desde la retaguardia.
–¡Es una trampa! –grita el capitán.
Antes de poder reaccionar, cae muerto el sargento. El capitán ordena desmontar pero en el momento en que lo hace es herido por un disparo que lo derriba. Luego van cayendo los soldados, uno a uno, cribados a balazos. Silencio.

El cañadón ha quedado cubierto de cadáveres. El capitán está tirado, sangrando, con el revólver en la mano. Un par de piernas calzadas con botas de caña alta se acercan y se paran muy cerca de él. Los pantalones son verdes, bordados en oro. A un lado cuelga un sable.
–E muito perigoroso, nao pode se meter com istos –se escucha su voz.
Otro par de piernas se acercan; el hombre lleva botas de potro. Se para al lado:
–Era cosa de darles un susto nomás; para que se dejaran de joder y no vinieran más a husmear –le dice y hace una pausa.
Luego se justifica:
–La gente se me desbocó y cuando quise sofrenarlos, ya era tarde; los habían finado a todos.
–Algum escapou? –pregunta el otro.
–Ninguno.
–Bom. Deixe botada alguma lanza india aí –le ordena.
De inmediato da media vuelta y se va. Luego de un instante, el otro lo sigue. Cuando el sonido de los pasos se pierde, el capitán, que parecía muerto, abre los ojos.

Un indio, de aspecto civilizado, con botas, pantalones rectos, chaqueta corta y sombrero a la espalda, parece observarlo todo a la distancia. De pronto mira hacia atrás y, a lo lejos, ve una columna de humo. Entonces, corre desesperado a buscar el caballo, monta a la carrera y sale al galope. Cabalga desenfrenado a campo traviesa. Sube una loma y de pronto sofrena el caballo para mirar hacia abajo, desolado.

Las botas del indio caminan entre cueros y maderas quemadas. Llega a un corral. La tranquera está abierta y el corral vacío. Escucha un gemido y corre. Entra a un galpón. Hay dos cuerpos degollados y una vieja india agonizando. El indio se arrodilla ante la anciana y le levanta la cabeza que chorrea sangre.
–Se las llevaron a las dos, patrón. Se las llevaron a las dos –murmura la mujer y queda inmóvil, con los ojos abiertos.

El indio sale y mira a su alrededor con furiosa impotencia. Con los dientes apretados va hacia un abrevadero donde encuentra el cuerpo de un jovencito blanco con sangre fresca en la camisa agujereada por un balazo. Tiene un pistolón aferrado en la mano, que cuelga inerte.

En el campo soleado hay varias tumbas recientes. El indio planta una cruz en una de ellas. En las otras, hay lanzas.

Cuando atardece, el indio, a caballo, se aleja hasta desaparecer tras el filo de una loma. Las luces del poniente se van confundiendo lentamente con los rayos de sol del nuevo día.

Amanece en un fuerte de la frontera. Varios hombres uniformados, y una mujer, corren alarmados hacia el playón, donde llega una volanta. El postillón frena los caballos y baja de un salto.
–Lo encontré como a diez leguas –le dice al centinela que se acerca a la carrera y abre la portezuela.
Acostado sobre el piso de la volanta está el cuerpo del capitán. Tiene una herida en el costado y está inconsciente. Un alférez muy joven llega corriendo y empuja nerviosamente a los soldados que se han arremolinado rodeando la volanta.
–¡Es el capitán Fons! ¡Vamos! ¿Qué esperan? ¡Sáquenlo de ahí! –les grita.
Rápidamente, dos soldados bajan el cuerpo. Otros los rodean. Una mujer intenta abrirse paso entre los hombres.
–¿Dónde están los demás? ¿¡Qué pasó con los otros!? –grita.
Un soldado reacciona e intenta apartarla, pero ella forcejea hasta ponerse cara a cara con el capitán desvanecido. Lo toma de las solapas de la guerrera ensangrentada y trata de incorporarlo.
–¿Dónde está López? –le pregunta furiosa.
El hombre apenas abre los ojos y emite un gemido de dolor. La mujer está fuera de sí.
–¿¡Dónde está el sargento López!? –vuelve a gritarle y repite–: El sargento López.
El alférez interviene tajante:
–Saquen a esa mujer de acá.
Dos soldados la toman de los brazos y la sacan a la rastra. La mujer se resiste.
–¿No ve que se está desangrando? –trata de explicarle el alférez, algo enojado.
Mientras la alejan, la mujer alcanza a gritarle al capitán:
–¿¡Qué hiciste con López!?
Bajo la supervisión del alférez, acomodan al capitán en el piso de una galería del fuerte. Nervioso, le dice a un sargento veterano:
–Hay que llevarlo urgente a Buenos Aires.

Una mano robusta agita, en la noche, un farol a aceite. El río llega manso a la playa iluminada por la luna. La minúscula figura de un hombre hace pendular un punto de luz que se destaca en la negrura. La rompiente de una pequeña ola y un último golpe de remo traen un bote del que salta otro hombre. Queda con el agua hasta las rodillas, mientras el botero le alcanza una pequeña valija. El recién llegado toma la valija, se despide del botero con un gesto corto y ayuda a zafar el bote de la arena. Mira un instante hacia el bote, que se aleja perdiéndose en la noche y después, pegando media vuelta, avanza hacia tierra firme con decisión. Ambos se encuentran y se saludan besándose en ambas mejillas.

El del farol es alto, fornido, y viste ropas de marino. Sus gestos son rústicos y directos. El otro es más bajo y enjuto. Viste traje marrón con chaleco, sombrero hongo y capote al tono. Tiene modales precisos y mirada astuta. El recién llegado comienza a caminar tomando al otro del brazo.
–C,a fait longtemps quón ne travaillat plus ensemble, eh copain –le dice–. ¿Cómo está Buenos Aires? –agrega, con acento francés.
–Bella, como siempre –le contesta el otro, también con acento.

(…)

Amanece. El viejo cacique camina junto a un grupo de túmulos coronados cada uno por una lanza. Llega hasta cerca de Maquinchao, que está acuclillado y pensativo observando una de esas tumbas, y se lo queda mirando. Así están un momento. Al fin el viejo avanza unos pasos y se para detrás de Maquinchao en silencio. Maquinchao gira la mirada por sobre su hombro hacia el anciano.
–Permiso no tenés –le dice el viejo–. Pero acá todos somos hombres libres.
Maquinchao se levanta, lo saluda con la mirada y gira para irse. El viejo lo llama:
–¡Maquinchao!
Maquinchao se da vuelta. El viejo lo mira con tristeza.
–¿Qué vas a preferir? –le pregunta, haciendo un movimiento con la cabeza hacia las tumbas–. ¿Cruz o lanza?
Maquinchao lo piensa un instante. No le responde y monta.
–A la vuelta le contesto –le dice al tiempo que espolea su caballo.

En el interior de una sala del hospital militar, con un vaso de agua en la mano, una joven aristocrática llega hasta la cama donde descansa semirrepuesto el capitán Fons. Deja el vaso sobre la mesa de luz y, muy solícita, le acomoda las almohadas. El oficial le sonríe.
Un asistente entra.
–¿Capitán Ignacio Fons? –dice entre preguntando y anunciando.
–Tiene recomendado reposo –se apresura ella a contestar.
El asistente la ignora y mira al capitán.
–Tiene visitas –le dice.
Fons arquea las cejas, inquiriéndolo.
–Un francés –le informa el asistente, encogiéndose de hombros.
El capitán Fons le hace un gesto afirmativo. El asistente acepta con la cabeza, junta los talones, gira y sale. La joven va a decirle algo al capitán, pero él, con elegancia, le hace un ademán gentil para que se aparte y los deje solos. El francés Clarmont entra, sombrero en mano. La joven se cruza con él y va hacia un extremo de la sala. Allí se pone a acomodar unas rosas en un florero mientras observa con curiosidad hacia donde Fons habla con el francés.

Un mayor del ejército, de unos treinta años, con gesto seco, abre un gran cortinado. Mientras pasea su mirada hacia afuera escucha a sus espaldas una voz grave.
–Gracias, mayor. Venga, siéntese, por favor.
El despacho es amplio, sobrio y elegante. El mayor avanza nerviosamente hacia el escritorio con una carpeta en la mano. Un coronel está sentado con los codos apoyados sobre la tapa del escritorio y las puntas de sus dedos en las sienes. Tiene los ojos cerrados. El mayor coloca la carpeta sobre el escritorio. El coronel no le presta atención. Entonces, el mayor la empuja un poco más hacia el coronel, que levanta la vista.
–No se preocupe, mayor –le dice en tono amable.
El mayor se sienta y señala la carpeta.
–Es que lo que dice no tiene ningún sentido, mi coronel. Esa historia que cuenta...
–Tenga paciencia –lo corta el coronel–. Tres semanas de campaña, dos días arrastrándose por el campo más muerto que vivo...
El coronel se queda un momento pensativo, saca un cigarro de una caja y se lo lleva a la boca.
–Y perdió mucha sangre –concluye.
–Y toda la tropa –agrega el mayor, sarcástico.
El coronel acerca un fósforo y chupa el cigarro, encendiéndolo.
–Gracias, mayor –le dice, dando por concluida la conversación–. Buenas tardes.
El mayor se pone de pie, incómodo.
–A sus órdenes –le dice al coronel, y gira para salir.
–Mayor Ibáñez... –lo llama el coronel.
El mayor vuelve a girar dando frente al coronel y se queda en posición de firmes.
–El capitán Fons fue ascendido en Boquerón y condecorado en Curupaytí –le dice, tajante–. Fue destinado a la frontera por sus virtudes, no por sus defectos, mayor. No creo que sea merecedor de ese sarcasmo.
El mayor se queda mudo. Luego se recompone y asiente en silencio con un gesto.
–Puede retirarse –lo despide el coronel.
El mayor golpea los talones y se retira. El coronel arroja el humo de su cigarro. Luego se queda pensativo hasta que oye la puerta que se cierra.

En el hospital, Clarmont tiende su mano para estrechar la de Fons, despidiéndose. Fons, en vez de corresponderle, lleva sus manos bajo la nuca.
–¿Con quién tuve el gusto? –pregunta Fons, despectivo.
–René Clarmont –contesta el francés, recogiendo la mano extendida que ha quedado en el aire–. Ya sabe dónde encontrarme –agrega.
–Sí. En la otra vida... –le dice Fons.
–¿Piensa irse al infierno? –le pregunta Clarmont, irónico.
Fons no le contesta y cierra los ojos. Clarmont lo mira un momento esperando una respuesta que no llega; entonces se da vuelta haciendo un ademán de burla y se retira. Fons abre los ojos y lo deja irse. A un par de pasos, la joven se cruza nuevamente con Clarmont, que la saluda con gentil caballerosidad. Ella llega junto a Fons.
–¿Ese caballero, quién es? –le pregunta.
–Un profesional, Agustina –le contesta Fons con desgano.
Ella lo mira dubitativa.
–¿Médico? –insiste ella.
Fons cierra los ojos y cambia de tema.
–¿Cómo me dijiste que estaba tu padre?
–Bien –le contesta ella–. Después de todo, no lo enviarán como agregado al Brasil.

El capitán Fons, ya repuesto y de impecable uniforme, camina por una calle de Buenos Aires, disfrutando la ciudad soleada. Dobla una esquina y baja una pendiente aspirando la brisa del Río de la Plata, que se extiende a su frente.

El coronel se pone de pie y da la vuelta alrededor de su escritorio. Llega hasta Fons, que, rígido en la posición de firmes, espera con la vista fija. El coronel le pone una mano en el hombro y le ofrece la otra, con una sonrisa entre cordial y cómplice. Fons se afloja y se pone al tono. El coronel le señala la silla y, mientras Fons se sienta, toma dos cigarros de una caja.
–La estrategia eficaz se compone, en la práctica, los que somos veteranos lo sabemos –le dice, señalandose a sí mismo y a Fons–, no tanto de la aplicación de grandes principios, sino, ¿cómo diríamos?... de un correcto despliegue de tácticas menores.
Fons lo escucha algo intrigado. El coronel hace una pausa y le ofrece un cigarro. Fons lo rechaza con un leve movimiento de cabeza. El coronel deja ese cigarro sobre la mesa y enciende el suyo.
–La astucia –continúa–, oportunamente aplicada, vale más que todos los manuales de estrategia. ¿O vos no viste a los paraguayos en Curupaytí?
Fons lo mira. El coronel pita el cigarro mientras piensa un momento. Luego cambia de tono.
–Vas a tener que presentar un informe escrito –le dice secamente–. Y eso también hay que manejarlo con astucia –agrega, aflojando algo el tono.
Fons, comprendiendo a dónde va el coronel, empieza a ponerse algo rígido. El coronel sigue como si nada.
–Tenés que pensar muy bien lo que vas a poner ahí –le aconseja.
Fons lo mira serio.
–Lo que vos contaste es muy poco creíble –le dice el coronel amigablemente.
Fons, imperceptiblemente al principio, empieza a ponerse de pie, algo rígido.
–Puede sonar a justificación indebida –continúa–. Es posible que eso agrave tu situación ya bastante complicada. Un acto de temeridad grave....
En ese momento entra el mayor Ibáñez y se acerca a ambos con gesto serio. Le da la mano a Fons y mira al coronel como pidiendo tácitamente autorización. El coronel asiente. El mayor se dirige a Fons mientras le extiende un papel.
–Capitán Fons –le dice–. Debo informarle que ha sido pasado en disponibilidad mientras se sustancia el sumario. Deberá esperar la citación del consejo de guerra. Firme acá.
Fons, ya de pie, firma sin leer y le devuelve la hoja. El mayor pide autorización con una rápida mirada y se retira. Fons permanece en posición de firmes.
–No debió haber enfrentado ese malón en inferioridad de condiciones, capitán –le dice el coronel, paternal pero serio. Fons comprende.
–No era un malón, mi coronel –le dice, manteniendo la mirada, en rígido tono militar.
El coronel menea la cabeza y hace un gesto de contrariedad. Entonces se produce un momento de incómodo silencio.
–¿Puedo retirarme, mi coronel? –pregunta Fons, seco.
El coronel, enojado, lo despide con un gesto.

Varios perros de caza corren husmeando entre los pastizales. El mayor Ibáñez camina por el campo junto a otro militar. Ambos llevan vestimenta de cacería y empuñan escopetas.
–Lo conozco. Va a insistir con lo mismo –dice el mayor oteando hacia donde van los perros–. Hay que evitar a toda costa que presente el informe.
–¿Y por qué sería tan grave? Nadie va a creerle –dice el otro.
–Ni siquiera el coronel –confirma el mayor–. Pero mis superiores de inteligencia sí. Ellos saben que bien pudo haber sucedido como él lo dice. Pero se supone que yo debía haberlo prevenido.
El otro escucha con interés.
–Y en estos asuntos, un error así es casi el último.
–¿Y...? –pregunta el otro, esperando la conclusión.
–Que no pienso terminar castigado en el frente paraguayo –le contesta el mayor al tiempo que apunta y le dispara a una liebre.
Los perros corren ladrando. Ellos se encaminan a buscar la presa.
–¿Entonces, mayor? –pregunta el otro.
–Lo dejo en sus manos, capitán –contesta el mayor–. Usted sabrá.
El capitán se acuclilla y levanta la liebre que están sujetando los perros.
–A sable no hay quien me gane –dice con suficiencia.
–Bien. El tal Fons no es difícil de provocar –concluye el mayor.

El filo del sable arranca salpicaduras de sangre. La camisa blanca se empapa de rojo a la altura de la tetilla. El cuerpo trastabilla y cae hacia atrás entre la neblina. El herido trata de incorporarse. Otros hombres, vestidos de riguroso traje, lo rodean.
–Primera sangre –anuncia el juez del duelo y mira hacia Fons, que aguarda tranquilo con el sable bajo, a pocos pasos.
–¿Cuestión de honor concluida? –le pregunta con tono afirmativo.
Fons asiente con un despectivo gesto de cabeza. Pero, de pronto, el grupo de hombres que rodea al herido se desmadeja, y éste trata de abrirse paso furioso enarbolando el sable. Los otros lo retienen.
–¡Con un cobarde que pierde su tropa, nada más voy a muerte! –grita el amigo del mayor, enfurecido.
–Capitán –le dice Fons con expresión serena y soberbia–. Usted ya me pagó su felonía.
Esto no hace más que aumentar la furia del otro, que se le va encima y le tira un par de sablazos sin estilo. Fons los bloquea con soltura pero también fuera de las reglas de duelo y vuelve a bajar el sable. Los padrinos y el juez se miran atónitos e indecisos. El otro escupe a Fons en la cara y Fons, que estaba tratando de evitar que las cosas pasaran a mayores, termina por encolerizarse y levanta el sable. Comienza entonces una batalla silenciosa, sórdida y brutal. Fons recibe un corte en la mano, pero eso no lo detiene. Los golpes de sable se repiten cada vez con mayor fuerza. De pronto, cuando el otro se abalanza desmañado, Fons lo cruza con un sablazo que le produce un profundo corte en el cuello. El hombre se derrumba como un árbol talado.

La celda es oscura y ascética. Agustina, sentada en un banco de madera junto a Fons, se saca una medalla del cuello y se la coloca al capitán en la mano. Es un relicario con su retrato.
–Para que me tengas con vos –le dice con dulzura.
Fons, que tiene la mano derecha vendada, sonríe, baja la cabeza y cambia de tema.
–¿Cuándo murió? –le pregunta.
–Esta mañana. ¿Cómo pudo haber pasado una cosa así? –se pregunta ella, desolada–. Primero ese malón, y ahora... ese duelo, esa muerte.
–Una cosa trae la otra –dice Fons, sereno pero enigmático.
Ella lo mira sin entender. Fons se pone de pie tomando un papel que está sobre el banco.
–Devolvele esto a tu padre. Decile que le agradezco mucho su ofrecimiento –le dice y le muestra su mano vendada–. Pero que cuando se me cure la mano yo mismo voy a escribir el informe.
–Mi capitán –se oye una voz áspera, firme.
Un sargento está al otro lado de las rejas
–Lo siento, señor, pero el tiempo de visita concluyó –le informa a Fons respetuosamente.
Fons toma el relicario que tiene colgado y lo mira. Luego a ella.
–Agustina –le dice con ternura–. Vamos a tener que pasar sin vernos mucho más tiempo del que vos pensás.
–¿Cómo?... ¿Te van a trasladar? –se alarma ella.
–No. No es eso –le dice Fons y mira hacia el sargento que se ha quedado observando.
–Sargento Godoy –le dice Fons con firmeza.
El sargento asiente y se retira.
–Tengo que irme –le confiesa Fons–. Vos no vayas a decir nada y esperá noticias mías.
–Pero...
Fons le tapa la boca con suavidad. Ella se calma y saca del interior de su bolso de mano dos condecoraciones. Fons la mira. Ella abre la mano y se las ofrece.
–Estas son tuyas, llevalas.
Fons se cierra la mano, rechazándolas.
–A donde voy no las necesito –le dice, bajando la vista.

Atardece en el suburbio. El hombre es pobre y tiene una actitud sumisa, expectante.
–La bendición, padre –implora.
El monje encapuchado resopla. Se detiene, hace una rápida cruz con la mano sobre la frente del hombre y luego, con una suave palmada en el hombro, lo insta a retirarse. El hombre se aleja por el callejón polvoriento, agradecido.

Ya es de noche. La puerta de un prostíbulo se abre. La capucha del monje oculta parcialmente a la mujer que acaba de abrir. Ella se queda indecisa, sorprendida. Otras prostitutas, adentro, pasan y miran hacia la puerta con curiosidad.
–¿Que hacés acá? –pregunta la mujer, saliendo de su estupor.
El monje entra bajándose la capucha y descubre su rostro. Es Fons.
–Necesito quedarme acá unos días –le dice.
La mujer le sonríe con picardía. Fons mira fugazmente hacia afuera antes de cerrar la puerta.
–Con mucho gusto –le dice ella, mirándolo fijamente.

Una delgada columna de humo se eleva en medio de la llanura. Maquinchao está vivaqueando junto a un arroyo. En cuclillas ante un pequeño fogón, hace girar lentamente una liebre que se asa al fuego. Con la misma parsimonia, se pone de pie y va hacia su caballo. Lo palmea cariñosamente y le dice unas palabras al oído, en lengua tehuelche, con tono afectuoso. Luego va hacia el borde del arroyo y se saca el facón con mango de plata y el cinturón de cuero. Hace un atado envolviéndolo todo con su chaquetilla y lo arroja al arroyo. Cuando está por volver junto al fuego, se acuerda de algo. Mete la mano en el bolsillo chico del pantalón y saca un reloj. Lo mira un momento y luego lo arroja al agua. Las ondas se alargan alrededor del lugar donde el reloj se hundió.

(…)

Fons, Clarmont y Maurice cabalgan por un campo de lomas bajas cubiertas de un vasto pastizal al que hace ondular la brisa. Los cascos de los caballos ahuyentan unas perdices. Dos garzas se posan sobre el agua de una laguna.

Clarmont arranca una hoja de papel de la pared y se pone a leerla, parado entre las mesas. En el suelo, junto a él, ha dejado un maletín. La posta está vacía, salvo por un indio que duerme la mona en una mesa vecina junto a un porrón de ginebra. El maestro de posta, que se dedica a sacarle el lustre al mostrador con un trapo sucio, lo relojea con desgano.
Fons entra a la posta.
–Todo tranquilo –le dice a Clarmont secamente.
Pasa junto a él sin mirarlo, va a dejar el sable envainado sobre una mesa y sigue hasta el mostrador. Clarmont le va a decir algo pero Fons le habla al maestro de posta y Clarmont se contiene. Guarda el papel en el bolsillo.
–Una doble –dice Fons, señalando con la mirada una botella.
El maestro de posta, algo nervioso, le sirve en silencio una medida generosa. Clarmont lo ve servir. Piensa un momento, toma el maletín del suelo y lo pone sobre la mesa más cercana. Fons sale a beber a la galería.

De pronto se escucha un leve roce de ropas detrás de la barra. Clarmont ve una figura que se refleja en un espejo de la pared del fondo. Se encamina hacia el mostrador y observa por encima del mismo. El maestro de posta se está deslizando en cuclillas por detrás del mostrador hacia la salida trasera. Clarmont le chista. Al verse descubierto, el hombre se estremece. Luego se pone de pie lentamente y se pega contra el mostrador, de espaldas a Clarmont, aterrado e impotente.

En el patio, Fons escucha el disparo. Clarmont se asoma a la puerta. Coloca el revólver en una pistolera sujeta a un cinturón que le hace juego y que carga al hombro. En la otra mano lleva el bombín. Fons le dirige una mirada de reproche.
–Estaba desarmado, el hombre –le dice cabeceando hacia adentro de la posta.
–No se preocupe –lo tranquiliza Clarmont–. No pasó nada. Nunca mato por placer.
Fons se acerca y dirige una mirada vaga hacia el interior de la posta. El maestro está mirando, atónito, al espejito que está colgado frente a él y en donde una bala se ha incrustado justo donde se refleja su frente.
Afuera, Clarmont termina de acomodarse el cinturón con la pistolera baja y comienza a atársela al muslo. Fons lo mira con curiosidad.
–Mejicana –lo instruye Clarmont, palpando la pistolera–. Justo a la altura de la mano.
Fons mira la suya, cruzada a la izquierda, y se la baja un poco. Hace un intento de desenfundar y comprueba que la tapa de la pistolera le dificulta la maniobra. Cuando levanta la vista, ve la mano de Clarmont ofreciéndole un cuchillo. Lo toma y corta la tapa de la pistolera de un tajo.
–¿Qué fue lo que pasó? –pregunta Maurice, llegando.
En respuesta, Clarmont mete la mano en el bolsillo y le da a Fons el cartel que arrancó de la pared.
–Parece que usted es más peligroso de lo que suponía, capitán –le dice Clarmont con franca ironía–. Ahora ya no nos va a poder abandonar.
Fons le echa un breve vistazo a la hoja donde dice . La estruja y la arroja al piso.
–Los caballos –dice por toda respuesta.

En el interior de la posta, el maestro sigue atónito mirándose al espejo. El galope de los caballos se aleja. Recién cuando casi se pierde en la lejanía, el maestro reacciona y mira alrededor. En la posta queda el indio que duerme la mona. De pronto, el maestro sale corriendo hacia afuera. El indio, entonces, levanta la cabeza. Está perfectamente lúcido y sereno.

Los tres cabalgan por el campo. Clarmont, que va más retrasado, talonea el caballo y se aparea a Fons que va silencioso y pensativo.
–¿Cómo un soldado de su estirpe ha caído en semejante desgracia? –le pregunta Clarmont.
–Cosas. Pasan en la guerra –se limita a contestar Fons.
–¿Desde cuándo la guerra se vino para acá? Yo pensaba que el frente estaba más allá de Corrientes.
Fons hace un gesto negativo al tiempo que una sonrisa irónica.
–Esa guerra está por todas partes –le contesta Fons–. Y ni miras que se termine –agrega.
–Eso no lo entiendo. ¿Cómo es que su país no obliga al Imperio del Brasil a terminar de una vez con esos patapilas paraguayos?
–Primero, porque esos patapilas, como usted dice, están dispuestos a todo, y pelean como nadie. Segundo, porque esta guerra es un grandioso y magnífico negocio.
Clarmont lo mira sin comprender.
–El abastecimiento de las tropas brasileras se hace desde Buenos Aires y el litoral –le informa Fons–. El oro del imperio ha comprado muchas voluntades; es bueno que lo sepa, francés. Si es que no lo sabe.
Con la última palabra, Fons talonea el caballo y se corta adelante. Clarmont mira a Maurice y sonríe.

Un turco dicharachero sirve ginebra con un porrón. El mostrador es la culata de un carro grande de mercader de frontera. El carro está detenido, sin los caballos, a un costado de la huella. Los clientes son cuatro paisanos de diverso pelaje ya bastante bebidos. El clima es de alegría, como después de cobrar el jornal. El sol está alto y los rodea a lo lejos un cinturón de lomas bajas.
El turco, con calculada simpatía, los hace seguir bebiendo.
–Otra doble, Alí –le pide uno de ellos.
El turco vuelve a servirle, contento. De pronto, una mujer morena y bien formada descorre la lona en la parte delantera del carro. Un hombre baja abrochándose los pantalones, satisfecho.
–El que sigue –anuncia la mujer.
–¿Qué esperás? –le pregunta Alí a uno de los clientes.
–A la nueva –le contesta el tipo.
–Entonces andá vos –le dice a otro.
El aludido se apura a ir hacia el carro mientras el que acaba de bajar pasa junto a Alí. El turco lo detiene y le extiende la mano. El tipo saca unas monedas y se las coloca sobre la palma. Alí, con un gesto, le indica que no alcanza y le señala el bolsillo del pantalón. El hombre, de mala gana pero sin retobarse, le da otra moneda. Alí, entonces, le convida un vaso de ginebra. Desde adentro del carro se escuchan las risotadas de las mujeres.

A la distancia, por detrás del carro, Fons, Clarmont y Maurice se acercan cabalgando al paso.
Desmontan y se llegan hasta el carro. Los paisanos los ven llegar como a cualquiera. Alí mira el uniforme de Fons y contiene un rictus de contrariedad. Enseguida se recompone.
–A ver. ¿Una copita para mi capitán?
Fons desecha el convite con un gesto. Entonces, Maurice toma el vaso mientras Clarmont saca su petaca y bebe de ella.

Dos hombres están acuclillados frente al arroyo, ambos con las manos tomadas bajo las rodillas, a la manera tehuelche. Sus figuras se recortan en el agua. Más allá, el sol ya está poniéndose en el horizonte. Uno de ellos es Maquinchao, el otro es el indio que aparentaba dormir en posta.
–Son tres, bien armados. Y son peligrosos –dice el indio–. Uno es militar –agrega.
Maquinchao asiente en silencio. Tiene calzadas botas de potro. Toma su par de botas de montar, que tiene al lado, y se las da al otro indio, que está descalzo. El indio las acepta y ambos se levantan lentamente.

Mientras se dirigen hacia los caballos, Maquinchao se saca el chaleco y se lo ofrece al otro que lo mira y comprende. Se saca el poncho raído que lleva puesto y se lo da a Maquinchao. Mientras Maquinchao se calza el poncho, el indio va a ajustar la cincha de su caballo. Maquinchao se acerca. El indio lo saluda con afectuoso respeto, monta y parte al galope. Maquinchao se queda viéndolo irse, mientras acaricia a su caballo.

Fons y Clarmont, en el campamento, están acostados cerca del fogón. El fuego arde. El carro está más allá, casi en penumbras. La noche se está cerrando.
–¿Cómo sabe que los que me hicieron la emboscada pueden ser los mismos que atacan y roban a los colonos vascos? –pregunta Fons.
–No lo sé –le contesta Clarmont–. Lo deduzco.
Fons hace un gesto de burlona incredulidad.
–Vamos, Clarmont...
–Es verdad, Fons –le dice Clarmont–. ¿Por qué habría de mentirle?
Fons lo mira fijamente. Clarmont mira al fuego.
–Los vascos fueron a ver a Maurice desesperados –dice Clarmont–. Lo único que dijeron es que los tipos que los atacaban eran cuatreros y asesinos. Le dejaron una bolsita con unas cuantas monedas de oro, y se fueron. Pocas, a decir verdad.
–¿Y entonces por qué aceptó? –pregunta Fons, sarcástico.
–Esos pobres colonos no tienen idea de cuánto cuesta un profesional como yo. Pero, usted sabe, compatriotas...
–Qué buen corazón –le dice Fons, irónico, y se da vuelta para dormir, tapándose hasta la cabeza con el capote.
Clarmont continúa mirando el fuego.

La noche se ha cerrado. Maquinchao se acerca al arroyo, se acuclilla de nuevo en la orilla, toma una piedrita y la arroja al agua. Las ondas se agrandan teñidas por el reflejo del fuego y la luna.

Sobre el filo de una loma se recorta una figura acuclillada con una carabina cruzada sobre las rodillas. El sol que nace a sus espaldas hace que su cuerpo se extienda en una larga sombra, loma abajo, llegando hasta el campamento y ensombreciendo el rostro dormido de Fons. La sombra se mueve y el sol le da al capitán en los ojos; entonces el hombre se despierta. La sombra vuelve a moverse y nuevamente le oculta el sol. Fons mira, pero el fuerte contraluz le impide reconocer la figura. Entonces se pone de pie y se dirige hacia la silueta con la mano sobre la empuñadura del revólver, lista para desenfundar.
Clarmont se despierta y observa en silencio.
Fons llega hasta la figura acuclillada e inclina la cabeza para verla mejor.
–¡López! –la reconoce con sorpresa.
Allí está la mujer que lo tomó de la guerrera preguntándole por el sargento, cuando llegó herido al fuerte.
–¿Qué hacés acá? –le pregunta Fons, intrigado.
–Lo estaba esperando –le contesta la mujer–. Vamos para el mismo lado.
–No te puedo llevar –le dice Fons, con firmeza.
–Usted tiene una deuda conmigo y me la va a pagar –le advierte la mujer.
–¿Qué deuda? –pregunta Fons, contrariado.
–Usted volvió vivo y mi López se quedó muerto –le explica, con serenidad, la mujer.
–El sargento López murió como un héroe –afirma Fons.
–Como un perro –lo contradice la mujer–. Ni se pudo defender.
Fons baja la vista. La López se para y suelta el ruedo de la pollera que tenía sostenido sobre las rodillas. La falda cae hasta cubrir sus botas de potro. Luego, la mujer se cuelga una alforja al hombro y se encamina, fusil en mano, hacia el carromato. Fons la sigue con la mirada.

Marchan por una huella en medio de un gran campo levemente ondulado. El carro se bambolea. Alí, en el pescante, conduce y la López, sentada a su lado, va fumando un grueso cigarro de hoja. Fons y Clarmont, a caballo, abren la marcha. El caballo de Maurice va atrás, atado al carro.
A espaldas de la López, se levanta la lona y aparece una mujer joven y rubia.
–¿Por dónde vamos? –pregunta, mirando hacia afuera.
–Metete adentro, vos –le ordena Alí.
–Cortamos por la rastrillada chica y hacemos codo al Fuerte Chasicó –le contesta la López, ignorándolo al turco.
La mujer la mira sin entender nada.
–Bueno, gracias –dice, con ánimo de ser gentil–. Era lo que quería saber –agrega, y mira el campo soleado.
La López sigue mirando hacia el horizonte, indiferente.

Los ojos de Maquinchao se entrecierran por la resolana. Está oteando con la mano, haciendo visera en la frente. Parado sobre el anca de su caballo, oculto detrás de una loma, ve a lo lejos la polvareda del carro y los jinetes.

(…)

El cañadón se abre tranquilo y silencioso. Es un cauce seco que viborea entre dos farallones de tierra, a pico, como de quince metros de alto, coronados por contrafuertes más o menos parejos.
Los cuatro hombres van montados: Fons, el baqueano, Clarmont, y Maurice cerrando la marcha.
Llegan ante la boca del cañadón y Fons detiene su caballo y gira.
–Usted –dice, señalando a Maurice–. Desmonte y quédese acá, cubriéndonos –le ordena–. Esté atento y no se me mueva aunque vea que se cae el mundo.
Maurice echa una rápida mirada a Clarmont, que asiente en silencio. Entonces desmonta y queda plantado con las piernas levemente abiertas y aferrando el fusil. Como a cincuenta metros ha quedado la carreta, con Alí y las mujeres, y la López, vigilante.

A una indicación de Fons, los tres emprenden la marcha nuevamente, encabezados por el baqueano. Se introducen en el cañadón silencioso. Desde lugares invisibles llega el chirrido de los pájaros, cortando ese silencio en rachas cortas. Van al paso, encaran un recodo amplio. El baqueano va tranquilo; Fons casi a su lado vigila las crestas de los farallones; Clarmont cierra la marcha a un par de cuerpos. El baqueano deja a su caballo hacer un trotecito lento que lo aleja unos pasos de Fons. Fons relojea algo nervioso a uno y otro lado del cañadón y apura el paso hasta alcanzar al baqueano. Este alarga el paso. Un instante después, pega un chicotazo a su caballo para arrancar un galope. No llega a concretarlo: Fons tira de las riendas, desenfunda el revólver y le dispara a la espalda. El hombre cae, a la par que ambos contrafuertes se coronan de hombres armados emboscados.
–¡Desmonte! –grita Fons, tirándose del caballo.
Clarmont se apea rápidamente. Fons se pega contra el muro de tierra y, cubriéndose tras el caballo, dispara varias veces hacia los emboscados. Uno cae y los otros se ocultan. Clarmont está pie a tierra y dispara a la descubierta.
–¡Contra las toscas! –le grita Fons
Clarmont lo mira perplejo por un instante.
–¡Péguese contra la pared!
–¡Clarmooont! –grita Maurice, llegando a la carrera con el fusil en la mano.
Fons lo mira contrariado. Maurice se planta y se pone a disparar hacia las crestas. Apunta con cuidado pero gatilla con rapidez. No encuentra blanco y dispara al bulto.
–¡Atrás! ¡Atrás! –le grita Fons.
Maurice va a girar pero tres impactos consecutivos en su cuerpo le hacen dar una voltereta en el aire y cae con todo su peso. Clarmont levanta su revólver, se abre dos pasos y dispara hacia las figuras que asoman desde lo alto del paredón. Apunta con las dos manos y dispara una salva completa. Un cuerpo se desmorona desde lo alto y cae junto a él con ruido fofo.
Fons dispara dos veces contra la cresta de enfrente y se larga a correr hacia la boca del cañadón. A la carrera, vuelve a disparar.
–¡Cúbrame! –le grita a Clarmont pasando junto a él.
Fons pega unas zancadas más, se detiene y en un rápido movimiento abre el tambor de su revólver y mete dos balas. Clarmont dispara hacia enfrente a la derecha; cambia de dirección hacia la izquierda y dispara de nuevo. Pega una mirada como un latigazo hacia Fons, lo ve disparando y se larga a correr hacia la salida del cañadón. Pasa junto a Fons.
–¡Merde! –grita Clarmont y sigue corriendo.

La López, que está mirando hacia la boca del cañadón, más allá del carro, gira violentamente hacia la dirección desde donde oye un retumbar de cascos que se acercan. Son cuatro jinetes que atacan a galope tendido.
–¡Métanse abajo del carro! –les grita la López a las dos mujeres que están más lejos y va a escudarse detrás del carro buscando blanco con el fusil. Las dos mujeres corren desesperadas, pero los atacantes se acercan aún más rápido. La rubia se zambulle bajo la carreta. La morena, a punto de hacerlo, recibe un balazo en la espalda que la detiene un instante en el aire; cae con su mano extendida arañando inútilmente la tierra al costado del carro. La López dispara y recarga al instante. Los jinetes ya están a pocos metros. La López vuelve a disparar y falla otra vez. Tres se abren por el lado de la culata en donde está atrincherada la López, que no tiene tiempo de recargar. Uno de los atacantes la va midiendo. Ella toma el fusil por el caño y, pegándole con la culata, lo hace tambalear en su montura. El cuarto jinete llega junto al pescante. Sin descabalgar y a toda velocidad, desengancha el tronco de caballos y se lo lleva a todo correr. Los otros tres dejan de lado a la López y se le unen: uno ayuda al que desenganchó los caballos; otro va medio atontado por el culatazo; el tercero, cubriendo la retirada, le apunta a la López, que recarga.
–¡India de mierda! –grita y le tira.
El disparo pasa silbando junto a ella, pero la López no se inmuta. Se calza el fusil al hombro y le dispara. El jinete recibe el impacto de lleno en la espalda y cae del caballo, que sigue su carrera.
–India tu abuela –murmura la López, recargando el arma.

Clarmont y Fons, que vienen reculando hacia la boca del cañadón, ven a la caballada que a toda carrera se les viene encima. Sólo atinan a echarse al suelo hacia el costado, para no ser atropellados. Los jinetes pasan de largo en medio de una polvareda, que los oculta parcialmente, llevándose los caballos de la carreta y arreando los que encuentran a su paso. Hay disparos aislados desde arriba del cañadón. Clarmont y Fons se ponen de pie y disparan varias veces al bulto hasta agotar las balas. Cuando se disipa el polvo comprueban que no le dieron a ninguno.
–Los caballos –murmura Fons secamente.
Clarmont ya no está a su lado. Se acerca al cuerpo ensangrentado e inerte de Maurice. Mira a la pasada sus ojos abiertos, clavados en el cielo.
–Te dijo que no te movieras –le dice enojado sin esperar respuesta.
Levanta del suelo el fusil de Maurice descubriendo un manchón de sangre que empapa el suelo reseco.
La López levanta la cabeza hacia Fons que llega a su lado.
–No hay nada que hacer –le dice.
Está acuclillada, tiene ante sí el cuerpo muerto y crispado de la mujer morena. La rubia está petrificada, a un lado, con los ojos fijos en el suelo frente a ella y las ropas cubiertas de polvo.
Fons gira la cabeza hacia el cadáver del bandido abatido por la López.
–Te ganaste el viaje –le dice Fons, secamente, a la López.
Alí levanta lentamente la lona del carro y se asoma desde adentro con rostro culpable y avergonzado. Fons lo mira despectivamente y le señala a la muerta.
–Subila a la carreta –le ordena.
Alí, obediente y silencioso, empieza a bajar. Fons le hace a la López un movimiento de cabeza señalando a la rubia.
–Revivímela a ésta –le pide cortante.
Alí empieza a arrastrar el cuerpo de la mujer muerta. La López se lleva a la rubia hacia un lado. Clarmont llega bebiendo de una cantimplora. Fons lo mira.
–Nos estaban esperando –reflexiona Clarmont, concluyente, mientras toma un último trago y comienza a tirarse agua en la cabeza.
Fons se trepa al carro y empieza a quitar la lona. La va desanudando y plegando sucesivamente, con ritmo vivo.
–Es peor… –le dice a Clarmont sin detenerse– …esta emboscada fue idéntica a la que me hicieron la otra vez. Es la misma gente.
–¿Entonces? –le pregunta Clarmont mientras saca sus cosas de la culata del carro.
Fons, subido al otro lado del carro, desata un nudo de la lona.
–Nos mandaron el baqueano al cruce, servido y en bandeja. Nos conocían, y sabían qué rumbo habíamos tomado.
Fons cruza por sobre el carro y la emprende con el último nudo.
–Alguien les está pasando la información.
Clarmont acomoda sus cosas en un bolso marinero.
–Parece que de verdad usted es más importante de lo que suponíamos –reflexiona Clarmont.
Fons termina de plegar la lona y se la tira a Alí.
–Vamos a tener que conseguir caballos –reflexiona–. A la posta no podemos volver.
La López está junto a la rubia que con surcos de lágrimas en las mejillas polvorientas bebe ávidamente de una petaca.
–La partida que me trajo hasta acá seguía de largo para Fuerte Chasicó, con esos no hay peligro –les dice la López llamando su atención–. En un par de días podemos estar en Dos Venados –les informa–. Hay caballada fresca.
–Ni lo sueñe –la frena Clarmont–. No me pagan por jornada de trabajo. Podemos robar caballos cruzando la sierra.
La López le saca la petaca de la boca a la rubia.
–Este franchute se cree que cruzar la sierra es como jugar a la rayuela –le dice a Fons.
Clarmont se pone el bolso al hombro, va hasta el carro y descuelga una cantimplora.
–Capitán –le dice a Fons de manera terminante–. El trayecto que recorrimos hasta acá, perfectamente podríamos haberlo hecho caminando. Arroyos por todos lados, agua no falta.
Piensa un momento y luego dice con tono de problema resuelto:
–No se diferencia mucho de ir de Marsella a Niza cruzando por la campiña.
Fons, subido al pescante, está tomando algunos bultos del interior del carro. Se detiene e, impaciente, lo encara a Clarmont.
–Oiga, francés –le dice–. Lo que viene a partir de acá, se parece mucho más a lo que vio en Argelia que a los jardines franceses. Dejesé de joder. Seguro, es mejor que pronto.
Clarmont emprende el paso hacia el cañadón. Al pasar junto a Fons, le dice con una sonrisa:
–¿Usted quería saber cuánto me pagan los vascos? Me pagan por muerto.
Fons salta a tierra, enojado y totalmente resuelto.
–Acá el que manda soy yo –le espeta con la mano en el cinturón, cerca del revólver.
Clarmont, a unos pasos, gira lentamente, tenso. Mira a Fons y sonríe con ironía.
–¿Así es la cosa? –le pregunta, dándose por enterado.
La López se interpone sin sutileza.
–Señores –comienza a decirles con tono burlón–. Si me permiten. La discusión ganará si miran la polvareda –completa, señalando a lo lejos.
Ambos dirigen la mirada hacia una densa nube de polvo que, levantada por una tropa numerosa, se acerca con rapidez.
–Soldados –dice Fons–. ¡Nos vamos! –grita manoteando una cantimplora.
–¿A dónde? –pregunta la López.
–Para la sierra. Es el único camino –le contesta Fons.
–Parece que lo que manda son las circunstancias –se burla Clarmont.
–Ocupate del agua –le ordena Fons a la López, ignorándolo a Claromont y va a buscar su capote del carro.
La López lo mira confundida. Fons se detiene un momento.
–Mirá, López, la única oportunidad que tenemos es alcanzar y sorprender a los tipos esos antes que se manden al desierto. Con el ejército, ni hablar, y otro camino no hay.
Cuando gira para emprender la marcha, lo ve a Alí muy feliz subiéndose al carro.
–¡Vos venís con nosotros! –lo sorprende Fons.
Automáticamente Clarmont lo baja del carro.
–Pero... ¿Por qué? –musita Alí.
–Porque sabe demasiado, hombre –le dice Clarmont y empieza a arrastrarlo, suave pero férreo.
La López termina de anudar un arnés a un barril con agua.
–Eso le pasa por ponerse a escuchar lo que no debe, mi amigo –le dice Clarmont a Alí como retándolo.
–¡Esperen! –interviene de pronto la rubia.
Fons, que ya emprendía la marcha, se detiene bufando. La rubia se acerca a Alí y empieza a tironearlo. Clarmont lo suelta y la rubia se lo lleva aparte.
–¿Ahora qué pasa? –le pregunta Fons a Clarmont, ansioso por partir.
–Déjela que se despida –le pide Clarmont.
–¿Dónde pusiste la plata? –lo apura la rubia a Alí, susurrando.
–¿Qué cosa? ¿¡No ves que me quieren raptar!? –le dice él, haciéndose el enojado.
–¿¡Dónde escondiste la plata que me gané trabajando, imbécil!? –lo interroga la rubia en un murmullo, pero furiosa.
–¡Compré todo eso y les di de comer a ustedes! –grita Alí, señalando el carro.
La rubia renuncia y encara a los otros.
–Yo también voy –les informa decidida.
–Para esto vos no servís –le dice Clarmont.
Fons ve que la polvareda se ha agrandado y ya está más cerca.
–Vamos de una vez, Clarmont –le dice Fons.
–¿Qué está pasando acá? –interviene la López acercándose a la rubia y a Alí con el barril con el arnés.
–¡No me quiere decir dónde guardó la plata! –se le queja la rubia.
–¿¡Qué plata!? –reclama Alí.
La López los semblantea rápidamente a los dos y le da a ella una cantimplora. Mira a Fons y a Clarmont.
–La rubia viene –les dice.
Clarmont se encoje de hombros y Fons le hace una seña para que partan de inmediato.
–Vos llevá el barril –le ordena la López a Alí emprendiendo la marcha.

Todos entran al trote al cañadón, con Fons cortado adelante y la rubia atrás, tropezando al tratar de seguirles el paso.
–¡Fons! –le grita Clarmont desde el pelotón del medio.
Fons le dirige una mirada sobre la marcha.
–¡Linda tropa nos hicimos! –le dice, irónico.

A revienta caballos llega por la huella un pelotón de soldados bien uniformados y con armamento completo. Los hombres viborean alrededor del carro y observan los cadáveres. Uno de ellos desmonta. Es el mayor Ibáñez. Inmediatamente se apea el sargento Godoy.
–No debe hacer mucho que salieron –le informa el sargento al mayor.
–Que la tropa desmonte –le ordena el mayor–. Haga descansar los caballos y que registren los alrededores.
El mayor inmediatamente se dirige hacia el carro. El sargento llama a un cabo, le habla brevemente y va hacia la lona que está tapando un bulto. Los soldados se desplazan en todas direcciones. El Mayor bebe de una cantimplora.
–Acá hay tres cuerpos –grita el cabo desde la boca del cañadón.
El sargento y el mayor, desde sus lugares, miran hacia allí, expectantes.
–Ninguno es Fons –les aclara el cabo.
–Y éste tampoco –reflexiona el sargento con un extremo de la lona levantado, contemplando el rostro de la morena muerta.
–¿Y éste? –pregunta un soldado, rodilla en tierra junto al atacante que mató la López.
El mayor lo mira y enseguida desecha.
–Debe ser un malonero.
El sargento le dirige una mirada intrigada. El mayor no da tiempo a más preguntas.
–Sargento. Todos a caballo –le ordena.
–Se nos hace la noche, mayor –le indica el sargento.
El mayor le dirige una mirada fulminante.
–Todavía no se nos hizo, sargento.
La tropa monta y parten al galope introduciéndose en el cañadón.

(…)

Aparecen los primeros rayos de sol. Las botas chapotean en el agua, cruzando un arroyo. El grupo de Fons ya está en camino.

El sol de la mañana baña la sierra. El sargento desmonta y observa las huellas que dejaron los perseguidos al bajar por el barranco. El resto de la columna permanece a caballo.
–Acá se dividieron los dos grupos –informa el sargento, acuclillándose.
El mayor lo mira impaciente. El sargento se toma su tiempo.
–Un grupo lleva varios caballos. Los que van a pie llevan una mujer. Bajaron por la barranca –agrega, poniéndose de pie.
–Sí, pero nosotros no podemos bajar por ahí, sargento –le dice, secamente, el mayor.
–Es verdad –le contesta el sargento yendo hacia su caballo–. Hicieron bien en cortar por acá. Si no van montados, se gana como...
–¿¡En cuál de los dos grupos va Fons!? –lo apura, nervioso, el mayor.
El sargento hace un gesto de no poder saberlo.
–¡En marcha! –resuelve el mayor y talonea enojado.
El sargento monta y todos emprenden el galope.

Atardece. El sol comienza a ponerse en las sierras. María, anudándose el vestido a la cintura, como la López, llega hasta donde están Clarmont y Fons. Ambos observan la boca de una quebrada.
–No nos estarán esperando otra vez... –le dice Clarmont a Fons.
–Si supieran que estamos acá... –dice Fons.
Los dos miran hacia arriba. A un costado, la López también observa. María los imita. Clarmont se sienta, abre su maletín y saca la cigarrera. Fons deja de mirar hacia arriba y ve que Clarmont le ofrece un cigarrillo. Fons le agradece con la mirada, toma un cigarrillo y se lo lleva a la boca.
–Pero ni sospechan que los estamos siguiendo –concluye el capitán con seguridad.
Luego se pone el cigarrillo en la oreja y emprende la marcha. Clarmont lo alcanza. Todos empiezan a bajar por la quebrada.
–En realidad, tienen razón –le dice Fons a Clarmont sin detenerse–. Si no fuera porque nos persigue el Ejército, nos hubiésemos pegado la vuelta.

(…)

En el desierto, el sol del atardecer enrojece el horizonte. Clarmont echa una mirada hacia atrás. Ya no ve la sierra.
–Bueno, ahora está del otro lado –le dice a Fons–. Acá sí que se acabó la civilización. ¿Qué se siente?
–Calor –le contesta Fons, secándose con la manga.
–No es eso –le dice Clarmont, apareando su tren de marcha con Fons–. Me acuerdo que en el hospital me dijo que la gente como yo atentaba contra las instituciones.
–¿Y? –le dice Fons, impaciente y molesto.
–Fijesé. Ahora, acá. ¿Instituciones? Ese uniforme, por ejemplo, no significa nada –dice Clarmont, ironizando–. ¿Aún así va a tener el valor necesario para ir hasta el final? –le pregunta, provocándolo.
Fons, muy tenso y sin detener la marcha, con dos dedos se palpa las insignias de capitán.
–Estas, me las gané en la retirada de Boquerón –le contesta con orgullo.
Clarmont lo mira interrogante, como no comprendiendo.
–Porque fui el último en salir –le aclara Fons.
Para Clarmont no es suficiente.
–¿Y? –lo vuelve a provocar.
–Que aguanto lo que venga –le retruca Fons–. Incluyéndolo a usted, si es necesario.
–Sí, claro, por supuesto –rehuye Clarmont. Pero inmediatamente vuelve a insistir–. Usted era capaz de todo cuando había ascensos y honores. La muerte... –empieza a decir Clarmont, y se detiene.
Fons lo mira. Clarmont hace una breve pausa.
–Para gente como usted –sigue Clarmont–, ¿la muerte no es el fin, no?... Piensan que van a quedar en el bronce; imaginan a las nietitas jugando con las medallas del abuelo heroico. Pero acá, la muerte que nos espera, va a ser anónima y rastrera. Sólo van a quedar unos huesos blanqueándose al sol. ¿Lo había pensado, capitán?
Fons no le contesta y apura el paso.
–¡A la muerte, acá, le está negada la eternidad, Fons! –le grita Clarmont.
Maquinchao, que va caminando delante de todos, sonríe para sí.

Ya es de noche. A una seña de Fons, todos se detienen.
–Cinco minutos –le dice Fons a la López, y se va junto a Maquinchao.
La López se sienta, se saca una bota y se pone a masajearse el pie. María llega y se sienta junto a ella.
–¿Por qué no me presta atención? –le pregunta, refiriéndose a Fons con una mirada.
La López hace un leve gesto de ignorancia.
–Porque no sos de su clase, debe ser –le contesta.
María le dirige a Fons una larga mirada, dubitativa.
–Un señor –dice la López mientras se masajea el otro pie–. De buena familia. Estudió.
–Sí, ya me doy cuenta –dice María para sí, comprendiendo lo que quiere decir la López.
La López, de reojo, la mira de arriba a abajo:
–Decime una cosa. ¿Vos cómo llegaste a esto?
–Qué se yo –se lamenta–. Me dijeron que tenía que ser obediente. Me quisieron casar a los quince años con un viejo que se caía. El día que vino a pedir mi mano me aparecí corriendo desnuda por la sala, para espantarlo.
La López sigue en lo suyo, pero ya está interesada en el relato.
–Un poco después, me encontraron con el mozo de las caballerizas. Mi padre lo hizo azotar por el mayordomo. A mí me mandaron a una propiedad en Unquillo...
–¿Y? –le pregunta, ya ansiosa, la López.
–Se enteraron lo del curita. Así que me encerraron en un convento en Alta Gracia.
La López sonríe.
–Me escapé –confiesa María.
–Hiciste bien –la alienta, cómplice, la López–. Yo también me escapé. Con mi López.
En ese momento se da cuenta de que lo nombró, y un velo de tristeza le cubre los ojos. Los baja y empieza a ponerse las botas, dando por concluida la conversación. María se la queda mirando, comprendiendo su tristeza. La López se pone de pie.
–¿No vas a decir nada, no? –le ruega María.
–¿De qué? –le contesta la López.
María sonríe agradecida. La López empieza a acomodar el equipo y le echa una mirada a Fons, que cruza unas palabras con Maquinchao.

A media mañana coronan una pequeña elevación, esperanzados por encontrar algo del otro lado. Nada. Sólo el desierto.
De pronto Maquinchao se pone a escudriñar a lo lejos. Los demás lo miran.
–Un caballo muerto –dice, por fin.
Clarmont saca su catalejo y mira.
–Yo no veo nada –dice Clarmont.
–Hay un caballo muerto –insiste el indio.
–Vamos a echar un vistazo –decide Fons y comienza a bajar la loma.
–Nos desviamos del camino –dice Clarmont, en voz alta para que escuchen todos.
–Vamos a echar un vistazo –repite Fons sin detenerse.
María se sonríe para sí. Clarmont lo corre a Fons y se le pone al costado.
–Oiga, Fons. ¿Usted le cree? ¿Cómo sabe que no es una triquiñuela del indio?
Fons se detiene y medita un momento. Mira a Maquinchao.
–Vos venís conmigo –le dice al indio–. Ustedes esperan acá –le ordena al resto.
–De ninguna manera. Yo también voy –dice Clarmont, alzando la voz.
Se llega hasta Alí, abre la canilla del barril de agua y empieza a llenar su cantimplora.
Fons lo mira hacer reprimiendo un gesto contrariado. Pega media vuelta y se va bajando la loma junto a Maquinchao. Clarmont termina la operación y va detrás de ellos. Al pasar junto a la López, dice como para que escuche sólo ella, con ironía:
–Le cree al indio.
Inmediatamente apura el paso para alcanzarlos. La López se queda pensativa, mirándolos irse. El turco masculla para sí frases en su idioma.
–¿En qué andás vos, turco ladino? –le dice María.

Las botas de Fons llegan hasta el caballo muerto. Ahí nomás, hay unos bultos y una caja rectangular.
–Tiene dos días de muerto –dice Maquinchao, observando.
La loma es amplia y baja, de un par de metros de altura. Clarmont se queda a pocos pasos, junto a un grupo de chañares raquíticos vigilando los alrededores.
Maquinchao observa huellas de pisadas.
–Son de recién. El hombre fue para allá. No debe andar muy lejos –deduce el indio.
Fons saca el revólver y empieza a caminar hacia el borde a pico de la loma, mirando en la misma dirección hacia donde van las huellas. Cuando llega y se para en el borde, escucha un gemido. Se asoma. Un hombrón rubio está sentado, medio tirado de costado, al pie de la pared de tierra. Está atontado y jadea con la cabeza ladeada y los ojos desorbitados. Viste chaqueta y pantalón gris con botones plateados. Aparenta estar desarmado. Fons se aleja un poco siguiendo el borde de la pared, hacia una bajada más playa. Clarmont se aproxima. Maquinchao estira la mano, indicándole que le dé la cantimplora.
–No nos sobra el agua –lo ataja Clarmont.
Maquinchao repite el gesto.
Clarmont lo piensa un segundo y le da la cantimplora. Maquinchao agradece con un levísimo gesto de cabeza y salta desde el borde de la loma y cae al lado del hombre. Cuando Fons llega, Maquinchao le está dando de beber.
–Dejémoslo y vamos, Fons. No es uno de ellos –sugiere Clarmont desde arriba.
–Vamos a hacerle un par de preguntas. Después vemos –le contesta Fons.
Maquinchao los encara.
–No se abandona así a un hombre –dice con seguridad.
De inmediato hace un gesto de arrepentimiento. Luego, vuelve al tono sumiso:
–Digo...
Fons toma un brazo del hombre como para cargarlo.
–Ayudame –le pide a Maquinchao.
Clarmont se va a revisar los bultos y la caja. A unos metros de sus botas, Fons y Maquinchao recuestan al hombre bajo la magra sombra de los chañares.
–¿De dónde saliste vos? –le pregunta Fons al hombre.
–Venía de peón de unos curas salesianos.
Clarmont, que tiene la mano metida en la caja, se incorpora con un Winchester en la mano y se lo muestra.
–Buena manera de catequizar, los curitas.
Luego, Clarmont sopla el polvo. El fusil está flamante. Fons mira el Winchester, sorprendido. Se para y estira la mano hacia Clarmont.
–Winchester. Americano –le informa, entregándoselo.
Fons hace un gesto de ya saberlo, mientras prueba el mecanismo que funciona a la perfección.
–También los usan en Chile –aclara Clarmont con suspicacia.
Fons mira la culata, y ve, grabado a fuego, en el lateral, una especie de sello.
–Exactamente –concuerda Fons y luego lee–: República de Chile. Colonia Penal de Punta Arenas.
El hombre empieza a mirarlos atemorizado.
–¡Merde! Viene de lejos el hombre –ironiza Clarmont.
–No, yo... Soy un guardia del penal, que me ofrecí a acompañar a los padrecitos –trata de explicar el hombre.
Fons se acuclilla junto a él.
–¡Desertor! –le grita, autoritario.
Maquinchao se sonríe. Fons lo mira al indio y sigue:
–Lo de los padrecitos, no te lo creímos. Así que en el primer puesto de frontera te entregamos. ¿Vos sabés, no, lo que les hacen a los desertores?
El tipo se queda mudo unos momentos. Después, agacha la cabeza.
–Me fugué –admite.
–Ah, bueno –acepta Fons más calmado.
Maquinchao se ha acercado a la caja y saca otro Winchester. Clarmont lo mira a ver qué hace.
–Dejá eso, vos –le ordena cortante Fons. Maquinchao, humilde y obediente, lo deja. Fons se pone de pie y le tira su Winchester a Maquinchao.
–Guardalo. Revisá si hay municiones.
Maquinchao lo hace. Después corta las riendas del caballo muerto y arma un correaje para cargarse la caja a la espalda. El hombre mira los preparativos.
–¿Me van a dejar? –pregunta angustiado.
Fons hace una seña con el pulgar hacia atrás.
–A un día de marcha tenés la sierra –le informa.
Clarmont se justifica ante Maquinchao.
–No nos sirve para nada –le dice.
Pero inmediatamente duda un instante.
–Aunque pensándolo bien... –murmura para sí.
Con un ademán se lleva a Fons aparte.
–Lo podemos llevar –le propone.
–Es un criminal –se niega Fons.
–¿Ah, sí? –le dice Clarmont, irónico.
Fons lo mira un momento.
–¿Le conté cómo hacen en Nigeria para apagar los fuegos? –continúa Clarmont.
–No –contesta seco Fons.
–Con más fuego –concluye Clarmont.
De pronto se escuchan varios disparos a lo lejos.
–¡Las mujeres! –grita Fons.

Los tres se largan a todo correr. Maquinchao va cargando la caja a su espalda, en bandolera. El hombre se desconcierta un momento y finalmente sale, rengueando como puede, tras ellos.
Mientras corren suenan disparos aislados. Repechan una loma. Clarmont tropieza con una vizcachera y rueda pendiente abajo. Inmediatamente se para y sigue corriendo.
Una pequeña columna de humo sube desde el lugar hacia donde se dirigen, varias lomas más allá. Maquinchao, a la carrera y tratando de no detenerse, va tironeando de un fusil de la caja. Clarmont y Fons se enredan y rasgan al saltar entre unos espinillos bajos. Maquinchao sigue corriendo tironeando del Winchester. Se escuchan tres disparos seguidos y luego cesa el fuego. Los tres, a la carrera, se abren en abanico. Llegan a toda velocidad al lugar donde habían quedado María, la López y Alí. Fons frena rayando; observa el panorama, en tensión. Hay un tipo muerto con el arma tirada al costado. Clarmont, empuñando su revólver, y Maquinchao, fusil en mano, frenan más allá, cubriendo el área. La López surge de atrás de una barda con el fusil humeando. Fons mira al muerto, mira a la López y ve el fuego encendido. Un poco más allá, el barrilito de agua agujereado a balazos.
–Eran dos –informa la López llegando junto a Fons.
Fons baja el revólver con furia contenida.
–El otro se me escapó, con los caballos de los dos –completa la López.
Fons enfunda el revólver y vuelve a mirar el fogón humeante con los dientes apretados.
–Hiciste fuego, López –le recrimina duramente, mordiendo la bronca.
–¡Hiciste fuego! –le grita furioso.
La López baja la cabeza, avergonzada.
–Yo no fui –murmura–, pero... igual es culpa mía.
–¿¡Quién fue!? –la aprieta Fons.
La López mira hacia Alí, que está parado a unos metros.
Fons se le va encima y empieza a sopapearlo con violencia y desprecio.
–¡Estúpido! ¡Imbécil! ¡Ahora ya saben que los seguimos!
Fons le dirige una corta mirada al barril agujereado.
–Y desde ahora –dice, mirando la cantimplora de Clarmont–, el agua está racionada.
Luego gira hacia la López.
–López, hacete cargo –le ordena.
Inmediatamente se acuclilla a observar al muerto. La López se acerca a Clarmont y lentamente le estira la mano pidiéndole la cantimplora. Fons, sin dejar de revisar al muerto, no pierde detalle. Clarmont evalúa un instante la situación y le entrega la cantimplora a la López. Fons hace un leve gesto de aprobación. La López se va a recoger las otras. Clarmont se encamina hacia donde está Fons a observar, aflojando la tensión. Fons toma el arma del muerto. Es un mosquetón marinero. Sin levantarse, y sin mirarlo, se lo ofrece a Clarmont.
–En el Paraguay, estos los usan los infantes de la Armada Imperial –le informa.
Clarmont lo toma y lo examina brevemente.
–Inglés –diagnostica con suficiencia.
–Inglés, el mosquetón. La Armada Imperial brasileña –le retruca Fons, y se pone de pie–. Bueno. En marcha –ordena.
Maquinchao está a unos pasos, terminando de guardar el fusil.
–Vos, andando –le dice–. Y no me toqués más las armas.
–Fons... –lo llama la López.
Fons se da vuelta fastidiado. La López dirige la mirada hacia María, que está todavía tirada en el suelo. Fons, que recién repara en ella, se da cuenta de que algo le pasa, se le acerca rápidamente y se acuclilla a su lado. María tiene un manchón rojo en un costado. Fons, con el dedo, la palpa expeditivamente.
–No es nada –le dice a la López.
La López asiente. Fons le toma el mentón a María.
–Vas a tener que seguir –le dice con firmeza pero con suavidad.
María le sonríe asintiendo en silencio. Fons le mira los pies. Sus zapatos están destrozados y los pies sangrando.
–Sacale las botas al muerto y ponéselas a ella –le ordena a Alí poniéndose de pie.
Alí obedece y Fons mira a la López.
–Nos adelantamos a explorar –le informa–. Hacete cargo. Después no siguen.
La López acepta con un corto movimiento de cabeza. Fons hace una seña y empieza a marchar, seguido de cerca por Maquinchao y Clarmont. Sesgándose desde un costado, el hombre que encontraron con el caballo muerto, viene trastabillando tratando de alcanzarlos.

El sol del mediodía cae a pico. Los pies se encolumnan levantando un fino polvillo. Un par de botas militares avanzan hasta desaparecer. Entre ellas se ven, más atrás, un par de botas de potro. Gotas de sudor hacen surcos en el rostro polvoriento de Fons. La cara de Maquinchao se eleva mirando al sol. Clarmont camina ya casi exhausto. Más atrás, el resto sigue el paso arrastrando los pies.

El sol se pone. Las rodillas de Fons caen en tierra. El capitán, desfalleciente, mira hacia atrás. Sólo ve a Clarmont sentado, a muchos metros, tratando de ponerse de pie. Maquinchao aparece por su costado, también cansado y sudoroso.
–Vamos a tener que parar... –le dice el indio.
–No –le contesta secamente Fons.
Luego trata de ponerse de pie, pero las piernas casi no le responden.

Es de noche. La López reparte agua. Toman Maquinchao, Clarmont y Fons. Mientras tanto, trastabillando y ayudándose, se acercan Alí y María que, obviamente, se habían retrasado.
Fons se deja caer de espaldas, pensativo. La López le da agua a los recién llegados. El hombrón se acerca pero se para a prudente distancia y los mira beber.
–Agua –les pide, suplicante.
La López, a punto de beber, le estira la mano con la cantimplora. El hombre corre como puede, la toma y bebe. La López recibe de él la cantimplora y se la lleva a la boca, bebe un trago y enseguida hace un gesto de contrariedad. Cuando va a dejar la cantimplora en el suelo, ve que Fons la está observando. Ella lo mira y Fons la interroga con la mirada. La López mira la cantimplora y le hace un gesto de negación con la cabeza. Fons se la pide con una seña. La López se la alcanza. Clarmont observa que Fons deja la cantimplora a su lado y mira de reojo a Alí, que se ha dormido.
–Descansamos un par de horas y seguimos. No pueden estar lejos –dice Fons, tratando de alentar al grupo.
Al momento se hecha a dormir, tapándose con el capote hasta la cabeza.

Ya todos duermen. Sigilosamente, Clarmont despierta a Alí. Con señas, le indica que en silencio lo acompañe. Alí duda pero Clarmont insiste y entonces lo sigue. A mitad de camino, Clarmont le señala a Fons. Alí quiere retroceder pero Clarmont, con ademanes, lo tranquiliza y lo anima a seguirlo. Alí sigue adelante. Llegan junto a Fons. Clarmont le señala la cantimplora a Alí, indicándole que la tome. Alí comprende y sonríe. Lentamente se agazapa para hacerlo. Mientras tanto, Clarmont tantea la pistolera de Fons para sacarle el arma pero no la encuentra. Clarmont, entonces, cuidadosamente, levanta el capote. El revólver de Fons le está apuntando directamente a la frente. Clarmont paraliza su movimiento. Alí retrocede soltando la cantimplora.
–No vale la pena, Clarmont –dice Fons con absoluta tranquilidad–. Se acabó hace rato.
Clarmont se queda petrificado. La mirada de Fons se eleva por sobre su hombro. Clarmont gira la cabeza y ve a Maquinchao que está parado a sus espaldas, facón en mano. Clarmont sonríe nerviosamente.
–Yo sé dónde hay agua –dice secamente el indio bajando el cuchillo.

Un mapa militar está extendido sobre el polvo del desierto, iluminado por la luz de la luna.
El grupo está reunido alrededor del mapa, todos atentos.
María está como ausente a unos metros.
–Esa aguada que decís no está en el mapa –verifica Fons, mirándolo a Maquinchao.
–Claro –confirma Maquinchao.
–¿A cuánto me dijiste que está? –le pregunta Fons.
–Un día de camino contesta Maquinchao.
–Me vas tener que llevar –le dice Fons.
Maquinchao niega con la cabeza.
–¿Por qué? –le pregunta Fons.
–Por algo no está en su mapa –le contesta Maquinchao, lacónico.
Fons lo mira valorándolo de manera distinta.
–¿Usted me diría –se explica Maquinchao–, dónde tienen escondidos los cañones?
–¿Juan qué, me dijiste que te llamabas vos? –le pregunta Fons contrariado, pero con interés.
–No le dije –le contesta fríamente el indio.
–Está bien, yo puedo ir –interviene Clarmont con ánimo de distender.
–Usted no –le responde Fons con firmeza.
Inmediatamente Fons gira y mira a Alí.
–Y éste tampoco –agrega.
–Puedo ir yo –sugiere la López.
–No –dice Maquinchao, sereno pero firme.
La López lo mira con odio. Fons mira a María e inmediatamente hace un gesto de descarte.
–Voy solo –decide Maquinchao.
Fons lo mira como sospechando de él, evaluándolo.
–Solo no vas a ningún lado –le responde.
–¡Bueno, indio de mierda! –se harta Clarmont–. ¿¡Vas decir solito dónde está la aguada, o te hacemos hablar!? –le grita.
Inmediatamente se le abalanza. Maquinchao da un salto atrás, plantándose para esperarlo. La López manotea el fusil.
–¡Clarmont! –grita Fons con firmeza.
Luego clava la vista en la López y le hace una seña tajante para que deje el arma. La López baja el fusil; lo mira con rencor.
–Ni aunque le saque las uñas una por una, le va a decir dónde está la aguada –le informa Fons a Clarmont, lapidario.
Clarmont lo mira interrogante. Fons recoge el mapa con un brusco movimiento y se pone a doblarlo.
–Este indio nos engaña –le explica–. Se hace el sonso, pero se hace nomás. No me extrañaría que fuese una lanza de Calfucurá –concluye Fons.
Maquinchao no le contesta. Fons lo mira a los ojos. El indio permanece impertérrito. Fons renuncia y baja la mirada, resoplando.

María se aproxima a la López, que se apresta a dormir.
–¿Una lanza de quién, dijo? –le pregunta por lo bajo.
–Del cacique general Calfucurá –le contesta la López con aire de respeto.
–¿Y qué estaría haciendo éste por acá? –insiste María, preguntando ingenuamente.
–Vaya a saber. Con los indios nunca se sabe –le contesta la López.

La López abre los ojos. El sol del amanecer ya aparece en el horizonte. Vuelve a cerrarlos y, de pronto, se yergue mirando alrededor.
–Se fue –se dice a sí misma y se levanta de un salto–. ¡Ese indio hijo de puta se mandó a mudar! –grita, despertándolos a todos.
Fons se incorpora. La López corre y sube una loma cercana. Los demás van tras ella. La López se planta en la cresta de la loma y se pone a otear para todos lados. Las huellas se pierden en la lejanía. Fons llega junto ella.
–Tendríamos que haberlo estaqueado, hasta que hable o se seque al sol –le recrimina la López, furiosa.
Fons le va a contestar.
–Así le va –le escupe la mujer con desprecio, sin darle tiempo a nada.
Pega media vuelta y se va dejándolo con la palabra en la boca. Fons baja la cabeza y la menea, contrariado.

La López está levantando sus cosas, nerviosamente. A unos pasos está el hombretón, con cara de perro huérfano. La López, malhumorada, de pronto advierte que la está mirando.
–¿Cómo te llamás vos? –le pregunta con tono seco.
–Salvatierra... –contesta tímidamente el hombre.
La López no se puede contener y larga una carcajada.
–¡Salvatierra! –exclama.
Fons llega inquieto y corta la risa de la López.
–¿Dónde esta Alí? –le pregunta, tajante.
La López observa a su alrededor. Alí no está. Fons se pone furioso. Empieza a mirar a todos lados, con ira, desconcertado.
–Con el indio no se fue –le dice la López.
Fons se calma. Trata de pensar. Clarmont llega junto a él.
–Su nuevo socio –ironiza Fons, mirándolo de costado.
–¿Será un delator? –se pregunta Clarmont.
–Lo único que nos faltaba... –murmura Fons.
Salvatierra hace un tímido gesto, primero como pidiendo permiso, y luego señalando apenas, en una dirección vaga. Fons entiende e inmediatamente se lanza en esa dirección, seguido por Clarmont. Ambos desenfundan sobre la marcha.

Avanzan entre las matas espinosas. Empiezan a escuchar un murmullo y se frenan.
Luego siguen cautelosamente. El murmullo crece de a poco. Se agazapan un instante.
–Lo dije. Nos está delatando –le dice Clarmont a Fons casi en un susurro.
Ambos amartillan los revólveres, continúan el avance, agazapados, y cruzan un grupo de espinillos. El murmullo crece. Los espinillos terminan justo al comienzo de un declive. Allí se detienen asombrados mirando hacia abajo. Luego se incorporan lentamente, se miran y vuelven a clavar los ojos más abajo. Alí, arrodillado sobre su chaleco y con la frente y las palmas apoyadas en la tierra, está rezando en su idioma. Rítmicamente levanta un poco la frente y estira los brazos. A su alrededor, el desierto se ve imponente e infinito. Fons y Clarmont, circunspectos, enfundan sus armas. Alí continúa rezando ajeno a todo. Fons, respetuoso, se da media vuelta. Con un gesto hacia Clarmont para que lo siga, se vuelve junto con los demás.

El aire caliente, como un cristal deformante, hace viborear las figuras que avanzan entre espinillos raquíticos aquí y allá. María tropieza y se cae dando la cara contra el polvo. Todos pasan a su lado caminando como autómatas. Fons, que cierra la marcha, al pasar junto a ella, se agacha y la ayuda a incorporarse. Ella se toma de él con todo lo que le queda de sus fuerzas. Siguen caminando como dos sonámbulos, abrazados.

Es de noche. Están tirados, esparcidos en un monte de espinillos. Fons tapa a María con su capote y se va a sentar contra un tronquillo retorcido. Dobla sus rodillas y las rodea con los brazos, apretando los muslos contra su pecho. Cerca de él, Clarmont tirita, hecho un ovillo.
–¿Cuándo saldrá el sol? –pregunta más allá Salvatierra.
Nadie le contesta.
–Cuando salga el sol desearemos que llegue la noche –filosofa Clarmont sin abandonar su posición.
Fons lo mira de reojo.
–La noche siguiente desearemos que salga el sol y luego otra vez la noche, hasta sólo desear la muerte..., desear solamente que todo se termine...
Fons deja de mirarlo y apoya la frente sobre sus rodillas.
–¿Qué cosa, no? –agrega Clarmont.

Empieza a salir el sol. Trabajosamente se levantan y se ponen en camino. Sus rostros están llagados. Sus labios, partidos y sangrantes. La mirada, perdida. La planicie se corta, en el horizonte, por un cordón serrano.
–Parecen tan cerca... –murmura María.
Pero nadie camina a su lado. Los demás avanzan desperdigados, como ausentes. De pronto, la López se tira al piso, contra unas matas resecas, y arranca unas raíces. Las aprieta, tratando de extraerles alguna gota de agua. Pero es inútil. Arroja las raíces y se pone de pie, tambaleando.
Alí, más allá, pasa murmurando un cántico monocorde, casi sin abrir los labios. María trastabilla y vuelve a derrumbarse. Fons se acerca y vuelve a ayudarla a levantarse.

El sol del mediodía es implacable. Todos están tirados bajo la inexistente sombra de un arbolillo solitario, como dormidos. Fons abre los ojos y reacciona, intentando pararse.
–López –la llama–. Si nos quedamos acá, López, no nos movemos más. ¿Me escuchás, López?
La López no le contesta, sólo abre lo ojos y mira hacia la nada. Fons logra pararse.
–¡Arriba! ¡Arriba! –les grita a todos, afónico.
Nadie se mueve. El rostro de Fons empieza a temblar de ira e impotencia. Mira a lo lejos. Sólo ve desierto. Va hacia María y la obliga a levantarse tironeándola de la ropa. Ella logra pararse y lo mira suplicante. Fons toma su capote, lo enrolla y se lo cruza en bandolera. Luego va hacia María y cruza uno de los brazos de la mujer por encima de sus hombros. Da un paso, tratando de hacerla caminar. La López gira la cabeza y lo mira. Con un último esfuerzo se pone de pie.
Los otros empiezan a moverse. Fons da otro paso, sosteniendo a María, y mira al cielo. Varios caranchos planean sobre ellos.

El sol ya se pone en las sierras lejanas. Fons lleva a María colgada, casi arrastrando los pies en el polvo. Salvatierra cae y se queda inmóvil en el suelo. La López, que camina de rodillas, de repente levanta la vista.
–El indio... –murmura.
Clarmont, tambaleándose y delirando, pasa de largo sin escucharla.
–¡El iiindioooo!... –aúlla la López.
Alí da tres pasos, llega hasta ella y se deja caer sentado. La mira con piedad.
–Pobrecita. Callate, López –le dice con ternura.
La López grita más fuerte, levantando el brazo con un último esfuerzo.
–¡Viene el indio! –dice a punto de llorar.
Fons deja recostada en el suelo a María y se yergue lo más que puede. La López cae exhausta.
Los ojos enrojecidos de Fons se humedecen mirando hacia la lejanía. Sobre el borde de una loma, recortada contra el sol que se pone, está la figura de Maquinchao con los brazos abiertos y las cantimploras colgando de sus manos. Fons cae de rodillas en el polvo y mira al cielo.

El agua chorrea por las comisuras de los labios cortados y sedientos de María. Maquinchao estira su brazo ofreciendo otra cantimplora. La López levanta la vista. Maquinchao insiste. La López toma la cantimplora y bebe. Luego vuelve a mirarlo. Maquinchao le sostiene la mirada un instante y luego gira para ofrecerle la última cantimplora a Fons. La López termina de beber y le ofrece la cantimplora a Salvatierra. El hombre bebe mientras la mira agradecido. La López elude su mirada y gira la vista hacia Maquinchao y Fons que se han sentado muy cerca uno del otro.
–Están ahí nomás –le dice Maquinchao.
A Fons se le iluminan los ojos.
–Pero en un par de horas levantan campamento –le advierte.
Fons hace cuentas mentalmente y enseguida concluye:
–Claro. Viajando de noche alcanzan la sierra antes que queme el sol.
Maquinchao asiente.
–¿Ahí sí que los perdemos, no? –dice Clarmont, que se acerca gateando.
–Hay que sorprenderlos esta noche. O nunca –concluye Fons.
–¿Y si no podemos? –pregunta María.
–Carne para los caranchos –le contesta la López encogiéndose de hombros.

La luna llena los dibuja agazapados, ocultos en el bosquecillo de espinillos. Sólo se escucha un leve murmullo. Con un palito la mano de Fons dibuja un círculo en el polvillo. Los demás observan con atención. Inmediatamente Fons señala el vivac donde, allá a lo lejos, acampan los bandidos. Luego, a la derecha del primero, Fons dibuja otro círculo más chico y señala los caballos que están a un costado del vivac. Luego marca un punto entre él y el círculo mayor y señala al grupo.
Fons gira hacia Alí que lo mira con desconfianza. Fons señala el lugar donde se encuentran y señala con firmeza a Alí con el palito, y luego el punto.
–Vos nos cubrís por acá –le susurra.
Alí acepta con un gesto de resignación. María observa todo a pocos pasos.

(…)

El último de los bandidos que disparaba tira el arma y corre hacia los caballos, tratando de escapar. Los caballos se espantan y se desbandan. El hombre corre y pasa muy cerca de Alí que le apunta, pero no se decide a tirarle. El bandido sigue corriendo. Clarmont se levanta con esfuerzo, se para todo lo firme que puede sobre la pierna sana. Levanta el fusil. El bandido sigue corriendo. Clarmont lo mide, dispara y el tipo cae hacia adelante, como fulminado. Clarmont avanza rengueando hacia Alí, que ha bajado el revólver. Se lo saca de la mano y le pega una sonora cachetada.
–Cobarde. Ni para esto servís –le dice con desprecio y escupe al piso.

Todo ha terminado. La López llega al campamento. Chorrea sangre por debajo del pelo, a la altura de la oreja. Fons y Maquinchao traen arrastrando brutalmente al de chaqueta azul y lo arrojan al piso, cerca del fuego todavía encendido. El bandido sangra por la boca.
–¡Empezá a hablar, hijo de puta! ¿Dónde llevaban los caballos? –le grita Fons enardecido.
Fons le pega una patada en las costillas. El tipo se cubre con los antebrazos.
–¿¡Te hacés el chancho, rengo...!? –le grita Fons, mirándolo de costado.
–Yo no hice nada. ¿Por qué me pegan? –lloriquea el bandido.
–¡¡Hablá, carajo!! –le grita Fons cada vez más enfurecido.
Clarmont viene acercándose, tomándose el muslo ensangrentado. Toma el porrón de ginebra del piso y le echa un chorro a la herida.
–Déjemelo a mí –le pide a Fons–. Me debe la muerte de Maurice.
Fons no le contesta, se queda inmóvil, reconcentrado.
–Yo no hice nada. Dejenmé –ruega el bandido, mirando a la López y a Salvatierra, que se ha parado al lado de ella–. Puedo explicarles –insiste el bandido mirando a Fons.
–¿Ah, sí? –le dice Fons, tenso, mordiendo las palabras–. Yo te voy a decir lo que me tenés que explicar, y vas a hablar de corrido. Hasta en francés vas a hablar.
–¡Dígame qué quiere que le diga! –suplica.
–Laguna Amarga –le informa secamente Fons.
Al escuchar lo de Laguna Amarga, Salvatierra se queda desconcertado y los recorre a todos con la mirada. La López nota el cambio de Salvatierra y lo observa. El bandido se ha quedado mudo.
–¿Estás sordo? ¡Laguna Amarga! –repite Fons.
El bandido empieza a gimotear.
–Yo no soy de esos, señor –le contesta–. Yo no tengo nada que ver.
–¿Y entonces por qué nos emboscaron en el cañadón? –le pregunta Fons sin creerle una palabra.
–No sé; yo solamente estaba cuidando los caballos.
–Hágame caso, Fons, yo puedo hacerlo hablar hasta en francés al bruto este –le dice Clarmont y se echa un trago del porrón.
Fons no le responde. Mira al tipo y pierde la paciencia.
–¿Cuántos son allá? –le pregunta, subiendo el tono.
–No sé... –atina a contestar el bandido.
–¿Por dónde se llega!? –le pregunta a los gritos Fons, cada vez más ansioso.
El tipo lo mira con miedo y niega con la cabeza. Fons empieza a ametrallarlo con gritos furiosos.
–¿¡Dónde está el campamento!? ¿¡Está fortificado!? ¿¡Qué armamento tienen!?
El tipo sigue negando con la cabeza. La furia desatada de Fons de pronto se transforma en odio frío. Estira la mano hacia el fogón, toma un leño encendido y se lo acerca a la cara. El tipo intenta arrastrarse y recular. La López lo mira con rostro tenso pero indescifrable. Fons lo agarra del pelo. Maquinchao lo mira impertérrito. Fons le acerca la braza casi tocándole el ojo. María deja escapar un gemido que parece despertar a Fons. De pronto retira el leño y lo arroja sobre las brazas.
–¿Me permite? –le pregunta Clarmont.
–No, Clarmont. No le permito –le contesta secamente Fons.
–¿Le conté el tormento que usan los franceses en Argelia? –le pregunta Clarmont, insistiendo–. Si no hablan... después de eso, cantan –insiste Clarmont–. Pero mudos no se quedan.
–López, hacéte ver la herida –dice Fons, levantándose de un envión, dando por concluido el tema–. ¡Juan! –lo llama a Maquinchao–. Maniatalo bien. Que no se vaya a escapar.
Maquinchao asiente y obedece. El bandido respira aliviado.
–No vamos a torturar a nadie –dice Fons, ante la mirada de Clarmont.
Clarmont le da un largo trago al porrón y se lo ofrece. Fons lo toma y bebe a grandes sorbos.
Salvatierra, tiene otro porrón. Le ofrece un trago a la López. Ella lo mira con un gesto de rechazo. Pero ve beber a Fons, entonces acepta y se echa un trago.

Todos descansan tirados, no lejos del fogón, en el campamento de los bandidos. Por detrás, aparece Alí, como perro con el rabo entre las piernas. Clarmont lo ve y le espeta con desprecio:
–¡Fuera, perro!
María le está limpiando a Fons los raspones con el borde de la enagua. Fons mira a Alí.
–Más vale no te hubiera traído, cobardón –le dice despreciativamente.
–¡Fuera, fuera, perro! –lo echa Clarmont como si de verdad fuera un perro.
Alí, totalmente compungido, va retrocediendo hasta acurrucarse bajo un espinillo. María lo mira con lástima. Alí se larga a llorar en silencio.

Un chorro de agua cae sobre la cabeza de la López. Sangre aguada corre hacia adentro de la blusa. La López se estremece, luego se echa un trago.
–Va a cerrar rápido –le dice Salvatierra, dejando a un lado la cantimplora.
La López deja de beber. Salvatierra mira el porrón que tiene la López al costado. Ella se lo da. Salvatierra bebe un trago y se pone más animado.
–¿Puedo ir con ustedes? –le pide.
–Mañana vamos a llegar a la sierra. Ahí veremos –le contesta la López.
Luego de pensar un momento, gira la cabeza por sobre su hombro para mirarlo.
–¿Por qué querés venir con nosotros? –le pregunta.
–Decía nomás. Otro lado a donde ir, no tengo.

Fons despliega el mapa. Clarmont, con un torniquete sobre el muslo, se para a su lado, apoyándose en la otra pierna. Fons mira la pierna herida y le ofrece una botella. Clarmont la toma y desecha su preocupación.
–En un par de días estoy bien –lo tranquiliza–. Lástima los caballos –agrega.
–Mala suerte –le dice Fons.
Maquinchao se acerca con el fusil en la mano y lo muestra.
–Me lo quedo –les dice.
Clarmont lo consulta a Fons con la mirada. Fons le hace a Maquinchao un gesto de asentimiento. Maquinchao se acuclilla junto a ellos, con el fusil sostenido en el ángulo interno que forman sus rodillas. Sus brazos descansan a los costados.
Clarmont le pasa la botella. Maquinchao bebe.
–Al otro lado de las sierras está el río Colorado –les informa Fons, señalando en el mapa–. Más al sur del río no pueden estar. Por lo que sé, no tendrían aguadas –agrega.
Maquinchao confirma con un movimiento de cabeza.
–Si estuvieran más al este –interviene Clarmont, cabeceando hacia el prisionero–, éstos no hubiesen enfilado tan derecho para la sierra.
–Salvo que quisieran evitar las batidas del fuerte de Bahía Blanca –deduce Fons, pero inmediatamente desecha la posibilidad–: aunque... deben saber que la guarnición fue reducida para mandar tropas frescas al Paraguay. No están como para mandar partidas.
–Al oeste, las lanzas de Calfucurá –tercia Maquinchao.
Fons mira de reojo a Maquinchao y asiente con la cabeza. Luego se vuelve a quedar pensativo. Los otros dos esperan que decida qué hacer.
–¿Entonces? –dice Clarmont.
Fons piensa un instante.
–Creo que es todo por ahora –dice al fin Fons, poniéndose de pie–. Ya tenemos algo. Nos ganamos un descanso.
Oyen el crujido de una rama. Giran y miran sorprendidos.

Alí se acerca resuelto hacia ellos, con el rostro helado. Clarmont le dirige una mirada sobradora y vuelve a darle la espalda para hablarle a Fons. Alí se le para atrás. Cuando Clarmont gira nuevamente, Alí le pega una fuerte cachetada en plena mejilla. Clarmont no reacciona. Queda atónito y sorprendido. En el acto, Alí, con un rapidísimo movimiento, le saca la pistola de la funda y la arroja a un costado, lejos.
–¡Imbécil! –le grita Alí en la cara a Clarmont.
Todos están inmóviles, estupefactos. Alí los mira.
–Ignorantes... –les dice con desprecio–. ¿Qué saben ustedes lo que es el miedo? ¿La cobardía? ¿¡Qué saben qué se siente cuando hay que cargar a bayoneta contra una batería de cañones cargados con metralla!? ¿Qué saben ustedes? –les grita.
Después baja el tono.
–¿Cuando hay que enterrar los pedazos del cadáver del mejor camarada? ¿Cuando hay que degollar y se pierde la cuenta de las cabezas cortadas?
Los demás lo siguen mirando petrificados. Alí hace una pausa.
–¿Saben lo que fue la guerra de Crimea? –les pregunta de imprevisto.
Luego mira a Fons.
–Usted sabe. ¿No? –le inquiere con tono afirmativo–. Curupaití con sus muertos fue una escaramuza, capitán –le reprocha–. Teníamos que tomar las trincheras. Los cosacos nos esperaban en todas las quebradas. Duró semanas. Cuando terminó, quedábamos ocho. Ocho sobre quinientos.
Alí vuelve a alzar la voz:
–¿Puede entenderlo, capitán? –le grita a Fons.
Fons no le contesta.
–Me condecoraron. Me ascendieron –dice Alí, volviendo a bajar el tono.
Fons baja la cabeza.
–Al otro día tiré las medallas a la fosa común y deserté –dice, buscando la mirada de Fons.
Fons lo mira a los ojos.
–Me vine a este país escapando de la guerra. Como tantos. Solamente quería olvidarme.

Alí baja la cabeza y vuelve a mirar a Fons.
–Ahora puede usted hacer lo que quiera, capitán –le dice Alí, desafiante.
Fons no le contesta. Alí, entonces, pega media vuelta y se va desierto afuera. Clarmont lo llama con voz quebrada.
–Alí...
Alí se da vuelta y lo mira entristecido.
–Disculpemé –le pide Clarmont–. No sabía...
Alí no le contesta. Le da la espalda y se va. María va a ir detrás de Alí, a buscarlo. Fons la detiene con una seña.
–Dejalo solo –le dice.

En el fogón, sólo quedan algunas brasas humeantes. Todos beben de los porrones de ginebra, en silencio, ya bastante tomados.

En la noche del desierto sólo se oye un murmullo monótono. Maquinchao camina tratando de no hacer ruido. Sube a una pequeña elevación y se detiene a mirar. Iluminado por la luz de la luna, Alí está arrodillado, sentado sobre sus talones, en medio de una planicie yerma, mirando hacia el horizonte. El rostro de Maquinchao, severo como siempre, deja vislumbrar, por un instante, un brillo piadoso.

Los demás duermen, en el campamento, con los porrones de ginebra tirados a los lados.

En el cielo del amanecer se escucha el desgarrado alarido de María. Fons tira a un lado su capote y se pone rápidamene de pie, revólver en mano. María retrocede espantada ante el prisionero que, todavía maniatado, muestra un amplio tajo en la garganta, con sangre aún húmeda.
–¡Lo degollaron! –murmura María.
Fons se acerca y observa brevemente el cadáver.
–¿¡Quién fue!? –pregunta, exigiendo respuesta inmediata.
La López se levanta. Clarmont aparece por atrás de Fons.
–No se haga el inocente, Fons –le dice secamente.
Fons gira.
–Fue usted –concluye Clarmont.
Fons lo mira tranquilo y curioso.
–¿Y por qué habría de matarlo? –le pregunta Fons.
–Para que yo no lo torture hasta morir –le contesta tranquilamente Clarmont–. Prefirió matarlo a cargar con el deshonor de permitir un tormento.
–Buen razonamiento, pero no fui yo –le contesta Fons, concluyente–. Tampoco cargaría con el deshonor de matar a un prisionero.
Clarmont sonríe y menea la cabeza. Fons mira a la López.
–¿Venganza? –le pregunta.
–Mi venganza está más adelante, capitán –le contesta la López, segura–. Con los que mandan.
La López busca con la mirada a Maquinchao, que está impertérrito. Luego mira a Fons.
–Ya sabemos que éste no es lo que parecía ser... –le dice la López.
Fons lo mira a Maquinchao y mantiene la mirada clavada en los ojos del indio.
–Por eso mismo no creo que haya sido él –afirma Fons–. Todas las lanzas que conocí, matan dando la cara.
En ese momento aparece Alí.
–Yo no fui –dice, atajándose.
Clarmont lo mira muy serio.
–Nadie dijo que fuera usted –le aclara Clarmont.
–Pero lo pensó... –replica Alí–. Si es que no fue usted.

Clarmont sonríe, y niega con la cabeza.
–Sea como sea, el muerto, muerto está –dice Clarmont, recorriéndolos con la mirada–. Acá ninguno es un inocente, y todos estamos condenados –les dice–. No nos van a aumentar la condena por un cadáver más o menos –concluye, irónico.
Los demás se quedan en silencio. Salvatierra se acerca trayendo un caballo de una soga atada al cogote.
–Estaba ahí nomás. Se ve que no se fue con los otros... –les comenta contento, como ajeno a todo.
–Muy bien –dice Clarmont, saliéndole al encuentro–. No me viene mal este caballo –agrega, señalándose la pierna herida.
–Ese caballo no es para usted, Clarmont –dice Fons–. Esta mujer –agrega, señalando a María– lo necesita más. Así que... si no le molesta –concluye, tendiendo la mano hacia la soga.
–Sí. Me molesta –retruca Clarmont.
–En todo caso –los corta Salvatierra intempestivamente–, si alguien lo necesita es ella –les dice, haciendo un gesto de cabeza y señalando hacia la López.
–Yo me sé defender sola –le dice la López–. Así que mejor te callás –agrega, dejándolo desairado.
Salvatierra hace un gesto de contrariedad y se aparta, enojado.
–Si hay un caballo, tiene que servir para salir a buscar más caballos –afirma Maquinchao.
–Una lógica impecable –ironiza Clarmont.
–Tiene razón –interviene con firmeza Alí.
Todos lo miran.
–Yo puedo salir a buscarlos –continúa el turco–. Y de paso, a ver si encuentro los míos que perdí por culpa de ustedes.
–Disculpemé, Alí –le dice Clarmont–, pero el asunto de sus caballos en este momento es secundario. Hay una cuestión de prioridades.
–Sí. Y las pongo yo –los corta tajantemente Fons.
–Usted no manda nada –lo provoca Clarmont–. ¿O se olvida que me vino a buscar porque no sabía qué hacer con su maldita vida?
–Ya me tenés harto, Clarmont –le contesta Fons, mordiendo las palabras–. Estoy harto de tus impertinencias.
Fons se acerca a Clarmont.
–¿Por qué no te volvés a Francia? –le dice en la cara–. Esto es la guerra, Clarmont. Vos servís nada más para matar dormidos.
Clarmont se encoleriza y le pega un puñetazo que le parte el labio a Fons. Fons pierde el control y arremete como un toro embistiéndolo y derribándolo. Clarmont se zafa y lo enfrenta como un boxeador. Fons lanza golpes que Clarmont esquiva para luego golpearlo. Le parte una ceja. Pero Fons logra tomarlo de la chaqueta y sujetarlo con una mano mientras con la otra lo golpea una y otra vez. Clarmont se zafa y saca el estilete de la bota. Fons se frena. Clarmont lo hiere en una mano. Fons retrocede. Clarmont avanza decidido a todo. María mira con furia contenida.
Maquinchao salta, facón en mano, y se le interpone a Clarmont pegando un alarido para defender a Fons. Se miran y empiezan a girar, trenzándose en un duelo a cuchillo. Luego de algunas estocadas fallidas, Maquinchao pega un salto y golpea a Clarmont con un planazo. Clarmont cae y cuando Maquinchao va a lanzarse sobre él, la López, rápida como un rayo, se le abalanza por detrás al indio. Lo sujeta tomándolo del pelo con una mano y lo inmoviliza mostrándole con la otra el filo del facón. Maquinchao mira a Fons. La López lo va a degollar. Clarmont se levanta y también avanza hacia Maquinchao mostrándole el estilete. Fons apunta a la López con el revólver. Salvatierra levanta un Winchester. Alí también saca el revólver.
El estrépito del disparo atruena en el desierto caliente. Todos quedan petrificados como están.
Lentamente giran la mirada. El caballo, herido de muerte, todavía cocea. María, con un Winchester humeante en sus manos, los mira con desprecio.
–Ahora ya no tienen más por qué matarse –les dice fríamente.
La López suelta a Maquinchao. Fons baja el arma, avergonzado. Salvatierra lo imita, aliviado.
María arroja el fusil lo más lejos que puede, pega media vuelta y empieza a caminar hacia las sierras lejanas. Clarmont guarda el estilete y levanta el saco del suelo. Alí mira el cielo y guarda el arma. Fons va hasta el Winchester que tiró María y lo recoge.
–¡Mujer! –le grita a María.
Ella se da vuelta. Fons se acerca hasta quedar a cinco pasos. La mira y le arroja el fusil a las manos.
–Todavía tenemos mucho que hacer –le dice.
María baja la cabeza un instante. Luego la levanta y se lo queda mirando a los ojos.

La bota de Fons da un paso desde el suelo plano y polvoriento y va a plantarse sobre un talud pedregoso. Las sierras se levantan imponentes alrededor del grupo. La quebrada se abre acechante. Maquinchao señala unas huellas de caballos en el suelo. El grupo mira la quebrada, con desconfianza.
–Esta quebrada es el único paso a la vista –le informa Fons a Clarmont y mira a Maquinchao.
Maquinchao le señala las huellas marcadas en el suelo.
–Por acá pasó uno; debe ser el que se adelantó con los caballos –informa Maquinchao–. Llevaba uno montado y los demás en tropilla.
–Bien –le dice Fons, echándole a las huellas una rápida mirada–. Seguro que fue a avisar. Nos van a venir a buscar.
–Que vengan nomás –propone Clarmont–. Necesitamos caballos.
La López asiente y mira las crestas con desconfianza. Fons hace un gesto de duda y lo mira a Maquinchao que mira hacia arriba y hace un gesto afirmativo. Luego Fons lo mira a Alí buscando su opinión. Alí también afirma con un cierre de ojos.
–Bueno –concluye Fons–. Tengamos paciencia.
Las sierras se tiñen de los reflejos del atardecer.

Es de noche. Están acostados, en un improvisado campamento. Fons tiene los ojos abiertos. María se le acerca. Fons la percibe y cierra los ojos. Ella se acurruca junto a él. Él estira el capote y la cubre. María apoya su cabeza contra el pecho de él. Él la mira y le corre un mechón de su cabello rubio que le cae sobre la cara. La boca de María se entreabre. Fons pone su dedo frente a sus labios como pidiéndole silencio. Ella sonríe y se aprieta contra él, cerrando los ojos. Fons mira el cielo, que está estrellado. Salvatierra, a unos metros, tampoco duerme. La mira a la López, que está de centinela sobre una alta roca con la mirada perdida en la noche.

Amanece. Maquinchao se acerca a Fons y lo mueve para despertarlo. Fons, somnoliento, entreabre los ojos. Maquinchao le señala hacia la quebrada. Fons abre los ojos bien grandes y lo mira. María, que está abrazada a él, también despierta. Maquinchao la mira a ella y sonríe melancólico. Fons mira a Maquinchao, mira a María y vuelve a mirar al indio, interrogante. Maquinchao inclina su cabeza con tristeza.
–Yo también tenía mujer –le confiesa.
Fons se incorpora sin dejar de mirarlo.
–Ellos se la llevaron –le explica Maquinchao.
Fons mueve su cabeza, comprendiendo.
–Quise hacerme cristiano. Dejar la lanza. Vivir en paz. No me dejaron...
Fons baja la mirada.
–Vi un grupo por la quebrada –le informa Maquinchao, recomponiéndose y volviendo a su gesto adusto–. Bien montados –agrega.
–¿Vienen para acá? –pregunta Fons, parándose y acomodándose la pistolera.
–No –le contesta Maquinchao–. Se apostaron para emboscarnos.
Fons lo mira. Ambos sonríen.

Todos están en la boca de la quebrada, en plena sierra. María llega desde la retaguardia. En lugar de las enaguas, tiene puesto un pantalón que le queda grande, y viene ajustándose el cinturón. Lleva una canana en bandolera y el Winchester al hombro. Al pasar mira a la López y le pregunta con la mirada si lo que trae puesto le queda bien. La López sonríe y le hace un gesto de cómplice aprobación. Fons las apura con ademanes silenciosos. El grupo se pone en marcha. Maquinchao los guía. Bajan una pendiente y luego suben por una cornisa escarpada.

Luego, se desplazan entre grandes barrancos. Salen a una planicie de roca que cruzan a la carrera.

La cabeza de Maquinchao asoma por detrás de un borde rocoso. Inmediatamente Fons se acuclilla a su lado. Maquinchao señala en silencio. Fons se pone cuerpo a tierra y observa. Dos bandidos están apostados algo más abajo, acechando hacia una hoya que forma allí la quebrada. Un hilo de agua corre entre las piedras del lecho. La sierra los rodea por todas partes. Fons asiente también en silencio y ambos se deslizan reptando hacia atrás.

Fons mira un croquis de la hoya dibujado en el polvo frente a él. Levanta la cabeza.
–¿Estamos listos? –les pregunta a los otros, que lo rodean.
Todos asienten. Con señas, les indica, entonces, las direcciones a seguir. Fons, María y la López por la derecha. Clarmont y Maquinchao por la izquierda.
–Cada grupo a un lado de la quebrada –les explica–. Alí, usted se queda cubriendo la entrada –le indica.
Alí asiente con la cabeza. Salvatierra, con un ademán, le pide un puesto de combate. Fons, de la misma manera, lo manda con Clarmont y Maquinchao. Se cruzan gestos de aliento y los dos grupos parten. Todos llevan fusiles y revólveres. Fons y las dos mujeres empiezan a trepar una cuesta. Clarmont, Maquinchao y Salvatierra se desplazan hacia la cresta de enfrente, mucho más abrupta. Caminan por la cima tratando de no hacer ruidos. Alí baja a ubicarse en su posición. Fons se detiene y le señala a la López hacia abajo, a los dos bandidos que vieron con Maquinchao. Los emboscados están tranquilos. La López los ve y asiente. Fons sigue adelante haciendo una seña a María para que vaya con él. La López le hace un guiño a María, que se da vuelta a mirarla. María sonríe nerviosa y sigue a Fons. Maquinchao se detiene. Le indica a Clarmont que se aposte allí mismo. Más abajo hay un emboscado, durmiendo. A su derecha, otro, recostado contra una piedra. Clarmont asiente. Maquinchao sigue con Salvatierra. Hace unos cuantos metros y le señala a Salvatierra hacia abajo. Allí están los caballos de los bandidos. Le indica con señas que ambos bajen a buscarlos. Alí termina de acomodarse detrás de una piedra desde donde tiene a la vista las dos paredes de la quebrada.
Fons le indica a María que lo cubra, la besa en la frente como al pasar y comienza a avanzar agazapado rodeando una peña. María quiere decirle algo pero Fons ya no puede verla. Maquinchao y Salvatierra llegan cerca de los caballos. Dos hombres montan guardia. Desde allí ven, sorprendidos, que cinco bandidos están escondidos tras las piedras del lecho casi seco de la quebrada y fuera de la vista desde arriba. Maquinchao mira a Salvatierra con preocupación. Mira hacia la pared de enfrente de la quebrada y ve a Fons desplazándose para acercarse a dos emboscados que tiene más abajo. Maquinchao hace un gesto de contrariedad volviendo a mirar a los que están tras las piedras. Luego mira a Fons. De repente, uno de los emboscados que están tras las piedras descubre a Fons.
–¡Allá! ¡Arriba! –grita.
Los cinco bandidos empiezan a dispararle. Las balas rebotan muy cerca de Fons, que intenta cubrirse. Los que estaban debajo de él, salen de su parapeto y también le disparan.
Maquinchao, de un salto, se ubica y les dispara. Uno de los bandidos cae, pero dos de los que están emboscados en el lecho giran y le tiran a él. Maquinchao se cubre. La López dispara contra los que tiene cerca y derriba a uno. Clarmont hace lo propio con los suyos. Dos tiros y dos muertos. Luego salta siguiendo el camino de Maquinchao. Fons intenta disparar pero el fuego que recibe no lo deja asomarse. María sale de su refugio y va tras él. La López le dispara al otro que tiene a tiro y lo derriba. Corre pendiente abajo, hacia el lecho.
–¡Alí! ¡En el río! ¡Hay otros! –le grita la López a Alí, a la carrera.
Alí sale de su refugio y mira. Luego empieza a correr por el borde del lecho. Le disparan y Alí se tira tras unas piedras. La López sigue corriendo bajando la pendiente. María llega donde está Fons y se tira tras la piedra. Varias balas pican sobre su cabeza.
Salvatierra está aturdido, no sabe qué hacer. De repente, su rostro se desencaja de ira, levanta el Winchester y empieza a caminar hacia los que están parapetados en las piedras del lecho, totalmente a la descubierta. Se les acerca por atrás. Maquinchao lo ve. No entiende lo que quiere hacer. Salvatierra sigue avanzando con el Winchester a la altura de la cintura. Maquinchao empieza a tirar para cubrirlo. Alí lo ve bajar a Salvatierra y también tira desde su lado. La López llega bajando hasta el lecho y también ve a Salvatierra avanzando. Está a veinte metros de los bandidos, que todavía no lo ven.
–¿¡Qué hacés, Salvatierra!? –grita la López.
Salvatierra no la escucha. Fons salta y comienza a disparar. Los tipos responden el fuego hacia todos lados. María empieza a disparar al bulto. El tiroteo se generaliza. Los dos bandidos que cuidaban los caballos descubren a Salvatierra.
–¡Ahí va uno! –grita uno de ellos.
Maquinchao inmediatamente le dispara y lo derriba. Pero ya los bandidos han escuchado. Giran y lo ven a Salvatierra. Clarmont llega a la carrera junto a Maquinchao. Se miran interrogantes un instante y empiezan a disparar para cubrirlo. Los bandidos se parapetan. Fons también baja y dispara. María va tras él. Varios bandidos emboscados en las paredes de la quebrada, confundidos por lo que pasa, empiezan a abandonar sus posiciones y a bajar hacia los caballos.
Salvatierra se para a diez metros de los bandidos y empieza a disparar recargando el Winchester a una velocidad sorprendente. Cae un bandido. Otro gira y un disparo lo tumba. Un tercero le dispara y erra. Salvatierra le descerraja dos disparos consecutivos. El que queda se aterroriza y suelta el arma. Salvatierra lo acribilla sin miramientos. Maquinchao salta sobre el otro que cuidaba los caballos y ruedan. Cuando el tipo se para, Clarmont lo abaraja con un tiro en el pecho. Maquinchao se pone de pie y señala a los que bajan a buscar los caballos en desbandada.

Salvatierra mete balas cargando su Winchester. Fons llega al lecho y les dispara a los que bajan a la carrera desde sus posiciones en las paredes de la quebrada. Uno rueda, pero cuando Fons quiere girar se tropieza y cae golpeándose en la cabeza, y queda desmayado. Salvatierra empieza a disparar nuevamente, ahora hacia los que escapan. Maquinchao y Clarmont corren hacia donde cayó Fons. Alí y la López también. Clarmont se para en seco, gira, dispara y cae otro bandido que estaba a punto de alcanzar los caballos. Quedan dos bandidos. Uno de ellos le apunta a Fons para rematarlo. Maquinchao se lanza desde una piedra y cae sobre él a tiempo para desviar el disparo. Salvatierra sigue avanzando buscando al otro, que se esconde tras una piedra y apunta al lugar por donde Salvatierra va a aparecer. María, que se había refugiado, lo tiene a cuatro pasos. Lo ve y ve a Salvatierra avanzando. Le apunta al bandido y gatilla. No sale el tiro. María, aterrorizada, gatilla otra y otra vez. A la cuarta, cuando el tipo ya la ha visto y le apunta, para sorpresa de la misma María, sale un disparo que le pega al bandido en la frente.
Maquincaho clava de un golpe su facón sobre el bandido que derribó. Salvatierra sigue de largo. Lo miran sin entender. Va tras una piedra. Un bandido, al que no habían visto, está escondido allí. El tipo arroja el arma y sale con las manos en alto, reculando. Salvatierra le descarga el Winchester tiro a tiro, sin un gesto. La López llega hasta Salvatierra y lo zamarrea.
–¡Pará, bárbaro! –le grita.
Salvatierra parece volver en sí. La mira y deja caer el Winchester, desolado. Luego mira a su alrededor y retrocede temeroso. La López lo abraza, conteniéndolo.

Es de noche. El fuego arde. Todos se han ubicado en las cercanías del fogón, rodeándolo, menos Salvatierra que está algo apartado.
–Bueno –dice Fons, de pie, francamente recuperado.
Los demás lo miran.
–Ahora empieza otra historia –agrega.
Los otros sonríen.
–Pero antes de seguir adelante... –continúa Fons, sentándose, y recorriéndolos con la mirada– ...tenemos que resolver una cuestión pendiente.
Todos se ponen serios.
–¿Quién mató al prisionero? –les lanza a boca de jarro.
Clarmont resopla.
–No, francés –le dice la López con respetuosa familiaridad–. Esta vez tiene razón.
Clarmont asiente a disgusto, pero no dice nada.
–Pero antes –continúa la López mirando a Fons– quiero hacerle una sola pregunta. Cuando me tenía apuntada, ¿iba a tirarme?
–¿Lo ibas a matar a traición? –le pregunta Fons haciendo un movimiento de cabeza hacia Maquinchao.
La López mira a los ojos a Fons unos instantes y luego baja la cabeza.
–¿Algo más antes de resolver lo del prisionero? –pregunta Fons, ya dueño de la situación.
–¿Cuál es la importancia de discutir la muerte de un enemigo? –pregunta Clarmont–. Y menos ahora, después de semejante estropicio que hicimos –agrega el francés, señalando hacia la quebrada.
–En primer lugar –le contesta Alí con tono firme, adelantándose a Fons–, eso no fue la ejecución de un enemigo, sino un vulgar asesinato y, tal vez, una traición. Pero lo que importa ahora, y que no puede esperar, es quién. Y sobre todo, por qué.
–Capaz que si nos enteramos quién es él, podemos saber si tenía motivos –dice la López mirando hacia Maquinchao–. Usted debe saberlo –concluye, mirando a Fons.
–Soy Juan Maquinchao –se adelanta a responder el indio, seco, pero cortés–. Acá nadie sabe nada de nadie. No vinimos a hacer amigos.
La López mira a Fons.
–¿A qué vino? –le pregunta, insistente.
–No vine, me trajeron –dice Maquinchao, algo en broma.
Las miradas vuelven a tensarse.
–¡Basta! –corta Fons–. Por última vez, ¿quién fue?
–No puedo creerlo... –dice Clarmont, meneando la cabeza.
–Crealó –le contesta Fons, sin dar lugar a más réplica.
Luego recorre con la mirada a uno por uno: todos niegan. Fons se pone súbitamente de pie.
–Entonces cada uno por su lado –dice, resuelto–. Una victoria no puede servir para encubrir una bajeza. Fons levanta su fusil por sobre la cabeza a modo de saludo.
–Que tengan suerte –les dice, dando por terminada de hecho la reunión.
Nadie articula palabra. En silenciosa tristeza empiezan a levantarse. María se va al lado de Fons.
De pronto, desde un costado se escucha la voz de Salvatierra.
–Fui yo –les dice, bajando la cabeza.
Todos lo miran sorprendidos e interrogantes. Salvatierra, con la cabeza baja, estruja el borde del ala de su sombrero con las yemas de los dedos.
–Tenía miedo de que ustedes me descubrieran –confiesa.
Lo miran cada vez más atónitos.
–Yo... venía para... unirme... Unirme a ellos.
–¿A quién? –le pregunta Clarmont, incrédulo.
Salvatierra hace un mínimo gesto hacia el cadáver de un bandido que yace muy cerca.
–A ellos –le contesta.
La López se queda muda e inmóvil. Lo mira a Salvatierra sin poder creerlo.

Atardece. El mapa de Fons está desplegado. Un dedo morrudo se apoya toscamente en el mapa, señalando un punto.
–Tiene que ser por acá –dice Salvatierra.
–¿Y cómo es que fuiste a dar al medio del desierto? –le pregunta Fons, intrigado.
–Y... cuando me escapé del penal... –señala el mapa– no tenía uno de estos –dice irónica, pero ingenuamente.
Clarmont lo mira a Fons socarronamente. La continuación de Salvatierra lo interrumpe:
–Tampoco me iba a servir. No sé leer.

Maquinchao está revisando los caballos. Fons le pone el mapa delante de la vista y señala el punto que marcó Salvatierra.
–Dice que puede ser por acá –le indica, consultándolo.
Maquinchao mira el mapa.
–Difícil –contesta de inmediato.
–¿Por?
–No hay cómo sacar la hacienda. A los lados, la sierra. Al sur, el Coloradoleufú.
–¿El Río Colorado? –le pregunta Fons.
Maquinchao asiente. Fons piensa un instante.
–¿Creés que miente? –le pregunta Fons.
Maquinchao niega con la cabeza.
–¿Y entonces? –vuelve a interrogarlo Fons.
Maquinchao se encoje de hombros. Fons gira y mira hacia atrás. Salvatierra está medio recostado al lado de la López, que prepara su manta para dormir.
–Decime, bruto –le dice la López–. ¿Cómo mataste al tipo porque te iba a delatar, si ni siquiera sabía que te les pensabas unir?
–Es que me dio miedo. No sabía... –explica Salvatierra.
–¿Y por qué cambiaste de idea? –le pregunta ella.
–¿De qué? –Salvatierra se hace el tonto.
–¿Por qué te quedaste y no te fuiste con ellos? Tenías la oportunidad ahí, en la quebrada. Y resulta que despenaste como a cinco... –le dice la López y se queda esperando respuesta.
Salvatierra duda un momento, va a decir algo pero se avergüenza y no se anima a hablar. Se va a parar para irse, pero no llega a hacerlo; vuelve a sentarse, en silencio. La López lo mira de reojo y se da vuelta a terminar de acomodarse para dormir. Entonces oye el tímido susurro de Salvatierra:
–¿Puedo dormir con vos?
Ella lo mira sorprendida. Inmediatamente se da cuenta de todo; baja la cabeza para ocultar una sonrisa.
–Va a hacer frío esta noche –se justifica Salvatierra.
La López permanece en silencio por unos instantes. Arma interiormente la respuesta.
–Mirá, Salvatierra. Recién ahora me estoy dando cuenta qué es lo que está pasando con vos –le dice, meneando la cabeza.–. Te lo voy a decir de una vez: yo soy mujer de un solo hombre –le aclara tajante.
–Pero está muerto –le replica Salvatierra.
Ante la mirada helada de la López, inmediatamente se arrepiente de lo que dijo.
–Sí –le responde la López con dureza.
Salvatierra baja la vista, avergonzado. La López cambia el tono ante esa actitud de Salvatierra.
–Cierto. Pero no lo puedo enterrar hasta que no lo vengue –termina explicándole la López.
Salvatierra se queda mirándola un momento. La López se da vuelta para dormirse y le da la espalda. Salvatierra toma su fusil, que tiene al lado, y se pone a limpiarlo.

El fuego arde en el campamento. La noche ha caído. María abraza a Fons, tapados ambos con el capote.
–¿Sabés qué...? –le dice ella con dulzura.
Fons está como ausente.
–...Si salimos de ésta, me gustaría que me lleves a Buenos Aires con vos.
Fons no le dice nada. Ella duda, y se muerde los labios.
–¿Te espera alguien, no? –se decide a preguntarle.
Fons no le contesta. Sólo la mira.
–Yo no soy lo que pensás... –trata ella de explicarle.
–Lo que vos sos, lo estoy viendo –la corta Fons, mirándola fijamente a los ojos–. Y con eso me alcanza.
Ella se aprieta contra él, enamorada.
–Ya falta menos –dice para sí Fons, mirando al cielo.

Los siete cabalgan por las estribaciones de la sierra, armados de revólveres y fusiles, con cananas en bandolera. Los cascos de los caballos atraviesan una corriente de agua, salpicando las piedras. Después bajan una cuesta y encaran una planicie, al galope. Más tarde, por detrás de una cresta, aparecen uno a uno, frenando los caballos que se detienen nerviosos, hasta quedar los siete recortados contra el cielo. Allá abajo corre, imponente, el río Colorado. Fons, María, la López, Clarmont, Salvatierra, Maquinchao y Alí miran las aguas que se arrastran mansamente entre las secas riberas. Fons talonea su caballo. Los demás lo imitan. Bajan la cuesta y llegan al borde del agua. Recorren algunos metros por las orillas del Colorado hasta que, a una seña de Fons, desmontan.

El sol cae a pico. Fons, Clarmont y Alí se bañan en el río. Disfrutan del agua. Unos cuantos metros más allá, tras un leve recodo, la López y María hacen lo mismo. El agua les llega arriba de la cintura. La López, que se ha dejado puesta la camisa, se lava el pelo y María, desnuda, nada feliz.

Fons se acerca nadando hacia donde están las mujeres y puede ver, semioculta por unas matas de la orilla, a María saliendo del agua y tirándose a secarse al sol. Sigue nadando y se detiene a observarla más de cerca, deleitado. Es hermosa. De pronto escucha un ruido y ve a Salvatierra, escondido en la ribera, observando a la López que sale del agua con la camisa mojada, pegada a su cuerpo. Fons sonríe ante la mirada avergonzada que pone Salvatierra al verse descubierto espiando. Fons sigue nadando hasta pasar el recodo y se detiene. Ve algo que le llama la atención de inmediato.

Maquinchao, mojado, viene corriendo por la ribera, poniéndose la camisa. Se detiene y le hace una seña a Fons hacia el mismo lugar.
–Ya lo veo –le dice Fons, levantando la mano.

Todo el grupo, vestido y armas en mano, camina por la ribera. Inmediatamente llega a un atracadero de troncos, bastante deteriorado. Lo observan detenidamente. Maquinchao se separa del grupo. El resto sigue observando con curiosidad. Se miran interrogantes.
–Raro, esto –dice Clarmont.
–Raro –le confirma Fons.
La López, observa hacia los alrededores, intentando descubrir algún indicio. Maquinchao, acuclillado, muy cerca de allí, contra un talud, está observando algo en el piso. Aparta tierra con las manos y encuentra, semienterrado, un cuerno de vaca.
–¡Fons! –lo llama.
Fons lo escucha y, seguido por Clarmont, va hacia él. Maquinchao termina de desenterrar una cabeza de vaca. Fons llega, la mira y asiente, comprendiendo. Lo mira a Clarmont, que se para a su lado. La López, a unos cuantos metros, agita algo en su mano.
–Buena suerte –les dice–. Alguien perdió una espuela.

Un trozo de una espuela rota gira entre las manos de Fons. A sus pies yace la cabeza de vaca, un cabestro deshecho, y un trozo de cuero con una marca. Fons deja la espuela y toma el cuero señalando la marca.
–Esta marca es de una estancia de Chasicó... Bien lejos... –dice Fons.
–Que no eran cuatreros de poca monta no había dudas, Fons –le dice Clarmont–. Pero que sacaran la hacienda por acá, eso sí es una sorpresa.
–No creo que solamente sean cuatreros –dice Alí.
Todos lo miran.
–Esto se parece más a una operación de logística –se explica.
Clarmont frunce el entrecejo. Maquinchao los mira sin comprender.
–Está queriendo decir que hay militares metidos en el asunto –le aclara Clarmont.
Maquinchao, entonces, mira a Fons, inquiriéndolo.
–Puede ser –se limita a responder Fons.
–Lo que sí está claro es que acá embarcaban al ganado hasta no hace mucho. ¿Por qué lo abandonaron? –pregunta Clarmont.
–Es obvio –responde Alí–. Porque era fácil de descubrir. Deben haber buscado un lugar menos accesible.
–¿Cómo y dónde llevaban la hacienda? –se pregunta Fons.
–En balsa, al este –arriesga Clarmont.
Fons no responde. Se encoge de hombros.
–Una pregunta más interesante por ahora para nosotros, caballeros, es cómo la traen –interviene Alí–. Tienen que cruzar la sierra. Debe haber un paso. Si lo encontramos, las huellas nos van a llevar directamente al nuevo embarcadero.
–Y al campamento –agrega Fons, aprobando lo de Alí.
–Ahí vamos a poder encontrar todas las respuestas que necesitamos –concluye el turco.
–Pero... ¿Y lo del campamento de Laguna Amarga, entonces? ¿Qué significa? –pregunta la López.
–Nada –responde Maquinchao.
–¿Una maniobra de distracción? –deduce Clarmont.
Maquinchao asiente con la cabeza.
–Laguna Amarga está hace tiempo bajo dominio de Calfucurá –agrega el indio.
Fons asiente, sin mirarlo. Ya está comprendiendo.

Fons despliega la carta. Clarmont, Alí, Maquinchao y Salvatierra lo rodean. El grupo alrededor del mapa está atento a Fons.
–Este paso –dice Fons, señalando en el mapa– es el único marcado en la carta, pero está muy al oeste, en territorio pampa, o sea que no lo pueden usar.
–¿No tendrán un arreglo con los indios? –pregunta la López, llegando.
–Seguro que no –responde Maquinchao.
–¿Cómo sabés? –le pregunta Fons.
Maquinchao se lo queda mirando sin decir nada. Fons entiende.
–Entonces debe haber otro paso... –dice Clarmont.
–Seguro –le contesta Alí.
Fons mira a Maquinchao.
–¿Lo conocés? –le pregunta.
Maquinchao niega con la cabeza.
–Mirá, Maquinchao –le dice Fons–, si llegamos hasta acá... me parece que no podés andar con tanto secreto...
Maquinchao no contesta.
–¿Y? –le insiste Fons a Maquinchao.
–No conozco otro paso –le contesta Maquinchao, ofendido.
Fons baja la cabeza, contrariado. Maquinchao se pone tenso.
–No te creo –le dice, despectivamente, Fons–. Estás mintiendo, indio de mierda –agrega, mordiendo las palabras.
Maquinchao se siente herido. Baja la vista un momento y la levanta mirándolo con tristeza, pero no le contesta. Da media vuelta y se va a buscar su caballo. Los demás miran a uno y a otro, sin saber qué hacer. María mira a Fons enojada. La López se le acerca, severa.
–Eso estuvo de más –le recrimina a Fons.
Fons patea el piso, para disimular que está avergonzado. La López va hacia Maquinchao que ya se dispone a montar para irse. Detiene el caballo sujetándolo por el freno. Maquinchao la mira.
–Yo te creo –le dice secamente la López.
–Eso que dijo, lo oí muchas veces –le dice Maquinchao, haciendo un gesto de cabeza hacia Fons–. Nunca de uno que me debía la vida.
La López no tiene qué contestarle.
–Cada uno por su lado –le dice Maquinchao, pidiéndole con un gesto que lo deje partir.
La López acepta. Maquinchao monta.
–¡Maquinchao! –se escucha la voz de Fons.
Maquinchao mira a Fons que se acerca unos pasos.
–Está bien. Retiro lo dicho –le dice Fons.
Maquinchao lo mira serio.
–La soberbia del militar no es más grande que la humildad del soldado –le dice Clarmont a Maquinchao.
Maquinchao lo mira un instante. De repente sonríe, comprendiendo lo que ha dicho el francés.
–Tal vez eso lo salve –agrega Clarmont.
Maquinchao mira a Fons, midiéndolo, y desmonta.

El fuego arde en el fogón. Fons y Clarmont observan el mapa. Alí llega a su lado. Salvatierra monta guardia. Maquinchao se acerca a ellos y se acuclilla al modo tehuelche.
–A lo mejor sirve de algo –dice el indio, llamando la atención de Fons.
–Había un paso por el costado de la sierra –agrega.
Clarmont y Alí lo miran, con interés.
–Contaba mi abuelo –continúa Maquinchao– que una vez, en la época del Restaurador, su gente escapó de una encerrona por ese paso... Pero no creo que pueda ser el que buscamos: está muy cerca del fuerte del Colorado.
Los tres lo miran. Clarmont arquea las cejas.
–¿Y por qué no puede ser? ¿A cuánto estará del fuerte?
–Como a cuatro leguas... –calcula Maquinchao.
–Desde el fuerte se escucharía el tropel –dice Fons.
–Salvo que el comandante sea sordo –ironiza Clarmont.
–¿Y la tropa? –pregunta la López, acercándose.
–¿Qué pasa los días de paga con la tropa? –pregunta Clarmont, conociendo la respuesta.
–Están todos borrachos –contesta Fons.
–¿Quién decide qué día se paga? –pregunta Clarmont.
–El comandante –contesta la López.
Clarmont los mira esperando que saquen las conclusiones obvias. Fons y la López se miran. Fons menea la cabeza.
–No puede ser –dice Fons.
–Vamos, Fons –le dice Clarmont, poniéndose de pie–. No se me haga el sorprendido... Esos arreglos son de todos los días. Hasta en la Legión Extranjera pasa.
–Algunas cabezas, un par de veces, puede ser. Pero esta operación es muy grande como para estar arreglada sólo con el comandante de un fuerte. Debe haber alguien de muy arriba... Son muchas cabezas de ganado.
–Bueno. ¿Qué hacemos? ¿Nos quedamos esperando? –pregunta Clarmont, apurándolo. Fons lo mira, pensativo todavía. Clarmont lo mira interrogante.
–No. Hay que buscar el paso –le contesta, entonces, Fons, decidido–. Después veremos quién los encubre.
Clarmont acepta con un gesto.
–Maquinchao –le dice Fons al indio–. ¿Vas con Alí?
Maquinchao acepta con un golpe de cabeza.
–¿Alí? –pregunta Fons, mirando al turco.
Alí acepta en silencio y mira a Maquinchao. Maquinchao le hace un gesto y ambos van a buscar los caballos.

Delante de una nube de polvo, Maquinchao y Alí cabalgan por la sierra, que los rodea y parece envolverlos.

(…)

Los caballos frenan rayando. Maquinchao y Alí desmontan saltando, cansados y agitados. Maquinchao va directamente a tomar la cantimplora de Fons, que lo mira. La López despierta y se pone de pie enseguida. Alí se acerca y Maquinchao le da la cantimplora. Maquincaho mira a Fons que no atina a preguntarle nada. Maquinchao sonríe.
–Los encontramos –le dice, contento.
Fons lo abraza. Maquinchao se sorprende y se queda inmóvil. Fons retrocede y le estira la mano. Maquinchao tiende la suya y las estrechan. La López llega sonriente y le da la mano a Alí. Clarmont llega y se abraza con Alí. María, todavía somnolienta, con la cara mojada, se acerca a ellos. Fons, intempestivamente, la besa en la boca. Ella no entiende. Los demás se ríen.

(…)

Entre la niebla de la mañana, un carretón avanza por el campo. Lo tiran cuatro caballos. Dos hombres van en el pescante. Uno de ellos, con ropa marinera, va sentado con la riendas y el otro, parado, con ropa de paisano y quepis amarillo, otea hacia adelante, escopeta en mano. Dos hombres más, con uniforme verde, van atrás, sobre la carga, armados con fusiles Remington. Atados a la culata, llevan dos caballos de carga, con barriles. De pronto suenan disparos. El que iba parado cae hacia atrás. Cuando el de las riendas las chicotea sobre las ancas de los caballos para hacerlos correr, otro disparo le pega en pleno pecho. El carretón avanza unos metros y los caballos se detienen, al mismo tiempo que los dos de atrás saltan del carretón mirando hacia todos lados. Un fogonazo estalla entre la niebla seguido de un estampido. Uno de ellos sale despedido hacia atrás, rebota contra una de las ruedas y cae de bruces al piso. El otro retrocede. Otro fogonazo, el estampido, y el tipo cae como fulminado, hacia atrás. La niebla espesa que cubre el suelo sólo deja ver la parte superior de los cadáveres que yacen tirados alrededor del carretón. Unas botas de potro emergen lentamente entre la niebla y se paran junto a uno de los cuerpos. Atrás se detienen las botas de Fons. La López mira impertérrita al capitán. Por detrás de ellos van apareciendo, circunspectos, los demás del grupo.

El sol ya está alto. La niebla ha desaparecido. Los caballos de tiro y los dos con los barriles están atados, mansos. Clarmont saca los últimos bultos del carro y se los entrega a Salvatierra, quien a su vez se los alcanza a la López que los deja en el suelo, junto a los otros bultos. Allí hay armas y cajas con municiones, además de bolsas de sal y yerba. Fons se acerca a Alí, que contempla satisfecho el carro capturado y lo aparta con un ademán. Mientras tanto, Salvatierra comienza a revisar la carga que yace en el suelo. Fons y Alí caminan unos pasos.
–Bueno, Alí –le dice Fons amablemente–. Ahí tiene una carreta y caballos... Elija un par de animales más, para remonta.
Alí se detiene y lo mira sorprendido.
–Ahora estamos a mano, no le debemos nada. No quiero retenerlo más. De acá puede salir para Chasicó y de ahí, a donde quiera. Quedamos en paz.
El rostro de Alí muda hacia una contenida y fuerte ofuscación.
–No puedo creer lo que estoy escuchando –dice Alí mirando hacia el piso, reteniendo un estallido de furia.
Fons lo mira sin comprender.
–Pensé que ya se había dado cuenta que yo no valgo una carreta con caballos –le dice Alí masticando cada palabra.
–Yo solamente quería devolverle lo que había perdido... y dejarlo libre –le dice Fons ingenuamente.
–Dígame una cosa –le replica Alí–. ¿Cómo va a hacer para devolverme el olvido?
Fons va a contestarle.
–Al traerme acá, me privó de la paz –lo corta Alí–. No me va a privar de la victoria.
Fons baja la cabeza. Alí pega media vuelta y se va. Se acerca a María metiendo la mano en el interior del chaleco.
–La plata que te debo... –le dice Alí dándole un papel–. Está en el Banco de la Provincia... en el Azul.
María mira el papel y mira a Alí, sorprendida. No atina a nada.
–Podés sacarla toda –le dice Alí, cabeceando hacia el papel.
María lo sigue mirando. Un velo de tristeza le cubre los ojos. Alí insiste. María toma el papel.
–A donde voy, no lo voy a necesitar –concluye Alí, yéndose.
A los pocos pasos se detiene. Gira y la mira.
–La victoria no se obtiene con dinero –le dice.
Fons, que se ha ido acercando, se para a sus espaldas.
–Sino con sangre –concluye Alí, girando y mirándolo a Fons a los ojos.
Fons no se aparta.
–¿Me permite? –le pide Alí, haciendo un ademán para que lo deje pasar–. Tenemos mucho que hacer.
Fons se aparta, sin un gesto. Alí va hacia el carro. Maquinchao, entre tanto, desengancha los caballos. La López termina de colocar pasto seco debajo del carro. Alí llega, se acuclilla, saca el yesquero y enciende el pasto que comienza a arder. La López lo mira. Alí se para y mira satisfecho cómo las llamas van creciendo. El humo viborea, y los reflejos de las llamas se agigantan sobre le rostro del turco.

(…)

Fons lo ve escurrirse más allá de los dos borrachos y reemprende la marcha con extremo sigilo. Otros dos bandidos duermen en el suelo. Fons pasa entre ellos, rodea unas rocas y llega hasta la carpa. Entra. Hay cajas de armas y de municiones. Cananas y armas blancas. Destapa un barril de pólvora y lo vuelca lentamente. Con cuidado de no hacer ruido, abre un orificio en otro barril, más pequeño, y empieza a dejar un reguero de pólvora. Se asoma de la carpa y escudriña en la oscuridad hacia todos lados. Nada se mueve. Sólo se escucha el oleaje perezoso del río Colorado.
Fons sale de la carpa y camina agachado. Con el barril, va dejando un reguero de pólvora. Llega hasta un recoveco entre las piedras que rodean la carpa, y deja el barril. Se asoma y escudriña de nuevo. Con la vista, calcula la distancia que lo separa de los dos borrachos tirados. Se acuclilla y saca un yesquero. Acerca la mano al extremo del reguero de pólvora tratando de cubrir con su cuerpo el primer chisporroteo del yesquero. El dedo de Fons se tensa sobre la piedra del yesquero.
Un par de pasos se hacen apenas audibles pero alarmantemente cercanos. Fons se paraliza, mira de reojo. Alguien se para detrás suyo. Con extrema cautela, Fons gira levemente la cabeza. Lo primero que ve son un par de botas de potro. Levanta un poco la vista. Una escopeta recortada le está apuntando a la cabeza. Fons mira de reojo hacia el extremo del reguero de pólvora que ha quedado casi a sus espaldas y ve que dos bandidos, uno a cada lado, le están apuntando con fusiles, también a la cabeza. Con tensión en la mirada, Fons hace un desesperado cálculo mental. Mira su mano con el yesquero y el extremo del reguero de pólvora. La escopeta recortada se levanta levemente. Fons renuncia. Baja la mano. Una bota de potro se apoya sobre su espalda y lo derriba al piso, empujándolo con fuerza. Fons se queda inmóvil, esperando lo peor.
Unos pasos se acercan desde atrás de las botas de potro, hasta ponerse a su lado. Son un par de botas militares bien lustradas, y un pantalón verde con vivos amarillos. Fons levanta la vista lentamente y recorre la figura hasta llegar al rostro. Es el oficial extranjero. De porte distinguido y mirada de águila. Luego mira al otro. Es el gaucho llamado Justo, de aspecto brutal y ojos asesinos. El oficial apenas mueve los labios.
–Lo estaba esperando –le dice con marcado acento portugués–. Es sin duda por su infinita ingenuidad, que pensó que yo podía ser tan estúpido. Una trampa tan burda...
Fons está mudo. Respira agitado. El oficial mira las charreteras.
–...Capitán.
Fons lo mira, tenso. El oficial mira de reojo a Justo y luego otra vez a Fons.
–Pensábamos pescar una anguila y cazamos un caimán. Usted debe ser el famoso Fons... –le dice el oficial, haciendo un gesto valorativo–. Algo me decía que podía atreverse...
Fons no le quita la mirada.
–Lo que sí no me imaginaba era que iba a llegar tan lejos –agrega.
–¿Cómo sabe... hijo de puta? –pregunta Fons.
La culata de la escopeta se estrella contra el cráneo de Fons.

(…)

Ya está amaneciendo. Maquinchao frena su caballo y desmonta. María se abalanza sobre Alí, desencajada.
–Lo abandonaste. ¡Basura! –le grita, zamarreándolo.
Clarmont se acerca y, ayudado por Maquinchao, la aparta. La López y Salvatierra corren hacia ellos.
–¿Qué pasó? –pregunta la López, deteniéndose agitada.
María se zafa y la enfrenta.
–¡Que lo dejaron abandonado! ¡Traidores! –le grita en la cara, fuera de sí.
La López le pega una cachetada. María la mira con odio, pero lentamente se afloja. Le tiemblan los labios.
–¿Qué le hicieron? –atina a preguntarle antes de largarse a llorar, desconsolada.
La López le estira los brazos y María se lanza a abrazarla, como refugiándose. La López la aprieta contra ella y por sobre su hombro mira a Clarmont y Salvatierra que desmontan a Alí.
–¿Vivo o muerto? –le pregunta Clarmont, sosteniéndolo.
–No sé –contesta Alí, mirándolo descorazonado.
Con cuidado, lo llevan contra una lomadita y lo recuestan.
–Nos estaban esperando... –dice Alí.
–¿Cómo? –pregunta Salvatierra.
–Nos pusieron una trampa. Se hicieron los borrachos. Qué estúpido... –se insulta Alí.
–¡La puta que los parió! –grita la López.
Clarmont termina de revisar a Alí.
–Tiene rotas un par de costillas –le dice–. Nada serio.
–Vamos a buscarlo –dice la López.
–Nada de eso –le dice Clarmont–. No vamos a seguir haciendo cosas de turco. Ir a meterse en la boca del lobo...
María lanza un sollozo.
–¡Y basta de lamentos! –ordena Clarmont–. Tenemos que sacarlo. Vivo, si es posible. Pero desde ahora vamos a actuar con inteligencia.
Maquinchao se acerca. Clarmont lo mira.
–Es mi turno –le dice el francés.

(…)

En su carpa, Souza Neves le entrega a Fons un oficio con el escudo argentino impreso al tope. Fons deja el jarro de café sobre la mesa y toma el papel.
–René Clarmont –le informa el oficial, adelantándole lo que dice el oficio. Fons le hecha un vistazo.
–Ya me habían informado de la llegada de un agente francés a Buenos Aires –le dice Souza Neves.
Fons acusa recibo con un rictus y levanta la vista. Deja lentamente el papel sobre la mesa y sigue a Souza Neves con la mirada.
–Cuando se me presentó, enseguida capté su acento, pero al principio no sospeché. Despues me di cuenta. Tenía que ser él. No sabemos desde cuándo ese francés trabaja contra nosotros; desde que era agregado cultural en Río, el año pasado, seguro.
Fons lo mira sorprendido e incrédulo.
–La sublevación de esclavos, en el sur del Brasil, fue gestada con apoyo de los franceses. Ahí mandaron varios agentes. A Clarmont lo destinaron acá. Lo está usando, Fons.
Fons entrecierra los ojos y baja la cabeza, pensando.
–Necesitan hundir esta operación concertada por los servicios secretos aliados.
Fons se pone alerta, levantando la cabeza.
–La sublevación de esclavos, ente otras cosas, tenía como objetivo impedir el abastecimiento de ganado para nuestras tropas en el frente.
Souza Neves hace una pausa. Fons se mantiene en silencio.
–Es probable que sus agentes ya hayan azuzado contra nosotros a los caudillos del litoral... y algo de éxito han tenido. El costo de la hacienda se triplicó en los últimos meses. Por eso el Estado mayor Imperial pensó en Buenos Aires.
Fons empieza a comprender. Souza Neves se le acerca.
–Su gobierno no podía autorizar oficialmente la salida de cabezas desde otro lugar que no fuera el litoral... Las relaciones de su gobierno con los caudillos ya estaban bastante deterioradas, como para sacarles el negocio de las manos.
Souza Neves vuelve al otro lado de la mesa. Fons termina de comprender.
–Así que la compra de ganado en pie desde el sur de la provincia debía permanecer en secreto.
Fons empieza a reaccionar.
–Pero ¿los aliados decidieron comprar las reses, o robarlas? –le pregunta directamente.
–Comprarlas –le contesta Souza Neves.
–¿Y el cuatrerismo? –lo interroga Fons.
–Fue idea mía –le contesta Souza Neves, algo orgulloso.
–¿Por qué un oficial de la Armada Imperial se involucró en una maniobra así? –le pregunta acusativamente Fons.
Souza Neves va hacia un costado de la carpa y abre un cofre que rebosa de monedas de oro con el escudo imperial.
–Por codicia –le responde con naturalidad Souza Neves, y cierra el arcón.
Fons no se inmuta. El oficial toma el jarro y da un sorbo.
–El Tesoro del Imperio me manda las partidas puntualmente –le explica, encogiéndose de hombros–. Y yo, puntualmente, le entrego la hacienda.
–La codicia, entonces, lo llevó al saqueo, al rapto, al asesinato... –sigue acusándolo veladamente Fons.
Souza Neves pone el jarro sobre la mesa.
–Con eso no tengo nada que ver –le dice con firmeza.
Fons lo mira, dudando.
–Justo y su gente no están bajo mi autoridad.
–Pero... ¿Quién reclutó esos hombres? ¿A quién obedecen?
–No se lo voy a decir.
–Claro –asiente Fons.
Su tono de voz se hace progresivamente intenso.
–Tampoco me va a decir que el que contrató a esa gente, es el mismo que se asoció con usted para terminar convirtiendo una operación político militar en una vulgar piratería –concluye ya con franco desprecio.
–Eso es otro asunto –desestima Souza Neves, cortante–. El objetivo de la operación se estaba cumpliendo con todo éxito hasta que usted y ese Clarmont aparecieron.
Se produce un silencio incómodo, espeso.
–Bien, Fons, resumamos –empieza a concluir Souza Neves–. Clarmont es agente francés. Los franceses apoyan al Paraguay. Y ese país, Fons, está en guerra con su país y con el mío. Le guste o no, usted está trabajando para el enemigo.
Fons le clava una mirada insondable.
–¿Y? ¿Qué me contesta? –lo apura Souza Neves.
Fons se toma un instante y luego le descarga sin afectación:
–Que usted es un hijo de puta.

Mientras las otras mujeres duermen, la india del manto, en el rancho, le da de beber a la mujer blanca embarazada. Ella apenas mueve los labios. Por un momento abre los ojos y la mira agradecida. La india le acaricia la cara y le acomoda el pelo. Se inclina sobre la blanca y le susurra al oído. La blanca asiente en silencio, comprendiendo. La india se saca su manto y lo acomoda sobre ella, tapándola. Luego se va, tratando de no hacer ruido. La mujer blanca la sigue con la mirada.

La india, agazapada, se acomoda la pollera y se escurre en el interior de la enramada. Con toda precaución pasa junto a uno de los guardias, que cabecea a unos pasos.
Su mano tapa la boca de Fons, que se despierta instantáneamente, y mira de reojo hacia los guardias. Fons hace un gesto de afirmación con la cabeza y la india le libera la boca.
–Cortalas –dice Fons, señalando las cuerdas con un golpe de vista hacia arriba–. Tengo que ir a avisarles. Los van a matar a todos.
La india niega en silencio.
–Por qué –susurra imperioso Fons.
–Te van a agarrar, milico. A mí me dejan llegar al río. Yo les traigo el agua –le explica.
Fons va a contestarle. La india mira nerviosa hacia afuera y de inmediato le tapa la boca de nuevo. Le hace un imperativo gesto de negación con la cabeza y luego una seña de silencio, que Fons acepta resignado con un cerrar de ojos. La india le destapa la boca y se escabulle saliendo por entre las ramas de la cerca. Fons la ve irse y trata de seguir con la mirada esa silueta que, en la oscuridad de la noche, se desliza por detrás de la enramada. Gira la cabeza hasta forzar el cuello hacia un lado y luego hacia el otro, buscando la silueta.

La india toma un balde de madera con asa de soga y se dirige hacia el río aprovechando un cono de penumbra que dejan las antorchas. Camina rígida y atenta. Varios hombres dormitan en sus puestos. La india tuerce un poco la dirección de marcha, evitándolos. Busca con la mirada otros guardias en la oscuridad. A lo lejos, en un costado, un hombre camina con el fusil al hombro. Entonces cambia de dirección. Camina con sigilo pero tratando de demostrar indiferencia. Mira hacia el río, que está a su izquierda, y a la boca de la quebrada, algo más lejos, a su derecha. Deja el balde, se encoje y empieza a caminar cubriéndose por las peñas. A unos pasos, hay un centinela muy alerta en su puesto. Lo rebasa dando un rodeo entre las rocas. La boca de la quebrada ya está a cuarenta pasos. La india se acuclilla contra el suelo como para iniciar una carrera. Un caño de fusil se apoya sobre su cabeza.

Las botas de Maquinchao dan dos pasos adelante y se plantan en el suelo polvoriento. Los pies separados. Las rodillas afirmadas. El pantalón agitado por el viento. Sus puños se contraen, separándose del cuerpo. Los brazos se tensan y el pecho se hincha en una inspiración profunda. El mentón vibra por los dientes apretados, rechinantes. Sus ojos están clavados ahí adelante. Detrás de su rostro pétreo se vislumbra un odio infinito y una profunda desesperación.
A veinte pasos, en la boca de la quebrada, dos largos palos forman una equis a la cual está atada con tientos la india. Desnuda y cruzada por toda clase de cicatrices y surcos de sangre reseca. Dos tientos atados del cuello a la punta de los palos le mantienen la cabeza erguida. Los ojos desorbitados y una mueca de locura y asco, hablan de una aterradora agonía. Maquinchao esta rígido en su posición y todo su cuerpo parece vibrar. Poco a poco, los otros cinco se acercan, a sus espaldas, y se paran tras él, demudados. Maquinchao empieza a caminar. Los demás no atinan a nada. Maquinchao llega junto a la mujer india y saca su facón. Uno a uno corta los tientos que la atan. Los pies, primero, luego la cabeza, que cae sobre un costado. Pega su cuerpo al de ella y corta uno y otro tiento de las muñecas, haciéndola caer suavemente sobre su hombro. La desliza hasta hacerla quedar extendida, sostenida sobre los antebrazos. La mira, entonces, con tristeza, con amor, con desesperanza. Maquinchao se deja caer de rodillas, apretándola contra sí. La cabeza y las piernas de la mujer se descuelgan, a los lados, tocando el polvo. Maquinchao baja la cabeza y llora en silencio. María se acerca desde atrás, portando el capote de Fons entre sus manos, como una ofrenda. Llega junto a él y se queda inmóvil. Maquinchao va soltando con delicadeza a la mujer, que queda extendida sobre la tierra reseca. María se arrrodilla junto a él y le ofrece el capote. Alí, a sus espaldas, empieza a entonar una melodía monótona y triste. Con surcos en las mejillas, pero con semblante insondable, Maquinchao comienza a extender el capote cubriendo el cuerpo torturado de la mujer india. Lo hace con movimientos suaves, lentos y precisos. María lo ayuda con manos temblorosas y rostro convulso, como a punto de estallar en llanto. Maquinchao cierra los ojos y contrae el rostro. María no puede contener las lágrimas. El capote azul cubre completamente el cuerpo. El canto de Alí se hace eco en las sierras. Maquinchao se empieza a poner de pie lentamente y su rostro se va transfigurando. Cuando termina de pararse hay en él un odio brutal y una fiera determinación. María se para, se echa las manos a la cara y empieza a retroceder. Da unos pasos y se queda contemplándolo. Llora amargamente, pero sin emitir un sonido. Maquinchao, sin volverse, da cuatro pasos hacia atrás. La López se adelanta hasta María y le pone con áspera ternura una mano en el hombro. María se arrebuja contra ella, sollozando. Los tres hombres están inmóviles. Así se quedan, mudos, solemnes, cobijados por la oración de Alí. Y se ve el azul del capote, el hombre plantado, pétreo, y las dos mujeres abrazadas. El canto crece por las cumbres. Levanta una nota grave para dejarse caer en un lamento desgarrado. Maquinchao baja la cabeza.
La voz de la López afirma con ternura:
–En el cuarto cielo estará tu hermana, a la diestra del Señor. Como mi López.
–Estará –le agradece Maquinchao.
Maquinchao, entonces, se abre la camisa de un tirón. Se la saca y la arroja a un costado. La López la deja a María y se va a parar un metro atrás de Maquinchao, algo al costado, como un lugarteniente. María se seca las lágrimas enérgicamente, con los antebrazos. Los tres hombres se acercan, levantando sus armas. Maquinchao se da vuelta y los mira.
–Es hora –les dice.

En el interior de la enramada, Souza Neves contempla a Fons con sobrio desprecio. Fons lo mira con odio.
–¿Por qué no me mata? –le dice, escupiendo las palabras.
–En cuanto lleguen los refuerzos vamos a liquidar a su ejército de zaparrastrosos. Ahí se lo voy a entregar a su amigo.
Fons frunce el entrecejo.
–Al mayor Ibáñez –le aclara Souza Neves.
Souza Neves hace una pausa y lo mira a Fons.
–¿Ahora entiende, no? –le pregunta.
–Sí. Entiendo –le confirma Fons, entendiendo todo.
–Ibáñez le va a pegar cuatro tiros. Pero es cosa de él.
–Deme un sable –le dice, imperioso y desafiante, Fons.
Souza Neves lo mira, sobrador.
–Déjeme morir con honor –le exije Fons.
–Su honor está tan fuera de duda como su estupidez –le espeta Souza Neves y se va.
–Una última voluntad –le dice Fons y lo detiene a la entrada.
Souza Neves gira con una sonrisa de desprecio. Con un gesto de cabeza, le indica que hable.
–Cómo sacan el ganado por el río. A dónde va a parar.
Souza Neves menea la cabeza desilusionado ante la nimiedad.
–En balsa, de noche, hasta el mar. De ahí, en transportes orientales, escoltados por la flota, hasta Paysandú.
Fons asiente, comprendiendo.
–De todas maneras, ya no tiene importancia. Después de esto, no creo que se pueda seguir con el negocio.
Souza Neves va hacia la puerta. A punto de salir, lo mira a Fons.
–Será cuestión de hacerse humo, como dicen ustedes, y empezar de nuevo. Chile no es mala plaza –le dice y se va.
Sale a la explanada. Es pleno mediodía y el sol cae a pico. Echa un vistazo a su alrededor, al campamento. Por todas partes hombres apostados con armas a la vista. Inmovilidad total. Expectativa. Han construido un primer parapeto a la entrada del campamento dando frente a la boca de la quebrada. Allí montan guardia apostados varios hombres.

En la sierra, cada uno trabaja con ritmo y precisión. Maquinchao toma una canana y un par de cartucheras y se las carga a la espalda. Clarmont termina de revisar la mira de un Winchester, y enseguida comprueba el mecanismo con un par de movimientos precisos. Tiene una docena de armas largas frente a él. La López arrea una tropilla de caballos en pelo. Salvatierra, junto a un fogón listo para encender, termina de atar un trapo a un palo formando una tea. María carga un juego de alforjas sobre el lomo de un caballo. Alí le da filo a un arma blanca.

En el interior de la enramada, atado por las muñecas al techo, Fons mira al hombre que le apunta desde el exterior.

Atardece. Una tranquera mal cerrada deja oír un monótono gruñido; cada tanto, un golpeteo. Tras un segundo parapeto, que da cara a la quebrada, otros varios hombres siguen apostados, calcinándose al sol, con los rostros tensionados. El tal Justo otea hacia los flancos, esperando, nervioso.

Más atrás, en un reducto cuadrado de barricadas de tierra, con un foso exterior, dos hombres acomodan varios fusiles. Souza Neves camina con las manos tomadas a la espalda observando las barricadas satisfecho. Se seca la frente sudada con un pañuelo.

(…)

Allá adelante, en el reducto, iluminados por las desparejas llamas de los incendios, más de una veintena de hombres armados se reagrupa a cubierta de las defensas.
–Salir de este infierno –dice Souza Neves para sí.
–No podemos quedarnos acá –le dice Justo–, se acaban las municiones. Vamos para las lomas –le sugiere.
–Nunca llegaríamos –le contesta Souza Neves, sentándose, agotado–. Es mejor salir a rebasarlos en poder de fuego que retirarse a la descubierta.

Fons los observa. De pronto cierra los ojos y empieza a balancear la cabeza en gesto de negación. La deja caer y la apoya sobre el brazo aun extendido, exhausto.

Maquinchao y Clarmont llegan junto a Alí, en el parapeto.
–¿Qué pasa? –reclama nervioso Alí.
–Se pusieron todos juntos –contesta Maquinchao–. Ahora van a atacar ellos.
La López se les une.
–¿Qué hacemos? –pregunta.
–Ir al otro –dice Maquinchao, señalando hacia el primer parapeto–. Ahí tenemos más campo de tiro.
La López hace una seña a María y Salvatierra y los seis empiezan a retroceder. Maquinchao ayuda a Alí y Salvatierra a Clarmont, que está más recompuesto.

En el reducto principal, el oficial ya está agrupando a su gente en fracciones. Señala a Justo y a cuatro más, que se le acercan.

Fons no puede más. Parece que va a desmayarse. Toma una cantimplora de un cadáver que yace al lado y se echa agua sobre la cabeza.

Maquinchao y los suyos llegan hasta el primer parapeto y se atrincheran tras él. Alí cae al piso. Enseguida se recompone y con gesto de dolor se acomoda y asoma su Winchester por el parapeto. Maquinchao lo interroga con la mirada.
–No es nada. Las costillas. Me caí sobre la herida –minimiza el turco.

Clarmont empieza a auscultarlo de improviso. Alí intenta evitarlo pero el francés le hace un gesto imperioso que lo inmoviliza.
–Se van a venir con todo –dice la López mordiendo las palabras.
–Nos van a rebalsar –completa Salvatierra, echando una mirada hacia ambos flancos.
Maquinchao asiente.
–Se van a dispersar en pelotones –dice Clarmont, meneando la cabeza.
–Hay que recular hasta la quebrada –decide Maquinchao–. Ahí se van a tener que juntar de nuevo.
–Son muchos... –dice para sí la López, escudriñando la posición enemiga.

En el reducto, dos grupos de hombres salen sigilosos hacia derecha e izquierda, desplegándose, formando guerrilla en los flancos. Un tercer pelotón está presto a saltar fuera de las defensas. El oficial, Justo y seis más, se agrupan tras el pelotón del centro.

Fons se recompone, aferra su pistola y empieza a caminar hacia el reducto principal.

Los tipos se despliegan en cuatro guerrillas. Tres de ellas en una línea y una de reserva, con Justo y Souza Neves.

Los seis ya están dispuestos a partir.
–No vamos a llegar, nos van a cazar por el camino –dice Maquinchao, calculando con una mirada la distancia hacia la quebrada–. Hay que pararlos acá un poco.
Y se acomoda para apuntar hacia los enemigos.
–Yo ya estoy cumplida –decide la López, deteniendo a Maquinchao–. Vayan ustedes.
Luego pone un revólver sobre el parapeto y con el fusil se acomoda en posición de tirador.
–Yo me quedo con vos –dice Salvatierra, apostándose a su lado.
–Se vienen –susurra María con tono neutro.

Los bandidos, desplegados en guerrilla, empiezan a avanzar hacia ellos agazapados y con precaución.

María mira a sus compañeros indecisa. Clarmont trata de hacer incorporar al turco, pero este se resiste a la ayuda.
–Déjeme, ya le dije que no es nada. ¿Ve alguna herida? –dice, con una mezcla de orgullo y rabia.
–Está sangrando por dentro –contesta secamente Clarmont–. Lo que tiene es muy grave.
–Por eso –dice el turco, apartándolo de un manotazo.
Con un rictus de dolor que delata el supremo esfuerzo, se incorpora apoyándose en el parapeto. Murmura unas palabras para sí, de las que los otros sólo alcanzan a escuchar:
–...instantes estaré a tu sombra.

Maquinchao mira a Alí un instante. Luego tironea de la López y la obliga a retroceder. Clarmont se lleva a María. Salvatierra los sigue. Alí empieza a disparar con el fusil. Dos caen. El resto se detiene en seco y empieza a contestar el fuego. A Alí se le agotan las balas. Toma dos revólveres. Los demás ya van a la carrera hacia la quebrada. Fons, también a la carrera, dispara desde la retaguardia de los bandoleros. Uno cae. Sobre el pucho, el oficial destina tres hombres para que cubran con fuego la retaguardia. Fons debe cubrirse. Los bandoleros siguen avanzando, disparando. Alí contesta el fuego tirándoles con ambos revólveres. Uno cae, pero a los otros ya los tiene encima.
Se yergue tras el parapeto y empuña un revolver en cada mano.
–¡Vengan, cosacos! –grita, mientras tira.
Alí se contorsiona alcanzado por dos disparos y tira dos veces más, al bulto. Los tipos llegan hasta el parapeto y lo saltan. Maquinchao y los suyos llegan hasta la quebrada y se internan en ella. La línea de atacantes se detiene al llegar al parapeto, rebalsándolo. Varios rodean a Alí, que todavía respira, y le descargan sus armas una y otra vez.

Fons, escondido, termina de cargar un revólver y sale en dirección a los bandoleros.

Se insinúan las primeras claridades del amanecer. Maquinchao y su grupo trepan por las faldas de la quebrada. La López y Salvatierra van por la derecha hasta llegar a un repecho a media altura. Salvatierra se atrinchera junto a ella, que lo obliga a moverse hacia el interior a un apostadero más alto, a pocos metros. Maquinchao y María se cubren entre las rocas de la ladera de enfrente. Maquinchao hace un gesto de cabeza hacia María y levanta el brazo señalando. María mira. Fons llega hasta el primer parapeto ya rebalsado por los bandidos. María aprieta los labios y asiente. Clarmont se aposta un poco más lejos entre unos riscos, en una curva que domina todo el primer tramo de la quebrada.

Fo Los bandidos se acercan a pie, al trote por el llano. A medida que avanzan se van envalentonando y crece su velocidad y su desesperación. Se van agrupando al acercarse a la boca de la quebrada. Hacen una veintena de metros y empiezan a recibir fuego cruzado. Varios caen, otros se arremolinan, pero Souza Neves viene azuzándolos desde atrás, con Justo y los tres segundones. Clarmont, desde los riscos del fondo, y Fons desde la boca de la quebrada, les disparan también, por lo que reciben plomo desde los cuatro costados. Van cayendo sobre la marcha. Arremeten por la quebrada, disparando a derecha e izquierda. Comienzan a ubicar el origen de los fuegos y sus disparos se concentran sobre la posición de la López y Salvatierra. La López recibe una herida en el hombro. Salvatierra, fuera de sí, les tira con furia exponiendo su corpachón. Los tipos disparan sobre Salvatierra que queda fuera de combate con dos heridas.
Fons apunta contra Souza Neves, que ya se ha colocado en el centro del grupo con Justo a su lado, ladrando órdenes y enarbolando su sable. Fons dispara tratando de acertarle, pero varias figuras se le interponen, cayendo dos de ellos a causa de los disparos. Otros se desploman por el camino y ya solo queda poco más de una docena. Fons, desfalleciente y empapado en sangre, los persigue disparando. Clarmont baja a dos más. Maquinchao se queda sin balas. Desciende la ladera a los saltos como un animal montañés. Recoge un Winchester, dispara varias veces y vuelve a agotar las balas. Ataja a uno que corre enloquecido tratando de no perder pisada al grueso. Lo voltea de un culatazo. Lo remata de dos culatazos más. Fons pasa persiguiendo a los últimos que huyen. Rebasan a Clarmont que sigue disparando contra el grupo que se aleja. Nueve hombres huyen. El oficial arroja su sable a un costado para correr más rápido. Ya va entre los primeros. Fons se planta en medio de la quebrada y vuelve a gatillar. Cae otro más. Fons se queda sin balas pero sigue gatillando en falso. Todos los sonidos y sus ecos se han desvanecido y solo se escucha el clac clac del revolver de Fons, parado y gatillando una y otra vez en medio de la quebrada. Con el rostro desencajado y bañado en sangre, de pronto cae de rodillas en el suelo polvoriento.

Amanece. María llega junto a Fons. Está agitada, hipa entrecortadamente y tiene la ropa desgarrada y raspones en el rostro. Se arrodilla junto a él y lo abraza. Pone la cabeza del capitán sobre su pecho. De repente la aparta y se pone a besarle la cara, el pelo, la nuca, la frente. Vuelve a abrazarlo y vuelve a besarlo, contenta, angustiada, fuera de sí.

Clarmont viene por la quebrada con el Winchester en la mano y la pistolera baja, con andar cansado, rengueando. Se sienta a pocos pasos y se pone a recargar el Winchester sacando balas de su bolsillo, una a una. La López viene bajando y ayudando a Salvatierra, que sangra del hombro y el pecho, y se mueve con dificultad.
–Ayúdenme, se me está yendo –dice angustiada la mujer.
Fons va hacia ellos, seguido de María.
–No me aflojes, Salvatierra –le susurra la López con dulzura–. Que no se diga que no me servís para nada.
El hombretón saca fuerzas y se yergue un poco, picado en el amor propio. Fons y María llegan junto a ellos. El capitán ayuda a Salvatierra a sentarse en una piedra. La López se acomoda cerca y María se pone a auscultarle el hombro, preocupada.
–¿Y el indio? –dice la López.
Fons se encoje de hombros.
–Cuando terminaron los tiros estaba vivo –insiste la López.
–El hombre ya hizo bastante –se resigna Fons, echando una mirada al estado de Salvatierra.
–Lo mataron a Alí –le informa Fons a María, mientras venda las heridas de Salvatierra–. No pude llegar a tiempo.
–¿Y qué podías hacer? Quiso pararlos él solo, el loco.
De inmediato gira la mirada en dirección al parapeto, donde quedó el cuerpo del turco. Deja a Fons con la palabra en la boca y empieza a caminar hacia ahí.
–Se fueron –dice la López, clavando la vista en el capitán.
Fons la mira.
–Los que mandan. Se fueron para el desierto –le dice la López.
Ambos siguen mirándose a los ojos. Fons asiente en silencio. Clarmont se echa la correa del Winchester al hombro y saca el revolver. La canana del cinto está vacía. Saca unas balas del bolsillo y empieza a recargar el arma.
–Cinco minutos para tomar agua y recargar munición –ordena de pronto Fons, y empieza a caminar hacia el interior de la quebrada. Hay cadáveres por todos lados. Fons pasa junto a un par de hombres malheridos que se arrastran intentando alejarse y, al verlo aproximarse, le dirigen miradas desesperadas. Fons no les presta atención. Se agacha y agarra el sable que quedó tirado. La López, con fiereza, se pone de pie de inmediato.

María llega hasta el parapeto donde yace el cuerpo del turco, cribado a balazos. Se arrodilla a su lado y saca un papel del bolsillo. Es el recibo del Banco de la Provincia. Conmovida, pone el papel sobre el pecho todavía sangrante.
–Tomá, turco. Yo tampoco lo voy a necesitar –le dice.
Se queda un momento inmóvil, como tomando conciencia de sus propias palabras. De pronto se pone de pie y se vuelve hacia la quebrada. Fons da un par de sablazos cansados al aire, como para sopesar el arma, y regresa unos pocos pasos con el arma en la mano. La López termina de recargar una carabina.
–Vamos, López –dice el capitán, por toda arenga–. Vos esperanos acá –le ordena a Salvatierra, que ve a la López dispuesta a irse.
–López, ayudame a pararme –le exige, como una orden.
La López va a contestarle, pero el grandote le dirige una mirada que no admite réplicas. La López obedece. Fons lo mira interrogante.
–Va tardar en doler –le explica Salvatierra, mientras la mujer lo ayuda–. Yo de estas cosas sé.
María se acerca recogiendo un Winchester sobre la marcha. Clarmont, que ha terminado de cargar su revólver, mete la mano en el bolsillo. Saca sólo dos balas y una moneda de oro. Mete las balas en la canana vacía, mira la moneda, mira a los otros, y arroja la moneda a un costado con un suspiro de resignación. Se pone el sombrero de un muerto, acomoda el Winchester sobre el antebrazo y marcha tras el grupo que ya se aleja por la quebrada.

Maquinchao clava sus ojos en la boca de la quebrada, allá lejos. Su rostro está más insondable que nunca. Se escucha el agónico crepitar de las llamas y los jadeos quejumbrosos de algún moribundo. Maquinchao, a caballo, sostiene a la mujer blanca, desmayada, cruzada sobre el lomo del animal. Da una última mirada, hace girar el caballo y emprende un galope corto, cruzando el campamento hacia las lomas. Todo es desolación, humo de las carpas incendiadas, cadáveres, heridos que se arrastran. Maquinchao alarga el galope y deja atrás el campo de batalla. Se interna en el pastizal, ennegrecido y todavía humeante en algunos puntos, hasta perderse de vista entre las lomas.

Fons se seca el sudor de la frente con la manga, arrastrando una costra de sangre seca. Sus ojos otean el espacio frente a él. Lleva el sable cruzado a la espalda, sostenido por un correaje improvisado. Un vendaje en el hombro le asoma de abajo de la camisa. Gira y echa un vistazo hacia atrás. La López se para a su derecha, con la carabina terciada a la espalda y mirada fiera.
Salvatierra viene mordiéndose el dolor. Su brazo laxo sostiene, como si no le pesara, un fusil al que le ha atado con tientos un cuchillo a modo de bayoneta. Bajo la chaquetilla gris, vendajes enrojecidos sobre la piel. María, con la camisa desgarrada, dos cananas cruzadas sobre los senos, aferrando un Winchester, pasa junto con Clarmont. El francés se limpia la cara y sacude algo el polvo de la ropa, recobrando un destello de su elegancia. Su gesto es adusto, pero con la pistolera baja, el sombrero de ala y el fusil al hombro, pareciera que toda la situación le resultara ajena. María se para junto a Salvatierra. Clarmont sigue, algo más adelante, y se detiene a la izquierda de Fons. Atrás de ellos, desde la loma en donde se encuentran, sus huellas marcan un sendero viboreante que recorre un gran tramo de desierto desde las sierras. El sol ya está alto en el cielo.

Allá adelante, tras una suave bajada, se extiende transversalmente, cruzándose en su camino, una ondulación alargada y angosta, de dorso aguzado, como la columna vertebral de un inmenso mastodonte enterrado. Más lejos aún, en terreno ya francamente plano, deformadas por la distancia, se ven las paredes grisáceas y derruidas de un par de ranchos de adobe, sin techo. Allá se mueven las pequeñas figuras de unos hombres inquietos tomando posiciones defensivas.

El francés mueve afirmativamente la cabeza, valorando el esfuerzo y el resultado.
–Los tenemos –le dice a Fons.
Fons le dirige una mirada vaga y breve. Luego hacia el otro lado, a la López, que le hace un breve gesto de asentimiento. Fons empieza a bajar la suave pendiente seguido algo atrás y a su derecha por la López. Salvatierra y María se ponen en marcha tras ellos. Clarmont se encoje levemente de hombros para sí y empieza a caminar también, hasta ponerse a la par de Fons.
–¿Por qué no me dijo la verdad desde el principio? –pregunta Fons sin mirarlo.
–¿Quién se la dijo?
Fons levanta el mentón, señalando hacia adelante, donde está Souza Neves.
–¿Y le creyó?
Fons no le contesta. Clarmont sonríe.
–¿Si le hubiera dicho cuál era mi verdadera misión, me hubiese acompañado?
–¿Y los vascos? –le pregunta Fons.
–De todos modos, cumplí con ellos –afirma Clarmont–. Seguro que éstos no van a poder hacerles más daño.
Fons lo mira de soslayo. Clarmont le sonríe. Fons menea la cabeza.
–Fue un gusto combatir a su lado –le dice, a modo de despedida, Clarmont.
–Nos vemos en el infierno –le corresponde Fons, mirándolo con simpatía.
Luego, el capitán vuelve la mirada hacia adelante, con resolución. Acaban de llegar casi al final de la trepada. Fons echa una breve mirada a María. La mujer, con el rostro tenso y agotado, al verse mirada, cambia a un semblante animoso. Luego dirige la vista a la López y a Salvatierra que, reconcentrados, esperan órdenes. Fons pone cara al frente, da dos pasos y corona la altura.

Allá, a cuarenta metros, los ranchos en ruinas. El más cercano tiene casi todo su tramo de paredes derruido hasta media altura. Una de ellas continúa en una pirca de piedras mal montadas, formando en conjunto una línea defensiva casi recta. Detrás de esa línea, están ellos. Son ocho, incluidos el oficial y el gaucho Justo. Bien apostados y con los cañones de sus armas asomando por sobre la defensa. Hacen unos últimos y breves movimientos, como para acomodarse mejor.

Fons permanece parado sobre el filo de la elevación.
–¡Sargento López! –ordena.
La López surge a su derecha aferrando su arma. Fons empuña su revólver y desenvaina el sable. La López hace un gesto haciendo avanzar a los otros. Salvatierra se ubica a su derecha; María y Clarmont, a la izquierda de Fons. Clarmont se saca el sombrero de ala y lo tira a un costado. Los apostados levantan los fusiles y apuntan. Fons da un paso y respira hondo. Luego dos más. María lo mira con los ojos humedecidos. Fons avanza. Los otros empiezan a moverse. De a poco, los pasos se van transformando en trote.
Los apostados se miran de reojo y corrigen la puntería. El trote de los atacantes se hace parejo y firme. Los apostados tensan los músculos, aferrando los fusiles.
Fons avanza a la carrera enarbolando el sable. Los otros van a sus flancos formando una cuña despareja y con las armas en ristre, como una carga de infantería. De la garganta de Fons crece un grito ronco y gutural, y los otros lo imitan con alaridos estridentes, aullidos, vociferaciones, bramidos de furia.

En ese momento estalla la fusilería. Clarmont recibe cuatro impactos en el cuerpo, queda detenido en el aire y se desploma. Salvatierra corre dos pasos más. Recibe un impacto, gira sobre sí mismo y rueda por la arena. Fons y las dos mujeres abren fuego sobre la marcha. Los defensores recargan y disparan. Por la izquierda, repechando una loma cercana, un jinete a toda carrera se abalanza sobre la línea de tiradores, aullando y revoleando una bola.
López recibe dos impactos y se derrumba como un árbol talado. Fons y María la dejan atrás, corriendo y disparando. Uno de los defensores recibe un tiro y cae hacia atrás, con un aullido.
–¡Looopeeez! –grita Salvatierra fuera de sí, poniéndose apenas de pie.
Fons y María ya están a pocos metros de la defensa. Desde atrás, Salvatierra avanza tambaleándose, tropieza y vuelve a avanzar en una agónica carga a la bayoneta. Uno le apunta a Salvatierra. Otros tres se incorporan, para enfrentar a los dos atacantes que se les vienen encima. Los dos restantes centran sus armas en ellos desde los flancos. Un tiro de boleadoras se enrosca en el cuello de uno derrumbándolo sobre su compañero. Maquinchao carga a caballo por el flanco izquierdo, tomando al grupo en enfilada. Fons, ya junto al muro, recibe un golpe de culata de uno, mientras dispara a quemarropa sobre otro. Maquinchao salta del caballo con un alarido sobre el que golpeó a Fons, lo derriba y se lanza sobre él, acuchillándolo. María ve a Souza Neves y, sin dudar, le dispara varias veces. Lo hiere, pero recibe dos balazos y se desploma hacia atrás, golpeando contra el polvo. El oficial retrocede trastabillando y cae. Fons salta el muro y descarga un sablazo sobre el cuello de un fusilero. El gaucho Justo le apunta a Fons con desesperación, pero Salvatierra, corriendo desde atrás, lo ensarta con la bayoneta. Justo cae de rodillas manoteando el muro. Maquinchao se pone de pie, listo para atacar, pero todo ha concluido. Dos tipos boquean en el suelo. Justo está contra el muro con los brazos abiertos y los ojos desorbitados. La bayoneta le asoma por el pecho. Cuatro más están tirados, muertos. Maquinchao y Fons buscan con la mirada. Souza Neves, herido en un hombro, trata de escurrirse arrastrándose hacia el otro rancho. Bajo la mirada de Maquinchao, Fons camina hasta él y le pone la punta del sable en el cuello. El oficial le dirige una mirada fija, inexpresiva. Fons, en cambio, le clava la vista con furia. Con la punta del sable lo obliga a incorporarse. Souza Neves lo hace lentamente, sin miedo, ni odio. Fons lo empuja a punta de sable hasta llegar junto al muro. Con un golpe de vista le señala un sable tirado en el piso. El oficial, inexpresivo, comprende y se agacha para recogerlo. En ese momento escuchan el galope de un caballo que se aleja. Fons busca con la vista. A espaldas del oficial, Maquinchao se pierde desierto adentro repechando la línea de las lomas. Mientras ese sonido se apaga, el murmullo de un redoble sordo de cascos de caballos crece a espaldas de Fons. El rostro del oficial toma una expresión soberbia. El capitán gira la cabeza y echa una mirada hacia atrás. Una columna como de veinte hombres uniformados se acerca al galope. El oficial intenta cruzar a Fons de un sablazo. Fons, en un rápido movimiento, saca el revólver y le apunta. Souza Neves se paraliza con el sable en alto. Fons sostiene el arma, que tiembla. Souza Neves baja el sable y lo suelta. Fons levanta el revólver a la altura de la cara. Lo mira con odio. Va a disparar. De pronto, le descarga un culatazo de revés en el mentón. El oficial cae hacia atrás, golpea contra el muro y se desploma con todo su peso. Fons lo mira y tira el revólver a un costado.

La columna se acerca, aumentando en tamaño. Ahora se ve claramente que es un pelotón de soldados con un oficial al frente. Mientras el sonido del galope crece, Fons gira la mirada para verlo venir, clava el sable en el suelo y recorre con los ojos todo el campo de batalla. Cadáveres junto al muro, el gaucho Justo con la bayoneta clavada. Un hombre muerto, con los tientos de las boleadoreas ahorcándole el cuello y los dedos crispados en el inútil intento de arrancárselas. Un herido se arrastra, enloquecido de terror, tratando de poner distancia hacia las lomas.

Más allá del muro, en el llano que acaban de cruzar a la carrera, hay tres cuerpos tirados en el polvo. Clarmont esta tendido, inmóvil, con las piernas y los brazos flexionados, como una marioneta rota. La López yace inmóvil y ,a su lado, esta Salvatierra. El hombre se ha arrastrado hasta ella dejando en el polvo una huella de sangre. Salvatierra tiene un brazo extendido y la punta de sus dedos alcanzan a tocar los de la mujer. Ambos parecen inmóviles. Pero no lo están. La López boquea agonizante, con la mejilla contra el piso. Salvatierra le acaricia la punta de las uñas con el extremo de la yema de sus dedos. En lo que parece su último esfuerzo, respirando agitado, le dice en un susurro:
–López, quiero dormir con vos.
Ella ya no puede contestarle. Sus ojos se han quedado clavados en la nada.
–Otro lugar donde ir, no tengo... –le dice el hombre, y deja de respirar.

Fons levanta la vista a la tropa que pasa entre los ranchos, en una nube de polvo. El mayor Ibáñez, con un brazo extendido, ordena detención,
–¡Alto! –grita el sargento Godoy.
El pelotón de veteranos se detiene en el acto. El rostro de Ibáñez es de ira contenida. El de Godoy, inescrutable. Los soldados llevan los ojos a uno y otro lado del lugar, con estupor. Fons se mantiene imperturbable.
–Fons –dice Ibáñez, como la conclusión de un largo proceso.
Luego desmonta. El sargento Godoy hace una seña a los soldados, y todos desmontan. El sargento hace un par de señas a los hombres y todo el grupo echa pie a tierra.

Fons e Ibáñez tienen la vista clavada el uno en el otro. El sargento los mira. Ibáñez camina hacia Fons con paso lento y firme, con el rostro desencajado de odio. Fons lo deja venir, impertérrito. Atrás del mayor, los soldados esperan en silencio. Ibáñez se planta a un paso de Fons, mirándolo a los ojos. Fons le sostiene la mirada.
–¡A ver, cuatro tiradores! –dice Ibáñez sin torcer la cara.
El sargento Godoy ahoga una palabra y se da vuelta. Hace una seña. Cuatro hombres sacan carabinas de sus monturas y avanzan unos pasos, hasta ubicarse junto a él.
–¡Sargento Godoy! –ordena Ibáñez, manteniendo la vista clavada en Fons.
El sargento emprende un paso lento hacia los dos oficiales.
–Tengo órdenes de fusilarlo donde lo encuentre –le dice Ibáñez a Fons, mordiendo y a la vez y disfrutando las palabras.
Godoy, a sus espaldas, se estremece.
–Razón de estado –dice secamente Ibáñez, adivinando la reacción del sargento.
Ibáñez recién gira para darle la cara al sargento. Con breve movimiento de cabeza le señala un muro cercano. De inmediato gira y vuelve a encarar a Fons, altanero. Godoy mira un momento a Ibáñez, escrutándolo, y luego a Fons. Indeciso, levanta la mano hacia el hombro del capitán, pero no llega a tocarlo. Fons lo mira. El sargento se detiene en el acto. Entonces Fons se dirige resueltamente hacia el muro. El sargento hace un gesto a los tiradores para que se ubiquen, y va tras Fons. Recién entonces, Ibáñez gira para mirar hacia el muro.
Fons se pone de espaldas a la pared. Tiene ante sí todo el campo de batalla y el desierto circundante. Godoy saca un pañuelo del bolsillo y se lo muestra a Fons.
–Termine de una vez –responde Fons.
Godoy baja la vista, avergonzado. Pega media vuelta y camina unos pasos, pero se detiene a mitad de camino, a un costado de la línea de tiradores que esperan, carabina en mano.
–Godoy, ejecute la orden.
Lentamente, el sargento saca su revólver. Todo se hace silencio. El más leve roce se escucha con perfecta nitidez. Godoy traga saliva. Los tiradores, armas en mano, lo miran inquietos. El resto de la tropa, junto a los caballos, contempla incomóda la situación.
–¡Sargento Godoy! –grita Ibáñez con firmeza–. Cumpla la orden de ejecutar al reo.
Godoy mira a Fons allá, adelante, parado contra el muro, con el uniforme sucio, el rostro cubierto de sangre seca, la mirada segura. El sargento se da vuelta lentamente hasta quedar mirando al mayor. Cierra los ojos un momento, meditando las palabras. Cuando los abre, hay en su mirada una profunda dignidad.
–Hay órdenes que no deben ser cumplidas, mayor –afirma, sereno, el sargento.
Un rictus de furia desencaja los labios de Ibáñez. Todo su cuerpo se crispa. Con paso firme llega junto a Godoy y le arranca el revólver de la mano.
–¡El pelotón a mis órdenes! –grita, echando un vistazo a los tiradores–. Preparen armas.
Los tiradores se ponen en posición y cargan las carabinas.
–¡Apunten! –ordena, furioso.
Los tiradores, con la lentitud de la duda, se echan las armas al hombro. El sargento aprieta los dientes. Los tiradores, firmes en su posición de tiro, revuelven los ojos, inquietos, pero no apuntan. Miran a Fons y al sargento, una y otra vez. Ibáñez tiembla de furia.
–¡Apunten! –repite tajante.
Los tiradores siguen dudando. Uno de ellos tiembla. Otro mueve sus labios murmurando algo que parece una oración. Ibáñez levanta su revólver. Los hombres se afirman apuntando. Uno de ellos cierra los ojos. Godoy mira al mayor con odio y vergüenza. Ibáñez gira su arma apuntando a Fons.
–¡Fuego! –grita el mayor.
Fons levanta la vista con un gesto de orgullo. Al estrépito de un disparo, el cuerpo de Ibáñez se desploma hacia adelante con un impacto en la espalda. Ningún arma humea. Los hombres giran buscando el origen de la detonación. Se miran perplejos. Godoy vuelve la vista también. Poco más allá, está María. De rodillas, con el cuerpo ensangrentado, acodada en la tapia de piedra con las manos aferrando un revólver. Todo su cuerpo tiembla. La mirada clavada en ese hombre que ama. Fons, allá, contra el muro, sigue vivo. El rostro crispado de María se afloja y sus labios se estiran en una sonrisa. Cierra los ojos humedecidos y lentamente se deja deslizar por la tapia, como si ya pudiera descansar.

Entonces, Fons corre hacia ella pasando entre el sargento y los tiradores, que le abren paso. Salta la tapia y se arrodilla junto a ella. María está tirada en el suelo polvoriento. Una lágrima asoma de sus ojos ya muertos. Fons la toma de los hombros y la abraza contra su pecho. Acaricia con su dedo áspero los labios aún sonrientes. Da la espalda a sus camaradas y llora en silencio. Los veteranos de rostros curtidos bajan la vista, respetando su duelo.

Atardece. Fons, limpio y vendado, está acuclillado junto a una hilera de tumbas. Gira la cabeza y echa una mirada hacia el llano por donde cargó con su gente. El sargento Godoy se para detrás de él, paternal. Fons vuelve la mirada hacia la tumba que tiene enfrente.
–Va a tener que recomendar una condecoración para la sargento López –dice Fons con tristeza.
Godoy asiente, entendiendo. Fons se pone de pie y lo mira. Los soldados se preparan a partir. Los caballos, inquietos, ya están ensillados. Dos cabos traen a Souza Neves, con las manos atadas a la espalda.
–Ahora es suyo. Tiene que llegar a Buenos Aires sin novedad.
El sargento lo mira, interrogante.
–Tiene que ser juzgado –le dice Fons.
Cuando pasa frente a él, Souza Neves le dirige una mirada cargada de odio y resentimiento. Los dos cabos suben al prisionero a un caballo. Fons vuelve a mirar hacia las tumbas. Los soldados, al pie de sus cabalgaduras, se preparan a montar. Los cabos miran al sargento esperando órdenes. El sargento no se atreve a hablar. Fons lo mira.
–Tengo órdenes... –musita Godoy, con un nudo en la garganta– ...de llevarlo a Buenos Aires, mi capitán –concluye, respetuoso.
Fons sonríe, como estando de vuelta de todo. El sargento se queda expectante esperando una respuesta. De pronto, su rostro se transfigura en una mueca de alarma. Clava la mirada a espaldas del capitán, a lo lejos. Los hombres se tensan, alertas, y sacan sus armas. Fons, lentamente, gira sobre sí mismo, buscando con la mirada.
Allá, donde la planicie comienza a ondularse, una veintena de lanzas asoma tras el filo de una loma. Luego, a uno de sus flancos, más y más lanzas coronan todo un sector de la línea de crestas. Los soldados se agrupan instintivamente, armas en mano, formando cuadro. Godoy retrocede unos pasos hacia sus hombres y les hace un gesto imperativo.
–Nadie se mueva sin una orden –les impone.
Con los brazos en jarra, Fons se queda mirando la larga línea de lanzas, contemplando la maniobra. Más lanzas aparecen cubriendo el otro flanco, hasta quedar todo el horizonte ondulante de las lomas erizado de tacuaras. A las espaldas de Fons, los soldados se tensan en la expectativa. Fons sonríe y menea la cabeza.
Una lanza se adelanta desde atrás de las crestas, en el centro de la línea. El jinete, con trote brioso, corona la altura. La sonrisa de Fons se agranda. Maquinchao levanta la lanza sobre su cabeza. Fons, entonces, interroga al sargento con la mirada. Godoy observa de reojo hacia las lomas. Fons menea la cabeza, sonriente.
–Está bien, sargento –trata de tranquilizarlo.
El sargento lo mira sorprendido.
–A lo mejor me voy con usted –agrega Fons, poniéndose serio.
El sargento no sabe qué contestar.
–Es mejor –atina a responderle–. El coronel lo va a saber valorar.
–Sí, yo también. Hay un consejo de guerra que me está esperando.
Fons pega la vuelta y se encamina lentamente hacia los caballos. Godoy hace una seña a la tropa y los hombres se aflojan. Fons llega junto a los soldados que lo miran con respeto. Un cabo le ofrece un caballo. Con el pie en el estribo, Fons lo mira al sargento esperando la orden.
–¡Todos a caballo! –grita Godoy, satisfecho.
Los hombres montan al unísono.
–¡Pelotón... en marcha! –ordena el sargento, taloneando su caballo para colocarse al frente de la columna.
Desde su caballo, Maquinchao contempla la tropa que se aleja repechando la suave pendiente.

La columna corona la loma y Fons detiene su caballo. La formación va desapareciendo tras la altura. Maquinchao permanece inmutable. Gira la vista. Más abajo, detrás de la loma, un capitanejo rodeado de varios lanceros levanta la mirada hacia Maquinchao. Maquinchao hace un gesto levantando la lanza. El capitanejo gira su caballo y los jinetes rompen la formación. La figura de Maquinchao se entrecorta por el paso ininterrumpido de un grupo numeroso de lanceros. Fons hace dar un par de pasos a su caballo pero de pronto lo frena. Gira la vista y la clava en la loma de enfrente. Por detrás de Maquinchao, las lanzas van desapareciendo. Fons hace dar un par de pasos a su caballo desandando el camino, como queriendo detener la partida.
Maquinchao permanece allá, imponente. Fons sonríe. Ya no se ven lanzas en las crestas. La mujer blanca embarazada surge desde detrás de la loma montada de costado en una yegua tobiana y se acerca hacia Maquinchao. Fons asiente con la cabeza, comprendiéndolo todo. Maquinchao clava la lanza en el piso, delante suyo. Fons, entonces, levanta la mano, la sostiene un instante en el aire, la baja y hace girar su montura con un golpe de talones. Maquinchao sigue plantado a caballo, con su mujer al lado. Allá lejos, Fons desaparece tras el filo de la loma. Maquinchao tira de la rienda haciendo girar, a su vez, a su caballo y desaparece loma abajo en dirección opuesta, dejando el campo vacío. La lanza queda clavada en el piso, cimbreante al viento.
Funde a negro. Comienzan títulos.

Pero podría alargarse el final y concluir de esta manera: La lanza queda clavada en el piso, cimbreante al viento. Fons, tras la loma, frena su caballo. La columna de soldados se ha detenido y espera. El sargento clava la mirada en el capitán, que duda. Entonces el sargento talonea su caballo hasta quedar junto a él. Luego de un instante, Fons saca del interior de su chaqueta el relicario que le dio Agustina antes de partir y lo observa detenidamente. Luego se lo entrega al sargento.
–Dígale al coronel que cumplí con mi deber –le pide–. Ya no tengo lugar allá.
El sargento mira emocionado y le tiende la mano para despedirse. Fons se la estrecha. Cuando el sargento va a girar para irse, Fons lo detiene.
–Una última cosa –le dice y mete la mano en un bolsillo de la chaqueta.
El sargento se para. Fons saca dos hojas de papel dobladas en cuatro.
–Me hace el favor de hacerle llegar esta carta discretamente al mayor Lucio Mansilla.
–Coronel Mansilla –lo corrige el sargento.
Fons sonríe. Luego mira a Souza Neves y vuelve a mirar al sargento.
–Espero que se haga justicia –le dice, y hace girar su caballo partiendo.
Mientras Fons se aleja, el sargento mira a sus soldados:
–El capitán Fons combatió como un héroe y ha desaparecido en acción sirviendo a la Patria –les dice en voz bien alta y resuelta–. ¿Comprendido?
Los soldados sonríen asintiendo con la cabeza, aliviados.
–En marcha –ordena el sargento, y la columna emprende el regreso.

Fons cabalga a campo traviesa. Más adelante, Maquinchao y su mujer, junto a un grupo de indios, va al paso. Fons emprende un galope corto y los alcanza. Maquinchao lo mira sin sorpesa cuando Fons aparea el caballo con el suyo.
–¿A dónde vas? –pregunta Fons.
–Más allá del río Negro, a tierra tehuelche. A vivir en paz –contesta el cacique.
Lentamente, el grupo desaparece tras una ondulación. Sobre el campo vacío ha quedado cimbreante al viento la lanza que dejara clavada Maquinchao.
Funde a negro. Comienzan títulos.

Pero también podría volver a alargarse el final para concluir de esta otra manera: Fons avanza con el grupo de Maquinchao un poco y sin detener la marcha de su caballo le tiende una mano al cacique Maquinchao.
–Mi lugar está acá, en la frontera –le dice Fons, despidiéndose.
–Tiene un hermano más allá de la frontera, capitán –le contesta el cacique, estrechándole la mano tendida.
Fons asiente con la cabeza y hace girar su caballo.

El capitán llega a los ranchos abandonados. Avanza hasta el improvisado cementerio donde fueron enterrados los muertos en el combate y se apea. Camina hasta una tumba en cuya cruz está grabado el nombre de María y la fecha: 11 de noviembre de 1867. Entonces se acuclilla, mira la cruz y levanta la vista hacia el horizonte. Y allí se queda, largamente.

Cuando atardece, busca agua del pozo semiderruido y se la echa sobre la cabeza.

Al amancer, comienza a reconstruir la tapia de uno de los ranchos. Una bandada de garzas cruza el cielo. Funde a negro.
–Cuentan los historiadores lugareños que alrededor de los ranchos del viejo Ignacio creció una población de frontera que hoy es una de las ciudades más importantes de la Provincia de Buenos Aires.
Fin.
CARTA A JULIO VERNE
sobre una isla misteriosa

Adaptación libre de la novela “La isla misteriosa”, de Julio Verne


Un picaporte redondo, de bronce labrado, lustroso y brillante, se ilumina con el reflejo de la luz que le llega desde afuera en el momento de abrirse una puerta cercana. Los pasos se acercan. La mano de un hombre ciñe el picaporte y lo gira. La puerta se abre: el hombre, sobriamente vestido con un traje de fin de siglo diecinueve, tiene unos treinta y cinco años. Un carruaje tirado por caballos se oye partir. El hombre cierra la puerta tras de sí y entra a una biblioteca. Comienza a caminar por el salón principal de lectura, que está decorado en fina madera. A la mitad del recorrido, se detiene frente a un cuadro. Es una hermosa corbeta navegando en el mar con las velas hinchadas. El hombre permanece contemplándola unos instantes. Entonces, comienza a oírse una voz templada y cálida que lee una carta:

–“Señor Julio Verne. Muy respetado señor. Durante muchos años he callado una parte de mi juventud por motivos que usted conocerá al cabo de leer mi relato. Tan increíble le hubiese parecido a los espíritus incrédulos de mis contemporáneos”.

El hombre sonríe frente al cuadro y se encamina parsimonioso hacia el extremo del salón.

–“Sin embargo, no he podido reprimir la ansiedad de dar a conocer a usted (tan digno de mi confianza se me ocurre) los detalles de la aventura vivida por mí y un grupo de compañeros en una misteriosa isla”.

El hombre se detiene y toma un volumen de un anaquel. Luego se dirige a una puerta que da a un despacho sobrio, amplio y bien iluminado. Entra. En las paredes hay colgados retratos de Manuel Belgrano y Guillermo Brown. En un rincón, una pila de libros y, a su lado, un remo toscamente tallado.

–“He leído con deleite su libro Veinte mil Leguas de Viaje Submarino, y allí he encontrado datos sorprendentemente coincidentes con ese episodio de mi vida juvenil”.

El hombre llega hasta un escritorio amplio y pone sobre él el libro que lleva. Es un ejemplar de tapa dura y grabada de una edición de 1889 de de Julio Verne.

–“Ruégole a usted que si considera mi relato digno de ser transformado en una historia lo haga sin hesitar. Puede usted quitar o agregar según convenga a las reglas de su oficio”.

El hombre se asoma a una ventana y mira unos instantes hacia afuera en actitud meditativa.

–“Solamente le ruego que cambie lo más posible el lugar de origen de los protagonistas, así como su identidad y la mía propia”.

El hombre vuelve al escritorio, toma un mapa coloreado a la acuarela, donde fugazmente se ve el contorno de una isla y unas ilustraciones al carbón, las que coloca en orden.

–“Acompaño este relato con mapas dibujados por Don Guido Quesada, y unas ilustraciones que darán a usted una idea de episodios y situaciones que me sería imposible describir con palabras”.

El hombre se sienta, pone las ilustraciones a un lado, toma una pluma y, en una hoja ya colocada en su lugar sobre el escritorio, comienza a escribir:



Luego se queda unos instantes pensativo. Su voz se hace melancólica.

–“Corría el año 1866 y la Guerra había estallado. Los paraguayos resistían tenazmente la ofensiva aliada. La flota imperial del Brasil avanzaba río arriba del Paraná para llegar hasta el paso fortificado de Humaitá. Tropas argentinas y uruguayas, junto a regimientos de esclavos del Brasil se aprestaban a arrasar las trincheras de Curuzú”.

El hombre toma la primera ilustración donde se ve un campo de batalla alusivo a la guerra del Paraguay, la mira y la pone del otro lado del escritorio y se decide a escribir. La pluma delinea unas letras. Su rostro inclinado sobre la hoja denota emoción.

–“Mi padre, norteamericano de nacimiento, había llegado muy joven, a comienzos del siglo, y se había instalado en el Río de la Plata con una empresa importadora y financiaba, ocasionalmente, buques corsarios que combatían el comercio español por cuenta del nuevo gobierno revolucionario. Con el tiempo se convirtió en proveedor de los ejércitos de Buenos Aires”.

Dos marineros se desplazan sobre la cubierta de un barco mediano de madera que navega por el Río Paraná. Varios soldados, dos de ellos negros, conversan sobre el puente, armados de fusiles. La chimenea del barco arroja humo negro a raudales. En la sala de máquinas, un joven de unos 14 años observa una caldera que echa vapor en medio de un ruido ensordecedor. Mientras tanto, tres hombres arrojan carbón en una hornilla abierta que despide llamas.

–“Yo tenía a la sazón 14 años, y revistaba como grumete en un barco que la empresa que mi padre había fletado por cuenta del gobierno argentino para trasladar pertrechos hasta la ciudad de Corrientes. Allí se hallaba emplazado el comando de abastecimiento de retaguardia de las fuerzas argentinas acampadas en Tuyutí”.

El joven sube unas escalerillas hasta dar con la cubierta. Mira a los soldados y se reclina por la barandilla a mirar el agua cortada por el casco del barco.

Un hombre de cabello claro, anchas patillas, fornido, de unos cuarenta años y con ropa de contramaestre, da indicaciones a unos marineros a la pasada y se acerca al joven.
–Si el río ayuda, al anochecer vamos a estar en Corrientes –le dice.
Luego, se reclina sobre la barandilla, le señala al joven un punto de la costa y con un movimiento de cabeza le indica que mire. Unos pescadores recorren el espinel. Luego se voltea prestando atención a una voz que lo llama.
–Contramaestre Jones. Un bote viene a nuestro encuentro –le informa un marinero.
El contramaestre Jones mira entonces hacia proa en dirección a estribor y luego le ordena al marinero:
–Haga bajar la presión y déjelos abordar.
Palmea al joven e inmediatamente se dirige hacia el puente haciendo una señal tranquilizadora con el brazo a los soldados que habían levantado sus fusiles.

A lo lejos, un bote con la bandera argentina se acerca río abajo. El joven mira con interés y curiosidad.

–“Estallada la guerra, mi padre se vio involucrado en una situación crítica de conciencia. Republicano de convicción, odiaba el esclavismo monárquico del Brasil de esa época, pero su patria de adopción estaba comprometida en una guerra en alianza con el Imperio. También sus intereses comerciales chocaban con sus concepciones”.

El silbato del barco emite tres cortos sonidos de saludo. Un oficial argentino, muy joven, sube a cubierta. Lo acompaña un soldado que saluda a los que están sobre el puente. El contramaestre Jones los recibe apenas suben y hablan allí mismo. El oficial le entrega un papel que Jones lee con detenimiento.

–“Presa de una gran depresión mi padre murió poco tiempo después en circunstancias que no vienen al caso. Yo me encontré entonces huérfano: mi madre había muerto al nacer mi hermano menor quien, por otra parte, no sobrevivió a la fiebre amarilla que asoló a Buenos Aires pocos años después”.

El joven observa a la distancia a Jones que con actitud de preocupación indaga al oficial que sólo lo remite al papel que le ha entregado.

–“La última voluntad de mi padre había sido que aprendiese el oficio marinero bajo la tutoría de su viejo amigo, el contramaestre Jones, oriundo de Baltimore”.

Al fin, Jones hace un ademán de aceptar y el oficial y el soldado desaparecen bajando la escala que cuelga de cubierta. El silbato vuelve a sonar. El humo brota de la chimenea y el agua vuelve a correr contra el casco.
–“Y allí íbamos río arriba del Paraná cuando nos sorprendió un mensaje urgente con la orden perentoria de remontar el río mas allá de Corrientes hasta la cercanías de Tuyutí. Se preparaba una ofensiva”.

El vapor inunda la sala de calderas; el manómetro marca casi en rojo. Sobre cubierta ha oscurecido. El agua se revuelve a popa y deja percibir la hélice del barco girando.

En la cabina del puente, Jones observa hacia adelante. Gira y mira al marino que opera el timón.
–Bancos de niebla a proa –le informa con preocupación.
El marino confirma con un gesto. Jones se dirige a la boca de comunicación. Sopla y luego de esperar otro soplido de respuesta, habla secamente.
–Aflojar la presión dos tercios.
El joven entra a la cabina. Jones, reclinado sobre la mesa de navegación, mira al timonel.
–Navegar de noche... –le dice, preocupado.
Menea la cabeza y mira al joven que lo observa inquieto.
-...y para colmo con niebla.
El joven vuelve a mirar hacia adelante. Jones baja la cabeza.
–No me gusta nada –dice como para sí.
La cubierta está en medio de una neblina densa. Jones baja la escalerilla del puente y habla con un sargento negro.
–Le recomiendo reforzar la guardia, sargento –le dice.
El sargento asiente. Jones ordena a los gritos:
–A ver ustedes, con los baqueanos a proa, no sea cosa que nos topemos con un banco y encallemos. Lo único que nos falta.
Tres marineros corren hacia proa perdiéndose a los pocos metros en la niebla. Jones gira otra vez enérgico.
–Ustedes –le dice a dos marineros–. Me encienden las lámparas de aceite y me iluminan la cubierta.
Los dos baqueanos y los tres marineros, en la proa, miran hacia adelante escudriñando la niebla. Uno de los baqueanos grita.
–¡Cinco grados a babor!
El timonel gira cuidadoso y queda en tensa expectativa. Dos centinelas con los fusiles prestos observan atentos y en silencio el agua semioculta por la niebla. El joven baja del puente con una lámpara de aceite, pasa al lado de los centinelas y va hacia proa. Llega junto a los baqueanos y le da la lámpara a uno de ellos. De pronto, entre la niebla, por estribor, varios fogonazos escalonados seguidos de los respectivos estampidos de fusiles. Uno de los centinelas cae herido. El otro se tira sobre la cubierta.
–¡Paraguayos! ¡Todos a babor! –grita Jones.
Por babor varios pares de manos aparecen trepándose por la borda. Los marineros corren atravesando la cubierta. Los estampidos aumentan. Un marinero cae de bruces alcanzado por un disparo en la espalda. De repente, unos diez paraguayos abordan el barco saltando la baranda de babor armados de sables y pistolones. En medio de la niebla varios soldados corren. El sargento y un soldado se topan con los paraguayos que ya están sobre la cubierta. Luchan cuerpo a cuerpo y el soldado cae apuñalado. Tres paraguayos llegan a la escalerilla que sube al puente.
–iiNos copan el barco!! –grita Jones, desaforado.
Dos soldados disparan hacia la barandilla y un paraguayo cae de espaldas al agua. Inmediatamente, otros tres soldados tiran escalonadamente contra la escalerilla del puente donde dos paraguayos ruedan ensangrentados. Otros varios paraguayos abordan el barco. Los soldados y los marineros luchan con ellos a brazo partido.

Hay gritos y disparos por todas partes. Jones corre hacia el puente. Un paraguayo se abalanza sobre él pero Jones logra zafarse y llegar al pie de la escalerilla. Otro paraguayo llega hasta él enarbolando un sable. Jones esquiva el sablazo que pega contra la baranda, golpea al hombre con el puño y éste cae contra la chalupa salvavidas. Otro paraguayo va a sorprenderlo pero un tiro lo derriba. El sargento mira a Jones con el revólver humeante. Jones sube al puente. La pelea en cubierta es feroz. Los paraguayos tratando de llegar al puente y los soldados y marineros tratando de impedirlo. El sargento con una mano dispara y con la otra revolea el sable a derecha e izquierda pero un tiro lo derriba. Un soldado emerge desde la sala de calderas y es derribado de un disparo. Dos paraguayos quieren penetrar pero alguien les dispara desde abajo. Uno cae y el otro se cubre. Un soldado se abalanza sobre él y ruedan por la cubierta. El joven mira atónito sin saber qué hacer. Los dos hombres luchan muy cerca de él, que retrocede y se recuesta sobre el barandal. De pronto una sacudida tremenda y un crujido desgarrante.
–Nos varamos... iiTodos a estribor!! –grita Jones.
El barco se inclina violentamente sobre babor y el joven pierde el equilibrio y cae al agua. Jones baja del puente gritando desesperado:
–¡Alan! ¡Alan!
Otra vez hay descargas de fusilería desde estribor.
–Cayó al agua, al agua... –le grita uno de los baqueanos a Jones.
Jones lo mira y el hombre le señala el lugar por donde cayó el joven justo antes de ser derribado por un disparo. Jones mira hacia abajo por la barandilla y se arroja sin dudar. Cae al agua y desaparece. El río corre. A lo lejos hay disparos y gritos.
El hombre de la biblioteca deja de escribir visiblemente emocionado. Luego de unos instantes se recompone, moja la pluma en la tinta y sigue escribiendo sobre el papel. Su rostro se pone severo.

–“Jones me contó que al verme caer se lanzó al agua y me sujetó a flote hasta que una balsa se acercó para rescatarnos en plena oscuridad”.

En el interior de una enramada que hace las veces de sala de un hospital militar de campaña, hay varios catres con heridos. Un hombre está vendado casi totalmente. Un médico militar observa a un herido sobre una mesa. Más allá, otro hombre, sin una pierna, solloza en silencio.

–“Cuando Jones estiró la mano, tomó la que le ofrecían y levantó la vista, advirtió que desde ese momento éramos prisioneros. Cuatro paraguayos que se retiraban hacia el norte nos habían descubierto”.

En un catre está Alan. Jones, sentado en el piso de tierra, recostado sobre los pies del catre, se ha dormido con la cabeza inclinada. Varios pares de piernas van y vienen cruzándose a su lado. Jones sigue dormido.

–“Supimos que el abordaje había sido frustrado y que dos buques brasileros habían llegado en apoyo de nuestra embarcación. Jones, atento a todos los detalles de la guerra, no se cansaba de hablar de la bravura y la audacia de los paraguayos”.

Dos jóvenes descalzos entran a la enramada trayendo una improvisada camilla con un herido. Pasan frente al catre de Alan. Alan gime dolorido. Jones se despierta, se incorpora y se para a su lado

–“Jones me dio la nueva, cuando todavía estaba convaleciente, del desastre de Curupaití. Me relató cómo las denodadas cargas de la infantería argentina se estrellaron una y otra vez contra las trincheras paraguayas...”.

Los jóvenes colocan al herido que traen en la camilla directamente sobre la mesa. El médico da una orden en guaraní y dos enfermeros se acercan rápidamente y comienzan a sacarle la chaqueta ensangrentada.

–“...y cómo las columnas de valientes infantes de Buenos Aires, comandadas por la flor y nata de la oficialidad porteña terminaban arrastrándose por el barro malheridos y agonizantes destrozados por la fusilería y la metralla”.

Una jovencita de aspecto guaraní, que ha estado dando agua a los heridos, se para frente al catre de Alan. Alan despierta y la ve. Ella le sonríe y le ofrece agua en una vasija de madera.

–“La derrota fue total. La guerra iba a continuar por mucho tiempo, dijo Jones”.
Alan trata de incorporarse. Jones lo detiene, toma la vasija de las manos de la niña y se la acerca. Alan bebe absorto ante la sonrisa de la muchacha.

–“Abracé a Jones, quien me apretó contra su pecho, sin poder dejar que cayera por su rostro duro una lágrima.”

Alan devuelve la vasija a Jones quien se la alcanza a la niña. Ella la toma y sigue hasta el otro catre.

–“Cuando vi a Jones abrazarme y llorar, comprendí que mi padre había elegido un padre para mí”.

Jones mira a Alan lleno de cariño, luego lo ayuda a recostarse un poco contra la pared de troncos de la enramada y le acomoda el pelo revuelto. Alan recién parece percatarse del lugar donde está. Mira hacia todos lados y luego a Jones quien lo contempla con ternura. Alan se inclina para abrazar a Jones quien a su vez se arrodilla para abrazarlo a él. Alan llora. La muchacha, que espera que le devuelvan la vasija entregada a un herido de un catre cercano, gira la cabeza por sobre su hombro y sonríe mirando a Alan. Alan la mira y avergonzándose un poco se seca las lágrimas con el dorso de la mano.

–“Después de dejar el hospital nos enviaron a un campo cerca de Asunción. Luego nos trasladaron a un pueblo más al norte donde quedamos confinados”.

Varios soldados suben y se apiñan en la caja de un carro al que se enganchan cuatro caballos. Jones y Alan suben y se acomodan contra la portezuela trasera. Cuando están por partir se escuchan gritos de llamada y el carro se detiene. Una muchacha corre y se trepa saltando la portezuela trasera. Se sienta en el suelo contra la baranda justo frente a Alan y Jones. Se escucha un latigazo y el carro se pone en movimiento. Cuando Alan gira la mirada se encuentra con los ojos de la muchacha. Es la misma del hospital. Ella le sonríe. A Alan se le iluminan los ojos. Jones esboza una sonrisa.

El carro marcha por caminos rurales. La chica teje con un fino hilo blanco. A veces la muchacha levanta su vista hacia Alan. Alan no sabe qué hacer. Mira hacia afuera pero siempre posa su mirada en la sonrisa de ella. De pronto, el carro se detiene. Ella se prepara para bajar y mira a Alan. Un poco tímidamente, le ofrece el fino bordado blanco. Alan lo toma mientras ella baja del carro que se pone rápidamente en movimiento. Alan mira hacia atrás. La muchacha se ha quedado parada en medio del camino mirando hacia el carro que se aleja. Levanta la mano a modo de saludo y luego se interna entre los árboles. Alan mira el tejido. Es pequeño y tiene caladas unas letras que dicen . Alan vuelve a mirar el camino ya desierto.

El carro tirado por los cuatro caballos avanza por una calle de tierra levantando polvareda. Se detiene en una plaza, típica de un pueblo del Paraguay.

–“Allí conocimos a Don Guido Quesada, un periodista porteño que cubría la guerra para varios periódicos europeos y eventualmente, también, para diarios de Buenos Aires”.

Alan y Jones descienden junto a los soldados paraguayos que no les prestan atención. Los soldados se dirigen a un edificio cruzándose con un hombre de unos treinta años, bien vestido, que se detiene y aguarda un instante buscando con la mirada.

–“Don Guido había caído en manos de una avanzada paraguaya mientras cabalgaba junto a su amigo el capitán Mansilla quien logró burlar la persecución de los jinetes que lo siguieron hasta muy cerca de las posiciones aliadas”.

Alan y Jones están parados indecisos mientras el carro vuelve a partir dejándolos allí. El hombre avanza hacia ellos tendiendo la mano a Jones.
–Guido Quesada –se presenta–. Fui asignado a darles la bienvenida en nombre de los confinados argentinos.
Jones le da la mano con una amplia sonrisa y Quesada le hace un ademán gentil para que lo siga.
–¿Los han tratado bien? –le pregunta Quesada.
–Perfectamente –le contesta Jones.
Los tres vienen caminando, a lo lejos, por una ancha calle bordeada de árboles que proyectan una vasta sombra, conversando. Quesada les habla animadamente. Se lo ve muy locuaz.

–“Pasábamos horas junto a Quesada que se entretenía relatándonos sus aventuras en el frente. Parecía divertirse, pero sentía una gran melancolía por su querida ciudad a la que acostumbraba llamar la Gran Aldea, y ansiaba regresar”.

Entran a una casa modesta pero bien cuidada. Desde la calle se ve un patio cubierto de plantas y una galería donde cuelgan dos hamacas. Dos loros les dan la bienvenida. Quesada continúa hablando y por momentos ríe. Jones lo acompaña con una sonrisa y Alan los sigue, escuchando todo atentamente.

–“Jones y Quesada hablaron varias veces de evadirse pero los planes eran vagos y siempre terminaban por postergarse para más adelante”.

Jones y Alan entran a las habitaciones. Quesada, que los guía, trata de tranquilizarlos.
–No van a tener vigilancia personal –le dice a Jones–. Aquí sólo confinan a los civiles. Probablemente nos canjeen pronto.
Van saliendo hacia la calle. Quesada le da la mano a Jones y le toca la cabeza a Alan.
–Descansen –les recomienda amablemente–. Por la tarde los mando a buscar para que conozcan al resto de los compatriotas.
Alan se recuesta en un catre y entrelaza sus manos detrás de la nuca. Se queda pensativo un momento y luego cierra los ojos.

–“Al poco tiempo de estar allí llegó el ingeniero Álvaro Ibáñez, hombre de gran prestigio entre sus pares y que fuera contratado por el alto mando francés para estudiar, desde las posiciones aliadas, el diseño de construcción de las fortificaciones paraguayas”.

En la sala de una señorial casa paraguaya, varios hombres conversan animadamente. Evidentemente son argentinos, aunque hay un oficial paraguayo que dialoga sonriendo con un grupo de los presentes. Dos de ellos son Quesada y Jones.

–“El Ingeniero era un hombre maduro pero muy predispuesto y ágil. Había llegado con él un tipo raro llamado Habad proveniente del norte de Afrecha y que lo acompañaba desde que el Ingeniero lo compró en un mercado de esclavos para inmediatamente liberarlo y contratarlo como su secretario y valet”.

Una hermosa mujer de cabellos negros y elegante vestido entra seguida de un anciano sirviente que trae una bandeja de plata con todo lo necesario para preparar el mate. La mujer le habla al anciano brevemente en guaraní y le señala la mesa, indicándole dónde colocar la bandeja. El anciano va hacia el centro del salón. La mujer saluda a los presentes con un ademán gracioso y gentil. Quesada se acerca a ella y le besa una mano como un caballero. Ella le sonríe seductora y gira nuevamente hacia los presentes.
–Siéntanse como en su casa, caballeros –les dice con amable soltura.
Luego abre sus brazos y sale cerrando tras de sí la puerta de doble hoja que separa la sala del resto de la habitaciones. Alan, algo aislado, observa con curioso detenimiento.

–“El Ingeniero y Habad habían sido sorprendidos por una patrulla cuando seguían fascinados los movimientos de un oso hormiguero, olvidando que se internaban tras las líneas paraguayas”.

Una banda de pueblo a la que se le han agregado dos arpas se acerca, en la calle, tocando una polca paraguaya y pasan frente a la casa. Los presentes se asoman a las ventanas. Algunos salen al portal a verlos pasar. Son muy jóvenes. Llevan uniforme militar y van descalzos. Jones, en el salón, busca a Alan con la mirada. Alan va hacia la ventana. La banda termina de pasar y, por detrás, aparece un carruaje que se detiene frente a la casa. Baja un hombre muy blanco, elegante, acompañado por un norafricano vestido con una túnica, a la usanza de su país. Traen un perro. Quesada, que había permanecido en la sala, cuando los ve bajar, sale a recibirlos. Alan, asomado ya a la ventana, observa con más curiosidad al africano que a otra cosa.
Quesada se estrecha en un abrazo con el hombre blanco.
–Ingeniero, qué gusto me dio saber que iban a ser trasladados aquí –le dice entusiasmado. Quesada estira su mano al africano.
–Él es Habad –lo presenta el ingeniero.
El africano saluda a Quesada con un corto gesto de cabeza. Quesada les hace un ademán de invitación para entrar. Alan los ve salir de su campo de visión desde la ventana y percibe que una jovencita muy parecida a la del hospital se va yendo calle abajo con una cesta en la cabeza. Alan sale corriendo y se tropieza con los recién llegados en el primer patio. Se disculpa y sin perder tiempo sale a la calle. El perro, que ha quedado afuera, lo mira irse con curiosidad. Alan corre tras la jovencita hasta pasarla tres pasos. Gira y cuando se para frente a ella ve que no es Adelma. La chica lo mira sorprendida y él, avergonzado, retrocede unos pasos y sale corriendo. La banda ya se pierde calle abajo doblando una esquina polvorienta.

Alan, que duerme agitado y sudoroso, se despierta sobresaltado. Desde su habitación ve la austera sala de la casa en que fueron hospedados. Allí, entre el humo de los cigarros, hay tres hombres sentados a una mesa, que fuman y juegan a los naipes.

–“Una noche, que desperté bañado en sudor, vi luz en la sala. Sin querer, escuché una conversación que me dejó inquieto varios días. Quesada, el Ingeniero y Jones hacían planes de fuga”.

Alan se levanta y asoma al pasillo que da a la sala. Desde allí ve de espaldas a Habad, parado al lado de la puerta de entrada, observando hacia afuera.

–“El modo no lo supe hasta después, ya que Jones quería mantenerme al margen de cualquier riesgo que pudiese producir alguna sospecha de evasión”.

De pronto, se escuchan dos disparos. Todos se sobresaltan. Alan va a la ventana de su habitación. Abre un poco la cortina y espía hacia afuera. Nada extraño se ve, sólo un perro que ladra calle abajo. Alan mira hacia la sala y ve a Habad observando por la mirilla. Se escuchan gritos en guaraní y otros tres disparos aislados más cercanos. Alan vuelve a espiar. Por la calle vienen tres soldados paraguayos borrachos y pasan frente a la casa cantando. Los cuatro hombres de la sala respiran aliviados. Quesada, el Ingeniero y Jones dejan las cartas sobre la mesa y se ríen.

–“Los paraguayos habían capturado, hacía pocos días, un globo aerostático que los brasileros habían llevado al frente para espiar desde el aire las posiciones paraguayas. En unos de sus intentos, una repentina racha de viento rompió los cabos que aseguraban el globo a tierra”.

Alan, cuidadosamente, se acerca a la sala por el pasillo. Habad gira la cabeza. Alan retrocede, se aplasta contra la pared temiendo ser descubierto, espía y se va a su cama. Habad parece haberlo visto, pero prosigue impertérrito mirando hacia la mesa.

–“La mala fortuna de los brasileros hizo que el artefacto enfilara raudamente hacia atrás de las líneas paraguayas para ir perdiendo altura y terminar chocando contra una loma cercana a un campamento enemigo”.
Alan trata de escuchar, acostado en su cama.

En la puerta de la casa, Quesada, el Ingeniero y Jones se despiden. El Ingeniero y Habad parten hacia un lado de la calle y Quesada hacia el otro perdiéndose en la oscuridad. Jones cierra la puerta. En la galería, Jones se acuesta en una hamaca. Alan permanece en su cama con los ojos abiertos.

–“Más tarde, convenientemente orientado desde tierra, el globo fue trasladado hacia el norte eludiendo los tardíos disparos de artillería que la flota imperial lanzó contra el globo intentando destruirlo”.

El sol aparece reflejado en el río. Alan camina por la ribera. Un bote navega con algunos soldados a bordo. Varias mujeres paraguayas pasan cerca de él con cestos de ropa sobre sus cabezas. Ríen al pasar. El río corre manso. Alan mete sus pies en el agua y se queda mirando a unos hombres que llevan colgando pescados en ristre.

–“El globo fue asegurado lejos del alcance de los cañones imperiales en la plaza de nuestro pequeño y acogedor pueblo de dignos y selectos confinados argentinos. En ese globo intentaríamos la fuga”.

Es de noche. Jones y Alan, llevando bultos, salen sigilosamente de la casa y cierran la puerta. Quesada, en el dormitorio de la casa señorial, se incorpora en la cama y se sienta en el borde. Al lado duerme la hermosa mujer dueña de casa. Quesada la mira con ternura y tristeza. Se inclina sobre ella y la besa en los labios. La mujer se mueve. Quesada reprime su deseo de volver a besarla y se levanta cuidadosamente. El Ingeniero y Habad caminan por una callejuela. Se detienen. Escuchan. Miran hacia el cielo. Hay nubarrones. Sigue avanzando y cruzan la calle corriendo.

–“La empresa era riesgosa, sobre todo porque el globo podía enfilar hacia el interior del territorio paraguayo y podíamos ser capturados, con lo que nuestra suerte estaría sellada. Pero otra oportunidad así sería casi imposible que se presentara”.

Jones y Alan llegan hasta el borde de la plaza y esperan ocultos en un portal, amparados por la noche. El viento empieza a soplar.

–“La noche de la fuga llegó con todo preparado. Sin embargo, gruesos nubarrones podían percibirse hacia el noreste y una tormenta estaba en ciernes, lo que podía hacer fracasar el intento. Hubo deliberaciones, pero las cartas estaban echadas”.

El viento comienza a soplar con más fuerza. El Ingeniero y Habad llegan a las proximidades de la plaza. Una racha de viento apaga los faroles de gas. La plaza queda sumida en la oscuridad. Jones y Alan, viendo la oportunidad de desplazarse sin riesgo de ser vistos, se encaminan hacia el centro de la plaza. Jones hace detener a Alan a medio camino y sigue solo sin ver el globo hasta que está muy cerca de la barquilla. La barquilla está sujeta por un fuerte cable que pasa por un anillo empotrado en el suelo. Se escuchan truenos cercanos. Los centinelas bajo los arcos del Ayuntamiento están ocupados en proveerse de sus capotes. Jones trepa a la canastilla de donde cuelgan bolsas con lastre. Adentro hay cajas con armas y municiones. Jones comienza a cortar las cuerdas que sostienen el lastre. En silencio, el Ingeniero llega y sube a la barquilla llevando dos bultos mientras Habad espera cerca, vigilante. Jones interpreta las señas del Ingeniero y se apura a cortar los sacos de lastre. Cuando sólo queda uno, llega Quesada, apurado, introduce tres bultos en la barquilla y ayuda al Ingeniero a arrojar el lastre que está dentro de la misma. El viento ya es huracanado y silba entre las cuerdas del globo. De un salto se mete a la barquilla el perro del Ingeniero. El Ingeniero quiere echarlo pero Jones lo detiene
con un gesto y por señas le dice que lo deje. El ingeniero acepta. A una seña de Jones, Habad y Alan corren a lanzarse dentro de la barquilla. Un centinela grita en guaraní. Al mismo tiempo, Jones corta el cable maestro.

Una ventana se abre empujada por el viento. El hombre de la biblioteca sostiene las hojas de papel que tiene sobre el escritorio para que no se vuelen. Apoya un pisapapeles sobre ellas, se levanta y va a cerrar la ventana. Mira al cielo.

–“El globo se elevó violentamente varias decenas de metros y enfiló raudamente en dirección sudoeste llevado por el viento cada vez mas fuerte”.

Una mujer madura entra al estudio. Lleva una bandeja con el mate.
–Señor Alan –dice, llamando su atención.
El hombre gira hacia ella, la saluda con la cabeza e inmediatamente vuelve a mirar el cielo.
–Parece que se viene una tormenta… –pregunta con tono afirmativo.
–Así parece –responde la mujer adelantándose con la bandeja hacia el escritorio y dejándola allí.
El hombre va a sentarse a su escritorio. La mujer con las manos tomadas adelante, sobre la falda, le habla familiarmente.
–Me manda preguntarle la señora si va a bajar a cenar.
–Creo que voy a trabajar hasta tarde –le dice el hombre pensando en otra cosa.
Busca entre las ilustraciones que dejó sobre el escritorio.
–Dígale a la señora que ella y la niña se acuesten temprano. Mañana a la mañana iremos de paseo, si no llueve.
La mujer asiente.
–Gracias –dice el hombre sonriendo amablemente.
La mujer le devuelve la sonrisa y se retira. Él encuentra la ilustración que buscaba y la pone frente a sí. Echa agua caliente en el mate.

–“La tormenta había estallado y truenos y relámpagos poblaban la oscuridad. Asidos fuertemente en el fondo de la barquilla, dejamos que el globo nos llevara; iba tan velozmente que nadie podía articular palabra”.

El hombre mira la ilustración. Es un globo volando en medio de una tormenta. Absorbe de la bombilla y luego deja el mate.

–“Toda la noche las rachas balancearon la marcha alocada del globo cambiando súbitamente la dirección varias veces”.

Toma otra ilustración. La coloca sobre la anterior y se sirve otro mate.

–“Vimos con asombro, entre las densas nubes, que volábamos sobre altas montañas iluminadas por los relámpagos”.

El hombre mira la ilustración. En ella, el globo tiene una gran rotura en la tela y se ha desinflado bastante. Grandes nubarrones lo rodean y un rayo cruza el cielo negro.

–“Un desgarrón en la parte superior del globo podía verse claramente desde la barquilla y nos era absolutamente imposible repararlo”.

Afuera se escuchan truenos y viento. El hombre mira hacia la ventana y sonríe melancólico. Toma la siguiente ilustración y la pone sobre las otras. En ella se ve la barquilla del globo balanceándose entre el viento y el agua pulverizada. Toma la pluma y comienza a escribir. Por detrás de la pluma se ve la ilustración de la barquilla en escorzo; poco a poco se la va viendo de frente. También de a poco, la barquilla empieza a animarse de tenues movimientos hasta que, desaparecidos los trazos de la ilustración, la barquilla se balancea furiosamente azotada por el viento y el agua.
Relámpagos fugaces la iluminan intermitentemente. Los rugidos de los truenos se entrecruzan con los latigazos sonoros de los rayos. En el fondo de la barquilla, mojados y tiritando de frío, los viajeros miran al cielo.
Jones señala hacia arriba.
–Se está desgarrando cada vez más –les advierte.
Luego de unos instantes de expectativa, el Ingeniero grita y su voz se confunde con los sonidos del viento silbante:
–¡Arrojen las cajas de armas y municiones!
Jones, ayudado por Quesada, toma una caja y tambaleándose por los barquinazos de la barquilla la tiran fuera. Mientras tanto Habad y el Ingeniero tiran otra caja.
–Esos bultos también –grita el ingeniero.
Alan alcanza uno de ellos a Jones; Habad levanta el otro saco de lona atado con tientos. Una sacudida hace que Habad pierda pie y vaya a dar peligrosamente contra el borde de la barquilla. Jones lo toma de la ropa y lo tira cayendo los dos a salvo hacia adentro. Quesada se incorpora; aferrándose al borde, se asoma y mira hacia abajo. De inmediato regresa al fondo.
–Es el abismo –dice angustiado.
Por entre las nubes borrascosas, se dejan entrever rayos de sol. La barquilla se ilumina tenuemente. El viento continúa incesante. Sólo los viajeros exhaustos, el perro y tres bultos pequeños quedan en la barquilla.

–“Arrojamos todo lo que pudimos. El globo seguía perdiendo altura. Después de incontables horas, se disiparon un tanto las nubes y aquel claro dejó ver un vasto desierto de agua debajo del aerostato que el viento arrastraba con una rapidez vertiginosa”.

El mar, desde el aire y entre las nubes, está iluminado por la luz rasante del amanecer. Desde el fondo de la barquilla emerge Jones y mira hacia abajo.
–¡Seguimos volando sobre el océano! –grita sorprendido.
Los demás, con cuidado, azotados por el viento se asoman. Abajo el mar y mas allá, en el horizonte, también el mar que se confunde con nubes lejanas.
–¿Dónde estamos? –pregunta Quesada al Ingeniero.
–No puedo saberlo –le contesta el Ingeniero meneando la cabeza–. No tengo ninguna forma de calcular la ruta que hicimos desde la partida.
El Ingeniero mira a la distancia.
–Tampoco tenemos algún punto de referencia.
Los detalles de la superficie del mar se hacen cada vez más precisos. La distancia se acorta. Es evidente que descienden sobre las olas. En el aire resuena la voz potente del Ingeniero.
–Hay que arrojar lo último que nos quede.
Los tres últimos bultos son arrojados. Quesada saca un revólver del cinto y lo arroja. El Ingeniero saca de un bolsillo una bolsita con monedas, las agita y las arroja resignado. Alan mira a su alrededor. No hay más nada que ellos mismos, el perro y un cuero con agua. Todos se sientan en el fondo de la barquilla. Alan se abraza a Jones. Jones lo palmea y le hace un gesto optimista. Alan baja la vista. Jones mira el cielo, desolado.

–“El globo comenzó a bajar con lentitud pero siguiendo un movimiento continuo hacia la superficie del mar”.

El Ingeniero hace correr el cuero con agua. Cada uno bebe un trago y luego lo pasa al otro. Cuando llega de vuelta al Ingeniero, lo arroja al mar sin inmutarse.
–“Habíamos perdido todo, pero todavía nos aferrábamos a la vida. Debíamos sobrevivir”.

Entre las cuerdas que atan la barquilla brilla el sol. El Ingeniero observa el cielo y luego hacia abajo. Jones, alzándose hasta el círculo de soga al cual se sujetan las cuerdas que sostienen la barquilla, otea el horizonte. No se ve más que agua.
–Agua y sólo agua –dice, bajando hasta la barquilla.
Los cinco, exhaustos, se quedan adormilados. Se oye un ladrido. Es el perro del Ingeniero que está atado. El Ingeniero se despierta, lo acaricia y lo desata.
–Está bien, Guazú –lo calma el Ingeniero.
Todos se despabilan. Jones vuelve a subir por las sogas hacia arriba de la barquilla.
Parece perder equilibrio pero se aferra y se sostiene. Alan observa temeroso.
–¡Tierra ! –grita Jones, encaramado a las cuerdas.
Alan se para como empujado por un resorte y se asoma. Una tierra bastante elevada aparece a lo lejos. El mar ya está muy cerca. Jones baja a la barquilla.
–Llegaremos a la costa antes que se desinfle del todo –le dice al Ingeniero.
El Ingeniero lo mira sin contestarle.
–¿Llegaremos, verdad? –insiste Jones.
El Ingeniero mira hacia abajo. Las olas están cerca. Jones mira hacia tierra. La costa está más cerca. De pronto la barquilla toca la superficie del agua.
–¡Al fondo! –grita el Ingeniero.
Se arrojan al piso. La barquilla se ladea y una andanada de agua penetra por arriba.
Son zarandeados por las olas y se sostienen como pueden hasta que la barquilla se da vuelta. Todos caen al agua. La barquilla es arrastrada por el viento. A unos metros de distancia unos de otros, tratan de mantenerse a flote y nadar.
–¡La barquilla lo golpeó, se hunde! –grita Jones.
–¡¿Qué dice?! –grita Quesada.
Jones ve que Alan se hunde y nada desesperado hacia él hasta aferrarlo. Alan, con un gesto de cabeza, le hace entender que está bien y comienzan a nadar. El perro nada mar adentro. Solo cuatro de ellos son los que se dirigen hacia la costa que aparece y desaparece entre las olas: Jones, Alan, Habad y Quesada.

Llegan a una playa de arena que a pocos metros es cortada por algunas dunas bajas. Alan es el primero. Más atrás los otros salen del agua exhaustos. Se miran unos a otros. Falta el Ingeniero.
–¿Dónde está el Ingeniero? -pregunta Habad con inquietud.
Jones baja la cabeza y la vuelve a levantar.
–Lo golpeó la barquilla –le dice todavía agitado.
–¿Cómo? –pregunta Habad.
–La última vez que lo vi, luchaba contra la corriente. Guazú iba hacia él –le dice Jones–. ¿Dónde? –pregunta Habad casi desesperado.
–No, no sé –dice Jones–. Nadé hacia Alan y ya no lo vi.
Habad sale corriendo siguiendo la playa mirando hacia al mar. El sol del atardecer ilumina a Quesada, Jones y Alan que caminan lentamente por la playa mirando hacia el mar. Observan y escuchan atentamente. Solo se oye el ruido de las olas. Habad viene a su encuentro, desencajado.
–¡No está! ¡No está! –grita.
Jones sacude la cabeza. Alan mira la arena.
Quesada, con ánimo de calmar a Habad, se pone a deducir.
–El globo tocó el mar más o menos por allá –señala a su izquierda–. Si la corriente va hacia allá –señala hacia su derecha–, es posible que haya podido llegar a la playa todavía más adelante.
–Vamos –dice Jones.
Se encaminan mirando alternativamente hacia el mar y las dunas. Los náufragos marchan entre la bruma siguiendo la costa en la misma dirección. Las olas aparecen y desaparecen entre la niebla. Alan camina muy cerca de Jones. Hacia adelante de ellos se escuchan los gritos angustiados de Habad llamando:
–¡Ibáñez! ¡Ingeniero!

La luz de la luna baña la playa. La niebla se ha despejado. Los cuatro náufragos caminan por una formación de piedras planas y se encuentran súbitamente detenidos por un lindero espumoso de olas. Caminan con cuidado por el borde de las piedras.
–¡Cuidado! -grita Jones.
Se hallan al extremo de una punta aguda, azotada por el mar.
–Es un promontorio –dice Jones–. Retrocedamos con cuidado.
Retroceden y siguen por la parte opuesta del promontorio y bajan a una playa igualmente arenosa y llena de guijarros.

Caminan por la playa hasta llegar a unas piedras y de pronto se ven detenidos por el mar en una punta bastante alta, formada por rocas resbaladizas. Jones se detiene y mira hacia adelante y hacia atrás.
–¡Es un miserable islote! –dice Jones mordiendo las palabras–. Ya lo recorrimos de punta a punta.

Jones y Alan están sentados en las dunas, ateridos. Jones tiene abrazado a Alan que tirita convulsivamente. Quesada se ha acostado en la arena y se ha hecho un ovillo. Habad camina por la playa golpeándose los costados con las palmas de las manos.
–¡Ibáñez! –grita Habad intempestivamente.
Un eco devuelve su llamada. Jones se incorpora un poco.
–El eco –dice Quesada.
–Sí, hay eco –confirma Jones–. Debe haber alguna costa alta cerca.

Con las primeras luces del día se levanta del mar una bruma opaca. No se va a más de diez pasos. Los cuatro hombres se desdibujan entre las dunas y la niebla. Las olas rompen y llegan a la playa. La niebla ha desaparecido. Un hermoso sol penetra entre las raleadas nubes hasta la superficie del islote. Los cuatro están sentados espalda contra espalda en medio de un mar de dunas. Un mar de agua los circunda hacia el este, de donde los ilumina el sol, pero en el oeste hay una costa elevada y abrupta que forma una vasta extensión de acantilados. Entre el islote y la costa hay un canal de unos doscientos metros de ancho por el que se desplaza una fuerte marejada.
–Voy a ir –dice Habad, mirando el canal.
–Habad... –lo llama Jones.
Habad se mete en el agua del canal.
–¡Habad! –vuelve a llamarlo Jones.
Habad nada en diagonal llevado por la corriente. Los tres se paran y avanzan hasta el límite de la playa. Se ven los hombros de Habad salir de la superficie a cada movimiento de avance. Se desvía de la línea recta con gran rapidez, pero continúa avanzado hacia la costa. Quesada, Jones y Alan miran ansiosos hacia donde va Habad. Habad llega a tierra al pie de los acantilados. Lo ven sacudirse el agua vigorosamente y luego echarse a correr.
–Apenas baje la marea, cruzamos –dice Jones mirando a Quesada.
Habad ya desaparece tras una punta rocosa. Jones, Quesada y Alan se sientan a mirar la tierra que tienen enfrente. Alan es el que observa más atentamente.

Delante del islote, el litoral se compone de una playa arenosa, sembrada de piedras negruzcas, bordeada por los acantilados, coronados por una caprichosa arista, de unos sesenta metros de altura. Alan señala arriba de los acantilados. En la meseta superior de la costa no se ve un solo árbol. Jones, con la cabeza, le indica que mire hacia la derecha. La vegetación no falta allí. Siguiendo el acantilado se distingue una masa confusa de grandes árboles, cuya aglomeración se prolonga más allá de los límites de la vista. Jones rompe el silencio:
–Esa costa, ¿será de una isla o tierra firme? –pregunta.
Quesada se encoge de hombros.
–¿Estará habitada? –insiste Jones.
Quesada se queda mirando hacia enfrente, como ausente.

La marea ha bajado. Quesada, Alan y Jones se desnudan, hacen un lío con sus ropas y se las ponen sobre la cabeza. Se encaminan hacia el canal y comienzan a cruzarlo. En el centro la profundidad no excede el metro y medio. Los tres llegan caminando sin dificultad al litoral opuesto. Quesada termina de ajustarse el pantalón y toma el saco que había dejado sobre la arena.
–Voy a buscar a Habad –les dice.
–Tenga cuidado –le recomienda Jones.
Quesada le agradece con un movimiento de cabeza.
–Nosotros lo esperamos acá –agrega Jones.
Quesada se va por la playa. Alan se ajusta los zapatos y se va a parar para ir con Quesada. Jones lo detiene con un gesto negativo de cabeza. Alan vuelve a sentarse.
Quesada desaparece detrás de la punta saliente siguiendo el camino de Habad.
–¿Dónde estaremos? –se pregunta Alan.
Jones no le contesta y mira a su alrededor.
–Alimento, fuego y abrigo –dice en voz alta, pero como para sí.
–¿Qué? –pregunta Alan.
–Que debemos buscar alimento, hacer fuego y encontrar donde guarecernos –le dice Jones–. No podemos pasar otra noche a la intemperie.
Alan asiente. Jones mira hacia el cielo respirando hondo.
–Bueno –dice–. Al menos estamos libres.

Jones y Alan caminan por la playa de los acantilados. Van en la misma dirección en que se fueron Habad y Quesada. Jones se para, observa y señala hacia adelante. Algunos centenares de pasos mas allá hay vegetación y la costa ofrece una cortadura.
–Aquello que se ve allá parece ser la desembocadura de un río o un arroyo –dice Jones–. Vamos a ver.

Están en la desembocadura de un río de altas márgenes. Jones mira a su alrededor. El río corre por una cortadura de los acantilados, entre dos muros de más de veinte metros de altura. Hacia el interior, el curso de agua es casi recto unos trescientos metros, y luego hace un brusco recodo en medio de una verde espesura. Alan señala un lugar al otro lado del río. Contra los acantilados, cerca de la desembocadura y por encima del sitio donde llega la marea, hay un conjunto de grandes rocas. Jones lo ve.
–Vamos a ver –le dice a Alan.

Jones y Alan se internan entre las rocas caprichosamente superpuestas. Recorren unos pasadizos estrechos hasta que dan con una formación que deja un espacio techado por una enorme laja y casi totalmente rodeado de piedra.

Un atado de leña cae sobre la arena fina, junto a la pared de roca del interior de las cuevas. Jones se incorpora y le deja lugar a Alan que arroja el suyo.

Cerrado por piedras, en un rincón de la cueva, hay armado un fogón. Está preparado para encender el fuego con troncos, leña fina y hojas secas. Las manos de Jones acomodan las últimas ramitas con precisión y delicadeza. Una ramita se ha caído. La mano de Jones la acomoda con prolijidad en el sitio exacto. Alan llega con los pañuelos llenos y los apoya sobre la arena. Los desata y descubre unas dos docenas de huevos chicos de cáscara amarilla.
–Muy bien –le dice Jones–. El fogón está listo.
–¿Puedo encenderlo? –le ruega Alan.
Jones asiente y lo invita con un ademán. Ve que Alan está esperando; reacciona metiendo la mano en el bolsillo
–Cierto –dice mientras busca–, con tanta desgracia hasta me olvidé de fumar –y hace un gesto de contrariedad.
Alan lo mira, esperando.
–La cigarrera... –dice Jones, nerviosamente.
Jones se pone a buscar con creciente ansiedad en todos sus bolsillos. Alan lo mira preocupado. Jones vuelve a recorrer los bolsillos prolija y exasperadamente. Baja la cabeza y se toma las sienes con los dedos.
–Alguno debe haber quedado... –dice, dándose ánimo.
Alan lo mira con semblante helado de estupor. De pronto Jones, frenético, da vuelta los bolsillos, palpa las entretelas, recorre con las yemas de los dedos el borde inferior del saco. Niega con la cabeza.
–Ni uno solo –dice resignado.

Jones y Alan están sentados contra la pared de los acantilados. Las rodillas tomadas con las manos y la vista fija en la nada iluminados por la luz del atardecer. Se ven tristes y desesperanzados. Recortado en las últimas luces del crepúsculo, Quesada viene caminando por la playa arrastrando los pies, medio pateando la arena con fastidio. Quesada llega y se sienta de cara al mar junto a Jones, que con rostro de cansancio lo mira interrogante.

La noche se aproxima. Quesada se ha acostado de espaldas sobre la arena y parece dormir. Alan lo mira inquieto. De pronto se decide y va hacia él. Se acerca y lo mueve cuidadosamente. Quesada abre los ojos y lo mira.
–¿No tendría un fósforo? –le pregunta Alan.
En ese momento Quesada se da cuenta de lo que está pasando. Mira a Jones que lo mira con semblante consternado y se pone a buscar en el fondo de los bolsillos del pantalón. Alan corre hacia el saco que quedó tirado un poco más allá. Empieza a palparlo. De pronto su rostro se vuelve expectante. Mete la mano en el bolsillo y trata de llegar a la entretela. No puede.
–Rompelo –le dice Quesada.
Alan, con mucho cuidado, hace un pliegue deslizando algo en el interior de la entretela. Luego pega un tirón, desgarrando la costura inferior. Mete la mano y enseguida les muestra el fósforo como un trofeo. Quesada toma el fósforo, lo levanta y lo contempla sonriendo con tristeza.

La noche ha caído. Los cuatro hombres están arrodillados en la cueva formando un semicírculo frente a un ramillete de leña. El viento se filtra y sopla entre los corredores de roca. Los haces de luz de la luna caen oblicuamente desde lo alto en columnas y le dan a la penumbra de la cueva un clima de ceremonia. Los cuatro rostros se recortan en la tenue luz azul. Sus semblantes están reconcentrados. Quesada tiene el fósforo en una mano y lentamente lo acerca a la piedra que sostiene en la otra. Se mira con Alan y ambos, de rodillas, se inclinan hacia la leña acercando la rama, la piedra y el fósforo. Habad y Jones, a ambos lados, instintivamente se inclinan también, con los ojos fijos en esa especie de ritual. El silbido del viento crece por momentos. Quesada apoya la cabeza del fósforo en un extremo de la piedra. En la mano de Alan, la pequeña rama tiembla agitando las hojitas secas, que crujen como una sonaja. Quesada contiene el aliento. El fósforo raya la piedra. Hay un chisporroteo.
El fósforo encendido va hacia la ramita. Una lengua de fuego sale de las hojitas crujientes que se mueven hacia abajo. La leña se enciende, crepitando. En la caverna teñida de oscuridad azul, la luz amarillenta pinta los cuatro cuerpos arrodillados. El fuego crece y agiganta las sombras de los náufragos. Sus rostros, que miran las llamas en silencio, tienen un claro semblante ceremonial.

Una ola rompe furiosa contra un peñón de la playa y salpica las rocas con espuma brillante. Más allá, contra la pared de los acantilados, las Cuevas se insinúan en la penumbra. Luminiscencias amarillas crecen y se multiplican entre los intersticios de las piedras.

Jones introduce varios huevos en la ceniza, al costado del fogón. El fuego arde incesante. Quesada desenvuelve una tela engomada. Alan lo mira intrigado. Saca una libreta y un lápiz y se pone a escribir.
–¿Qué escribe? –le pregunta Alan.
Quesada levanta el lápiz de la hoja y mira a Alan con simpatía.
–Sobre la evolución de la humanidad –responde Quesada.
–¿Cómo es eso? –pregunta Alan aún más intrigado.
Quesada se acomoda un poco sobre la arena blanda. Jones presta atención sin dejar de echar una ojeada al fuego.
–Te das cuenta –dice Quesada– cuántos miles de años deben haber tenido que esperar nuestros antepasados prehistóricos para poder obtener y dominar el fuego. Te das cuenta qué salto gigantesco en la evolución debe haber significado el fuego.
Alan lo escucha atentamente. Quesada habla con fluidez.
–Nosotros aquí, aún sabiendo tantas cosas, no seríamos más que animales desesperados de hambre y frío si no hubiésemos encontrado por casualidad... eI principio del fuego –Quesada sonríe–. Un fósforo en el forro de mi saco.
Alan ahora lo escucha absorto. Jones mira el fuego un instante y vuelve a mirar a Quesada.
–Aquellos hombres no tuvieron esa ayuda –continúa Quesada–. Tuvieron que encontrar y resguardar el fuego por sí solos, o guerrear por él. Los que lograban mantenerlo obtenían una superioridad inalcanzable sobre aquéllos que no lo tenían. Quién sabe cuántos sufrimientos se ahorró la humanidad por un incendio fortuito que proveyó de fuego a generaciones y generaciones de humanos que lo conservaron, lo transportaron y lo traspasaron de padres a hijos.

El viento silba entre las rocas. Las llamas del fogón se encrespan y revolotean. Jones mira el fuego presa de un repentino temor, agrega leña fina y contiene la respiración. La leña enciende enseguida. Jones respira hondo y mira sonriendo a Alan y a Quesada.
–Cientos de años, tal vez miles, probando y descartando procedimientos –continúa Quesada–. Miles y miles de intentos frustrados de producir la llama sagrada del fuego... Y nosotros superamos, hoy, en un instante, gracias a un simple fósforo, toda esa etapa de evolución de la humanidad –agrega Quesada con una sonrisa tristona–. ¿Qué cosa, no? –concluye.
Los cuatro se quedan en silencio mirando hacia la nada.

Afuera las olas rompen sobre la arena. Por sobre los acantilados la luna llena baña la playa. El agua trae una almeja que se introduce inmediatamente en la arena húmeda dejando tras de sí unas burbujas efímeras. Alan y Quesada duermen profundamente. Jones cabecea sentado contra la pared de roca. Se despierta un instante, acerca leña al fuego y vuelve a dormirse. Habad camina por la playa mirando hacia el mar.

(…)

El Ingeniero descansa bajo el sol de la mañana. Alan le lleva almejas crudas.
–¿Hay gente por aquí? –le pregunta el Ingeniero.
–No vimos a nadie –contesta Alan.
–¿Saben dónde estamos? –vuelve a preguntar el Ingeniero.
Quesada, llegando hacia ellos, le contesta:
–Ni la menor idea.
El Ingeniero come una almeja.
–¿Es isla o tierra firme? –pregunta masticando.
Quesada se encoge de hombros. El Ingeniero se queda pensando.
–Cuando salimos del Paraguay –le dice a Quesada–, el viento era estenordeste.
Jones viene con el caracol y se lo ofrece al Ingeniero.
–Por la violencia que traía –agrega Jones–, su dirección no debe haber variado.
–Si no varió –deduce el Ingeniero, tomando el caracol–, debemos haber cruzado el Chaco, la Cordillera, pero también Chile, o sea que...
–¡Estamos en el medio del Pacífico! –dice Alan cayendo en la cuenta.
–Así es, no puede ser de otro modo –le dice Jones–. Aunque parezca increíble.
El Ingeniero bebe y le da el caracol a Alan.
–Debemos estar, entonces –le dice a Jones–, por el archipiélago de Mendana, o las islas de Tomotu, o las tierras de Nueva Zelanda.
–Bueno –dice Quesada optimista–, en ese caso podemos ponernos en contacto con ingleses o maoríes.
–O con piratas malayos.... –agrega Jones circunspecto.
Alan lo mira inquieto. Jones cambia de tono y señala hacia atrás de los acantilados.
–Hay un cerro bien alto –le dice al Ingeniero–, podríamos subir a ver qué se ve desde ahí.
–Buena idea –aprueba el Ingeniero–. ¿Seguro que no han visto rastros de gente por ahí? –insiste.
–Ninguno –dice Jones con seguridad.

(…)

Unas ramitas reposan sobre la arena seca. El Ingeniero sostiene, muy cerca, algo parecido a una lupa. Quesada mira el sol. El rostro del Ingeniero está concentrado. Las ramitas empiezan a despedir humo. Habad llega con leña y la deposita sobre la arena. El Ingeniero, Habad y Quesada están sentados al lado del fuego que arde en la playa muy cerca de las Cuevas. El Ingeniero tiene la improvisada lupa en la mano. La separa en dos cristales cóncavos que tenía unidos entre el índice y el pulgar. Le da uno a Quesada. Quesada lo toma, abre su reloj y coloca el cristal cubriendo las agujas. El Ingeniero lo imita con el otro cristal colocándolo en su reloj.
–Va a haber que buscar pedernal y hacer yesca –dice el Ingeniero.
Quesada le da cuerda a su reloj. Alan y Jones salen a la playa doblando la embocadura del río. A lo lejos se ven las Cuevas y una columna de humo.
–¡Bravo! ¡Fuego! –grita Alan.

El hombre de la biblioteca levanta la cabeza. Está sonriendo. Deja la pluma sobre el papel y se recuesta contra el respaldo del sillón. Mira hacia la ventana. La lluvia mansa cae contra el cristal. Levanta sus manos y las entrelaza por detrás de la cabeza. Las gotas se deslizan hacia abajo viboreando por el vidrio. El hombre mira al techo, respira hondo, toma la pluma, la moja en el tintero y se inclina hacia adelante para seguir con la escritura.

(…)

Un rayo de sol del amanecer da en la cara de Alan. Se despierta. Mira a su alrededor. Todos duermen, salvo el Ingeniero que está acuclillado, agregando ramas al fuego encendido. Alan se incorpora sobre sus codos. El Ingeniero gira y lo mira sonriente.
–Buenos días, colono –le dice contento.
Alan lo mira sin entender.
–A partir de hoy ya no seremos náufragos, sino colonos.
Jones, Quesada y Habad se han despertado.
–¿Qué dice? –pregunta Jones todavía adormilado.
El Ingeniero se para y gira abriendo los brazos.
–Que a partir de hoy damos fundación a una colonia –dice el ingeniero, exultante.
–¿Se volvió loco? –le dice Jones a Quesada.
–No. Pero si nos dejamos ganar por la desesperanza, así terminaremos todos. Basta de lamentarnos por nuestra triste situación. Hoy y aquí debemos decidir si vamos a perecer como miserables náufragos o vamos a sobrevivir como dignos colonos –les dice el Ingeniero, enfático y discursivo.
Quesada y Habad lo miran sorprendidos. Jones menea la cabeza.
–No, no está loco –dice Jones–, sólo quería repasar sus clases de oratoria.
El ingeniero gira hacia Jones enojado. Jones se disculpa con un ademán gracioso. El Ingeniero lo mira serio, pero no se puede contener y empieza a reírse de la ocurrencia del marino. Jones y Quesada también se ríen. Habad lo hace con la cabeza baja.

Un croquis de la isla, dibujado a lápiz en una hoja del cuaderno de Quesada, está en el suelo. Alan lo mira tirado boca abajo.
–Tiene unos treinta kilómetros de largo y unos quince de ancho –dice Quesada señalando a lo largo y ancho de la hoja.
Todos, a su alrededor, miran el croquis. Quesada indica un punto del litoral a la derecha del croquis.
–Las Cuevas están acá –dice.
El Ingeniero, que está sentado en el piso con las piernas cruzadas adelante, señala un círculo irregular dibujado muy cerca del punto señalado como las Cuevas.
–¿Y esto? –le pregunta a Quesada.
–Un lago –dice Jones.
–¡Un lago! –exclama Alan y pregunta cómo se llama.
Lo miran con simpática sorna. Alan entiende.
–Ya sé –dice–, que no tiene nombre.
–¿Lago del Plata qué les parece? –dice el Ingeniero.
–Bien –dice Alan, adelantándose a todos.
Quesada continúa señalando.
–Hacia el norte y hacia el oeste hay grandes bosques. El volcán está casi en el centro de esta cadena de sierras de erupción suboceánica –dice Quesada–, pero hay grandes zonas de evidente origen volcánico, como usted ya lo había señalado.
El Ingeniero sube y baja la cabeza comprendiendo. Alan mira el croquis, circunspecto.
–¿Y al volcán, qué nombre le ponemos? –pregunta Alan.
–Monte de los Patagones –dice Jones inmediatamente–, es muy parecido a uno que vi cerca del estrecho de Magallanes.
–Hay agua abundante –sigue Quesada–, pero el lugar donde estamos creo que es el mejor, al menos por ahora. Un curso de agua baja hacia el sur; debe ser el que alimenta el lago, pero es más pequeño que nuestro río.
–De la Merced –dice Habad–, Río de la Merced.
Alan sonríe y acepta con la cabeza. Quesada continúa.
–Creo que sería bueno bajar por la ladera sudoeste de este cordón –señala en el croquis–y seguir el arroyo que va a desembocar en el lago.
–...del Plata –aclara Alan.
–Tiene que ser de agua dulce –continúa Quesada–, baja de la montaña; y además, toda la ribera norte del lago está cubierta de vegetación hasta la ladera de la sierra.
–Bien, volvamos por ese camino –acepta el Ingeniero.
Todos empiezan a levantarse. El Ingeniero detiene a Jones.
–Jones, ¿hay puertos naturales? –le pregunta.
–Grandes, ninguno –le informa Jones.
El Ingeniero baja la cabeza y se queda pensativo.

El terreno se ha hecho seco y rocoso. El arroyo es estrecho. El Ingeniero mira hacia los contrafuertes de la meseta volcánica que ha quedado a sus espaldas. Mira al suelo, se agacha y toma una piedra. Lo mira a Habad.
–Habad, necesito que me traigas de aquellas piedras negras –le dice, señalándole hacia arriba del contrafuerte.
Jones lo mira extrañado. Alan sigue a Habad, curioso, y se pierden tras un recodo.

Descienden, ahora, por el borde del arroyo que se ha hecho más ancho y corre entre riberas boscosas de tierra colorada. El Ingeniero se agacha y toma un puñado.
–Óxido de hierro... –murmura y mira hacia la dirección desde donde viene el agua, pensativo.
–¿Arroyo Colorado le parece bien? –le pregunta Alan a sus espaldas.
–Sí. Me parece bien –le contesta el Ingeniero, volviendo de sus reflexiones.
Jones y Habad vienen hacia ellos.
–En la cuesta norte vimos cabras monteses –dice Habad.
–Ya les echaremos el diente –dice Jones.
–Adelante el arroyo corre más caudaloso –informa Habad.
–Seguro que estamos cerca del lago.

Un amplio lago de riberas serranas y cubiertas de vegetación se abre ante su vista. Los cinco se paran en silencio a admirar el brillante espejo de agua.
–Tengo hambre –dice Alan, llegando–, ¿qué hora será?
–Las doce –dice Jones, después de mirar al cielo.
El Ingeniero saca su reloj, mira al cielo y se dispone a ponerlo en hora. Quesada levanta la vista, saca su reloj y va a hacer lo mismo. El Ingeniero lo mira.
–¿Su reloj está funcionando? –le pregunta rápidamente.
–Sí. Le he dado cuerda todos los días –dice Quesada.
–¿Qué hora tiene usted?
–Las nueve –contesta Quesada.
–¿Es la hora de Asunción, no es cierto? –pregunta el Ingeniero.
–Pues... sí. No toqué las agujas desde que partimos –le contesta Quesada.
–No las mueva, por favor. Y no deje que se pare. Eso nos puede servir –le dice el Ingeniero.

(…)

A lo lejos, iluminadas por la luz del poniente, se ven las Cuevas. A su frente, el mar. Los exploradores van llegando lentamente a la playa. Están exhaustos. Alan llega trayendo un atado de ramas delgadas y largas. Jones, con paso cansado, camina hacia las olas. Se detiene en el borde espumoso y se queda contemplando el mar. Los otros, que van pasando tras él hacia las Cuevas, al verlo, se detienen y se quedan observándolo. Jones está absorto y no percibe que los tiene detrás de él. De pronto Jones gira para llamarlos.
–¡Eh! –grita, e inmediatamente los ve allí, muy cerca, mirándolo.
Jones se sorprende un instante, pero se recompone inmediatamente.
–Ya tengo el nombre –les dice.
–¿Qué nombre? –pregunta Quesada.
–El de la isla, hombre –responde Jones.
–¿Cuál es? –pregunta Alan, ansioso.
Jones va hacia el grupo que se ha quedado esperando y les dice:
–Propongo que bauticemos la isla con el nombre del más intrépido y valiente marino. Llamémosla Isla Brown.
Todos asienten en silencio, melancólicos. Sólo se oye el flujo y reflujo de las olas y el piar de una gaviota lejana. Alan toma y puñado de arena y lo lanza al aire.
–¡Viva la Isla Brown! –grita.

El grupo está reunido en las Cuevas.
–No podemos seguir ocultándonos nuestra verdadera situación –les dice el Ingeniero.
Alan entra, arco en mano, y va a sentarse junto a Jones.
–Aquí tendremos que vivir quién sabe cuánto tiempo.
El Ingeniero hace una pausa y sigue:
–Es de temer que esta isla esté alejada del rumbo de los buques que van por los archipiélagos del Pacífico y no creo que se encuentre tan al sur como para que estemos en la ruta de los que se dirigen a Australia.
Los demás escuchan con atención. El Ingeniero sigue:
–Además, es una isla poco importante ya que no ofrece buenos puertos, como lo observó Jones.
Se hace un hondo silencio. Sólo se escucha el breve crepitar de las brasas y algún graznido lejano.
–Tenemos que prepararnos para una larga permanencia aquí –concluye el Ingeniero.

Un terrón de arcilla se desmorona y cae en el borde del agua del lago. Jones lo golpea con un palo y lo deshace. Alan viene, junta la tierra con las manos y la pone sobre una estera de juncos ahuecada que ya contiene una pila de arcilla. Quesada y Habad levantan los dos palos rectos a los que la estera está sujeta por los laterales. Quesada y Habad caminan por un prado que termina abruptamente en el lago, cuyas aguas descansan mansas unos dos metros más abajo. Con la camilla de carga que llevan, llegan hasta el borde de un pozo ancho y poco profundo donde el Ingeniero pisa arcilla mezclada con agua. Quesada y Habad vuelcan la carga de tierra en el pozo. Habad se va hacia el lago y Quesada mete sus pies descalzos en el barro y comienza a pisarlo. Habad llega con agua, la echa sobre la mezcla y él también se pone a pisar el barro arcilloso. Jones, más allá, trae leña sobre su hombro y la vuelca al suelo. Alan toma unos troncos y los agrega a una fogata ya encendida. Quesada y Jones amasan el barro sentados al borde del bosque. Habad extiende y moldea con las manos una tira de barro formando un círculo sobre los bordes de una base de arcilla también circular. Alan llega y levanta una vasija ya modelada y seca, que descansa sobre la hierba al lado de Habad. El Ingeniero toma la vasija de manos de Alan y la introduce en la ceniza caliente, al lado del fuego. Luego le hecha tierra encima y la cubre con brasas.
Quesada se lava las manos en el lago. Levanta la vista y ve que el sol se está poniendo.

El fogón está encendido iluminando los árboles del bosque cercano. Alan aparta algunas brasas. Una vasija de barro pasa de mano en mano hasta que llega a Jones que bebe chorreándose agua por el cuello. La vasija llega a manos de Alan que bebe y la levanta hacia el cielo como una ofrenda.
–Somos alfareros –dice Alan emocionado.
La vasija tosca se recorta contra la noche iluminada por el fuego.

(…)

El Ingeniero, de pronto, se da vuelta hacia Quesada.
–¿Qué día es hoy, Quesada? –le pregunta a boca de jarro.
–Veinte de Marzo –le contesta Quesada de inmediato.
–Estamos justo en el equinoccio –le informa el Ingeniero.
Quesada se queda mirándolo.
–¿Me presta su reloj? –le dice el Ingeniero sin explicar nada.
–Está en las Cuevas –asiente Quesada–. ¿Pasa algo? –le vuelve a preguntar.
–Sólo que hoy justamente podemos saber más o menos en qué lugar del mundo nos encontramos –le dice el Ingeniero–. Tengo que hacer una medición y algunos cálculos...

Todos están sentados en las piedras.
–Con la diferencia horaria ya podía saber más o menos la longitud oeste en que estábamos –les dice el Ingeniero–. Hoy pude calcular la latitud de nuestra posición.
Los demás lo miran expectantes. El Ingeniero saca un papel del bolsillo y lo despliega.
–Estamos en el meridiano 122 al oeste de Greenwich y en el paralelo 37 al sur del Ecuador –les dice secamente.
Jones mueve la cabeza afirmativamente.
–Eso quiere decir, si la memoria no me falla, que estamos a unas tres mil quinientas millas de Tahití y dos mil quinientas de la costa americana –explica Jones.
–Y como a dos mil quinientas de Nueva Zelanda –completa el Ingeniero.
Quesada, que se había quedado pensativo, interviene.
–Por ahora no podemos pensar en hacer una travesía así –les dice con tono pesimista.
–Ni siquiera en construir un barco. Si ni herramientas tenemos –agrega Jones.
El Ingeniero dice a modo de desafío.
–Podríamos tenerlas.


Ya de noche, en Las Cuevas, los colonos, listos para dormir, descansan alrededor del fuego.
–Es preciso comenzar por el principio –proclama el Ingeniero.
Jones hace un gesto de risueña aceptación.
–Sí, claro –dice Jones.
–Me explico –dice el Ingeniero–. La isla es rica en minerales, hay hierro.
El Ingeniero muestra dos piedras. Los otros prestan atención.
–Esto es hierro magnético no carbonatado, óxido de hierro, y esto es sulfuro de hierro o pirita. Para obtener hierro útil debemos reducirlas.
Alan observa las piedras. Jones no entiende pero se muestra ansioso.
–Y entonces... –dice.
Habad toma la primera de las piedras que le da el Ingeniero.
–El óxido de hierro –continúa Habad–, se puede reducir por medio de carbón para separar el hierro del oxígeno.
Quesada comprende.
–¿Y ahí es donde interviene aquella otra? –pregunta señalando una piedra negra que el Ingeniero tiene al costado.
El Ingeniero le da la piedra a Habad asintiendo. Habad la toma y la apoya junto a la que ya tenía.
–Carbón –les informa–. Si las juntamos a altas temperaturas –concluye–, obtendremos hierro.
–¡Bien! –grita Alan entusiasmado.
Quesada saca su cuaderno y antes de escribir les informa:
–Comenzamos nuestra etapa metalúrgica.

El fuego arde. Todos están acostados. Jones ronca. Quesada escribe. Alan está pensativo.
–¿Qué vamos a hacer mañana? –le pregunta al Ingeniero.
El Ingeniero, que ya se acomodaba para dormir, mira a Quesada que mira a Alan y se sonríe. El Ingeniero se arma de paciencia.
–Del bosque traeremos la madera necesaria para armar un pequeño campamento minero y un taller de forjado. Recogeremos el mineral y el carbón y los acarrearemos hasta aquí. Cuando haya suficiente, lo que nos llevará varios días, cortaremos el mineral en trozos y… (toma un palito y hace sucesivas razas horizontales una arriba de la otra en la tierra)... haremos una pira intercalando mineral con carbón.
El Ingeniero se dispone a dormir. Alan no está satisfecho.
–Y entonces....
–Entonces lo encenderemos y le inyectaremos aire con el fuelle. El carbón se transformará en ácido carbónico, después en óxido de carbono separando el óxido del hierro.
El Ingeniero se da vuelta. Alan queda pensativo y cuando amaga volver a preguntar escucha la voz del Ingeniero que le recomienda.
–Dormí, Alan, que mañana tenemos mucho que trabajar.
Alan se acuesta.

El fuelle se infla y se desinfla. El fuego se intensifica. Jones transpira a raudales moviendo el fuelle. Alan mira expectante. Habad reemplaza a Jones. El Ingeniero y Jones se miran esperanzados. La pira arde despidiendo humo y cenizas encendidas.
El Ingeniero reemplaza a Habad. El fuelle se abre y se cierra. El fuego crece. Las gotas caen por la mejilla de Habad. Quesada mira al Ingeniero interrogante. Las manos de Jones reemplazan a las de Habad. Alan mira expectante. Quesada reemplaza a Jones. Jones se seca el sudor. El fuelle se abre y se cierra. El aire penetra en el mineral y sale fuego. Alan mira. El humo vivorea. El ritmo del fuelle se intensifica. Las gotas de sudor caen por el cuello de Quesada. Habad lo reemplaza sin perder el ritmo. El mineral empieza a fundirse. Alan sonríe con la cara iluminada. El fuelle funciona. El mineral se funde. El fuego crece. Los ojos de Habad se cierran tensionados por el ritmo. El mineral funde líquido. Alan estalla en un grito de victoria.
Jones tira el sombrero al aire. El Ingeniero y Quesada se abrazan. Todos gritan. Habad llora en silencio sin dejar de mover el fuelle.

Una piedra golpea una masa de hierro reducida al estado de esponja que está apoyada sobre otra piedra. Jones levanta la piedra y vuelve a golpear. Habad, en los intervalos, repite a su vez la operación. Jones levanta la piedra. Habad golpea. Habad levanta su piedra. Jones golpea. De la masa de hierro se desprende la escoria que salta hacia todos lados. Alan, curioso, se acerca demasiado. El Ingeniero lo aparta. Alan retrocede y lo mira a Quesada que está escribiendo.
–¡Somos herreros, Quesada! Anótelo ahí –le dice Alan.

Un martillo tosco, de hierro, golpea una barra al rojo varias veces achatándola en la punta. La barra, movida por las manos de Habad, se introduce en un fogón de piedras donde arde carbón. El fuelle incentiva el fuego. Es Alan quien lo opera. Jones lo mira a su lado, satisfecho. Mientras Habad sigue con la operación de forjado, el Ingeniero lo abraza a Quesada.
–Hachas, azadones, picos, palas... Somos ricos, Quesada –le dice el Ingeniero con entusiasmo. Alan, que los escuchó, piensa un instante y luego asiente.

(…)

Dentro de las Cuevas, Quesada revisa su cuaderno de notas. Afuera llueve. De pronto Quesada levanta la vista y exclama:
–¿Saben que hoy es veinticinco de Mayo?
El Ingeniero, que dibujaba un plano con carbonilla sobre una laja, sonríe y deja todo a un lado. Lo mira a Alan que limpia denodado una vasija y le hace un gesto para que pare.
–Hoy vamos a descansar –le dice decidido.
Alan, contento, deja la vasija. En ese momento, entran Jones y Habad. El Ingeniero, Quesada y Alan los miran con curiosidad porque se han quedado parados frente a ellos, serios y en silencio. De pronto, Jones saca sus manos hacia adelante como para abrazarlos.
–Señores –les dice Jones con su voz estentórea–. En el día de la revolución. ¡Viva la libertad!
Los tres lo miran emocionados e indecisos.
–Viva la libertad –murmura Quesada con lágrimas asomándose a sus ojos.
El Ingeniero se incorpora y abraza a Jones y a Habad, emocionado y agradecido.
Alan, como confundido, mira a Jones.
–¡Pero vos naciste en Baltimore! –dice espontáneamente.
Jones lo mira ahora él emocionado, le tiende los brazos y le dice con voz entrecortada por el llanto reprimido:
–La patria, Alan, es la tierra donde anidan los sentimientos.
Alan corre a su encuentro y se abrazan fuertemente.

Las olas llegan mansas a la arena de la playa. Las nubes están bajas, pero ya no llueve. Quesada y Alan caminan en silencio, como meditando. Alan se para a mirar el mar.
–¿Habrá terminado la guerra? –pregunta.

Quesada parece volver a la realidad. Gira hacia Alan y luego se pone a su lado a mirar el mar. A lo lejos, el horizonte de agua se confunde con las nubes.
–Qué lejos estamos, ¿no? –dice Quesada, con desgano.
–¿Extraña? –le pregunta Alan.
Quesada empieza a caminar.
–Extraño la gran aldea, el paseo de la ribera, el bodegón de los catalanes y…
Alan espera que continúe. Quesada no contesta. Alan insiste.
–¿Qué es lo que más extraña?
Quesada duda y luego continúa.
–Los labios suaves de una mujer que me bese al despertar por las mañanas.
Alan se ríe a carcajadas.
–Adiviné –dice.
Quesada primero se sorprende y luego se ríe también. Jones viene por la playa en dirección a ellos. Se encuentran.
–Cuando termine la guerra volveré al Paraguay –le dice Alan.
–¿A qué vas a volver? –le pregunta Jones.
Alan se lo queda mirando. De pronto Jones recuerda y sonríe.
–Esa niña… ¿Han estado añorando los buenos tiempos? –les dice jocoso.
Quesada y Alan se ríen. Jones los toma de los hombros y llevando uno a cada lado se encaminan hacia Las Cuevas.

(…)

Un vaso de arcilla entra en una pileta de piedra donde cae agua. De la pileta, el agua rebalsa por una caladura en el borde y va a caer a un canalcito por donde sigue corriendo hacia el lago. Jones se levanta con el vaso y va hacia la puerta de la cabaña donde está trabajando Quesada. Entra y se dirige a un banco de taller rústico de troncos que está bajo la abertura de una ventana sin terminar. Jones bebe llegando al banco y le da el vaso a Habad que bebe también, mientras Jones toma un martillo y clava una estaca en la ranura de una tabla. Habad deja el vaso y le ayuda a sostener otra tabla que Jones se encarga de fijar con otra estaca.
–Lista la mesa –dice Alan, contento.
Quesada, que trata de emprolijar el tosco marco de tronco en la puerta que da al lago, los mira. Jones y Habad, uno en cada punta, llevan la mesa y la colocan entre dos bancos largos de tronco que hay en el centro de la parte más amplia de la cabaña.
–¡Una mesa alrededor de la cual podamos reunirnos! ¿Qué más podemos pedir? –exclama el Ingeniero.

(…)

Una fuente de barro con dos lechoncillos se apoya sobre la mesa de la cabaña. Aplausos y exclamaciones reciben la comida. Jones agradece orgulloso y se sienta a la mesa.
–Al fin funcionaron sus trampas, Jones –bromea el Ingeniero mientras se sirve una porción en un plato de barro.
Quesada le hinca el diente a un muslo, y lo saborea. Alan palmea a Jones que está a su lado.
–Vas a poder embarcarte como cocinero, cuando volvamos –le dice en tono de broma. Se hace un silencio. Alan ve que todos se han puesto melancólicos.
–Sí, cuando volvamos –murmura Jones.
Alan toma su presa y la muerde. Jones hace lo mismo y pega un grito estridente de dolor. Todos se sobresaltan.
–¿Qué pasó? –pregunta el Ingeniero.
–Que me he roto una muela –dice Jones dolorido.
–Lechoncillos con piedras. Linda caza ha traído usted –bromea Quesada.
Jones, ahuecando sus dos manos, escupe en ellas. Alan se ríe. Habad mira curioso. Jones pone sobre la mesa un grano de plomo. Se miran estupefactos.
–¡¿Un grano de plomo?! –exclama Alan.
Quesada lo toma y lo palpa entre el índice y el pulgar.
–¿Está seguro que estos animales eran muy jóvenes? –le pregunta a Jones.
–A lo más tres meses –responde Jones todavía dolorido.
Quesada mira el grano de plomo. El Ingeniero, que se ha quedado pensativo, interviene rompiendo el silencio.
–Quiere decir, amigos, que hace todo lo más tres meses, se ha disparado un tiro de fusil en la Isla Brown.
Todos se miran en silencio. Jones recoge agua de un cántaro y bebe.

(…)

El sol asoma en las sierras. Las cenizas humean. Habad y Alan van ladeando la majada, pacientes. Alan se para contra una piedra y mira las cabras. Habad se acerca con el platillo en la mano. Alan lo toma. Hay leche. Habad le señala las cabras. Alan bebe.
–En la tarde regreso a las Cuevas –le dice Habad–. Jones debe estar impaciente.
Alan le pregunta directamente:
–¿Cómo fue que llegaste hasta acá? Bueno... hasta... ya sabés, a vivir tan lejos, quiero decir.
Habad sonríe.
–Cuando tenía doce años hicimos un largo viaje a Malí –le cuenta–. Nos atacaron bandidos argelinos. Mataron a mi padre y a ocho de sus guerreros. Me vendieron como esclavo en Togo. Nunca más vi a mi familia.
Habad hace un ademán de resignación. Alan baja la vista entristecido. Habad sigue.
–Me llevaron a Trinidad, como herrero. Después a Haití. Un fabricante de ron me dio zapatos y me hizo su escribiente. Cuando la rebelión de esclavos de Sierra Madre, entre otras cosas de las que no me arrepiento, redacté el manifiesto de la libertad.
Habad sonríe y menea la cabeza. Alan también sonríe. Lo mira con admiración. Habad concluye.
–Me salvé de la horca porque mi amo, en bancarrota, necesitaba dinero y me sacó de contrabando para venderme en Belice. Ahí conocí al Ingeniero.
Habad se levanta y con una sonrisa amplia abre los brazos y le dice a Alan:
–Y aquí estamos.
Empieza a caminar hacia la majada. Alan lo mira emocionado.

(…)

Un plano de un velero está extendido en la arena. Jones y el Ingeniero cambian opiniones.
–Lo primero sería terminar el codaste de popa y la roda de proa –dice Jones.
–¿No es mejor empezar con la base del casco? –pregunta el Ingeniero.
Jones piensa un instante, evaluando.
–No. La base va después –le contesta.
Llega Quesada secándose el sudor, con un hacha en la mano.
–Bueno, madera no va a faltar. La tormenta trabajó de hachero.
–Bien –dice Jones.
Quesada se acuclilla. Los tres rodean el plano. Una ola rompe y se despliega sobre la arena avanzando lentamente hacia ellos.
Quesada logra levantar el plano antes que se moje.
-–Parece que el mar está sediento de buques –dice Jones parándose, jocoso.
Los otros sonríen por la ocurrencia. Jones, mirando mar adentro, señala con el dedo y agrega:
–No le vamos a dar el gusto, señor Pacífico.
Una ola retrocede mansa dejando la playa.

El velero navega ágilmente. Es tosco en su terminación, pero de líneas elegantes.
Alan se tira boca abajo sobre la proa metiendo una mano en el agua cuando el velero corta las olas. De pronto Alan se para.
–¡Allí! ¡Allí! –grita señalando algo a proa y estribor.
Quesada se pone de pie y, tomándose del mástil, pone la mano en visera. El Ingeniero mira por el catalejo.
–¿Dónde, Alan? –le pregunta.
–Allá –señala Alan.
El Ingeniero ajusta el catalejo y ve algo.
–¡Todo a estribor, capitán! –grita el Ingeniero.
La mano de Alan se mete en el agua y saca una botella. La levanta y la muestra. Los otros, paralizados, miran la botella.
–De vuelta –dice el Ingeniero–. Volvemos a la cabaña.
Sentado a la mesa de la cabaña, el Ingeniero saca un papel húmedo de la botella, lo mira y se lo da a Quesada que está parado con un pie apoyado en el banco. El Ingeniero observa la botella. Quesada mira el papel. Hay, algo borroneada, la indicación de una latitud y un nombre: Tabor
–¿Otra feliz coincidencia? –le pregunta el Ingeniero.
Quesada menea la cabeza. Mirando el mapa al otro extremo de la mesa, Jones les informa:
–Esa Isla Tabor no puede ser otra que la Timoré. La latitud es la misma.
Quesada va hacia allí y se reclina a mirar. Jones le señala la isla y agrega:
–No hay otra isla en millas a la redonda.
Quesada asiente con la cabeza y mira al Ingeniero.
–Si hay posibilidad de rescatar a este hombre, debemos intentarlo –le dice.
–No hay ninguna duda de eso, Quesada –replica el Ingeniero algo ofendido.
–¿Entonces aprueba usted mi proyecto de rescate? –pregunta Jones.
El Ingeniero se para, mira a todos.
–Señores –les dice con firmeza–. Mis reparos se dirigían a iniciar un viaje sin destino, poniendo en peligro las vidas que hemos conseguido resguardar hasta ahora. Pero estando en juego la vida de un hombre y estando en mis manos la posibilidad de salvarlo no duden un instante que arriesgaría mi propia vida para ayudarlo.
El Ingeniero da media vuelta y se va hacia la puerta. Se apoya en el marco y se queda mirando el lago. Quesada y Jones se miran sorprendidos por la reacción. Alan mira a Habad que ha bajado la cabeza y mira al piso. Quesada va hacia donde está el Ingeniero y se para a su lado mirando el lago.
–Nadie ha puesto en duda nunca su honestidad moral.
El Ingeniero hace un gesto de arrepentimiento y lo mira.
–Ya lo sé, Quesada. Discúlpeme –le dice, contrariado consigo mismo.
Quesada lo mira. El Ingeniero baja la cabeza, vuelve a mirar a Quesada y va hacia la mesa.
–¿Cuándo partimos, capitán? –le dice a Jones.
Jones sonríe.

Sentados a la mesa de la cabaña, el Ingeniero, Quesada y Jones tienen la carta desplegada. El Ingeniero piensa un instante y pregunta a Jones:
–¿Cuánto piensa usted que durará la travesía?
–Con buen tiempo y buenos vientos... cinco días para ir y volver –contesta Jones.
–¿Con malos vientos? –pregunta Quesada.
–No más de diez –dice Jones.
–¿Y con mal tiempo? –pregunta el Ingeniero.
–Depende de cuán malo sea –bromea Jones.
El ingeniero no se ríe y espera respuesta.
–No se preocupe. Vamos a tener buenos aires –le dice Jones.
En el cobertizo, Alan y Habad se aprestan a dormir. Guazú está echado junto a la puerta entreabierta con el hocico afuera. Alan, acostándose, pregunta a Habad:
–¿Por lo que le pasó con su hija es que no quería que nos hiciéramos a la mar?
–Esta isla es el hogar que no tuvo y nosotros la familia que perdió, Alan. No quiere perdernos.
Alan piensa un instante y luego pregunta:
–¿Cuantos años tenía la hija?
–Ahora tendría más o menos tu edad –contesta Habad.
Alan se queda pensando. Habad le recomienda, acostándose:
–A dormir, Alan, que mañana tenés que volver temprano.
–¿Yo voy a ir? –le pregunta Alan sorprendido.
–Vas a ir. No tenemos muchos marineros experimentados –le dice Habad adulándolo. Alan sonríe orgulloso. Habad se duerme. Alan no cierra los ojos.
–Un náufrago –dice para sí en voz alta.

El Ingeniero y Quesada llevan armas y bolsas con pertrechos al velero. Alan está a proa. Jones, a popa, mira las olas y les informa:
–Saldremos a remo hasta cruzar la rompiente.
Quesada suelta los cabos que amarran el velero a dos grandes estacas en la arena frente a los acantilados. El Ingeniero se dispone a empujar el velero hacia el agua. Jones levanta el ancla de hierro y la sube. Alan la acomoda. Jones toma uno de los remos. Quesada trepa y se prepara para tomar el otro. Alan llama al Ingeniero, que está listo para empujar el velero hacia el agua.
–Ingeniero... –le dice Alan, con ánimo de preguntar.
El Ingeniero lo mira. Alan se arrepiente de la pregunta.
–No, nada... –le dice.
Se seca una lágrima que está por rodar mejilla abajo.
–...que vamos a volver.
–¡A la maaaar! –grita Jones.

El Ingeniero empuja y el velero se arrastra por una canaleta en la arena. Los remos ayudan. El velero se desliza hacia las olas. Alan mira hacia la playa. El Ingeniero se ha quedado con las manos en los bolsillos del raído pantalón con la cabeza entre los hombros. Alan le grita:
–¡Hasta la vista!
El Ingeniero levanta un brazo y saluda con una sonrisa triste. Alan saca de una bolsita que cuelga de su cuello un pequeño tejido que ya casi no es blanco. Lo despliega. Dice . Lo lleva a los labios y lo besa. Lo vuelve a guardar.

El mar se extiende infinito hacia adelante y hacia atrás. Quesada mira la brújula. Alan, a proa, tiene la vista clavada en el derrotero. Jones, al timón, otea el horizonte.

La embarcación, con la vela hinchada, se recorta contra el poniente. La proa choca contra las olas iluminadas por la luna. Quesada, sentado ahora al timón, observa la brújula. Jones descansa tirado sobre las tablas, levanta su cabeza, mira a Quesada y vuelve a descansar. Alan duerme.

Las nubes se tiñen con los colores del amanecer. Los navegantes miran el horizonte, escudriñando. Alan extiende el catalejo. Jones señala hacia adelante y grita:
–¡Tierra!

La roda del Buenos Aires toca la playa de arena. Alan echa el anda. Jones arrea el velamen. Quesada salta a tierra con los cabos. Un nudo se termina de apretar. Jones ajusta uno de los cabos a un árbol fuerte de la ribera. Alan apoya un fusil contra un árbol. Lleva él mismo uno al hombro y le entrega otro a Jones. Siguen caminando entre médanos boscosos. Suben a una elevación. Miran hacia todos lados.
–Cosa extraña –dice Jones–; ni una humareda, ni una señal...
–Ni una sola huella –completa Alan.
–Habrá que buscar más. Comencemos por la parte sur –dice Quesada, bajando por el lado opuesto de la elevación.

La culata de un fusil aparta la maleza. Jones abre la marcha. Alan va detrás con una cuerda en bandolera y el fusil. Quesada cierra la marcha con una bolsa al hombro y el fusil preparado. Los tres caminan por el monte siguiendo el sendero. Jones ve que hay una bifurcación y señala hacia un costado. Miran. Mas allá, a unos veinte pasos, en un claro, hay restos de un antiguo sembrado. Se acercan. Jones ve, entre los árboles, lo que parece ser una cabaña. Por señas, deciden acercarse con cuidado. Jones y Quesada avanzan. Alan se queda vigilando a retaguardia. La precaria cabaña es de tablas y el techo está cubierto con una lona embreada. Jones llega a la puerta que está entreabierta y se para a un lado. Quesada llega y se para al otro. Alan observa desde lejos. A una seña de Quesada, Jones empuja la puerta y entra violentamente fusil en mano. Quesada se queda tenso contra las tablas. Jones se vuelve hacia la puerta y con un gesto le comunica a Quesada que no hay nadie. Quesada baja el fusil y llama a Alan levantando el brazo.

En una mesa llena de polvo hay un cubierto de estaño y una Biblia enmohecida. En un rincón, una pala, un azadón y un pico. En otro, dos escopetas de caza, una de ellas con el mango roto. En una tabla a modo de estante, un barril de pólvora cerrado y otro de plomo; en el piso, cuatro fusiles; todo cubierto de polvo. Jones avanza hacia una de las paredes contra la cual hay una cama marinera con sábanas revueltas, amarillentas y cubiertas de musgo.
–Hace tiempo que esto no está habitado –dice Jones.
Quesada confirma con un movimiento de cabeza. Jones mira a su alrededor.
–Estas tablas son de un casco o puente de un navío.
–Salgamos –dice Quesada, algo asqueado.
Ya afuera, Alan se descuelga la soga que lleva y pregunta:
–¿Será la nave naufragada...?
Jones se sienta en un tronco cortado y se saca el sombrero.
–Así parece –le responde.
Quesada, parado contra las tablas del exterior y apoyando el fusil en el piso, deduce:
–Alguno de los tripulantes sobrevivió al naufragio y construyó esto con los restos. Después, vaya a saber lo que pasó.
–¿Dónde puede estar ahora? –pregunta Alan.
Jones se encoge de hombros.
–Vamos a ver –propone Quesada señalando los alrededores.

Jones y Quesada van adelante observando. Alan se retrasa y va hacia el claro del sembrado. Jones levanta del piso un hacha con el mango roto, se la muestra a Quesada en silencio. Menea la cabeza. De pronto, Quesada, que se ha adelantado, se paraliza. Jones lo alcanza y se queda mirando hacia adelante. Hay cuatro túmulos de tierra a los que ha invadido la maleza.
–Son tumbas –dice Jones.
Quesada asiente en silencio. Jones baja la cabeza contra su pecho. Quesada se saca el sombrero. De pronto se escuchan, a distancia, a sus espaldas, como rugidos y gritos de Alan pidiendo auxilio:
–¡Jones! iJones! Socorro. ¡Jones!
Jones y Quesada salen corriendo. Alguien se escabulle entre la maleza. Alan está tirado en el suelo. Jones y Quesada llegan a la carrera.

–¿Qué fue? –pregunta Jones agachándose y palpando a Alan en la espalda y en la cabeza.
–Era él. Era un hombre. Fue para allá –Alan señala, convulsionado, la maleza que rodea el sembrado.
–Tranquilo, Alan... ¿Qué pasó? –pregunta Quesada.
–Saltó sobre mí gruñendo cuando lo descubrí escondido en los pastos esos –trata de explicar Alan, aturdido.
–¿Cómo que saltó gruñendo? –lo interroga Jones.
–No sé, como un animal... pero era un hombre –dice Alan ya más calmado.
–Vamos –dice Quesada a Jones.
Jones y Quesada van hacia donde señaló Alan.
Alguien corre entre los pastos altos. Jones y Quesada alcanzan a verlo tapados por los matorrales. Ambos corren en diagonal tratando de cerrarle el paso.
–¡Alan! Las armas –grita Quesada.
Alan se levanta. Jones y Quesada se separan sin dejar de correr. Uno por un lado y otro por el otro. Alan toma el sendero que va a la cabaña. El hombre pega unos saltos entre los pastos y corre hacia la cabaña. Alan, no lejos de ahí, grita:
–¡Acá! ¡Acá! En la cabaña.
Jones y Quesada lo escuchan, miran hacia allí y salen corriendo. El hombre se detiene indeciso frente a la cabaña. Se da vuelta y mira a su alrededor con movimientos de felino acorralado. Jones y Quesada ya lo tienen rodeado. Se acercan agazapados con los brazos abiertos tratando de no dejarlo escapar. El hombre mira a un lado y a otro, crispado. Mira hacia atrás, donde está la puerta de la cabaña, pero no entra. Toma por el cañón el fusil de Quesada que quedó apoyado contra las tablas y trata de usarlo como mandoble. Quesada y Jones se abalanzan sobre él y lo tumban. Luchan en el suelo. El hombre muerde a Jones en el brazo. Despide saliva por la boca y emite gritos ahogados como rugidos. Se mueve violentamente tratando de zafarse. Quesada lo aferra por el pelo. Alan está paralizado.
–¡Alan! La cuerda –le grita Jones.
Alan reacciona y corre a buscarla. Mientras lo sujetan, Alan llega con la cuerda y entre los tres logran maniatarlo. El hombre ruge y se contorsiona en el suelo.
–Me ha mordido, la bestia salvaje –dice Jones retrocediendo con el brazo chorreando sangre.
Quesada respira agitado. Tiene un mechón de pelo entre los dedos. Alan mira atónito.
El hombre tiene la cabellera enmarañada y sucia; una barba que le tapa la cara y le llega hasta el pecho; el cuerpo casi desnudo salvo por un pedazo de tela raída atada a la cintura; ojos feroces, manos enormes, uñas largas como garras y pies cuarteados y encallecidos como si estuviesen hechos de cuero. Los tres se miran en silencio, anonadados. El hombre se ha quedado quieto. Gemidos roncos salen ahora de su garganta a través de los dientes apretados. Quesada se acerca y trata de mirarlo a los ojos. El hombre rehuye la mirada girando la cara. Quesada vuelve a intentar y el hombre comienza a girar la cara a un lado y a otro repetidamente sin parar. Quesada le habla.
–Venimos a rescatarlo.
El hombre sigue con el mismo movimiento obsesivo. No parece escucharlo.
–Hombre, usted ha pedido socorro –intenta hacerlo hablar Quesada.
Jones menea la cabeza mirando el piso.
–No hay caso, Quesada, el desdichado ya no tiene nada de humano –dice Jones compungido.
Alan no puede contenerse y se larga en sollozos agitados que pronto se convierten en llanto abierto. Se deja caer arrodillado junto al hombre y se toma la cara con las manos llorando desconsolado. El hombre sigue ladeando la cabeza a un lado y a otro, ausente. Quesada baja la cabeza y apoyándose contra las tablas de la cabaña se desliza hacia abajo quedando sentado con la frente sobre las rodillas. Jones gira dando la espalda al hombre y mira al cielo. Una lágrima cae desde sus ojos humedecidos. En el cielo, las nubes se arremolinan cargadas y oscuras.

Llueve torrencialmente. Alan mira hacia afuera apoyado en la puerta entreabierta. El hombre tiene atados sólo los brazos al cuerpo, y está sentado en un rincón con las rodillas contra el pecho y el mentón entre ellas. Mueve pausadamente su torso hacia un lado y otro, en silencio. Jones, sentado en un banco, mira al piso. Quesada, apoyado contra las tablas, mira llover por un ventanuco.
–Quienquiera que sea, que haya sido o pueda ser este hombre, no podemos pensar en otra cosa que no sea llevarlo con nosotros –dice Jones, sin dejar de mirar al piso.
Alan, con la mirada clavada en la lluvia, asiente para sí en silencio.

El Buenos Aires navega ya mar adentro. Desde el islote se lo ve doblar una punta y desaparecer dejando una estela sobre la superficie serena del Pacífico. La bandera del Buenos Aires se enrolla y se desenrolla violentamente. EI viento sopla con fuerza desde estribor. El velero se inclina y se zarandea. Las ropas de los marinos flamean con fuerza. El hombre va inmóvil, sordo y mudo bajo la cubierta de proa. Una cuerda le sujeta las manos juntas delante del cuerpo y va a anudarse a un metro de distancia al techo de la cubierta. Jones, al timón, mira el cielo preocupado; luego, gritando para que lo escuche, le informa a Quesada:
–Los vientos del invierno, Quesada, no había más remedio que partir. Esto no va a mejorar mucho.
Quesada asiente y mira la brújula; le dice a los gritos a Jones:
–Nos desviamos.
–El viento es del Noroeste –le explica Jones–. Ponemos proa al estenordeste para derivar directamente a la isla Brown.
Quesada hace un gesto de entender.
–Si la fortuna nos acompaña –agrega Jones en voz baja.
Alan, que ha escuchado, lo mira preocupado.

Cae la noche. El viento no amaina. Quesada va al timón mientras Jones, aferrado al mástil, controla la vela que se agita fuertemente.
–Tenemos viento de proa –le informa a Quesada–, y la mar está pésima. Manténgame la mano firme en el timón.
Quesada asiente. Jones se da vuelta y grita:
–¡Alan! La cangreja, Alan.
Alan, atado a la cintura con una cuerda, se mueve a toda prisa y trabaja rápido. Jones baja y anuda un cabo. El agua sube hasta la cubierta y la barre. Jones va a sentarse junto a Quesada.
–Me parece que no sé dónde estamos –le dice, tranquilo.
Quesada lo mira algo sorprendido. Jones le palmea el hombro y le sonríe.
–No va a ser la primera vez –le dice–. Ya veremos. Hay que mantener el rumbo.

El sol no aparece. Las nubes se extienden hasta el horizonte. El viento no amaina. El velero se mantiene navegando a duras penas inclinado sobre estribor. Alan mira hacia el mar, suplicante.

Noche otra vez. El mar está calmo. Solo hay una suave brisa de popa. Quesada escribe en su libreta.
–Ahora vamos bien –le dice Jones–. Lo que no sé es dónde vamos.
–¿Habla en serio? –le pregunta Quesada.
–Si en la madrugada no avistamos la isla, estaremos en graves problemas –le dice Jones sin inmutarse y luego agrega–: querrá decir que extraviamos el rumbo y que estamos perdidos.
Quesada se queda perplejo. Las velas se hinchan. El velero corta el agua, agresivo. Jones, preocupado, trata de escudriñar en la noche. Alan lo imita pero mirando en dirección opuesta. Quesada mira a uno y a otro y luego mirando al hombre, que continúa ajeno a todo, en voz baja y sin esperar respuesta le dice:
–Ni siquiera sabemos para dónde está la isla, amigo. ¿Sí que estamos perdidos, no?
Jones, que lo ha escuchado, lo mira y asiente en silencio. Quesada se incorpora para ir hacia Jones y pasa la mirada hacia proa. De repente se detiene y vuelve a mirar fijando la vista.
–¿Jones, qué es eso? –pregunta señalando con la mano.
Jones mira hacia donde señala Quesada y le dice a Alan:
–Alan, el catalejo.
Mientras tanto, Jones intenta descifrar lo que vio Quesada.
–Se me hace que es un fuego –arriesga Jones.
Alan le da el catalejo, Jones mira un instante y lo baja.
–Es un fuego –dice sonriendo.
–¡Un fuego! ¡Un fuego! –se entusiasma Alan.
–Es la isla –confirma Jones.

Al amanecer, el Buenos Aires fondea frente a los acantilados. EI Ingeniero y Habad se meten en el agua y van hacia ellos saludando y agitando los brazos.
–¿Encontraron al náufrago? –pregunta el Ingeniero, ansioso.
–Sí –contesta Quesada.
–¿Quién es? ¿Dónde está? –lo apabulla el Ingeniero.
–Es un hombre, mejor dicho, todo lo que queda de él –le dice Quesada y salta al agua que le llega hasta las rodillas.

Alan, que ya ha bajado, pone una mano en el hombro del Ingeniero. El Ingeniero se da vuelta, lo ve, le tiende la mano y estrecha la de Alan. Habad, que se ha quedado algo apartado, se acerca y también estrecha la mano que le tiende Alan. Jones aparece con el hombre en cubierta. El Ingeniero y Habad se quedan mirando, atónitos. Jones intenta hacerlo bajar del velero. El hombre no se resiste, más bien está atemorizado. Esconde su cara y da pasos cortos tratando de dar la espalda. Quesada lo sostiene y lo ayuda a bajar. Jones baja y lo toma de un brazo, Quesada del otro. Lo hacen caminar hacia la playa.

Todos salen del agua en silencio haciendo un abanico detrás del hombre que se comporta como un animal aterrorizado. Todo su cuerpo tiembla. Sus manos, juntas adelante, se doblan hacia abajo pegadas al cuerpo. Sus rodillas se vencen. Cuando llegan a la arena se queda parado, inmóvil.
–¿No podemos desatarlo? –sugiere Habad.
–Se va a escapar –aclara Jones.
–Está bien, Habad –dice el Ingeniero–. Ya lo soltaremos.
Habad se adelanta hacia el hombre.
–Habad... –lo llama Quesada.
Habad no lo escucha. Saca el cuchillo y corta la cuerda que le sujeta las manos. El hombre hace un ademán de querer huir. Habad le pone firme una mano en el hombro y lo mira a los ojos. El hombre quita la mirada. Habad la mantiene. El hombre lo mira de reojo nervioso. Habad no le quita la mirada hasta que el hombre se calma y se afloja quedándose con la cabeza gacha, encorvado hacia adelante. Alan mira orgulloso a Habad, que pasa su brazo cruzando la espalda del hombre y, tomándolo del hombro, lo hace caminar. Con pasos cortos y vacilantes el hombre se deja conducir hacia los acantilados.

Un barril de pólvora que levanta Jones llega a las manos del Ingeniero, quien lo pone sobre la arena al lado de otro que ya descansa allí. El Ingeniero se acuclilla a observarlos.
–Estaban en la cabaña –le informa Jones.

El velero ya se ha varado sobre la arena. La marea ha bajado. Las escopetas, las herramientas y utensilios van pasando de las manos de Jones a las Alan y de las Alan a las del Ingeniero. Quesada anota en su libreta.

En la cabaña arde el fuego. Un vaso de barro con agua se acerca al rostro del hombre que mantiene la cabeza baja en un rincón. Habad intenta hacerlo tomar pero no lo consigue. El Ingeniero trae un plato con agua y lo pone en el suelo. El hombre ve el agua y se lanza hacia adelante con las rodillas y los codos en el piso. Bebe del plato absorbiendo con la lengua.
–Como un animal –dice Quesada sentado a la mesa.
Habad lo mira.
–¿Ha comido? –pregunta el ingeniero.
–Nada –contesta Jones–, no ha querido probar bocado.
–Hay carne de pato cruda, Alan –dice el Ingeniero haciendo un gesto con la cabeza hacia la cocina y mira al hombre que se pasa los antebrazos por la cara.
Alan llega a dos pasos del hombre y estira la mano con la carne de pato. El hombre huele, mira la carne y de un zarpazo se la arrebata de la mano. Alan se asusta y sale para atrás. El hombre se pone contra la pared escondiendo con su cuerpo la presa de pato que toma con sus dos manos. De rodillas y mirando de reojo hacia donde ellos están, muerde y arranca a dentelladas trozos de carne que traga casi sin masticar.
El Ingeniero mira a Habad y baja la cabeza. Habad se aparta del hombre y se sienta en un banco junto a la mesa.
–Puede llegar a ser peligroso –dice el Ingeniero.
Habad lo mira y asiente con la cabeza sin decir palabra.
–Tal vez hicimos mal en traerlo hasta aquí –dice Jones consternado.
–De ninguna manera, Jones –dice con firmeza el Ingeniero–. Hasta hace pocos meses este desdichado era un hombre como usted y como yo.
–Pero ya no lo es –dice Quesada.
El Ingeniero no responde y mira al hombre que se ha quedado masticando los huesos, ajeno a todo.

(…)

La llovizna forma una tenue cortina sobre el lago. En la cabaña, todos están sentados a la mesa menos Jones, que llega trayendo una bandeja de barro con cinco tazones humeantes.
–Este año lo festejamos con algo parecido al chocolate. ¿Qué les parece? –les pregunta.
Los otros lo miran e inmediatamente se dan cuenta. Se levantan y se empiezan a abrazar tranquilos y contentos unos a otros. Alan lleva un vendaje que le rodea el torso; está feliz. El Ingeniero se para a la cabecera de la mesa y levanta con ambas manos un tazón.
–Juramentémonos hoy, en este día de la patria –dice en tono de discurso, y hace una pausa.
Los otros levantan el tazón. Por la puerta aparece el hombre. Lo miran. El Ingeniero mantiene la pausa. El hombre avanza unos pasos y se para.
–Juremos... –continúa el Ingeniero ceremoniosamente–. ¡Que vamos a volver a casa! –termina exclamando.
–¡Juremos! –exclama Alan, rebosante.
El hombre da un paso y trata de hablar. El Ingeniero le pide, con señas, que se acerque y le ofrece su tazón. El hombre niega con la cabeza y vuelve a intentar hablar.
–¿De dónde son? –pregunta con voz entrecortada.
–Argentinos –dice Alan.
El hombre asiente, comprendiendo.
–¿Y usted? –pregunta el Ingeniero.
–Español –contesta rápidamente.
Luego, el hombre se queda inmóvil y callado.
–¿En qué mes estamos? –pregunta de pronto.
–En mayo –contesta Quesada.
–¿De qué año?
–1867 –le dice Quesada.
El hombre lo mira hondamente
–Doce años –murmura, y se va hacia su rincón habitual.
Se sienta mudo, mirando al piso. Alan se queda mirándolo con inmensa piedad.

(…)

De pronto, el hombre aparece delante de ellos. Lo miran y el hombre, muy enojado, empieza a gritarles:
–¿Por qué estoy aquí? ¿Por qué me han sacado ustedes de mi islote? ¿Con qué derecho me tienen prisionero en esta isla?
El Ingeniero intenta acercarse. El hombre retrocede furioso y sigue gritando:
–¿Saben ustedes por qué estaba allí? ¿Quién les ha dicho que no me abandonaron? ¿Qué saben de mi vida pasada?
Jones y el Ingeniero lo miran sin decir nada.
–¿Saben si yo he robado, he traicionado, he asesinado? ¿Lo saben? –les pregunta.
El Ingeniero intenta calmarlo.
–No lo sabemos pero...
–¡No, no! –lo corta el hombre–. No quiero que me den explicaciones. Sólo una pregunta, y quiero que me respondan sin rodeos. ¿Soy libre?
–Es usted libre –responde el Ingeniero.
–Entonces quiero que me devuelvan a mi islote.
–Así lo haremos –dice Jones adelantándose al Ingeniero–, pero debe usted prometer algo.
El hombre parece calmarse.
–Que no intentará irse solo –dice Jones mirando el velero.
–No les robaré su “bote” –dice el hombre, despectivo.
Jones reprime un gesto de resentimiento.
–Apenas termine el invierno lo devolveremos a su prisión –le dice el Ingeniero.
–Bien –acepta el hombre y da media vuelta para irse.
–Mientras tanto… –le dice el Ingeniero.
El hombre se para pero no gira para mirarlo.
–¿Podemos contar con usted? Tenemos mucho trabajo que hacer.
El hombre se queda un instante quieto y luego se va sin contestar. Jones espera que se aleje.
–Ya no volverá –dice.
–Volverá –responde el Ingeniero.

(…)

Camilo sale con las cabras del corral. Tiene puesto un abrigo de cuero. Lleva un largo palo a modo de bastón. Alan mira, con el catalejo, sobre una cortada de la sierra. Habad está a su lado sentado, descansando. A sus pies hay dos grandes atados de juncos de totora. Alan corrige el catalejo y sin despegar el ojo le dice a Habad:
–Está en el corral sacando las cabras. Cumplió su palabra.
–Adiviné –dice Habad y ríe.
Alan lo empuja jugando y sigue mirando. Camilo camina al costado de la majada. Alan gira sobre sus pies mirando con el catalejo y ve el volcán.
–Nuestro amigo volcán sigue dormido –le dice a Habad.

Habad se levanta para alzar los atados. Alan sigue girando con el catalejo. El horizonte del mar está muy claro. Alan termina de girar y va a cerrar el catalejo. Pero algo lo detiene y vuelve a extenderlo. Lo fija en un punto.
–Vamos, Alan –lo apura Habad.
Alan hace esfuerzos por mantener fijo el catalejo.
–¡Habad! –dice con la respiración agitada.
Habad lo mira extrañado.
–¡Habad! –repite Alan temblando.
Habad deja el atado y, preocupado, va hacia Alan.
–¡Habad! –grita Alan sin percibir que lo tiene a Habad al lado–. Un... barco.... –dice Alan, perplejo.
Habad le pide el catalejo.
–¡Un baaaarco! –grita Alan y empieza a girar sobre sí mismo, bailando.
–Un barco, un barco, un barco, un barco –canta Alan.
Habad le saca el catalejo y mira.
–Un barco –confirma Habad, para sí.
Alan sigue girando y tropieza cayendo al piso, golpeándose la cara. Se levanta. Sangra por la nariz. Se toca la sangre que le cae sobre el labio y comienza a reírse a carcajadas. Alan va corriendo ladera abajo. Camilo está sentado mirando pastar las cabras.
–¡Un barco! ¡Un barco! –grita Alan a la carrera.
Camilo se pone de pie lentamente y luego se queda inmóvil con la mirada perdida.
–Camilo, un barco –le dice Alan llegando a su lado.
Camilo lo mira y luego reacciona.
–Vamos –le dice.

Sobre los acantilados, Jones observa con el catalejo. A su lado el Ingeniero, Quesada y Habad.
–Es un buque, no hay duda. Pero el rumbo no lo puedo precisar. Está muy lejos –les dice Jones.
Camilo llega con Alan. Jones le ofrece el catalejo. Camilo lo rechaza con un gesto.
–Antes de saber siquiera qué barco es, debo confesarles algo –dice Camilo.
–No tiene obligación... –le aclara el Ingeniero.
–Sí la tengo, ya verán ustedes por qué se los digo. Tenemos tiempo. Ese navío tardará todavía en entrar en aguas de la isla –dice Camilo, mirando fugazmente hacia el horizonte.
Alan observa con el catalejo parado en la piedra más alta de las Cuevas.

En la cabaña, Camilo está sentado a la mesa. El Ingeniero, Quesada, Habad y Jones lo escuchan de pie.
–Hubo un hombre que era timonel de una fragata española en ese tiempo destinada a las Islas del Rey Felipe –les cuenta–. Esa fragata debía partir con un cargamento de monedas de plata hacia España. Una noche, la tripulación se amotinó. La intención de los hombres era robarse el cargamento, apoderarse del barco y zarpar amparados por la noche. Pero el capitán no quiso entregar el buque y junto con dos oficiales se hizo fuerte en el puente. El timonel, comprometido con el motín, abrió la puerta. Entraron los amotinados y el capitán fue muerto en la escaramuza. La suerte de todos, incluida la de ese hombre, estaba echada. Así que se levaron anclas y la fragata se hizo a la mar en la oscuridad poniendo rumbo al Estrecho de Magallanes. Las tres naves de guerra de la escuadra española en Filipinas, que debían escoltar el cargamento, salieron en persecución del navío amotinado.
Jones se sienta en un banco junto a la mesa y escucha con viva atención. Camilo hace una breve pausa y continúa:
–Los fugitivos navegaron a toda vela hasta que entraron en un banco de niebla. Cuando salieron, estaban rodeados por la escuadra que les intimó rendición. Hubo combate y la fragata logró burlar el cerco. Navegó, seguida por las naves de la escuadra, hasta muy cerca de la Isla Tabor. El timonel, entonces, planeó confundir a sus perseguidores rodeando la isla y poniendo proa a Antofagasta. La maniobra dio resultado, pero cuando ya habían burlado la persecución fueron a encallar lastimosamente en la punta sur del islote.
Camilo se pone de pie y toma aire. Quesada se sienta.
–Los que fueron apresados a bordo –continúa–, fueron ahorcados inmediatamente. El timonel, junto a otros cuatro marineros, se internó en el islote. El comandante de la escuadra rescató el cargamento de plata y dejó un mensaje lacónico en la playa antes de levar anclas y hacerse a la mar: “Este islote será su prisión y su tumba”, decía.
Habad se da vuelta y sigue escuchando sin mirarlo. Camilo baja la cabeza un instante. Parece que no puede seguir adelante, pero se recompone.
–Sobrevivieron un tiempo –continúa–. Ustedes ya lo vieron. Pero un día los tomó la peste. Cuatro murieron. Cuando el timonel se recobró de la fiebre, los enterró. Se había quedado solo, rodeado de muertos, desesperado, sin fuego. Ese hombre se convirtió en el salvaje que ustedes encontraron y no es otro que yo mismo.
Jones baja la cabeza y Quesada, la mirada. El Ingeniero sigue de pie mirando a Camilo que concluye:
–Si ese barco pertenece a España, ustedes serán cómplices. Ese hombre fue condenado a vivir y morir en el islote. Rescataron a un pirata, traidor, ladrón y asesino.
Todos fijan su mirada en Camilo, en silencio. El Ingeniero da dos pasos y se apoya en la mesa dando la espalda a Camilo. Se queda pensativo un instante.
–No sabemos qué barco es ese... –le dice, girando hacia Camilo–, pero usted nos ha dado pruebas, y creo que todos estamos de acuerdo –mira brevemente hacia los demás– que el hombre que conocemos no es ese que usted dice. Es otro.
El Ingeniero hace una pausa. Camilo lo mira. El Ingeniero, devolviéndole la mirada, continúa:
–Ese, por otra parte, ya ha pagado con creces el precio de sus crímenes. Ha pagado con el embrutecimiento más abyecto. Ha pagado con su humanidad... Es suficiente.
Camilo reflexiona un instante y sonríe con tristeza y humildad. Luego, baja la cabeza.
–Como ustedes digan –dice con voz quebrada–. Yo sólo he cumplido con el deber de ser leal. Tal vez eso me redima.
Quesada se adelanta y le tiende la mano. Camilo le tiende la suya y las estrechan.
–Desde este momento –le dice Quesada– puede considerarse, si así lo desea, uno de nosotros. Esta es nuestra pequeña tierra; usted, uno de nuestros hermanos. Lo defenderemos con nuestra propia vida, si es necesario.
Jones se adelanta y le da la mano. Habad hace lo mismo y el Ingeniero lo estrecha en un abrazo.
–¡Está más cerca! –grita Alan, entrando a la carrera por la puerta– y creo que viene hacia acá...
Salen corriendo. Camilo se queda un momento indeciso y luego sale tras ellos.

(…)
Jones observa con el catalejo sobre los acantilados.
–Es un “brick”. Barco muy ligero –le informa a Alan, a su lado.
–¿Qué pabellón? –pregunta Camilo.
–Todavía no puedo verlo. No lo han alzado –dice Jones.
Alan mira al horizonte. Camilo mira a Jones, ansioso. Jones ajusta el catalejo, hace una pausa y grita:
–¡Pabellón negro!
–¡Piratas! –exclama Alan.

En el horizonte aparecen los primeros resplandores del amanecer. El mar está en calma. Un bote flota junto al buque pirata. Bajan tres piratas por una escalerilla y dos pares más por sendas cuerdas anudadas. Se ubican en el bote. Quesada silba. Habad, que está mirando hacia el mar, lo escucha y responde de la misma manera. Acomodan los fusiles. El Ingeniero mira con el catalejo, lo baja y le hace una seña a Alan. Alan pone una flecha en arco, lo levanta y lanza. Jones escucha el ruido de la flecha que pega cerca. Lo mira a Camilo. Camilo asiente con la cabeza. Se ponen en posición de tiro. El bote con los piratas avanza hacia el islote.

Quesada afina la puntería. Habad corre una ramita delante de su cara y apunta. El bote de los piratas está más cerca. Son tres pares de remeros y un timonel. Los piratas van examinando la isla y se detienen cerca del islote. El hombre al timón, de pie, busca el mejor punto para bajar. Quesada y Habad apuntan. Suenan dos disparos. El timonel y un remero caen derribados. Habad y Quesada recargan. Se oye una detonación más poderosa. El impacto hace saltar la arena delante del parapeto de Habad.
–¡Los cañonean! –exclama Alan desde las Cuevas.
Habad rueda girando sobre sí mismo y se vuelve a cubrir. Apunta. El bote sigue por la orilla del islote. Pasan frente a la posición de Habad. Habad los tiene en la mira. Quesada los ve llegar y dispara. Habad también dispara. Caen dos remeros. Quesada y Habad recargan. Se vuelve a oír una detonación. Pedazos de piedra saltan a un costado del parapeto de Quesada. Quesada se tira al piso rocoso y mira. El bote con tres hombres vuelve en dirección al barco.
Alan, detrás de Las Cuevas, intentando salir, grita:
–¡Victoria! ¡Victoria!
El Ingeniero lo tira enérgicamente hacia abajo antes que salga.
–Esto recién empieza, Alan –le dice atenuando el tono.
–Lo siento –dice Alan.
Jones y Camilo se hacen señas de satisfacción.

(…)

Atardece. Los seis llegan al corral. Habad carga un palo largo al hombro con un barril de cuerdas colgando a cada extremo. El Ingeniero, Camilo y Quesada llevan armas y bolsas de cuero cargadas. Guazú los recibe alborozado. El Ingeniero y Quesada dejan la carga y ayudan a Jones a sentarse contra el cobertizo. Habad deja los barriles en el suelo.
–No vamos a hacer fuego –ordena Quesada.
Camilo revisa los alrededores. Alan saca de las bolsas dos bujías.
–¿Podemos encender las bujías? –pregunta Alan.
–Sí –contesta Quesada–, pero no afuera.
Alan asiente y las lleva adentro del cobertizo.

Una bujía encendida ilumina a Habad que revisa la herida de Jones, en el piso. A su lado, está Alan.
–Va a cerrar pronto –le dice Habad a Jones.
Sobre una mesa improvisada, la otra bujía ilumina un mapa de la isla. Quesada, el Ingeniero y Camilo lo observan.
–Se van a instalar en las Cuevas –dice el Ingeniero, señalándolas.
–Seguro –dice Camilo.
–Tal vez puedan subir y encontrar la cabaña –dice Habad acercándose.
–No inmediatamente –afirma el Ingeniero.
–Por ahora no se van a tomar el trabajo de subir la ladera –tercia Camilo.
–¿Se quedarán en la isla? –pregunta Jones desde el piso.
–Esa parece ser su intención, al menos por un tiempo –contesta Camilo.
–Si es así, estamos fregados –se lamenta Jones.
–De a poco, con ataques rápidos y sorpresivos, creo que podemos desgastarlos y desalentarlos –propone Quesada.
–Sí. Vamos a tener que tener paciencia –dice el Ingeniero–. No podemos arriesgarnos otra vez en un combate frontal.
–¡No! No vamos a tener paciencia. Vamos a desalojarlos a balazos –dice Habad encolerizándose.
El Ingeniero lo mira sorprendido.
–Tranquilo, Habad –le pide.
–¿Tranquilo? –grita Habad–. ¿No se da cuenta que van a destruir todo?
Habad respira, baja la cabeza y vuelve a levantarla.
–Mire –dice, subrayando cada sílaba–. Por primera vez en mi vida trabajé por algo mío. ¡Y lo voy a defender ahora, no mañana!
Habad abre los brazos apuntándolos hacia arriba y retrocede.
–Señores –dice decidido–, pueden hacer ustedes lo que quieran, yo voy a pelearlos de frente.
Habad abre la puerta del cobertizo violentamente y sale. Todos se quedan en silencio. Camilo se atreve a hablar.
–Yo pienso lo mismo –dice respetuoso–. Si los dejamos hacer pie ahora, vendrán otros. Después del trabajo que hicieron ustedes, esta isla se ha transformado en una presa valiosa...
De pronto, un estruendo espantoso que hace vibrar las maderas del cobertizo y luego otro, como un eco.
–¿Qué fue eso? –pregunta Alan, conmovido.
Salen corriendo afuera. Miran alrededor. Camilo señala a lo lejos. Un resplandor de fuego se ve hacia la costa, por detrás de la meseta. Habad se une a ellos. Jones se asoma rengueando. Sus rostros están consternados.
–Estallaron –le dice Jones.
Todos lo miran.
–Explotó la santabárbara y volaron en pedazos –explica.
–¿Cómo? –pregunta Alan.
Nadie le contesta. No hay alegría, sólo estupor.

(…)

Camilo es el último en bajar al piso inferior. Los seis miran con curiosa admiración. Todo está iluminado por lamparillas eléctricas. Penetran por un corredor interior. El Ingeniero abre una puerta donde hay una inscripción: . Entra a una sala que linda con una biblioteca; todo tiene aire marinero. Alan entra y va a asomarse a un ojo de buey. Un pez pasa nadando delante de sus ojos. Alan se sorprende. Vuelve a mirar. Haces de luz iluminan el agua por donde nadan dos delfines. El Ingeniero abre una ancha puerta que da a un salón que tiene anaqueles con minerales y objetos marinos. Sentado en un amplio sillón, de espaldas a ellos, ven a un hombre de cabellos largos y canosos que no parece darse cuenta de su presencia. El Ingeniero da dos pasos y se detiene. Quesada, Jones, Habad y Camilo se paran detrás del Ingeniero. Alan, abriéndose paso, va a ubicarse a su lado. Todos se quedan mirando al hombre que se levanta con la cabeza erguida y gira hacia ellos. Tiene la frente despejada, altiva mirada, blanca barba y la abundante cabellera peinada hacia atrás. El hombre apoya la mano en el respaldo del sillón. Tiene la mirada tranquila; el rostro pálido. Por el costado del sillón aparece Guazú que estaba oculto echado a los pies del hombre.
–Discúlpenme ustedes –les dice el hombre mirando a Guazú–, les he robado por algún tiempo la compañía de este animal tan noble.
El Ingeniero se acerca al hombre que acaricia la cabeza de Guazú.
–¿¡Usted es el Capitán Nemo!? –le pregunta con admiración el Ingeniero.
–Soy el capitán de esta nave. No conozco al hombre que usted menciona –le contesta tranquilamente el viejo capitán.
–El señor Julio Verne ha escrito una historia donde aparece una nave muy parecida a la suya. Se llama Nautilus. ¿Es un submarino, verdad? –pregunta el Ingeniero entusiasmado.
–Sí, pero no se llama Nautilus –le contesta amablemente el capitán.
–Usted es quien nos ha estado ayudando –dice Quesada.
–Sí –se limita a contestar el capitán haciendo un ademán para que entren.
Los seis van entrando tímidamente. El capitán se vuelve a sentar haciendo girar el sillón y quedando de frente hacia ellos.
–Yo fui el que rescató al Ingeniero, el que les envió el cajón con las armas e instrumentos, quien escribió el supuesto mensaje de Camilo...
–¿Hizo volar el buque pirata? –continúa Jones.
–Sí. Un torpedo con un explosivo desconocido aún por la ciencia –le informa orgulloso el capitán–.
Espero que nunca lleguen a conocerlo –agrega.
–¿Cómo sabe nuestros nombres?
–Sabrán perdonar mi atrevimiento de escuchar sus conversaciones en secreto –dice el hombre.
–Está perdonado, capitán –le dice Jones.
–¿Cómo es que habla la misma lengua que nosotros? –pregunta Alan.
–Porque aprendí de ustedes –le contesta con naturalidad el capitán.
–¿Por qué ayudarnos a nosotros? –le pregunta Habad.
–Al principio, no sé... Pero cuando rescataron y ayudaron a Camilo supe que eran personas de bien –contesta el capitán.
Todos se quedan en silencio, con la mirada agradecida.
–¿De dónde me dijeron que son?
–De Argentina –se apresura a decir Alan.
El capitán piensa un instante.
–Nunca escuché hablar de su país. Debe ser un gran país –dice, mirándolos detenidamente.
Inmediatamente se queda con la mirada fija en un punto, como recordando.
–El mío también fue un gran país... está muy lejos. Pero es mejor no hablar de eso –dice, volviendo a mirarlos–. Además, seguramente el señor Verne también habrá imaginado la historia de una rebeldía y de un posterior y voluntario aislamiento del mundo y de los hombres.
El viejo capitán hace silencio un momento y luego continúa:
–Durante treinta años navegamos por el fondo de todos los océanos del globo, pero mis compañeros se fueron muriendo y entonces decidí quedarme aquí, aislado de todo. En soledad.
–¿Por qué entonces nos ayudó? –insiste Quesada.
–Sólo lo hice cuando fue necesario –les dice como justificándose–. Sin mi ayuda, igualmente hubiesen sobrevivido; aunque con más sufrimientos. Pero lo hubiesen logrado.
El viejo capitán se toma un respiro. Se lo nota cansado y agitado.
–Pero, a decir verdad, lo hice por mí –les confiesa.
Lo miran intrigados. El capitán va hacia un ojo de buey y pierde su mirada en el mar que rodea la nave.
–Viejo y derrotado –les dice sin mirarlos–, ustedes fueron la razón por la cual empecé a sentirme reconciliado con los hombres. Los vi día tras día trabajando duramente, juntos y ayudándose. Y me vi día tras día cada vez más preocupado por su suerte. Como si fueran mis hijos....
El capitán gira hacia ellos.
–Sin exigirles, ni reclamarles, sólo estando allí, disfrutando verlos vivir y luchar por su propia vida, dispuesto a ayudarlos cuando fuera imprescindible –concluye, posando su mirada sobre cada uno de ellos.
Se hace un hondo silencio. Los seis se han emocionado.
–Pero no voy a poder seguir ayudándolos –continúa el capitán–. Voy a morir –concluye sin afectación.
El Ingeniero va hacia él. El capitán le hace un ademán para que lo deje continuar. El Ingeniero se detiene.
–Por eso me he dado a conocer y los he hecho venir acá –les explica.
Lentamente va hacia un dibujo sujeto en un bastidor que cuelga de una de las paredes, y les hace una seña para que lo observen.
–La isla está condenada –les dice secamente.
Se acercan unos pasos. El dibujo es un corte del volcán donde, pegado al cráter, hay dibujada una caverna.
–El volcán ha entrado en erupción.
Todos asienten en silencio.
–El subsuelo de esta isla está surcado de cavernas por donde el mar penetra muy profundamente –les explica con autoridad–. Son las que he utilizado para desplazarme sin ser visto –les aclara–. Una de ellas, que también tiene una entrada desde la sierra, llega hasta muy cerca de la chimenea del volcán.
El capitán señala la caverna dibujada y continúa:
–Una violenta erupción va a agrietar sin remedio la pared que separa la caverna del cráter.
El capitán señala la pared de la caverna en el dibujo.
–Cuando esta pared se quiebre, el mar se derramará hacia el centro de la tierra.
Se miran con honda preocupación. El capitán va a sentarse. Se desplaza con lentitud. Tose varias veces. Jones y Habad lo ayudan a llegar hasta el sillón y vuelven a tomar distancia.
–Se imaginan la lucha entre el mar inmenso y el fuego eterno de las profundidades –les explica, haciendo un ademán de choque juntando los puños–. Masas inconmensurables de materia en colisión en este pequeño pedazo de tierra. La isla volará en pedazos. No quedará huella alguna de su existencia.
El capitán se seca el sudor con un pañuelo que saca de su chaqueta. Gira el sillón y les da la espalda.
–Ustedes deben salvarse –les dice–. No puedo hacer más nada, salvo advertirles. Esta nave ya no es capaz de navegar y aunque lo fuese... He decidido quedarme aquí y hundirme con mi último refugio. No tengo dónde ir y no voy a seguir huyendo con mis días de vida contados.
La respiración del capitán se hace agitada. Los seis se quedan inmóviles, indecisos.
–Va a subir la marea, deben partir –les dice, sin mirarlos, el Capitán.
–Capitán... –lo llama el Ingeniero.
El capitán levanta su mano y la mueve despidiéndolos, aún de espaldas. El Ingeniero retrocede respetuoso. Los otros lo imitan. Se detienen y se miran. No quieren irse, pero el Ingeniero les hace un gesto y salen todos del salón. El capitán gira y se queda mirando la puerta con los ojos llenos de infinita piedad.

Los seis salen por la torreta del submarino. Las luces del interior se apagan. Con la mirada le dan el último adiós a la nave del viejo capitán.

El bote va lentamente hacia la salida por donde penetra la luz del amanecer que dibuja el contorno de sus rostros apenados. Alan mira hacia el interior de la caverna y luego al mar que se abre a su frente mientras se empieza a oír la voz del hombre de la biblioteca:

–“Sólo en ese momento, apareció en mí la certeza de que nuestros días en la isla estaban contados. Por mi cabeza pasaron mil recuerdos. Desde la caída del globo hasta el encuentro del Ingeniero, el hierro, Camilo, los piratas y el amigo misterioso. Esa isla había sido nuestro hogar, nuestra pequeña patria y la veía a punto de convertirse en un infierno... Tenía ganas de llorar, pero había mucho que hacer”

El martillo de Jones golpea sobre una cuña de madera. Varios troncos, tirados sobre la playa, preanuncian el diseño de una balsa. Habad llega con otro tronco al hombro y lo deja caer sobre la arena. Alan y Quesada hacen atados con manojos largos de juncos de totora. El Ingeniero hace encastrar la punta de un tronco en la caladura de otro, en uno de los vértices de la balsa en construcción.

En la cabaña, todos descansan. Se los ve agotados. De repente, hay un temblor acompañado de un trueno subterráneo y varias explosiones lejanas.
–El volcán –dice el Ingeniero, mirando hacia el techo de la cabaña desde donde cae polvo que inunda el interior.
–Tembló todo –dice Jones.

Parados sobre el borde de la meseta, miran hacia el volcán. Una gruesa nube de humo sale del cráter. Explosiones esporádicas hacen elevar cenizas y piedras a gran altura. Nubes de vapor se elevan desde la base. Los seis miran consternados y absortos. Sus rostros están pálidos y tensos.

Se oye otra vez la voz del hombre de la biblioteca:

–“La balsa era nuestra tarea principal. Día y noche trabajábamos en ella. Abandonamos la cabaña; era peligrosa, por los derrumbes. Nos instalamos en las Cuevas; otra vez en las Cuevas”.

Alan sale de las Cuevas con grandes clavos de hierro en una mano y la cantimplora de barro en la otra. Jones acomoda dos troncos paralelamente y coloca un travesaño sobre ellos. Alan llega, le da los clavos y se queda mirando a Jones con profundo cariño. Jones sigue trabajando. El rostro de Alan denota un sentimiento de tristeza. Sus ojos se humedecen. Sigue la voz del hombre de la biblioteca:

–“Estaba seguro que me salvaría, que volvería a Buenos Aires y que iría a buscar a mi Adelma. Pero había algo que me inquietaba: tenía un presentimiento que me angustiaba y me apretaba el corazón”.

Quesada y Habad, con sendas hachas, cavan una hendidura en cada extremo de un tronco. Alan les ofrece la cantimplora. Quesada la toma. Alan se queda mirando el mar.

–“Habíamos tenido suerte. Sin embargo, no podía dejar de pensar en si todos sobreviviríamos o alguno se quedaría allí para siempre haciéndole compañía al viejo Capitán”.

El Ingeniero, que lleva una escalerilla de sogas al hombro, y Camilo, con un farol apagado, van por la sierra desplazándose por entre rocas rodeadas de vapor. Encuentran una amplia grieta. Descienden por la escalerilla al interior de la grieta. Al llagar abajo, Camilo enciende el farol y penetran en una cavidad oscura inundada por el mar. Un fragor y un atronar sordo se escuchan por todas partes. Se desplazan por una saliente en la pared de roca casi al nivel del agua y llegan a una pared vertical.
–¿Qué es ese olor? –pregunta Camilo, refregándose la nariz.
–Vapores sulfurosos –le contesta el Ingeniero.

El Ingeniero toma el farol e inspecciona la pared. De las hendiduras apenas visibles, la pared de roca transpira un humo acre que se difumina al contacto con el aire. El Ingeniero estira la mano con el farol para ver un poco más lejos. El muro está sembrado de grietas.
–Tenemos poco tiempo –le dice el Ingeniero a Camilo.

(…)
Suben a la balsa. Las olas, teñidas de intermitentes reflejos rojizos, bañan los troncos sobre los que debe deslizarse la balsa. Jones está preparado para cortar el cabo.
–¡Camilo! –grita el Ingeniero–. ¿Dónde está Camilo?
Miran a su alrededor. Camilo no está en la balsa.
Las explosiones, el rumor sordo y los relámpagos de fuego se acrecientan. El mar parece enfurecerse.
–¡Camiloooo! –grita Jones desaforado.
Observan hacia la playa buscando con la mirada crispada.
–¡Vamos, hombre! ¡Que no hay más tiempo! –grita el Ingeniero.
Camilo no aparece. Jones mira al Ingeniero, interrogante, preparado para cortar el cabo. Un relámpago y una explosión los sacude y los tira sobre el piso de la balsa.
–¡Camilo! ¡Camilo! –grita Alan a punto de llorar.
–¡Vámonos! –grita Quesada, parándose desesperado.
Jones va a cortar el cabo. Habad salta de la balsa y sale a la carrera hacia las Cuevas. Jones se frena.
–Habad, ¿dónde vas? ¡Habad! –le grita Jones, impotente.
–¡No, Habad! ¡Vamos! –grita Alan, llorando.
Las explosiones no cesan y el rumor se hace ensordecedor y casi no se escuchan los gritos destemplados del Ingeniero.
–¡Espere, Jones! No corte... ¡Habad!

Habad llega a las Cuevas y entra. Camilo está sentado en el suelo con las piernas estiradas y con la mirada perdida. Tiene un revólver entre las manos apoyadas sobre sus muslos. Habad se detiene bruscamente. Camilo toma el revólver.
–¡Camilo! –le grita Habad.
Camilo parece no escucharlo. Se lleva el revólver a la sien.
–Camilo. ¡No! –grita Habad, suplicante.
Camilo lo mira.
–Adiós, amigo –le dice con profunda tristeza–. Me va a ser más rápido –y amartilla el revólver.
–No, Camilo –susurra, suplicante, Habad–. ¿Por qué?
–¿Qué sentido tendría volver? ¿A la prisión? ¿Al embrutecimiento? ¿A la humillación? No.
–Nosotros no te abandonamos. No nos abandones. Te necesitamos para seguir viviendo.
–Acá, junto a ustedes, pude volver desde la más abyecta barbarie hasta esta curiosa condición que me permite ahora discernir entre el egoísmo y la solidaridad. No voy a volver para perderla, Habad. Aquí me quedaré.
–Camilo... Si te quedás, me quedo yo también –le dice Habad, sacando su revólver y llevándoselo a la sien–. Más pruebas no puedo darte de que necesito que vivas, amigo, para seguir viviendo.
Habad amartilla el revólver.
–Te ofrezco mi propia vida –le dice, mirándolo a los ojos.
La explosión es terrible. Todo tiembla.

El Ingeniero se aprieta la cara con las manos y se contorsiona.
–¡Habaaaaaad! –estalla en un alarido el Ingeniero.
–¡Vámonos! ¡Vámonos! Tengo que salvar a mi hijito. Por favor –termina implorando Jones.
–Vamos, Álvaro –le pide Quesada al Ingeniero.
–Yo me quedo –les grita el Ingeniero–. Váyanse sin mí.
Quesada lo aferra de un brazo. Forcejean y caen al piso de la balsa. Alan llora y grita.
–¡Basta! ¡Basta!
El Ingeniero aprieta a Quesada contra los troncos, tratando de zafarse. Quesada no lo suelta.
–¡Habad es como mi hermano! –le grita el Ingeniero en la cara a Quesada–. ¡Es lo único que tengo! ¡Quesada! Déjeme ir. ¡No entiende!
–¡Y nosotros! ¿Qué somos nosotros? –le grita Quesada sin soltarlo.
–¡Vamos! Díganme que corte el cabo, por favor –grita Jones.
Hay otra gran explosión y un tremendo trueno.
–¡Nooooo! –grita Alan en el suelo, tomándose la cabeza y golpeándola contra los troncos.
El Ingeniero llora desconsolado aprisionado por Quesada.
–¡Corte, Jones! –grita Quesada.
–¡Nooo! –grita el Ingeniero soltándose bruscamente y trastabillando para ir a caer de bruces junto a Alan.
Jones corta el cabo y la balsa se desliza por los troncos hundiéndose un instante para volver a flote. El Ingeniero sangra profusamente por la nariz. Se incorpora y camina de rodillas sobre la balsa barrida por las olas que se rompen sobre su superficie. Alan se para, agarrándose de los barriles, y mira lloroso a la playa. Habad y Camilo, a todo correr, se meten en el agua y van hacia la balsa. Alan los ve.
–¡Ahí vienen! ¡Ahí vienen! –grita.
El Ingeniero arroja una cuerda al agua. Habad y Camilo nadan desesperadamente hasta que logran aferrarse a ella. Quesada ayuda al Ingeniero a recogerla, arrastrándolos. Habad y Camilo ya están a una brazada del borde de la balsa. El Ingeniero le tiende una mano a Habad y Quesada a Camilo. La balsa se zarandea sobre la superficie encrespada del océano. A la distancia se anuncia el sol del amanecer.

–“Atados al piso de la balsa nos balanceamos furiosamente. Las olas rugieron y toda la tierra tembló pavorosamente”.

Alan tiene la mejilla apoyada sobre el antebrazo, tirado sobre un tronco del borde de la balsa que se hunde levemente en el agua con el vaivén de las olas. El mar está en calma. El sol brilla. En la muñeca, Alan tiene una soga fuertemente anudada que le ha causado una profunda llaga, que sangra.

–“De pronto, todo se detuvo. Por unos instantes la calma pareció reinar otra vez. El ruido cesó y sobre el cono destruido del volcán sólo quedó una tenue columna de humo”.

El Ingeniero, amarrado a los troncos, se incorpora levemente, con esfuerzo, y mira hacia el mar calmo y desierto.

–“La isla que aparecía y desaparecía tras las ondas del océano. De repente un estremecedor trueno recorrió el fondo del mar y un estruendo aterrador nos tiró sobre la balsa”.

Jones, hecho un ovillo, tirado de costado sobre los troncos, desanuda la cuerda que tiene atada a los tobillos. Las cortaduras en la carne son profundas. Mira a su alrededor. Camilo, a su lado, mira el revólver que tiene ajustado al cinturón. Luego lo toma y lo tira al mar.

–“La isla toda voló en pedazos como un pequeño pedrusco estallado por toneladas de dinamita. Una nube de polvo y cenizas se elevó a los cielos y el sol desapareció. Olas enormes nos levantaron y hundieron en las aguas del mar”.

Quesada trata de desanudarse la soga que tiene atada a la cintura. Le sangran las puntas de los dedos y no puede hacerlo. Habad se acerca arrastrándose y lo ayuda. Quesada lo mira. Habad levanta la vista y le hace un gesto de amistad.

–“Temimos por la balsa, pero resistió; al cabo de unas horas todo había concluido. El sol aparecía brillante y el océano sereno, como si nada hubiera sucedido”.

Alan levanta la cabeza. El cuchillo de Jones le corta la cuerda que lo ataba al tronco. Alan pasa su mirada por la superficie de la balsa. Sólo están ellos y dos barriles rotos sobre los troncos pelados.

–“Estábamos exhaustos y descorazonados. Ya casi nada importaba. Los barriles con agua estaban destruidos y las cajas de vituallas habían desaparecido. Ya no teníamos nada de colonos y volvíamos a ser unos pobres náufragos a punto de perecer de fatiga y de sed”.

El Ingeniero se ha quedado boca arriba mirando el cielo. Alan se acerca a él, gateando.
–Ingeniero –lo llama Alan
El Ingeniero lo mira.
–¿Cómo se llamaba su hija? –le pregunta Alan.
–Beatriz se llamaba, Alan. Beatriz –le contesta el Ingeniero y mira el cielo.
Alan se acerca al borde de la balsa y se acuesta a mirar desconsolado el agua. Busca en su cuello y encuentra la bolsita de cuero colgada. La acaricia. El Ingeniero gira su cabeza y lo mira con cariño. Alan aprieta la bolsita y pierde su mirada en el horizonte. El mar se extiende en todas direcciones.

–“A las pocas horas de quedar a la deriva, Jones, que había logrado arrodillarse, comenzó a balbucear frases incoherentes”.
En la lejanía, se ve una pequeña mancha blanca que anuncia la presencia de las velas de un barco.
–“Nadie tenía las fuerzas ni el ánimo como para intentar comprenderlo”.

Jones, arrodillado, tiene tendido su brazo hacia el horizonte tratando de gritar, afónico. Quesada se arrastra a duras penas hacia él. Se cuelga de su brazo e intenta sentarlo en el piso. Jones logra soltarse y pararse. Quesada mira en la dirección que señala Jones. Se queda por unos instantes confundido.
–¡Un barco! –grita Quesada con las pocas fuerzas que le quedan.
Las velas del barco se ven con claridad en el horizonte.

–“Todos nos incorporamos como pudimos, mirando como sonámbulos las velas que se agrandaban en el horizonte y lloramos en silencio”.

El hombre de la biblioteca, con lágrimas en las mejillas, para de escribir, respira hondo y toma la última ilustración donde se ve una hermosa corbeta.

–“La corbeta Uruguay, de bandera argentina, en viaje alrededor del mundo, había doblado el Cabo de Hornos y se dirigía hacia el norte cuando divisó una extraña boya que sostenía una banderola de socorro”.

Los seis están abrazados unos a otros, formando un racimo alrededor de la figura de Jones que continúa parado mirando el horizonte.

–“Al levantar la boya, los marineros de la corbeta encontraron un mensaje con la ubicación de una isla e indicando la existencia de náufragos en ella. Sin tardanza, la Uruguay enfiló su proa en esa dirección. No hallaron la isla pero sí a todos nosotros desfallecientes, pero vivos”.

La corbeta Uruguay navega en un mar sereno y soleado con las velas hinchadas. Acodado en la barandilla de cubierta de la Uruguay, Alan mira el mar iluminado por la luna.

–“El viejo Capitán nos había prestado su última ayuda: la banderola tenía los colores de la nave a la que todos llamábamos el Nautilus”.

Amanece en las ventanas de la biblioteca. El hombre se incorpora, va hacia la ventana y se queda largamente mirando el Río de la Plata. Luego va a su sillón y vuelve a escribir.
–“Llegamos a Buenos Aires sin novedad. La guerra había terminado. Apenas repuesto nombré apoderado a Jones y lo dejé a cargo de la empresa de mi padre, hice mis maletas y me fui al Paraguay. Busqué durante semanas. Temí lo peor. La guerra no perdona a los inocentes. Pero al fin la encontré”.

Una puerta del estudio se abre y entra una muchacha idéntica a aquella del hospital: Adelma. Ella se queda mirando al hombre, que continúa escribiendo concentrado en su carta.

–“Sin más que decirle saluda a usted...”

La niña mira desde la puerta. El hombre moja la pluma en el tintero y estampa su firma:

La niña lo mira ahora curiosa. Mientras tanto, él acomoda los originales, sin percibirla.
–Papá –lo llama la niña.
El hombre gira.
–Hija. ¿Estabas hace mucho? Vení –le dice con dulzura.

La niña va hacia él y lo besa. Al mismo tiempo, entra una hermosa mujer muy parecida a la niña.
–¿No íbamos de paseo al Tigre? Ya no llueve, Alan –le dice al hombre.
Entonces, él pone el pisapapeles sobre las hojas. La niña, curiosa, las espía.
–¿Qué escribías, papá? –le pregunta con inocencia.
Alan mira a los ojos de la mujer que lo espera en la puerta.
–De cómo conocí y me enamoré de tu madre –le contesta a la niña.
La mujer sonríe y lo mira como acariciándolo.

El hombre sale con ambas a la calle. En la puerta, un carruaje los espera. Una mujer madura se acerca, apurada.
–Señora Adelma... Señora Adelma –la llama.
La mujer de Alan se da vuelta. La mujer madura le alcanza una canasta de picnic. Ella le agradece con gentileza y suben al carruaje que parte por la calle empedrada.

Dentro del carruaje en marcha, Adelma se recuesta sobre el hombro de Alan, que mira en silencio por la ventanilla.
–Llegó carta del Ingeniero Ibáñez y del señor Quesada. Están en París –le informa la mujer.
Alan la mira interesado.
–Dicen que la exposición mundial será un hecho extraordinario –completa Adelma.
–Qué bien –dice Alan y se vuelve para mirar a la niña.

El carruaje va por un camino de tierra. Alan se asoma. Sobre la fachada de un tinglado hay un cartel que dice:


A un costado, bajo un alero, Habad y Camilo moldean una gran pieza de hierro. El carruaje pasa. Alan abraza a su hija. Su mujer se recuesta aún más contra su hombro.

El carruaje se aleja levantando polvo por el camino de tierra. Fin.
Fragmentos de guiones en construcción


LA BATALLA FINAL

Largometraje de ciencia ficción

Abre de negro. El firmamento se extiende infinito y ocupa toda la pantalla.
Imperceptiblemente comienza a escucharse un ruido grave y ahogado.
Títulos de comienzo.
El ruido se acrecienta lentamente hasta colocarse en primer plano sobre el fondo de estrellas. De inmediato, irrumpe por arriba, lenta pero sólida, una inmensa nave espacial que se desplaza, alejándose, mostrando por completo su estructura de metal opaco y corroído. Tiene la apariencia de un transporte, con un módulo de proa más pequeño, cubierto de ventanas y, detrás, un enorme tanque parecido a una cisterna. Debajo del tanque, dos cilindros que contienen los motores de empuje, apagados. La nave se aleja en el firmamento.

En el interior de la nave, nada hace pensar que esté ocupada. Los pasillos del módulo de proa están desiertos, iluminados sólo por débiles luces de emergencia. En la sala de comando, también vacía, parpadea rítmicamente una luz verde sobre el tablero de control de vuelo. A un lado, colgando de un tornillo de la pared metálica de la cabina, se balancea levemente una muñequita de felpa, parecida a Mafalda. Más allá, un cubículo con instrumental de comunicaciones, pantallas de radar y un monitor plano de computadora. Todos apagados. Por las ventanas del frente se ve el espacio infinito y silencioso.

De pronto, las luces comienzan a encenderse a pleno. Se inicia la propalación de los sonidos típicos del instrumental informático en funcionamiento. Las pantallas empiezan a emitir información. Una puerta lateral, corrediza, se abre y deja ver una amplia sala iluminada.

Dentro de la sala, totalmente blanca, hay ocho artefactos, parecidos a tomógrafos. Pequeñas luces se encienden en el panel de programación de cada uno de ellos. Los vidrios frontales de los artefactos se elevan y dejan ver las camas interiores cubiertas, a su vez, con una tapa rígida de material transparente. Todas al mismo tiempo, se desplazan hacia adelante. Adentro de cada una hay seres humanos en aparente estado vegetativo. Están desnudos, boca arriba y llevan censores en la cabeza y el pecho. Son dos mujeres y cinco hombres. Una de las camas está vacía.

Una voz metálica comienza a emitirse por los parlantes de la sala.
(Al pie de la imagen aparece la traducción al castellano):
–Tripulation: The hibernation time is over. In a few minutes it will begin the re-adaptation program.

Uno de los hombres abre lentamente los ojos. Luego una de las mujeres.
Sigue la voz:
–Please, take the alimentation sond.
Sobre la cabeza de otro de los hombres aparece un pequeño tubo con una pipeta. El hombre abre levemente la boca y la toma con los labios. La otra mujer ha hecho lo mismo y mira hacia arriba. Allí hay un monitor, donde aparecen gráficos animados con el ritmo cardíaco y demás parámetros vitales.

Concluye la voz:
–In five days, you will must be ready to the fisical exersices.

La nave sigue avanzando por el espacio.

Las dos mujeres y los cinco hombres realizan ejercicios físicos en barra y paralelas. Luego corren en cinta, levantan pesos y ejecutan abdominales y flexiones. Todo en silencio y con gran concentración. Luego, mientras descansan sobre unas camillas, se oye la voz:
–Tripulation: the re-adaptation time is over. You can take your normal activity.

Una cuchara entra en un pote con yerba y llena un mate. Alguien aprieta un botón y se oye cantar a Ángel Vargas:
–Esquina de barrio porteño, te pintan los muros, la luna y el sol…
–Che, otra vez tenemos que escuchar los mismos tangos, Juanchi –dice la otra mujer a uno de los hombres que, aludido por la queja, se ríe con ganas.
–No es un tango, es un vals. Y falta poquito para llegar, doctora, así que me voy preparando el balero.
La mujer del mate se acerca con un termo en la mano. Obviamente están en la sala comedor. Ella se sienta junto a otro de los hombres, que estira la mano hacia el mate.
–No, Rober, primero toma Nina. ¿O acaso no fue ella que quien contrabandeó la yerba? –le dice y le entrega el mate a la aludida.
–Eso se llama solidaridad de género, Robertito. Tomá para vos –le espeta Nina al pedigüeño.

En la sala de comando, están los otros tres hombres. Uno de ellos, alto, de barba, algo más maduro que el resto, chequea las computadoras.
–Capitán –llama a otro de los hombres, algo más joven, pero que parece dominar la escena–. Es raro, todavía no tenemos señal –le advierte.
–Voy a hacer el chequeo de rutina con la “Jefa” y después vemos eso, Cárdenas –le contesta el capitán y de inmediato gira.
–Alejo –le dice al tercero, mucho más joven, que acaba de mirar hacia la cabina donde los otros conversan mientras toman mate– revise el estado de la carga, presión, temperatura. Ya conoce el protocolo que dejó Ortega.
–Sí, señor, enseguida –contesta Alejo.
–Enseguida –le ordena el capitán, y se dirige a una puerta blindada.
Coloca su mano sobre un soporte, a un lado de la puerta, y ésta se abre. Apenas el capitán entra, vuelve a cerrarse.

El lugar es una habitación con miles de casilleros con pequeñas luces. Al frente y arriba, una pantalla grande. Cuando el capitán se sienta, se oye la voz metálica, mientras en la pantalla se dibuja el gráfico de los sonidos que emite.
–Good morning, captain.
–Vamos, Jefa, hable en cristiano, que ya vamos volviendo a casa.
–Perfecto, capitán, como usted diga.
¿Comenzamos el chequeo?
–Empecemos.
Se hace una pausa.
–¿Nombre de la nave? –pregunta la máquina.
–Carguero espacial Río Atuel –responde el
capitán.
–¿Matrícula de origen?
–Cono sur.
–¿Puerto de partida?
–Asteroide Gitón c31
–¿Puerto de destino?
–Orbita terrena en paralelo 40.
–¿Tiempo de viaje según bitácora?
–Cincuenta y ocho meses y cuatro días.
–¿Cargamento?
–Oxígeno sólido
–¿Destino de la carga?
–Ciudad libre de Buenos Aires.
Se hace una pausa en la que el capitán mira la pantalla, esperando la siguiente pregunta.
–¿Oficiales a cargo? –sigue la máquina.
Mientras el capitán menciona a cada uno, aprieta una tecla del tablero que tiene a su frente y su foto aparece en la pantalla.
–Capitán Ignacio Fons, segundo oficial Roy
Cárdenas, ingeniero navegante Alejo Araujo.
–Falta.
–El Oficial de carga Ortega murió en el trayecto
de ida –aclara el capitán.
–Falta –repite la máquina.
–Computadora de a bordo CK 5000. Alias la
“Jefa”.
–Muy bien, capitán. Todo en orden. Le recuerdo que hay un mensaje cifrado para usted para serle comunicado al entrar en contacto visual con la Tierra.
–Bueno.

La nave sigue avanzando por el espacio. Por las ventanillas del frente se divisa, aún pequeña, la Tierra. Toda la tripulación, salvo el capitán, mira hacia el planeta en silencio.

En la sala comedor, la reunión es tranquila. Hay clima de alegre melancolía.
–¿Cómo habrá salido San Lorenzo en estos
campeonatos? –pregunta Roberto.
–Media tabla, como es costumbre –bromea
Juanchi.
–Eso si se jugaron. La última vez que hablé con Buenos Aires, la polución llegaba a tal punto que suspendieron todas las actividades en el exterior –responde la doctora.
–Pero ya River había cubierto el estadio con una cúpula… –agrega Juanchi.
–No nos engañemos –insiste la doctora–. El oxígeno es cada vez más escaso y sólo los metropolitanos tienen derecho a los barrios encapsulados.
–Esos hijos de puta… –murmura Nina.
–Cuidado, que las paredes oyen –le advierte Alejo a Nina en son de broma entrando a la sala.
–Desde cuándo vos te sentás con la plebe, gurí –lo chancea Nina.
–Desde que en la plebe apareció una reina como vos, primor –le responde Alejo, sentándose a su lado.
Los demás estallan en una aclamación por la ocurrencia. Nina se sonroja un poco, sorprendida por el piropo. La doctora vuelve al tema.
–El oxígeno que llevamos… ¿Va a ser usado por quién, vos sabés Alejo?
–No tengo idea, doc –le contesta Alejo.
En ese momento entran el capitán y el segundo oficial Cárdenas.
–Eso no lo sabemos. Ni nos interesa saberlo –responde el capitán con firmeza a la pregunta de la doctora–. Lo que sí puedo decirle es que vamos a entregarlo sin novedad a la Comisión de urgencia ambiental del gobierno de Buenos Aires.
Todos se quedan en silencio, algo tensos. Pero el capitán afloja el tono de inmediato.
–En un par de días tendremos comunicación directa con la base terrena. Ahí vamos a confirmar que Boca Juniors fue quien se alzó con los cinco últimos campeonatos.
Vuelven entonces las risas y las bromas. Sólo la doctora se queda sin decir palabra, seria, pensativa.

La cabina dormitorio está en penumbras. En la cucheta de arriba está Nina.
–Es tu primera vez… –dice mirando hacia la cucheta de abajo.
Allí está acostada la doctora, pensativa.
–Se nota mucho, ¿no? –le responde, sin mirar hacia arriba.
–No es fácil –la justifica Nina–. Una deja allá a sus hijos, creciendo, sin poder disfrutarlos. Cinco años es mucho tiempo.
–Claro, ellos son menores…
–Sí. Y los chicos no pueden hacer la hibernación complementaria. Mi marido hubiese podido, pero no quiso. Se quedó a cargo de los nenes. ¿Sos casada?
–No. Es decir… Bueno, mi ex pareja no obtuvo la visa para la hibernación en tierra...
–Y no te esperó –irrumpe enojada Nina, asomándose hacia abajo.
La doctora no responde, sólo la mira. Nina entiende y va a continuar.
–Mire doctora…
–Cecilia, me llamo Cecilia –la interrumpe la mujer.
–Nada, Cecilia, iba a decir que todos los hombres son iguales. Pero me arrepentí. El mío es diferente.
De inmediato, Nina se acomoda boca arriba y ya no habla. Cecilia esboza una sonrisa.

En la sala de comando, el capitán dialoga con Alejo y Cárdenas.
–Ahora sí que empiezo a preocuparme, Cárdenas –le dice el capitán a su segundo oficial.
–Es imposible que ya no tengamos comunicación con la base de Magdalena –advierte el hombre.
–Intentemos con la base de control aduanero lunar, a lo mejor nos digan qué pasa –opina Alejo.
–No podemos. Tengo órdenes de… Bueno, no podemos.
–Diga, diga, capi, ¿qué ordenes? –lo interpela Alejo.
–Es todo, ingeniero –lo corta el capitán, y se dirige a Cárdenas.
–Sigamos intentando con Magdalena. ¿Tenemos clave de acceso al contingente residual de la base Marambio?
–No –responde Cárdenas.
–A estas alturas ya nos habrán expulsado de ahí también –agrega Cecilia, entrando.
–Esta es una reunión operativa, doctora –le advierte el segundo oficial.
–Está bien –le dice el capitán, y se dirige a Cecilia–. Me parece que vamos a tener una reunión de tripulación. Alejo –agrega–, hágame el favor de avisar a los demás.
Alejo asiente y sale de inmediato.

La cabina comedor está completa.
–¿Entonces estamos totalmente incomunicados? –pregunta Juanchi.
–Correcto –responde Cárdenas.
–¿Y se puede saber qué vamos a hacer, capitán? –interroga Nina, algo ofuscada.
–Tranquila, Nina –trata de calmarla Roberto.
–Bueno, todos queremos saber cuál es nuestra situación, me parece –tercia Cecilia, mirando fijamente al capitán.
–Podríamos intentar con una base metropolitana, pero no se puede –intriga Alejo.
–¿Cómo que no se puede? –insiste Nina.
–Órdenes –responde Cárdenas, adelantándose al capitán.
–¿Qué clase de órdenes son esas, se puede saber? –insiste Nina.
–No. No se puede –la corta bruscamente el segundo oficial.
Todos lo miran, esperando una aclaración, que llega de la boca del mismo Cárdenas.
–Cuando salimos en esta misión, sabíamos que no era de rutina. ¿Cierto?
Los demás asienten.
–Bueno, no lo es –completa Cárdenas, y agrega, paternal–: Yo no sé cuáles son las órdenes reservadas que tiene el capitán, pero seguro que tienen que ver con el destino final de nuestra nave. ¿Se entiende?
–Me permite, Cárdenas –se decide hablar el capitán–. Todavía no sabemos la causa de la incomunicación, trataremos de averiguarlo lo antes posible. A lo mejor es un simple problema meteorológico…
Los demás lo miran escépticos. El capitán continúa, contemporizador:
–Apenas tengamos alguna certeza, vamos a ponerlos al tanto. ¿Está bien?
Roberto asiente, igual que Juanchi. Las dos mujeres se miran, preocupadas.

Nina y Cecilia miran por las ventanillas del frente hacia el espacio, la Tierra ya se percibe con más detalle.
–Es lindo, ¿no? –pregunta Nina, sin mirar a Cecilia.
–¿Qué cosa? –se hace la desentendida la doctora.
–Te ví cómo lo mirás –insiste Nina.
–Lo único que quiero ahora es volver a casa –le responde Cecilia dando por terminada la conversación.
Nina asiente, melancólica.
–Sí. Yo también –le dice, y mira hacia adelante, a la Tierra.

El capitán está frente a la computadora “Jefa”. La máquina le informa:
–Los equipos de comunicación funcionan correctamente. La señal se emite satisfactoriamente. No hay recepción en destino.
–¿Puede establecer las causas?
–Negativo. No hay causas técnicas razonables.
–¿Intentó comunicarse con la base antártica?
–No hay respuesta.
–¿Puede establecer canales alternativos de contacto?
–Podemos intentarlo. Rastrearemos señales emitidas por equipos no habilitados.
–¿Canales independientes?
–Exacto.
–Bien. Hagámoslo –acepta el capitán, y se queda pensativo. Luego agrega–: Necesito acceder al mensaje cifrado pendiente.
–Procedo a traducirlo. Escriba el código de acceso.
El capitán teclea ocho veces y espera un instante. A su derecha aparece, imprimiéndose, una hoja en blanco. Apenas termina de imprimirse, la corta y sale.

En la cabina de comando, Cárdenas termina de leer la nota y asiente con la cabeza. Luego mira al capitán, que está frente a él y le entrega la nota.
–Ya se veía venir… –le dice.
–¿Qué estará pasando? ¿Será que la incomunicación tiene que ver con ésto?
Cárdenas menea la cabeza. En ese momento entra Alejo.
–Venga, siéntese, Araujo –le dice el capitán.
–Parece que es seria la cosa –comenta Alejo, sentándose.
–Acabo de recepcionar un mensaje cifrado grabado para mí por la comandancia general en el momento de salir –le informa el capitán.
Alejo se queda atónito.

Todos vuelven a estar reunidos en la cabina comedor. Los rostros de cada uno expresan la sorpresa y preocupación extrema que les causa la lectura que hace Cárdenas del mensaje.
–Capitán: cuando este mensaje llegue a usted, las sanciones y el bloqueo que la metrópoli nos impondrá harán imposible arribar normalmente con su carga. Las órdenes reservadas que le fueron impartidas de evadir todo contacto con la aduana y los controles metropolitanos se mantienen en pie. Sin embargo, el contexto en que esas órdenes tendrán que ser cumplidas será, muy probablemente, el de una guerra no declarada. La independencia política y económica que nuestro gobierno sostiene será razón suficiente para desencadenar, en breve, una ofensiva militar sobre nosotros.
Cárdenas baja la cabeza y dobla la hoja. Todos están paralizados. Una lágrima corre por la mejilla de Roberto.

En la cabina dormitorio, Nina llora en silencio, acostada en su cama, mirando al techo. Cecilia tampoco duerme. Reclinada sobre un taburete que tiene al lado de la cama, escribe lo que parece ser una carta.
–¿A quién le escribís? –le pregunta Nina, ladeando la cara.
–A mi mamá. Tenía cosas para decirle. Por las dudas, se las dejo escritas –le responde Cecilia, tranquila, segura.
Nina vuelve a mirar el techo.

El capitán entra en la sala de la “Jefa”. Lentamente, se acerca a la pantalla y se sienta frente a ella. La pantalla se enciende.
–¿Alguna novedad, Jefa? –pregunta el capitán, inquieto.
–Capturé una señal, pero todavía estoy procesando las coordenadas. Es muy débil. Parece ser de un canal de televisión clandestino.
–Me avisa cuando tenga algo.
–Le aviso –le contesta, amigable, la máquina.
El capitán no se levanta; se queda allí, pensativo.

En el comedor, Cecilia sigue escribiendo. Juanchi y Roberto juegan al ajedrez, en silencio. De pronto, Juanchi parece recordar algo.
–Rober: ¿Te acordás cuando éramos chicos y nos juntamos en el Obelisco a festejar el mundial del 2018?
–Sí. ¿Y qué?
–Tu viejo dijo que era lo último que íbamos a festejar.
–Sí, me acuerdo –responde Roberto sin dejar de mirar las piezas.
Alejo entra al comedor, circunspecto. Los demás lo miran, en silencio. Nina se asoma desde afuera a escuchar.
–El capitán nos espera a todos en la cabina de comando. Es serio –aclara Alejo.

El capitán entra en la cabina de comando donde ya espera el resto. Todo su cuerpo tiembla, aunque trata de mantener la entereza. Se mantiene varios segundos en silencio, con la cabeza baja, como buscando las palabras. Hasta que levanta el mentón y habla con voz entrecortada.
–Hace dos años el Río de la Plata declaró su independencia. La metrópoli envió una fuerza de ocupación de última generación. Pero la resistencia fue tenaz. No pudieron ocupar el territorio liberado.
Juanchi se pone de pie. Todos esperan la conclusión.
–¿Y el gobierno qué hace? –pregunta ingenuamente Roberto.
–El gobierno ya no existe…
El capitán ahoga un sollozo.
–Buenos Aires fue atacada con bombas neutrónicas. El bombardeo fue masivo e indiscriminado. Hay pocos sobrevivientes… Han muerto veinte millones de personas…
–¡Nooooo ! –es el grito desgarrado de Nina.
El grito se hace alarido y lamento cada vez más hueco y metálico en el espacio.
La nave sigue su rumbo hacia la Tierra.

Todos están frente a la pantalla de la “Jefa”. Cecilia hecha un ovillo, sentada en el suelo. Roberto contiene a Nina, que no deja de temblar. En la pantalla aparece una borrosa imagen llena de interferencia de una mujer que habla a cámara. El sonido es sucio, pero se entiende perfectamente lo que dice.
–Este es canal 4 de Lanús, comunicándose con el carguero espacial Río Atuel, desde la clandestinidad.
La mujer de la pantalla toma un papel que le acercan y continúa leyéndolo:
–Además de los más de cincuenta mil combatientes sobrevivientes de los bombardeos que fueron capturados y fusilados, el número de personas deportadas o esclavizadas llega al momento a dos millones cuatrocientos mil. El último contingente de esclavos que la metrópolis trasladó el pasado 11 de diciembre hacia el desierto amazónico fue de ciento veinte mil jóvenes de entre veinte y treinta años. La ciudad está sitiada. No permiten el ingreso de alimentos o medicamentos. La red de oxígeno fue cortada, igual que la de agua. Les advertimos, también, que los tanques y camiones blindados del ejército de ocupación siguen recorriendo las calles a la caza de sobrevivientes.
La tripulación en pleno de la nave no puede salir de su parálisis. Sólo miran como hipnotizados la pantalla.
La mujer concluye:
–Ya debemos cortar la comunicación. Seguramente los servicios metropolitanos están captando esta transmisión, así que tampoco podemos brindarles ninguna coordenada, pero aprieten las quijadas y resistan. Libres o muertos, jamás esclavos. Cambio y fuera.
Funde a negro.

Ttítulo: LA BATALLA FINAL

Abre de negro. El módulo de proa se desprende lentamente de la cisterna y enciende sus cohetes propulsores. En la cabina de comando, la tripulación está sentada en sus respectivas butacas. Se siente el temblor y la fuerza del empuje y se oye el sonido de la aceleración de los cohetes. El módulo de proa comienza a alejarse de su carga rumbo a la Tierra. Se apagan las luces rojas y se encienden verdes. La tripulación se suelta los arneses de seguridad. Todos están demacrados y abatidos por el tenor de las noticias recibidas. El capitán se para frente a ellos y les explica:
–Vamos a intentar eludir los controles metropolitanos y entrar en órbita sobre Buenos Aires. Desde ahí, veremos de comunicarnos con la resistencia.
–¿Y si nos interceptan? –pregunta atemorizado y reticente Roberto.
Nadie le responde. El capitán continúa:
–Utilizaremos las unidades trasbordadoras para aterrizar en lugar seguro.
–Si es que hay alguno –acota, escéptico y apesadumbrado, Juanchi.
Todos se quedan en silencio, meditando lo que escucharon.

(…)

Es noche cerrada. La escotilla del pequeño trasbordador se abre. El capitán, pistola en mano, se asoma a mirar el exterior. Es un descampado, desierto. Entonces, vuelve a entrar y cierra la escotilla.
–No parece haber nadie en los alrededores, tal como dicen los radares de a bordo… –les informa a los otros, que lo escuchan con semblante perturbado y triste–. Alejo, por favor, vigile desde la mirilla lateral.
–Los censores de contra vigilancia audiovisual no indican ninguna actividad en la zona –les dice Juanchi, desde una consola que tiene frente a sí–. Tampoco de detectores de movimiento o de temperatura… Es raro.
–Deben tener registrada nula presencia humana desde hace mucho tiempo –les dice Roberto.
–Estarán buscando a la resistencia por otro lado –concluye Cárdenas, cambiando el tono, y se dirige a observar por otra de las mirillas hacia el exterior–. No sé exactamente dónde estamos. No reconozco este lugar –les dice.
Roberto acaba de sacar de un compartimiento una computadora portátil.
–La Jefa dijo haber puesto acá todo lo que pudiéramos necesitar en casos de emergencia –les informa–. ¿Se ve algún punto de referencia allá afuera?
–Aquélla parece ser la antena satelital de canal siete –le dice Juanchi, que se ha puesto a observar él también hacia afuera.
–Bueno, veamos –dice, como para sí, Roberto, y teclea varias veces.
El capitán, Cárdenas y Juanchi se acercan. Alejo se queda mirando hacia el exterior, pero mira de reojo.
En la pantalla de la computadora, aparece un mapa y un punto titilante.
–Acá estamos –dice Roberto, señalando el punto–. Esta planicie debajo de nosotros es… era la reserva ecológica. Y el desierto que se ve más allá es el lecho del Río de la Plata.
–¿Y el agua dónde se fue? –pregunta Juanchi.
–Eso no lo sé, pero según esto, sólo corre un hilo de unos quince metros de ancho –les informa Roberto–. Lo demás, es barro cenagoso.
Cecilia entra desde el compartimento de al lado con un aparatito en la mano.
–En el exterior, el nivel de oxígeno en el aire es bajísimo –le dice, preocupada.
–Si salimos, vamos a tener que llevar los tanques –advierte Cárdenas.
–Acá no podemos quedarnos. Tuvimos suerte que no nos detectaran. Pero apenas amanezca… –tercia Alejo, sin dejar de mirar hacia el exterior.
–Quiero ir a mi casa –dice Nina, desde un rincón, sentada en el piso metálico.
Los demás giran para mirarla.
–Quiero ir a mi casa –les dice, con la cara cubierta de lágrimas–. Quiero ir a buscar a mis hijos…
Cecilia de inmediato va hacia ella y se sienta a su lado para abrazarla. Nina llora desesperadamente.
–Quiero ir a ver a mis hijos…
–No me parece buena idea –le responde Cárdenas.
–¿No está hablando en serio? –le dice Cecilia, recriminándolo.
–Quiere decir que no podemos salir a la desesperada, sin un plan –le aclara el capitán, justificándolo.
–¿Y cuál es, según usted, el mejor plan para que Nina busque a sus hijos, capitán? –lo enfrenta Cecilia, haciendo hincapié en la última palabra que pronunció.
El capitán baja la cabeza, medita un instante y le responde.
–Doctora, ya no soy el capitán de nadie. Sólo soy un hombre tan desesperado como ustedes. A partir de ahora, vuelvo a ser Ignacio, o Nacho, como le guste. Soy ese que quiere ir a la casa de su padre a darle el último adiós.
Se hace un hondo silencio. Los ojos de Nacho se llenan de lágrimas, entonces gira sobre sí, se saca las insignias de capitán y las pone sobre la consola de mando.
–Mantengámonos juntos –reacciona Cárdenas–. Es la única forma de sobrevivir.
Los demás asienten en silencio. Cecilia, también.

(…)

Está amaneciendo. Nacho entra por el pasillo de un Ph antiguo. Lleva tanques de oxígeno a la espalda. Dos tubitos trasparentes a cada lado de la cabeza confluyen bajo su nariz. Tiene una pistolera al cinto y un fusil en bandolera. Llega a la puerta del primer departamento, que está entreabierta. Entra al patio y luego al comedor. No hay nadie. Está un poco oscuro, entonces abre la puerta un poco. Mira una foto, que acaba de iluminarse, colgada en la pared donde hay una pareja mayor, sonriente. Cuando gira, ve algo en el suelo que lo paraliza.
Se tapa la boca con una mano, con semblante horrorizado. Sobre el piso hay una mancha grisácea. Casi sin moverse, estira la mano hacia atrás y abre un poco más la puerta. Entonces descubre, como si fuese una sombra, la silueta cenicienta de lo que alguna vez fuera un hombre. Avanza tembloroso y se arrodilla a su lado, tratando de no tocarlo. Se inclina hacia adelante, tenso, contenido. Un reloj pulsera está tirado muy cerca. Lo mira y estira la mano para tomarlo, pero no lo hace. Y no puede más. Comienza a sollozar como un niño.

Nacho entra desde la habitación contigua con una manta y tapa con ella las cenizas, cuidadosamente. Cerca de lo que fuera la mano de su padre, descubre un control remoto. Mira hacia arriba y ve colocada, sobre la video casetera, una pequeña cámara. Intrigado, se levanta con el control en la mano y aprieta play. Nada sucede. Entonces, parece recordar algo y va hacia un mueble modular. Abre la puerta y revisa. De allí saca una batería. Toma la cámara y conecta la batería. Acciona manualmente el play y la cámara anda. Rebobina unos segundos y aprieta play. En el visor aparece un hombre mayor, el de la foto en la pared, que habla a cámara.
–Hijo. Cuando veas esto, probablemente estaremos todos muertos.
El capitán se seca las lágrimas con la manga del uniforme.
–No te lamentes por mí. No llores. No se puede vivir siempre de rodillas. Si tenemos que morir, vamos a morir de pie.
El hombre hace una pequeña pausa.
–La resistencia continuará. No lo dudés. Unite a ella. No puedo decirte dónde, por miedo a que esta cinta caiga en manos de los verdugos. Solamente voy a pedirte que recuerdes dónde fuimos con tu madre a pasar unos días cuando nos casamos.
El hombre se acerca y estira la mano hasta casi tocar la cámara y susurra.
–Patria o patria, hijo. Hasta la victoria.
La imagen se corta y sólo queda ruido de cinta. Nacho se sienta en una silla del comedor y se acoda sobre la mesa tomándose la cabeza con ambas manos.

Nacho revuelve unos cajones del ropero del dormitorio. Encuentra un álbum de fotos y lo revisa. Casi al principio encuentra la foto de una pareja joven tomada de la mano. Al fondo se ve lo que parece ser la estribación de una sierra. Nacho desprende la foto del álbum y la guarda en un bolsillo interior de la chaqueta.

Nacho se asoma por la puerta del departamento de su padre a mirar el pasillo lúgubre y silencioso. Comprueba que no hay nadie y sale. Al llegar a la calle, hace lo mismo. Pero oye ruido de motores y vuelve a meterse en el pasillo. Cierra la puerta y se recuesta contra ella. El ruido de la tanqueta se acerca, pasa por la calle frente a la casa y se aleja. Nacho se deja deslizar por la puerta hasta quedar sentado en el piso. Cruza sus brazos sobre las rodillas y hunde su cabeza en ellos.

Es de noche. Nacho se desplaza agazapado por una calle empedrada, desierta. Llega a una alcantarilla, levanta una chapa que cubre el agujero que hay en la vereda, y que permite bajar a la cloaca. Entra en el túnel vertical y baja por unos escalones de hierro. Se detiene a correr la chapa a su lugar y baja hasta el túnel principal que corre paralelo a la calle. Toma una linterna de su cinturón y la enciende para avanzar por ese túnel, que está lleno de basura, pero completamente seco. Al llegar a una intersección, ve el resplandor de una lámpara y hace señales de luces con la linterna.

En un recodo del túnel, hay un improvisado campamento. Todos los miembros de la tripulación están allí, salvo Nina, sentados alrededor de un farol. Nacho escucha.
–En todos lados es lo mismo –le cuenta Cecilia, y mira a los otros, que asienten apesadumbrados–. Las calles desiertas, las casas desiertas… con cenizas humanas por todas partes…
Cecilia traga saliva, se recompone y sigue:
–Ninguno de nosotros encontró sobrevivientes de sus familias… –concluye, y baja la cabeza.
Nacho los mira a todos. Uno por uno.
–Mi viejo también está muerto –al fin les dice. Va a continuar, pero se detiene.
–¿Dónde está Nina? –les pregunta
–Todavía no volvió –le informa Cárdenas.
Nacho niega dos veces con la cabeza.
–Habrá que salir a buscarla –propone.
–Esperemos. Ya está por amanecer… –advierte Cárdenas.
Nacho mira a Cecilia, que hace un gesto de aprobación. Entonces, asiente con la cabeza.

Están todos acostados, pero nadie duerme. Cecilia se acerca a Nacho y se acurruca junto a él. Nacho pasa su brazo por detrás de su cuello y la abraza. Ella pone la cabeza sobre su hombro.
–Nos quedamos solos, ¿no? –le pregunta.
Nacho no le responde, sólo le acaricia el cabello.

Ya se han dormido, cuando se oyen golpecitos metálicos. Cárdenas se despierta y escucha. Otra vez los sonidos, entonces despierta a Nacho.
–Alguien está en el túnel –le susurra.
–Alertales –le pide, y despierta a Cecilia.
–Alguien viene –le dice.
Mientras tanto, el resto ya ha tomado las armas en silencio. A una seña, Roberto se parapeta detrás del ángulo que hace el túnel unos metros más adelante. Nacho se desplaza cuerpo a tierra y se acerca a él, preparado para disparar. Pasan los segundos y nada se oye. La tensión aumenta. Vuelven a oírse los golpes. Cárdenas empuña la pistola y va a adelantarse por el túnel. Nacho le hace un ademán áspero para que retroceda. Cárdenas le obedece, pero se acerca a él.
–Es una palabra en código morse –le dice, susurrando.
Nacho lo interroga con la cabeza. Cárdenas le pide silencio con un gesto. Esperan.
De pronto, otra vez los golpes. Cárdenas traduce silabeando el mensaje:
–Ni… na –dice, y se sorprende de lo que dijo, entonces lo repite–: ¿Nina?
Cecilia se incorpora un poco y levanta la voz:
–¡Nina! ¿Sos vos?
Como respuesta, se enciende una linterna cuyo haz se refleja en la pared del túnel, junto a Roberto. De nuevo el mensaje, pero ahora con luz.
–Es Nina –dice Roberto–. Voy a buscarla –decide, y se encamina por el túnel.
Antes que Nacho reaccione para detenerlo, ya se ha perdido de vista.

Pasan los segundos hasta que se oyen pasos retumbando por el túnel que llegan hasta donde el grupo está agazapado, esperando.
–Esos pasos son de más de dos personas… –les informa Cárdenas.
Todos se repliegan, temerosos, expectantes. Los pasos se acercan cada vez más y las luces de al menos dos linternas ya doblan por la intersección vecina al campamento. Alejo, Cárdenas, Nacho y Juanchi se aprestan a disparar.
–Que nos agarren vivos –los arenga Cárdenas.
Cecilia parece rezar. Pero en ese momento, escuchan una voz conocida. Es la de Roberto:
–Bajen las armas, es Nina y compañía –les dice, llegando al recodo.
Los cinco se quedan atónitos por un momento cuando aparece Nina acompañada de una chica y un muchacho, ambos muy jóvenes. Entonces, bajan las armas, sin atinar a nada. Cecilia es la primera en reaccionar. Se pone de pie y corre a abrazar a Nina. Las dos lloran en silencio.

Todos están reunidos alrededor de un farol.
–Las armas que ellos tienen no penetran en el subsuelo –les explica el muchacho–. Lo descubrimos tarde, cuando ya comenzaron el ataque. Nos habíamos escondido en el sótano; no por eso, sino para que no nos descubrieran, y ahí nos dimos cuenta –les dice, y hace una pausa.
–Cuando salimos –agrega la chica–, todos nuestros vecinos habían quedado hechos como cenizas.
–Y nosotros nada –completa el muchacho, tragando saliva.
Los demás se miran.
–Así fue como se debe haber podido organizar la resistencia… –deduce Roberto–. Por las catacumbas.
–Claro –concuerda Juanchi–. Buenos Aires está surcada bajo tierra por cientos de túneles. Los de la colonia, las cloacas, los arroyos entubados, los subtes...
–El problema es que eso no puede durar –interviene el muchacho.
–Falta el oxígeno y el agua –completa la chica–. Y cada día faltan más.
–Es por eso que un núcleo de la resistencia ha salido de la ciudad –interviene Nina, ya más calmada–. Se están reagrupando en algún lugar –les informa–. No sabemos dónde.
Nina baja la cabeza. Luego la levanta, los mira y agrega:
–Mi marido se fue con ellos.
Luego mira al muchacho y a la chica y le dice al grupo:
–Mis hijos, Floreal y Sol, se quedaron a esperarme.
Alejo, un poco más retirado, se recuesta de costado contra la pared del túnel y se queda mirando hacia la nada, como ausente.

Tras los muros de mayo
Primer capítulo

Esta es una obra de ficción. Aunque están inspirados en ella,
sus personajes y situaciones no necesariamente responden a la verdad histórica.

Abre de negro. Es de noche. Un hombre camina por una callejuela oscura y desierta con un farol de llama mortecina en una mano. Lleva botas, capote, sombrero y guantes. Se oye el chapoteo de sus botas en el barro y el roce de su capote. De su boca sale vapor cuando respira. A lo lejos, ladra un perro. El hombre no tiene prisa, pero camina decidido. Dobla una esquina, llega hasta la ventana de una casa y se detiene. Inclina su cabeza para oír los murmullos que llegan desde el interior. Luego sigue hasta la puerta, unos pasos más adelante, y golpea el llamador de metal, dos veces. Tardan en abrirle, entonces vuelve a golpear. Sólo una vez, porque cuando iba a hacerlo por segunda vez, oye descorrerse el pasador y la puerta comienza a abrirse. El hombre, entonces, se retira un paso hacia atrás. El sirviente negro termina de abrir la puerta y lo reconoce.
–Don Juan José, su merced, pase por favor, la señorita estaba esperándolo.
–Nicanor, ¿llegó mi primo Manuel? –pregunta el hombre, dándole el farol.
–No, señor. Todavía no ha llegado –le responde Nicanor, tomando el farol y haciéndole lugar para que pase.
El hombre entra sacándose el sombrero, mientras Nicanor cierra la puerta.

La sala es amplia y bien iluminada con abundantes velas. Una mujer mayor, de pie, conversa con dos muchachas jóvenes que están sentadas en un sillón doble. El hombre le entrega el capote y el sombrero a Nicanor y entra a la sala. Una de las señoritas lo ve y se levanta a recibirlo, muy solícita.
–Qué bien que haya venido, don Juan José.
–Gracias María de las Mercedes –le dice el hombre.
–Mercedes, puede decirme Mercedes –le pide la muchacha, con una sonrisa encantadora, mirándolo a los ojos.
–Mi primo me insistió en que viniera, aunque no soy muy amante de las tertulias… –le aclara el invitado, algo incómodo.
La muchacha, entonces, le señala un sillón con un ademán.
–Siéntese, don Juan José, por favor –le pide y agrega, señalando a la otra muchacha–: Ya conoce a Remedios, la hija de don Escalada.
–Sí, claro –responde él, gentilmente.
Luego hace una respetuosa reverencia a modo de saludo hacia la joven y se sienta.
En ese momento, entra otra mujer, más madura y desenvuelta. Mercedes, que se ha quedado mirando al recién llegado, se da vuelta y la saluda, avanzando hacia ella.
–Mariquita. Qué gusto –le dice, estirando sus dos manos hacia adelante para recibir las de Mariquita y tomándolas con cariño.
–Ay, niña, con este frío, sólo por escapar unos momentos de casa…
Junto con Mariquita ha entrado una joven más humildemente vestida, aunque muy prolija, y se ha quedado en la puerta de la sala.
–Rosalía, siéntate –le pide Mercedes, señalando un banco de madera, a un lado de la puerta.
La joven asiente, con vergüenza, y se queda donde está.
–Vamos, mujer, siéntate –insiste la dueña de casa.
Rosalía mira a Mariquita, que le hace un gesto de asentimiento con una sonrisa. La joven, recién entonces se sienta, muy derechita y compuesta. María de las Mercedes y Mariquita se dirigen a saludar a los ya presentes.
En ese momento se ve llegar al vestíbulo de la sala un hombre muy bien vestido, rubio y peinado hacia adelante. Nicanor le recibe la chaqueta y el sombrero.
–Don Manuel –le dice Nicanor haciéndole un ademán para que entre.
El hombre entra. Mientras Nicanor cuelga la chaqueta y el sombrero, se oye lo que se dice en la sala:
–Buenas noches, y santas –dice don Manuel.
–Santas deben ser, pero buenas… –le responde Mariquita.
–Pase, siéntese, don Manuel. Es seguro que tiene mucho para contarnos –lo recibe María de las Mercedes.
Nicanor mira hacia adentro de soslayo y se dirige hacia la puerta de entrada.
Los sonidos de la conversación se diluyen y sólo se oye un murmullo.

Nicanor abre la puerta y, con ademán, le pide a alguien que entre. Un hombre joven negro se asoma.
–No, Nicanor. No sé si debo –le dice
Desde afuera llega el sonido de caballos, atados al palenque de la vereda.
–Pasa, Bartolomé. Hace mucho frío para estar al sereno –insiste Nicanor.
–Como Gregorio está enfermo, don Manuel me pidió que lo trajera en la volanta –le explica Bartolomé.
–Claro. Con este frión que hace. Va caer una helada… –pronostica Nicanor.
–Y yo mañana trabajo temprano con don Hipólito –se queja Bartolomé.
–Puedes enfermarte… –sugiere Nicanor, pícaro.
–No puedo –niega con la cabeza Bartolomé–. Mañana arriba un navío y hay que entregar diez quintales de jabón de segunda para la tripulación.

En ese momento, se oye llegar un jinete que se detiene y se apea. Nicanor se dispone a abrir la puerta, mientras Bartolomé se hace a un lado, contra la pared. Cuando Nicanor abre, entra un joven sacerdote.
–Hermano Gervasio, lo hacía en la parroquia de la ranchería –se asombra Nicanor.
–Menos pregunta Dios, Nicanor. Menos pregunta Dios –le responde el cura y entra, seguido de Nicanor–. Está bien, está bien, hijo, conozco el camino –le dice el cura, a lo que Nicanor se encoge de hombros y vuelve con Bartolomé.
–¿Qué estará pasando? –se interroga Nicanor, mirando a Bartolomé.
–Hay reuniones por todas partes. En casa de don Paso, en la jabonería de mi patrón, en el café de Marco… –responde Bartolomé y le hace una confidencia a su compinche–: Algunos jóvenes están impacientes, pero la otra noche don Saavedra le dijo a mi patrón “Las brevas no están maduras, Hipólito. Las brevas no están maduras”.
–¿Y qué le dijo don Vieytes?
–No le dijo nada, pero al rato que se fue, llegó a mi otro patrón, don Nicolás, y hablaron de eso.
–¿Y qué hablaron? –insiste Nicanor.
–Que ellos están de acuerdo –le cuenta Bartolomé y, acercando su cara al oído de Nicanor, le confiesa–: Pero a la primera oportunidad, van a actuar.
Nicanor asiente, aprobando la idea. La calle ha quedado desierta. Un hombre apaga con una vara larga el último farol a aceite que queda encendido.
Funde a negro.

Abre de negro. Por las ventanas de la caballeriza entran las primeras luces matutinas. El fuego arde en un fogón, al fondo de la cuadra, y el humo remarca los rayos del sol que entran por el portón entreabierto.

Jueves, 13 de mayo de 1810

Por ese portón entra un joven de poncho trayendo un atado de leña que acomoda junto al fogón. Se frota las manos y se pone a acomodar unos aperos en el caballete. Otro hombre, más elegante, con pantalón y chaqueta al tono, entra a la caballeriza.
–Tomás –llama.
El joven, aludido, deja de trabajar y se dirige a recibirlo.
–Diga, patrón –se pone a sus órdenes.
–Hoy no voy usar los caballos. Dejalos descansar. Voy a trabajar en casa.
–‘Tá bien, don Berutti. Ya que no me va a necesitar… –aprovecha Tomás–. ¿Puedo ir hasta la casa de doña Mariquita?
–¿Se puede saber para qué? –le pregunta Berutti, sabiendo la respuesta.
Tomás lo mira ladeando la cara, sin decir nada. Berutti no se inmuta, espera. El joven se decide a decir algo.
–Se llama Rosalía. La de los mandados de la casa.
Antonio Berutti le advierte, paternal.
–Cuidado con lo que hacés con esa moza, que te conozco. ¿Ya hablaste con el dueño de casa, sabandija?
–Don Thompson me dio permiso para ir al segundo patio a verla. ¿Puedo hablarle a usted de hombre a hombre?
Berutti asiente, sonriendo.
–Con esa me caso, patrón. Con esa me caso.
Entonces, Berutti menea la cabeza, lo señala con el dedo y se encamina hasta el portón. Antes de salir gira para hablarle.
–Andá nomás, muchacho enamorado –le dice en broma, y sale.

El sol ya está más alto. Cuando Tomás va salir por el portón, un hombre llega y entra. Viste ropa militar, es alto y bien conformado. Tomás lo reconoce enseguida.
–¿Cómo le va, don French? El patrón está en la casa –le avisa.
–Ahí te dejo mi caballo –le dice French, mientras se saca las espuelas.
–No se preocupe. Al toque vuelvo y lo atiendo. ¿Se va a quedar rato?
–Sí, Tomás. ¿Por qué preguntás?
–Mire, don French, yo le dije a mi patrón pero él no le dio importancia…
–Hablá, Tomás. ¿Qué pasa?
–Anteayer se llegó hasta acá uno que conozco a hacerme preguntas.
–¿Qué clase de preguntas?
Tomás duda.
–Hablá hombre –lo apura French.
–Quería saber si acá se reunían los chisperos.
Domingo French estalla en una carcajada.
–Claro que sí. Somos nosotros. Tu patrón, yo mismo, y muchos más.
Tomás se queda algo perplejo.
–Yo pensaba que era secreto… –le confiesa.
French le pone una mano en el hombro.
–Era secreto, Tomás. Era –le dice, enfático, y agrega–: A propósito, cuando vuelvas, vamos a conversar sobre el asunto. Necesitamos más chisperos. Hombres que conozcan bien la campaña. Hay que hablar con esa gente.
Tomás se lo queda mirando, sin decir palabra.
–¿No te vas a animar? –lo apura French.
Tomás no le responde, sorprendido.
–Pensalo –le dice French y sale de la caballeriza.

Tomás está sentado en el suelo junto a una joven que, sentada en un banco de madera, bajo la galería, cose con aguja e hilo una prenda con volados.
–Así que voy a ser chispero –le cuenta Tomás, dándose importancia
–¿Y eso qué es? –le pregunta, ingenua, la muchacha.
–¿No sabes, Rosalía? ¿De verdad no sabes?
La muchacha niega con la cabeza, algo avergonzada. Tomás entonces le explica a su manera.
–Chisperos son los que hablan con la gente.
–¿Y qué les dicen? –pregunta Rosalía.
–Bueno, les dicen… Eso todavía no me lo explicó don French, pero seguro tiene que ser algo bueno.
–¿Y cómo lo sabes, Tomás?
–Y… porque don French y mi patrón son amigos.
–¿Y eso qué tiene que ver? –insiste la muchacha.
–Y… que don Antonio es un buen hombre, Rosalía –le responde Tomás.
En ese momento, sale Mariquita al patio.
–Rosalía –la llama–. ¿Qué hace este joven acá?
Rosalía no sabe qué contestar. Tomás se adelanta a responder.
–Don Thompson me dio permiso, señora.
Mariquita lo ignora.
–Rosalía. Andá para adentro –le ordena a la joven.
Tomás quiere decir algo, pero Mariquita no le da tiempo.
–Joven, salga por donde vino.
–Doña, no sea así… Traigo buenas intenciones… –quiere aclarar Tomás.
–No me haga hablar… –lo corta Mariquita y agrega–: A estas horas, usted debería estar trabajando y no correteando mocitas.
–Sí, pero mi patrón me dio permiso –quiere defenderse Tomás.
Mariquita le hace un ademán a uno de los esclavos de la casa, que se ha acercado.
–Rosendo, acompañá a este joven hasta la puerta de calle –le ordena.
Tomás no se resiste más y empieza a salir, pero gira la cabeza tratando de ver a Rosalía. La joven se ha quedado recostada contra el marco de la puerta, del lado de adentro. Mariquita entra y se justifica ante ella:
–Si tu padre se entera que te dejo hablar con este patán mujeriego te lleva de acá, niña sonsa.
Rosalía asiente con la cabeza. Pero cuando Mariquita entra, la joven se asoma y mira hacia afuera.

Ya en la puerta de la casa, Tomás ve venir al negro Bartolomé, cansado y transpirado, a pesar del frío.
–¿Qué hay, Bartolo? –lo saluda, displicente.
–¿Cómo qué hay? –lo interpela el negro, fastidiado y sin detenerse–. ¿No ves que vengo del puerto?
–Bueno, hombre… No se ponga así. ¿Ya llegó el buque gringo?
–No todavía –le responde Bartolomé, aflojándose, y se detiene para ir a sentarse en el umbral–. No sé para qué tanto apuro para terminar ese maldito jabón, si no hay forma que fondee ningún navío. ¿No has visto la bajamar que hay?
–No, no vi –le aclara Tomás, y se sienta a su lado, recostándose contra el muro.
–El río se retiró hasta donde la vista alcanza, carajo. ¿Y qué haces por la calle a estas horas?
–Cosas mías, negro preguntón –le responde Tomás, con un guiño amistoso.
Bartolomé menea la cabeza, comprensivo.
–Dime una cosa, Bartolo. ¿Eres chispero? –le pregunta Tomás a boca de jarro.
–¿Qué cosa?... No, hombre. Esas son cosas de los doctores.
Tomás se queda mirándolo, sin creerle. Bartolomé se da cuenta y se confiesa.
–Yo solamente ayudo a don Hipólito a vigilar la calle cuando se reúnen en la jabonería. Pero no se lo digas a nadie.
–Me dijo don French que ya no es secreto, Bartolo.
–No será secreto, pero no deja de ser peligroso, Tomás. Mucho cuidado. Esos muchachos están jugando con fuego. Ya viste lo que pasó en Cochabamba.
–¿Qué pasó? –se inquieta Tomás.
–Que apareció un tal Goyeneche y los colgó a toditos. A las mujeres también, Tomás.
Tomás se queda impresionado. Bartolomé sigue.
–¿Y sabes quién lo mandó al maturrango ese a hacer semejante estropicio? La mosquita muerta del tal Cisneros ese, aunque no lo creas.
–Sí lo creo, Bartolo. Ese zanguango no me gusta nada.

El salón del café está vacío. Bartolomé entra y va a sentarse a una mesa. El joven mozo, algo esmirriado y desgarbado, se acerca a él.
–Por favor, salga –le dice indicándole la salida.
Bartolomé lo mira fijamente, pero no se mueve.
–No se admiten esclavos –insiste el joven.
–¿No se admiten esclavos o no se admiten negros? –le pregunta Bartolomé, con firmeza–. Porque yo esclavo no soy –agrega–. Tráigame agua –le ordena, seco.
El joven no sabe qué hacer. Mira hacia la barra, luego hacia la puerta, indeciso. En ese momento entra un hombre alto, muy bien vestido.
–¿Qué pasa acá? –pregunta, enérgico.
–Es que… no se quiere ir… –le responde el joven–. Y me compromete con el dueño… –se justifica ante el recién llegado.
El hombre lo ignora. Se saca el sombrero y se sienta junto a Bartolomé.
–Vino para los dos –le solicita al joven que, más confundido todavía, se retira hasta la barra, sin decir palabra.
–Negro pendenciero –le dice amistosamente el hombre–. Primero, este joven no sabe quién sos. Segundo, cumple la orden de su patrón. Don Marco es dueño de este café, simpatiza con nosotros, pero no puede ir en contra de las ordenanzas del Virrey. “Los esclavos no pueden frecuentar lugares públicos sin sus amos”. Es todo.
–Pero yo no soy esclavo, don Hipólito… Soy negro nomás. ¿Y por eso no puedo ser libre de andar por donde quiera?
–Eso va a cambiar, Bartolo. Va cambiar. Pero todavía no es tiempo. Paciencia, hombre. No armemos alboroto antes de tiempo.
En ese momento llega el joven mozo con los vasos de vino y los pone sobre la mesa.
–¿De dónde viniste? Hace poco que llegaste, ¿no? –le pregunta Hipólito.
–Sí, señor. Hace un mes. Vine de la posta de San José.
–Este señor… –le aclara al joven, señalando a Bartolomé– es un hombre libre gracias a su valeroso comportamiento en la reconquista de la ciudad a las órdenes de don Juan Martín de Pueyrredón. Se llama Bartolomé.
El joven asiente, algo avergonzado.
–¿Cómo te llamás vos? –le pregunta Hipólito.
–Francisco, señor.
–Hipólito –le dice Vieytes, y hace un movimiento de cabeza–. Estamos presentados –concluye, y toma el vaso para beber.
Francisco hace una leve reverencia y se retira hacia la barra. Bartolomé e Hipólito se sonríen, compinches, y beben.

Bartolomé se asoma por la puerta. La cocina es grande e iluminada por amplias ventanas. Una mujer negra pela papas en una mesa grande, en el centro del ambiente.
–Esa negra linda es mi madre –dice Bartolomé, festivo.
La mujer, sin darse vuelta, le responde.
–Entrá y dejate de zalamerías que tengo mucho trabajo.
Bartolomé se acerca a la mesa y se sienta en un banco. Enseguida, toma unos bocadillos que ya están listos en un plato de barro grande.
–Dejá eso que es para don Manuel. Sabés lo que le gustan. ¿No trabajas hoy?
–Terminamos una partida de jabón para los gringos y descansamos hasta mañana.
En ese momento, se sienten tosidos y entra un hombre mayor, trigueño, entrado en canas. Con un pañuelo se tapa la nariz y la boca.
–Candelaria, ¿puede darme un brebaje de esos que levantan caballos?
–Nada mejor para usted, Gregorio –se mete Bartolomé.
–No seas malcriado, hijo –lo reconviene Candelaria y enseguida se dirige a Gregorio.
–Siéntese Gregorio, que ya se lo sirvo.
Gregorio se sienta al lado de Bartolomé, que se corre haciendo ademanes de rechazo hacia el hombre.
–Ya quisiera verte a vos con un resfriado así –le recrimina a Bartolomé–. ¿Lo llevaste bien a don Manuel hasta lo de doña Mariquita? –le pregunta.
–Sí, señor. Todo muy bien.
En ese instante, una señora mayor, muy elegante, entra a la cocina.
–Parece que sólo Candelaria trabaja en esta casa, ¿no? –interrumpe la mujer.
–No, doña Josefa. Es que Gregorio sigue enfermo el pobre –le aclara Candelaria y le da un vaso humeante al hombre.
–¿A dónde llevaste a mi hijo anoche, Bartolomé?
–A lo de doña Mercedes, doña. Estaba Mariquita, y su sobrino Castelli también.
Doña Josefa hace un leve gesto de contrariedad.
–Bueno, me voy yendo –se apresura a decir Bartolomé y se levanta para irse.
–Yo también. Con su permiso, doña Josefa –se despide Gregorio y ambos salen juntos.

Doña Josefa se sienta a la mesa, mientras Candelaria sigue preparando la comida. La mujer se queda pensativa un instante y luego habla para sí.
–Ay, mi hijo Manuel. Ese muchacho me preocupa. De tertulia en tertulia, se la pasa hablando de política. Debería buscarse una moza de buena cuna y sentar cabeza. ¿No te parece, Candelaria? –le pregunta a la cocinera.
–No se aflija, doña Josefa –le contesta Candelaria, sin dejar de trabajar–. Con los hijos una nunca para. No hay remedio.

En la puerta de la cocina, del lado de afuera, que da al patio, aparecen Gregorio y Manuel, que le entrega una esquela.
–Dásela en mano al comandante Domingo French, en el cuartel del Regimiento de la Estrella –le pide–. Si te cruzás con Cosme, el teniente, el hijo de don Cosme, confiale la esquela. Es de los nuestros.
Gregorio se va. Cuando Manuel gira para entrar a la cocina, ve a su madre, que ha escuchado todo.
–Buen día, madre –le dice, disimulando.
–¿Es que no fuiste al Consulado el día de hoy?
–Sí, pero vine a almorzar más temprano –se justifica Manuel.
–Hijo… –lo encara la madre–. Si tu padre se entera, va a tener un disgusto…
–Madre, soy el Secretario, bien puedo decidir estar un día sin ir a trabajar…
–No lo digo por eso, Manuel. No te hagas el tonto.
–Ya tengo cuarenta años, madre. No me trate como un niño. Sé lo que hago.
–Para su madre, siempre será un niño, Manuel –se entromete Candelaria–. No puede negarle que esté cargada de preocupación.
–Quiere no echar más leña al fuego, Candelaria –la reconviene Manuel.
–Usted y los jóvenes esos no están actuando con buen juicio, m’hijo –insiste Candelaria.
Manuel no le responde y toma un bocadillo.
–Candelaria tiene razón, hijo. Ya viste lo que pasó en el norte.
–Por eso mismo, madre. Por eso mismo –le responde Manuel con firmeza–. Me llaman a la hora del almuerzo –concluye la conversación y sale de la cocina comiendo el bocadillo.
Las dos mujeres se quedan mirándose, preocupadas. Una joven entra a la cocina.
–Qué pasa, madre –le pregunta a doña Josefa.
–Nada, hija. Nada.
–Pasa que su hermano –se entromete Candelaria– va a echar a perder su vida juntándose con esos pendencieros, niña. Debería usted hablar con él. A su madre y a mí no nos hace caso.
La joven asiente con preocupación.
–Hablaré con él, Canda. Hablaré con él.

Gregorio entra a una sala de guardia militar. Junto a la puerta hay un soldado de pie, con el fusil al hombro, y más adentro un sargento veterano sentado a una mesa, tomando mate tranquilamente.
–Buenas y santas –saluda Gregorio.
–Buenas –responde el sargento–. ¿Qué se le ofrece?
–¿Es el cuartel del Regimiento de la Estrella? –pregunta Gregorio.
–El mismo –confirma el sargento.
–Traigo una esquela para el comandante French.
–Se me hace que no está –le responde el sargento y le ofrece un mate.
–No, gracias, le voy a pasar mi resfrío –lo rechaza amablemente Gregorio.
Desde una puerta, al fondo de la sala, aparece un oficial joven.
–Buenas, don Goyo. ¿De parte de don Manuel, el recado?
–Sí, teniente.
–¿Quiere dejármela? –se ofrece, solícito, el teniente.
–¿Usted es Cosme, el hijo de…?
–El mismo –se anticipa el teniente Cosme–. Puede entregármela tranquilo.
–Sí, claro. Eso me dijo don Manuel –le aclara Gregorio y le da la esquela.
Cosme la recibe y la guarda en un bolsillo de la chaqueta.
–Bueno, me voy a meter en el catre, a ver si mejoro –se despide Gregorio–. Que tengan buenos días.
El sargento levanta la mano a modo de saludo.
–Que se mejore –le recomienda el teniente–. Salúdemelo a don Manuel.
Gregorio asiente y sale.
–Robles –llama el teniente al soldado que está en la puerta.
El soldado gira y queda frente al teniente, que saca la esquela del bolsillo y se la entrega.
–Andá a la casa de don Antonio Berutti y entregale esta esquela al comandante French, que está ahí. Dásela en mano. Y no la vayas a perder –le recomienda.
El soldado asiente, deja el fusil en el armero y sale con la esquela.
–Se me hace que van a pasar cosas –le dice el sargento al teniente.
–Nada más falta que maduren las brevas, sargento –responde Cosme.
El sargento lo mira sin entender, intrigado.

Al salir, el soldado Robles se cruza con el cura Gervasio.
–Buenos días, padre –lo saluda Robles, pero trata de eludirlo–. Ando de apuro.
–Ven, ven para acá –lo retiene el cura.
–Hace días que no te veo por la parroquia de la ranchería, Robles…
–Es que estamos de ajetreo en ajetreo en el cuartel, padre– se justifica Robles.
–El domingo te quiero ver en misa. ¿Escuchaste?
–Sí, padre. El domingo. Sí. Ahora me voy porque tengo que llevarle un recado al comandante.
–Qué, ¿no está en el cuartel?
–No. Está en casa de don Berutti.
–Lástima, quería verlo –se lamenta el cura.
–¿Quiere que le diga algo? –se ofrece Robles.
–No, vuelvo mañana. Andá nomás –lo despide el cura.

El salón es amplio, con estanterías al fondo donde se apilan panes de jabón blanco.
El cura Gervasio entra. Tras un pequeño mostrador está Bartolomé escribiendo en un libro grande de tapas duras.
–Buenos días –saluda el cura.
Bartolomé levanta la vista y le retribuye el saludo.
–Buenos días, señor cura. Pase nomás.
El cura se acerca a Bartolomé y mira con curiosidad lo que escribe. Bartolomé levanta y ladea un poco la cabeza y lo mira, interrogante.
–No, nada –se avergüenza el cura y se retira un poco–. Disculpa, es que…
–Estoy llevando las cuentas de mi patrón don Hipólito –lo corta Bartolomé–. Y está viendo bien: sé leer y escribir, si esa es su curiosidad.
–Bueno, qué bien… Y dónde…
–Aprendí con don Nicolás, mi otro patrón –vuelve a cortarlo el negro–. Ellos me enseñaron. ¿O acaso está prohibido?
–Bueno, no. En verdad, no. Está prohibido, pero para los esclavos.
Bartolomé niega tres veces con la cabeza.
–Ya sé –lo corta ahora el cura–. Ya sé que no eres un esclavo, hijo.
–Tampoco soy su hijo –le recrimina Bartolomé.
–Bueno, yo solamente vine a visitar a don Hipólito.
–No está –le responde, seco, Bartolomé.
–Lástima –dice el cura y está por retirarse, pero a mitad de camino se detiene y se vuelve–. ¿Por qué no aprovechamos para tener una plática amigable? –le dice.
Bartolomé lo mira entre sorprendido y complacido.
–Ya estaba por irme a almorzar –le responde, ablandando el tono.
–Bueno, si es así. Otro día será –acepta el cura–. Que tengas buenos días –se despide, algo apenado, y se apresta a salir.
Bartolomé menea la cabeza, cierra el libro y se para.
–Si no tiene pretensiones, podemos almorzar y conversar aquí –le dice.
El cura se da vuelta y de inmediato acepta.
–Ninguna, Bartolomé, ninguna pretensión. Es más, podemos comer en la sacristía de la parroquia, si no te molesta.

El lugar es pequeño, con paredes de adobe. El mobiliario de madera rústica. Sobre un pequeño estante hay una imagen de Cristo en la cruz. Una muchacha negra entra con una olla de barro humeante y la deja sobre la mesa. Enseguida se retira, no sin antes echarle una mirada de soslayo al invitado. El cura Gervasio mete un cucharón de madera en la olla y le sirve un caldo espeso con trozos de carne a Bartolomé, que le ha acercado el plato.
–Peludo sancochado –le informa.
–Gracias –le responde Bartolomé.
Luego se sirve el cura, corta un trozo de pan criollo con la mano y se lo da a Bartolomé. Comen en silencio unos instantes.
–No crees en la Iglesia de España, ¿verdad? –le pregunta el cura.
–Ahora que lo pregunta, no. No creo.
Gregorio asiente, sin sorpresa ante la contundente respuesta.
–Ningún esclavo cree. Hacen de cuenta nomás –aclara Bartolomé.
–Claro –entiende el cura–. En los curas tampoco…
Bartolomé lo mira. No le responde. Sólo sonríe y sorbe una cucharada de caldo.
–Deberías saber que hay curas criollos.
–Como usted. Ya lo sabía. Don Hipólito me contó.
–¿Y que más te contó? –quiere saber Gervasio.
–Que es hombre de Manuel Alberti, un amigo.
–Y entonces, ¿por qué tanta inquina contra mí?
–¿Quiere la verdad?
–Claro –le responde el cura.
–No es inquina, es desconfianza.
El cura lo mira sorprendido.
–Usted puede ser muy criollo –le aclara Bartolomé–. Pero es cura. Y si el Obispo lo manda ponerse patas arriba, corre a poner las patas arriba. ¿O me equivoco?
–¿Eso piensan de mí…?
–Eso pienso yo. Los demás, un poco menos, creo.
Gervasio deja de comer y aparta el plato, disgustado. Bartolomé trata de alentarlo.
–No se ponga así. Ya me está pareciendo un buen hombre.
Gervasio lo mira, intrigado.
–Ha sentado un negro a su mesa. No cualquiera.
Gervasio se emociona y trata que no se note.
–No he sentado a un negro, he sentado a un hermano en Cristo.
–Coma, que se le va a enfriar. ¿Y quiere saber otra cosa?
El cura asiente, acercando otra vez el plato.
–No cualquiera come peludo. Nada más un criollo.

Domingo French entra a la sala de guardia del Regimiento de la Estrella. El soldado Robles se pone en posición de firmes. El sargento Chávez, que sigue con el mate, se pone de pie inmediatamente.
–Un mate… –le ofrece el sargento, respetuoso.
–No, gracias Chávez.
De la puerta del fondo aparece el teniente Cosme.
–Teniente –le dice, sin preámbulos, French–. Mañana al alba, ejercicios de tiro y combate cuerpo a cuerpo para todo el regimiento. Por la tarde, marcha en formación hasta el Pueblo de San Fernando.
–Sí, señor –responde Cosme, en formal tono militar.
–Vivaqueamos ahí y volvemos al alba. Marcha en guerrilla por el camino de la costa –agrega–. Con armamento completo –aclara.
–Sí, señor.
–Descanse, teniente –concluye French.
A esa orden, Cosme se afloja y French le pone una mano en el hombro, familiar.
–Hay que estar preparados, Cosme. Nunca se sabe –le comenta y sale.
–Ya lo oyó, sargento. Pase la novedad. Y vuelva pronto que hoy me voy temprano.
–Como usted mande –le responde el sargento.

El teniente Cosme golpea a la puerta de la casa de Mercedes. La puerta se abre y aparece Nicanor.
–Don Cosme –le dice a modo de saludo–. Pase, adelante.
–¿Está la señorita? –pregunta Cosme entrando y sacándose el sombrero.
–Está –le responde Nicanor, cerrando la puerta.

En la sala, ambos están sentados en sus respectivas sillas, a distancia. En otra silla, contra la pared, hay otra joven, con ropa menos aristocrática, bordando.
Mercedes permanece en silencio
–¿Cómo has estado? –le pregunta Cosme.
–Bien –le responde Mercedes, y vuelve a hacer silencio.
Cosme está incómodo, pero intenta una conversación.
–¿Qué frío está haciendo, no?
Mercedes asiente con la cabeza.
–Vine a contarte que mañana salimos de ejercicios hasta San Fernando.
–Ah, sí, qué bien –le responde Mercedes, sin más.
Cosme pierde un poco la paciencia.
–¿No vas conversar nada conmigo? –le pregunta, directo.
–No –le responde fríamente Mercedes.
–Hablé con tu padre y me dijo que podía venir a conversar –argumenta Cosme.
–Pues entonces converse con él.
–Para conversar contigo, Mercedes –le aclara Cosme.
–María de las Mercedes, así me llamo –lo corrige, antipática, Mercedes.
–Bueno, María de las Mercedes. ¿Puedo saber por qué me trata así?
–¿Así cómo?
Cosme hace un gesto de contrariedad evidente.
–Así, como si no existiera. Como si fuese un florero, un jarrón. Así.
Ahora la que pierde la paciencia es Mercedes.
–Lo siento, don Cosme –le dice, poniéndose de pié–. Pero estoy muy cansada y quisiera retirarme a mi cuarto –agrega, dando por concluida la visita.
Cosme se pone de pie, confundido. Mercedes permanece en su lugar, esperando. Entonces, él hace una leve reverencia.
–Buenas tardes, María de las Mercedes –le dice, ofuscado–. Que descanse.
Cuando Cosme sale, Mercedes mira a la otra joven, que ha permanecido en silencio, sin perder detalle.
–Yo lo pensaría –le recomienda la joven a Mercedes.
–Mis ojos están puestos en otro, Carmen.
–Entonces puedo poner los míos en éste, ¿no?
Mercedes hace un gesto dándole a entender que no le importa.
Cuando Cosme llega a la puerta, allí está Nicanor, esperando para abrirle.
–Esa niña no se anda con rodeos –lo consuela a su manera Nicanor.
–Ya me di cuenta –le dice Cosme, apesadumbrado–. Ya me di cuenta.
Apenas Nicanor cierra, Cosme gira y dice hacia la puerta, a una Mercedes imaginaria:
–No voy a dejarte así nomás, Mercedes. Ni lo sueñes. Ni lo sueñes.

Ya está atardeciendo. En el Café de Marco hay varios parroquianos. En una mesa, un poco alejada del resto, en un rincón del salón, conversa un grupo de cuatro jóvenes. Entre ellos esta Cosme.
–Francisco. Servime otro vaso –le pide el teniente al mozo.
–¿No bebiste ya suficiente? –le advierte otro joven, un poco mayor, que está sentado a su lado.
–Es asunto mío, señor tipógrafo –le responde Cosme, amigable–. Usted dedíquese a lo suyo.
–Es cierto, Cosme, tomando no vas a conquistar a esa niña, al contrario –interviene el tercero.
–Voy a conquistarla. No lo dudes, Bautista –le responde Cosme, y toma el vaso que recién ha llenado Francisco.
–Además –agrega otro–, en este estado no sé cómo vas a hacer mañana para acertar un solo tiro. Don French te va a poner en el cepo –bromea el joven.
Los otros se ríen. Cosme se endereza un poco y le responde.
–Voy a acertarlos todos, Gonzalo, toditos. Nada más voy a hacer de cuenta que tengo en la mira al monigote ese que tenemos de virrey, y listo.
–¿Estás loco? –lo frena el tipógrafo–. Baja el tono, hombre. ¿O de verdad ya estás borracho?
–Como no va a estar borracho, si es la primera vez que toma vino. Hasta ahora tomó nada más que leche, el niño –bromea Bautista.
–¿Podemos ponernos un poco serios? –les pide el tipógrafo, con firmeza.
–‘Tá bien, Martín. ‘Tá bien –acepta Bautista.
Los otros también hacen silencio. Martín sorbe un trago y se dispone a hablar.
–Desde que Cisneros reprimió a los patriotas de Cochabamba y se trabó el comercio con el Alto Perú, las arcas del virreinato están en bancarrota. ¿Cierto?
Los otros asienten. El mozo Francisco se acerca un poco y se para a escuchar.
–Junto con eso, los comerciantes criollos se muestran dispuestos a romper el monopolio español y a apoyar la libertad de comercio. ¿Cierto?
Los otros vuelven a asentir.
–No sabemos hasta dónde confiar en Saavedra y los patricios, pero tenemos el Regimiento de la Estrella y el de pardos y morenos. ¿Cierto?
–Muy cierto –reafirma Cosme.
–Y desde que don Mariano escribió la representación de los hacendados, tenemos un programa de gobierno. ¿Cierto?
Los otros asienten:
–Y entonces, ¿qué estamos esperando? –concluye.
–Que los doctores, como tu amigo Moreno, dejen sus cómodos bufetes y se arremanguen para actuar, mi querido Martín –le responde Cosme, chispeado.
–Cierto –se suma Bautista–. Hasta ahora solamente tenemos palabras y más palabras, Martín.
–Pero falta otra cosa –agrega Gonzalo, dirigiéndose a todos ellos, que esperan su opinión–. La oportunidad, hombres. La oportunidad –concluye.
El mozo Francisco, que no ha dejado de escuchar toda la conversación, se acerca a ellos.
–¿Van a beber algo más? –les pregunta.
–Vamos a beber tu sangre si andás por ahí contando lo que escuchaste en esta mesa –lo sorprende Cosme, ya visiblemente tomado, señalándolo con el dedo.
Francisco se retira un poco, asustado.
–No le hagas caso, sufre de mal de amores –le dice Bautista a Francisco.
Gonzalo y Bautista se ríen y Martín menea la cabeza por la ocurrencia.

Ya es de noche. Martín espera, de espaldas a la puerta. Cuando se abre, aparece una muchacha bien trigueña, de cabello negro con trenzas, muy joven, con un candil en la mano. Martín gira sobre sí y se acerca a ella. La muchacha retrocede un poco, muy poco. Martín es mucho más alto, pero como está sobre la vereda y ella sobre el escalón del umbral, los rostros quedan frente a frente. Martín se acerca aún más.
–Misquila –se oye decir adentro–. ¿Quién es?
Martín hace un gesto de contrariedad, pero enseguida sonríe. También Misquila.
–Es don Martín, doña Guadalupe.
–Hazlo pasar, mujer. ¿Qué esperas? –se oye la voz de Guadalupe, que se acerca.
Ambos se separan un poco, pero no lo suficiente como para que Guadalupe no se dé cuenta de la situación. Misquila se hace a un lado para que entre Martín.
–Buenas noches, doña Guadalupe –saluda a la dueña de casa, muy joven también, y trigueña.
–Buenas noches, don Martín, pase por la gracia de Dios –dice–. ¿Cómo no lo has hecho entrar enseguida, Misqui? –disimula Guadalupe.
Entonces, hace un ademán para que la sigan y se encamina hacia la recepción. Martín mira a los ojos a Misquila, de pasada. Ella sonríe y baja la vista.
–Ya se desocupa Mariano, don Martín. Está atareado con un litigio de mensuras –le explica Guadalupe–. Tome asiento. ¿Un licor de naranjas? –lo invita.
Martín va a decir que no, pero sin pausa alguna, Guadalupe se dirige a Misquila:
–Misqui, un licorcito para don Martín y para Mariano, ¿sí?
–Sí, señora –responde Misquila y sale.
Guadalupe la mira salir y luego lo mira a Martín.
–Es una flor, ¿verdad? –le dice y enseguida se despide–. Bueno, permisito, don Martín. Debo atender a mi niño. Está en su casa.

Dos hombres, muy bien vestidos, salen de una puerta lateral de la recepción. Saludan a Martín con un ademán y salen. Misquila pasa a abrirles la puerta y sonríe frente a Martín, sin mirarlo.
En eso, vuelve a abrirse la puerta y aparece un hombre joven, trigueño, no muy alto. Martín se pone de pie y ambos se saludan efusivamente.
–Martín. Hacía rato que no nos veíamos –le dice Mariano.
–Y… volviste casado, tenés un hijo, el bufete más prestigioso de la aldea… –le recrimina Martín, en broma.
–Pasá, hombre, y dejate de pavadas –le dice Moreno, señalándole la puerta por la que recién ha salido.
El despacho es sobrio y bien iluminado con faroles. Hay un candelabro, a modo de lámpara, sobre el escritorio lleno de papeles, pero bien ordenados. También un par de sillones, donde se sientan a una indicación de Mariano.
–Siempre me acuerdo de nuestras excursiones de pesca al Paraná. Los armados, los pacú, los dorados, qué delicia… –rememora Mariano.
Misquila entra al estudio con la bandeja con el licor, la apoya sobre una pequeña mesa, en un rincón del estudio. Martín la mira dos veces, de soslayo. Mariano lo percibe. Mira a Misquila y vuelve a mirar a Martín.
–Misquila es hija de un curaca quechua del valle de Cochabamba –le dice, sin que Martín le pregunte–. Guadalupe y Misquila son casi como hermanas, así que le pedimos que nos acompañe a Buenos Aires.
Misquila sonríe y se acerca con las copas de licor. Las coloca sobre una mesa, frente a ellos.
–Permiso, don Mariano –le dice a Moreno.
–Permiso, don Martín –le dice a Martín, y se retira.
Martín la mira salir.
–¿Qué es de tu vida? ¿Qué tal ese trabajo en el periódico? –le pregunta Mariano.
–Bien. El correo de comercio no es lo que más prefiero, pero no me quejo. La verdad es que habría que ir pensando en un diario criollo, sólo nuestro, Mariano.
Mariano no dice nada.
–Un diario que hable por nosotros. Ya es tiempo. ¿No te parece…?
Mariano no le responde.
–No te hacía tan entusiasmado con esos ideales… –le dice, como indagando a Martín.
–Mirá, Mariano –le confiesa Martín–. La verdad es que vine a hablar con vos de eso, justamente.
–Te escucho –le dice Mariano, sin afectación.
–Desde que escribiste La representación de los hacendados, muchos jóvenes pensaron en vos como en un líder.
Moreno escucha, sereno. Pero no emite frase alguna. Martín sigue.
–Yo mismo pensé en vos para encabezar un movimiento. Pero este último tiempo, te retiraste, te refugiaste acá… No sé.
Moreno ha bajado la vista.
–Vos lo dijiste, mi amigo Martín. Tengo un hijo, una familia…
–Pero… justamente por eso, Mariano. ¿Pondremos a nuestros hijos a los pies de la decrépita España?
–Ya hay hombres de valía trabajando… Belgrano, Vieytes, Rodríguez Peña… Los conocés, seguramente.
–Claro que sí. Pero si no actuamos con la inteligencia y eficacia que sólo vos podés poner, el futuro que nos espera es lo que viste en Chuquisaca y La Paz.
Mariano retorna al silencio.
–Hacen falta estrategias claras, objetivos precisos, Mariano. Y nadie como vos para plasmarlos. La representación de los hacendados es un programa de gobierno, bien. Pero necesitamos un gobierno con un plan de operaciones y, sobre todo… audacia y coraje para aplicarlo, Mariano.
Mariano asiente con la cabeza, pensativo.
–Voy a serte franco, Martín –se decide a hablar Moreno–. Por curioso que te parezca, esta vez coincido con ese aprendiz de monarca que comanda a los Patricios: hay que tener paciencia.
–Y si se agota la paciencia… –lo apura Martín.
–Poner más paciencia. No se puede madurar la breva usando una fogata, Martín. No madura, se quema.
Martín asiente, pero no muy convencido. Afuera, se oye el llanto de un niño. Mariano se para y le hace una seña a Martín para que lo acompañe. Cuando salen a la recepción, Guadalupe se asoma desde el interior de la casa con el niño en brazos.
–Tiene sueño… Ya quiere dormir –le dice a Mariano.
Mariano mira con ternura al niño, lo toma en brazos y mira a Martín.
–Este es mi hijo Marianito, Martín.
Martín lo mira y mira a Mariano, que está feliz con el niño.
–Bueno, otro día la seguimos –le dice entonces Martín a Mariano, quien asiente sin dejar de mimar a su hijo, que ha recostado la cabecita en su hombro.
–Misqui –interviene Guadalupe–. Acompaña a don Martín. Vaya con Dios y la Virgen –agrega luego, mirando a Martín.
–Buenas noches, doña Guadalupe. Nos vemos, Mariano –dice Martín, despidiéndose.
–Bueno, disculpa, hermano. Es que… –se disculpa Moreno.
–Nada, hombre. Se entiende.
Guadalupe acompaña a Mariano al interior de la casa y Martín se encamina a la salida seguido de Misquila. Al llegar a la puerta, Martín toma de la cintura a Misquila.
Ella le saca las manos.
–¿A qué has venido? La verdad. ¿A verme a mí o a platicar con don Mariano?
–Las dos cosas, Misqui.
–Debiste decirle que ya nos hemos visto muchas veces en la plaza del mercado.
–Mariano no es tonto, se hace el tonto nomás. Ya sabe todo
–¿Entonces por qué no le pediste permiso para visitarme, ah?
–¿Permiso? Sos una mujer libre, ¿no? –le dice Martín y vuelve a tomarla de la cintura.
–Sí, pero ésta es su casa así que, o le pides permiso y vienes a verme como Dios manda, o vienes nada más a platicar con don Mariano, y… ¡saca las manos!.
–No seas así, Misqui. Yo te quiero.
–Mire, don Martín. Yo seré una india sonsa, pero si no hay boda, no hay pastel. ¿Entendió?
Misquila abre la puerta para que Martín salga. Martín le quiere dar un beso, pero ella ladea la cara. Martín menea la cabeza sonriendo y sale.
–Voy a volver –le dice.
–Más le valga –le contesta Misquila y cierra la puerta.

Martín abre la puerta con una llave y entra, tratando de no hacer ruido. Ya en la cocina, busca dentro de una fiambrera un trozo de pan y de otra toma una horma de queso. Con un cuchillo corta una lonja y se sienta a comer.
–Estas son horas… –oye una voz a sus espaldas, con evidente dejo peninsular.
Un hombre mayor, en ropa de cama, aparece con un candil en la mano.
–Buenas noches, padre –lo recibe Martín.
–Buenas noches serán para ti. Pero para mí no son buenas. No puedes andar por las calles hasta estas horas, hijo –lo reconviene el hombre.
–No tiene de qué preocuparse, padre –lo tranquiliza y se sienta a la mesa.
El padre pone el candil sobre la mesa y también se sienta.
–¿Puedo decirte algo sin que te ofusques?
–No empiece otra vez, padre mío.
–Mira, hijo. Por más que hablen o griten, España siempre será la madre de todos. No pueden renegar de ella, Martín. Es tonto, o peor aún, es necio.
Martín sigue comiendo, sin responder. El padre hace un instante de silencio y sigue.
–España nos ha dado lo que tenemos. No pueden ser tan desagradecidos.
Ahora sí reacciona Martín.
–Ay, padre. ¿Desagradecidos? España se ha llevado todo de aquí. El oro, la plata, todo. Y los pueblos han sido sometidos a servidumbre, esclavizados.
–Pero, hijo, gracias a España ha florecido el comercio…
–Con su comercio –lo corta Martín– España ha tenido todo el provecho y los habitantes de estas tierras sólo se han empobrecido, padre –se enardece Martín.
Su padre se queda callado, mortificado. Martín lo mira y ablanda el tono.
–Disculpe, padre. Disculpe, no quise…
–Está bien, hijo. Está bien. Dejemos eso. Ya veremos qué sucede.
Martín asiente. El hombre se levanta y toma el candil.
–Voy a volver a la cama. Que descanses.
–Gracias, padre. Que descanse –le retribuye Martín, con cariño.
–Una última cosa –dice el hombre–. No arrastres a tu hermana en esa locura.
Martín asiente dos veces con la cabeza y entonces el hombre se retira.

Martín está acostado en la cama boca arriba con las manos debajo de la nuca, despierto, pensando. La puerta del cuarto se abre y entra una muchacha en camisón, con una manta sobre los hombros. Trata de no hacer ruido y va sentarse en la cama.
–Cuéntame, Martín, qué está sucediendo –le dice, susurrando, entusiasmada.
–No está sucediendo nada, hermanita. Nada –le dice Martín, desilusionado.
–¿Cómo nada?
–Hay que tener paciencia, dicen todos –le cuenta mirando al techo, y luego la mira–. Pero los indios siguen muriéndose en las minas y en las encomiendas, hermana. No es justo. No es justo.
–¿La viste?
–¿A quién?
–No te hagas el tonto, hermanito. ¿Crees que te vi atrás de ella como un perrito en la plaza del mercado?
Martín se ríe, tapándose la boca para no despertar al padre.
–¿La viste o no?
–Sí, Cecilia. La vi.
–Es linda –le dice Cecilia.
–Sí, es linda, es deliciosa –reconoce Martín y queda ensimismado.
–Martín –lo vuelve a la realidad su hermana–. Doña Mariquita va a reunir una tertulia con nada más mujeres en casa de doña Mercedes, ¿podré ir?
–¿Y por qué no?
–Bueno, porque… no sé. No soy de su misma alcurnia.
–No seas tonta, Cecilia. A doña Mariquita eso no le importa nada.
–Bueno, entonces iré –le dice, y le da un beso en la frente–. Ella dice que las mujeres tenemos algo que decir en esta historia –agrega parándose para salir.
–Cecilia –la llama Martín–. A nuestro padre no va a gustarle…
–Ya se acostumbrará –le dice Cecilia y sale del cuarto cerrando la puerta.
Martín se pone de costado y se tapa con la manta para dormir.
Desde afuera llega el tañido de la campana de San Ignacio y un voceo que anuncia:
–Las doce han dado y sereno…
–Las doce han dado y sereno.
Funde a negro.

ESCENAS DEL PRÓXIMO CAPÍTULO.

Viernes, 14 de mayo de 1810

En la cocina de los Belgrano, los primeros rayos de sol entran por los postigos entreabiertos de la ventana que da al patio. El fuego está encendido. Manuel toma de una taza humeante. Su hermana entra a la cocina con ropa de cama y cubierta por un rebozo de lana.
–Buen día, hermano –le dice–. ¿Se puede saber por qué desayunas en la cocina y tan temprano?
–Tengo que ir hasta la Colonia del Sacramento.
–¿Y a qué vas a estas horas? –le pregunta la hermana sentándose frente a él.
–Un trámite del consulado.
–Manuel… A mí no me engañas.
Manuel la mira sonriendo.
–Entre hoy y mañana arribará a Montevideo una fragata inglesa. Parece que trae noticias de España. Tengo que averiguar de qué se trata antes que Cisneros logre ocultarlo.
–Nuestra madre está preocupada…
–Sí, ya sé, hermana.
–¿Estás seguro que el camino de las armas es el más indicado? –pregunta ella, sin preámbulo alguno.
–¿De dónde sacaste eso? –se sorprende Manuel.
–El Regimiento de la Estrella salió esta madrugada con todos sus pertrechos…
–No son más que maniobras y ejercicios. No magnifiques las cosas, María.
–Tengo miedo de lo que pueda sucederte –le confiesa María.
Candelaria entra a la cocina con el capote de Manuel en las manos.
–Don Manuel, el carruaje está afuera. Diz que la barcaza ya está en el puerto, esperándolo.
Manuel se pone de pie para salir, rodea la mesa y besa a su hermana en la frente.
–Tranquila, hermanita. No soy un hombre de armas, ni lo seré.
Manuel sale y María mira a Candelaria, preocupada.
–¿Por qué dice eso, si fue sargento mayor de los Patricios hace apenas tres años? –se pregunta.
–Misteriosos son los caminos del Señor, niña –le dice Candelaria.

En el Café de Marco conversan Mariano y Martín.
–Es una india, Martín. ¿Lo pensaste? –le advierte Mariano.
–¿Justamente vos, Mariano, me decís una cosa así?
–No me entiendas mal, amigo.
–¿Qué tengo que entender?
–Que les será muy difícil la vida si deciden seguir adelante. Nadie lo verá bien.
–¿Y vos?
Mariano no le contesta. Lo mira, severo. Martín entiende.
–Lo siento. No quise ofenderte.
–Está bien. Lo que quiero decir es que no podrás ir con ella casi a ninguna parte. Estarás como prisionero. Y cuando alguien llegue a tu casa, tratará a tu mujer como a una sirvienta…
–Todo eso lo sé. ¿Pero acaso no luchamos por la igualdad, por la fraternidad?
–Sí, nosotros sí. Y muchos más. Pero la mayoría de la gente que anda ahí afuera, incluidos los propios indios, no luchan por eso, Martín. Demos gracias que luchen al menos por la libertad. Así son las cosas.
–Así como no voy a renunciar a mis ideales, tampoco voy a renunciar a ella –afirma Martín, firme y seguro.
Mariano se queda pensativo un momento. Luego mira a Martín, con cariño.
–Bien. No tengo más que decir. Las puertas de mi casa están abiertas para vos y para ella –concluye Mariano y levanta la copa.
Martín, lleno de alegría, levanta la suya.
Funde a negro.

Títulos de final.

APENDICE
Guiones televisivos

TESTIGO CLAVE

Esta es una serie de ficción. Aunque están inspirados en ella, sus personajes, hechos y situaciones no necesariamente responden a la verdad histórica.

Capítulo 1. El hijo del Presidente

INTRODUCCIÓN

Seis hombres reunidos en una habitación oscura de paredes descascaradas. No se ven sus rostros ni se escucha lo que dicen. El único sonido es el de un helicóptero en vuelo. Sobre una mesa despliegan un mapa del norte de la provincia de Buenos Aires. Uno de ellos traza un recorrido con un dedo que se detiene en Ramallo. Sigue sonido de helicóptero. Luego, el hombre pone una foto sobre el mapa. Es la foto de un helicóptero Bell Jet Ranger III. El sonido del helicóptero crece hasta aturdir y desaparece de golpe.

Un aula de la facultad de Filosofía y Letras. El Profesor está frente a una multitud de alumnos. Es un hombre de casi 50 años, pero parece menor. Prolijo, impecable, pelo corto y un sobrio traje gris.
–La falibilidad es algo propio del ser humano. Las teorías del conocimiento que niegan esta falibilidad son ilusorias. Y además son tan peligrosas que pueden llegar a convertirse en su opuesto: en el total escepticismo. Al exigir que solamente se pueda hablar de saber o de conocimiento cuando no exista ninguna posibilidad de error, se termina negando el saber y el conocimiento.
El profesor mira la hora.
–Bueno. Es todo por hoy. Stegmüller completo para el miércoles. Nos vemos la semana que viene.
Los alumnos se ponen de pie. Él comienza a ordenar los papeles de su escritorio.

Un recital de rock al aire libre. Una banda toca. Hay mucha gente. El Fotógrafo, a un costado del escenario, saca fotos a la banda. Es un hombre de casi 40 años. Aspecto hippie: pelo largo y desprolijo, sujeto con un pañuelo; barba. La banda toca los últimos acordes. El público aplaude. El Fotógrafo, satisfecho, tapa el objetivo de la cámara y mira la hora.

Salida del palacio de Tribunales. Mucha gente entra y sale. Entre ellos, una mujer, vestida como una secretaria, pulcra, trajecito sastre, blusa blanca abrochada al cuello y cabello recogido. Mira la hora y para un taxi.

En un monitor, varios segundos de material de archivo sobre el accidente de Junior. El sonido es directo de archivo. El Profesor está frente a la pantalla mirando atentamente. Ya no tiene el saco ni la corbata. Las mangas de la camisa están arremangadas.
El lugar es “el bunker”, una oficina grande, blanca, limpia y ordenada, con varias computadoras, equipos de video y otro equipamiento de aspecto sofisticado. Un sector de archivos y otro con una mesa de reuniones. Se abre la puerta y entra el Fotógrafo. Ya no tiene el pañuelo en la cabeza. El pelo está recogido de manera más prolija, y la ropa, más arreglada. Se acerca y se detiene al lado del Profesor a ver las imágenes en el monitor.

El taxi que lleva a la Secretaria se detiene frente a una persiana baja de un barrio suburbano. La persiana está algo torcida, sucia y con alguna pintada. Parece ser un depósito. Ella baja del taxi apurada, paga y entra por una puerta del costado.

El interior es un salón mediano, típica entrada para camionetas de un depósito. Está vacío, aunque con algunas piezas de maquinaria y cajas de cartón vacías manchadas con grasa. En el piso, manchas de aceite. Mientras ella cruza el lugar, se desabrocha los primeros botones de la camisa y se suelta el cabello. Llega hasta el fondo del lugar y abre una puerta.

La puerta da al “bunker”, donde están el Profesor y el Fotógrafo mirando el monitor. La Secretaria se saca el saco, deja sus cosas en un placard y se acerca a donde están los dos hombres.
–¿Qué tenemos?
El Profesor aprieta un botón de pausa y le hace un gesto para que mire. La imagen se congela sobre el rostro de Junior.
–El hijo del presidente –les informa, lacónico.
La pantalla se identifica con la pantalla del monitor. Queda con el rostro de Junior congelado en pausa.
Fundido a negro.

BLOQUE 1
Abre de negro.

Los seis hombres siguen reunidos en la habitación descascarada y oscura. El hombre que mostraba el mapa y la foto, le da un maletín negro tipo ataché a otro. Los seis se levantan. Cuatro de ellos salen por un largo pasillo al final del cual se ve la luz del día. Mientras tanto, se oye el sonido del comienzo de un documental y la voz del locutor:
–El 15 de marzo de 1995, 211 Km. al norte de Bs. As., un helicóptero cayó a tierra. En aquel helicóptero viajaban dos hombres. Uno era el famoso piloto de automóviles varias veces campeón en categorías locales Silvio Oltra, que murió en el acto.

Aparecen a pantalla plena las imágenes del documental junto con el sonido en continuidad con lo que se venía escuchando. Sigue el locutor.
–El joven que conducía el helicóptero quedó muy mal herido y poco después murió. Aquel joven era el hijo del entonces presidente de la Argentina, Carlos Menem.

El Profesor, el Fotógrafo y la Secretaria están reunidos. El Profesor expone:
–La versión oficial fue que Carlos Menem hijo, volaba bajo y se enganchó con cables. Hay testimonios que apoyan esta idea. Pero…

El Profesor gira la silla hacia una casetera y aprieta play. Aparecen las partes del documental que ubican la muerte de Carlitos y apoyan esa hipótesis. La Secretaria interrumpe cuando Zulemita, la hermana, dice que era muy precavido.
–¡Claro! Y además era un piloto experimentado, ¿cómo puede ser que tenga semejante accidente?
El fotógrafo interviene.
–Era un inconsciente manejando. Cuando era chico y había alguna pelea familiar, él agarraba el auto y se iba por los cerros a más de 100 Km. por hora. Y no tenía más de trece años. Nunca fue precavido.
–Cosa de adolescente. Ahora era piloto de Rally. Sabía lo que hacía –replica la secretaria.
–Hay testigos que dicen que lo vieron pasar volando muy bajo. Demasiado bajo –interviene el profesor.
–Seguro –insiste el fotógrafo.
–Sabía lo que hacía –insiste, a su vez, la secretaria–. ¿Por qué no nos preguntamos por qué volaría tan bajo?
–Justamente... –dice el profesor y vuelve a poner play: aparece el testimonio de Zulema Yoma en el documental:

–A mi hijo lo enterraron como un paquete y no darme explicación ningún juez porqué murió mi hijo, si el aparato estuvo bien, si no tuvo nada ese helicóptero, ¡¿por qué semejante caída?! (...) nadie en el mundo, en este mundo terrenal podrá quitarme el derecho, el derecho de saber qué pasó con mi hijo y con Silvio, cómo murieron.

Una combi grande y negra se detiene frente a una casa. El chofer espera, no se le ve el rostro. Salen dos hombres de la casa. Llevan bolsos. Uno de ellos lleva el maletín negro. Suben a la parte de atrás de la combi que arranca y sale.

Zulema Yoma en el documental:
–(...) nadie en el mundo, en este mundo terrenal podrá quitarme el derecho, el derecho de saber qué pasó con mi hijo y con Silvio, cómo murieron.
La imagen de Zulema Yoma queda en pausa.

Funde a negro.
Fin del bloque 1.

BLOQUE 2

La Secretaria está trabajando en su escritorio de una oficina en Tribunales. Luce su aspecto de secretaria tipo. Tipea en el teclado de una PC y revisa unos papeles. Un hombre de traje con aspecto de abogado camina cerca de ella hablando por un celular. Se para al lado de la Secretaria y le pide, con tono profesional:
–¿Podría buscarme el expediente de Zabalegui? ¿Sabe cuál es, no?
Ella asiente con la cabeza.

La Secretaria camina por un largo pasillo de Tribunales hasta que llega a una puerta doble. Entra. Es un enorme archivo de expedientes, repleto de estanterías con carpetas. Cerca de la entrada hay un mostrador donde una mujer de guardapolvos, que parece ser la encargada del lugar, lee el diario. La Secretaria saluda con simpatía.
–Hola. Necesito el expediente 37838/02.
–Pasá, pasá.
La Secretaria pasa al otro lado del mostrador.
–¿Sabés dónde está?
–¡Sí!
Entonces mira la enorme cantidad de estanterías frente a ella y se frena.
–Mmm... no.
La encargada sonríe sobradora. Señala con el brazo, sin dejar de mirar el diario.
–Expedientes del 2002: de este lado, contra la pared.

La Secretaria mira repitiendo el gesto con el brazo, y se dirige hacia ese lugar. Camina hacia una de las paredes del salón, y pasa detrás de una estantería. Queda oculta de la vista de la encargada. Busca entre las pilas de expedientes y encuentra el solicitado. Lo retira de la pila. Mira entre los estantes y ve que la encargada, de espaldas a ella, sigue ocupada con el diario. Entonces, camina hacia el fondo del salón, recorriendo esa estantería a lo largo, hasta el final. Dobla y se interna entre estanterías, alejándose del lugar donde debería estar. Parece conocer el depósito mejor de lo que aparentaba. Se detiene sin dudarlo frente a una estantería. La encargada da vuelta la última página del diario. La Secretaria revisa los expedientes y saca uno que parece ser el que buscaba. Mira el contenido y asiente satisfecha. La encargada gira la cabeza hacia el lugar donde supone que está la Secretaria.
–¿Lo encontraste?

La Secretaria levanta la vista, alarmada. No le puede contestar. Tiene su celular en la mano, y con él, saca fotos a las fojas del expediente. La encargada mira extrañada.
–¿Necesitás ayuda?
Como nadie le contesta, se separa del mostrador y comienza a acercarse al lugar donde debería estar la Secretaria. La Secretaria cierra apresuradamente la carpeta y, con dificultad, intenta guardarla en su lugar. La encargada avanza hacia el lugar. Se acerca a la estantería donde la envió. Al llegar, la Secretaria ya está allí, con una pila de papeles desparramados por el piso. Mira a la encargada, falsamente avergonzada por su torpeza.

El Fotógrafo baja de un auto viejo, descuidado. Está desaliñado, con su aspecto de hippie. Camina por un campo con torres y cables de media tensión. Es un lugar en las afueras de Ramallo, donde ocurrió el accidente. Saca fotos al lugar, a las torres, pero no parece muy interesado en lo que ve. Descubre por el teleobjetivo un bar típico de pueblo, a lo lejos, y va caminando hacia allí.

El Fotógrafo entra al bar. Hay unos pocos parroquianos viejos que lo miran sin demasiado interés. Es un bar de piso de madera y botellas polvorientas en los estantes. El Fotógrafo elige una mesa al lado de la ventana y se sienta. El dueño del bar se acerca hasta la mesa.
–Buen día. Una ginebra... –pide el fotógrafo.
El dueño del bar asiente con la cabeza y se retira. El fotógrafo mira por la ventana. Desde allí se ven claramente las torres con los cables. El fotógrafo saca la cámara y apunta con ella hacia las torres. Un vaso se apoya sobre la mesa. El dueño del bar llena el vaso con ginebra. El Fotógrafo lo mira y sonríe.
–Estaba sacando algunas fotos por acá. Sabe, el bar es muy lindo. ¿Puedo sacarle?
El dueño del bar se encoge de hombros.
–Es muy... muy típico de la zona. ¿Cuántos años tiene este edificio?
–Era de mi abuelo, después de mi padre y hace 45 años está a cargo mío.
–¿Siempre acá? Debe tener muchas historias.
El dueño del bar sonríe como diciendo: “si usted supiera”.
–¿Usted estaba cuando pasó lo del helicóptero?
El dueño del bar se pone serio de golpe. Repentinamente, todos los parroquianos miran atentos.
–No. Ese día yo no estaba. No.
El Fotógrafo lo mira sorprendido.
–Y no...
–Desde acá no se vio nada. No.
El dueño del bar se retira hacia el mostrador, llevándose la botella de ginebra. El Fotógrafo lo mira. Mira al resto de la gente. Todos lo miran con disimulo.

El Fotógrafo sube a su auto, que está donde lo había dejado. Arranca, hace unos metros, y se escucha un reventón. Baja del auto. Una de las gomas está totalmente reventada. Se agacha. Levanta un taco de madera con clavos. Levanta la vista. A unos metros, sospechosamente cerca, hay una gomería.

El gomero le está cambiando la goma a la rueda. El Fotógrafo, apoyado contra el auto, parece aburrido. Mira cómo un adolescente de unos 16 años, que parece ser el hijo del gomero, intenta arreglar una bicicleta. El Fotógrafo mira hacia los cables, que se ven a lo lejos. Como para pasar el tiempo saca la cámara y apunta hacia allí. El adolescente ni lo mira. El Fotógrafo baja la cámara y mira al gomero.
–¿Esos cables son los que chocó el hijo de Menem?
El adolescente, repentinamente, levanta la vista y lo mira. El gomero lo mira desconfiado.
–Así dicen.
–Qué, ¿vos no estabas acá?
–No, nosotros no estamos acá hace tanto. Cuando abrimos la gomería, eso ya había pasado.
El adolescente se queda mirando al Fotógrafo. Lo estudia. El Fotógrafo sigue jugando con su cámara. El adolescente se decide y se acerca a él. Señala con la cabeza a la cámara.
–¿Puedo ver?
El Fotógrafo lo mira con desconfianza. Luego, sin soltar la cámara, lo deja ver por el visor. Gira el anillo del zoom. El adolescente, sorprendido, lo mira. Vuelve a mirar por el visor. En ese momento, el padre se mete al interior de la gomería. El adolescente mira hacia la puerta y le habla en voz baja al fotógrafo.
–Yo estuve ese día.
El Fotógrafo lo mira sin entender.
–El día del helicóptero.
El Fotógrafo lo mira con interés. El padre vuelve, y el adolescente no sigue hablando. Clava la vista en la cámara y se lo nota nervioso. El Fotógrafo mira al gomero, se levanta y se aleja de la gomería, como sacando fotos. El adolescente lo sigue. Cuando están lo suficientemente lejos, habla.
–Yo estuve ese día, pero mi papá no quiere que hable de eso.
–¿Por qué?
–No sé. No quiere. Debe ser porque escuché los tiros.
–¿Qué tiros?
El chico levanta los hombros, como si fuera algo natural.
–Tiros. Unos cuantos tiros. Mi papá también los escuchó. Y después el helicóptero se enganchó con los cables y se cayó.
–¿Vos estás seguro que fueron tiros?
El adolescente sólo levanta los hombros.
–¿Y por qué no declaraste?
–¿Qué declarar? Tenía ocho años.
–Claro… (le quita importancia). Bueno, podrían no haber sido tiros.
–No me creés, ¿no?
–No es que no te crea, pero tenías ocho años.
El gomero, desde lejos, lo llama.
–Bueno, listo el parche, ¿eh?
El Fotógrafo mira al gomero. Mira al adolescente, le sonríe y comienza a alejarse hacia la gomería.
–¡Don!
El Fotógrafo se detiene y gira la cabeza. El adolescente saca algo de su bolsillo y se lo muestra. El Fotógrafo vuelve hacia él y mira su mano.
–Esto lo agarré ese día, de abajo de los eucaliptos.
En la mano hay un casquillo de bala.

El Profesor entra por un portón de hierro a los galpones vacíos de una fábrica abandonada. Se detiene, mira a su alrededor y avanza hasta pararse de espaldas a una gruesa columna. Por detrás de la columna aparece a contraluz, lo que no permite distinguir su rostro, la figura de un hombre. El brazo del hombre se extiende y le acerca un sobre. El Profesor lo toma sin mirar a su informante, lo guarda dentro del saco y sale del galpón.

Una vez afuera, hace una seña y un auto conducido por la Secretaria se acerca. El Profesor sube y el auto parte.

Dentro del auto, el Profesor abre el sobre y saca unas fotos donde se ven de pasada los restos del helicóptero de Carlitos. Se mira con la Secretaria. El auto cruza el puente Avellaneda desde provincia hacia Capital. Abajo se ve el puerto.

El testimonio de Zulema Yoma, visto en la pantalla del monitor. La imagen se detiene, se rebobina y vuelve a reproducirse.
–Silvio tenía tres esquirlas en el rostro y las hicieron pasar como amalgamas. Yo jamás vi que las amalgamas salgan y vuelvan a entrar, es una cosa de... ya es para tomarnos a todos de tontos, de estúpidos. No. Hay evidencias muy fuertes.

Rebobinado: –…ya es para tomarnos a todos de tontos, de estúpidos... hay evidencias muy fuertes.

La combi negra avanza por la ruta. Uno de los hombres, sentado ahora al lado del chofer, habla por un handy. No se escucha lo que dicen. En la parte de atrás, el otro hombre abre un bolso, saca un fusil y lo revisa. El chofer mira de reojo y sigue manejando. Un cartel indicador en la autopista panamericana dice: Rosario 230 Km.

Rebobinado: –…ya es para tomarnos a todos de tontos, de estúpidos... hay evidencias muy fuertes.

Pausa con la imagen de Zulema Yoma.
Funde a negro.
Fin del bloque 2.

BLOQUE 3

El testimonio de Zulema Yoma, visto desde la pantalla del televisor. La imagen se detiene, se rebobina y vuelve a reproducirse:
–Estamos en esta lucha en busca de determinar la verdad porque a Carlitos y a Silvio los mataron injustamente.
Se detiene otra vez, vuelve a rebobinarse y a reproducirse.

En la oficina, el “bunker”, el Fotógrafo está casi recostado frente al televisor, muy cerca de la pantalla, con un control remoto en la mano. Reproduce una y otra vez esa imagen y la mira, como estudiándola. El Profesor, desde su escritorio donde tiene apiladas varias carpetas, mira al Fotógrafo con curiosidad. La Secretaria entra a la oficina, apurada como siempre, y observa ese cuadro.
–Hace media hora que está así –le dice el Profesor.
La Secretaria se acerca al Fotógrafo y le habla haciendo un gesto hacia la pantalla donde está Zulema.
–¿Vos le creés?
Sin dejar de mirar la pantalla, hace un gesto de asentimiento. En ese momento, suena el teléfono. El Profesor atiende.
–Hola (...) Bien. Estamos recopilando la información disponible y... algo nuevo. (...) Sí, sí, vamos avanzando. (...) Creo que en un par de días podemos tener un informe. (...) Está bien. (...) Está bien. Vamos a hacer lo posible. (...) Cómo no. Gracias, señor.
El Profesor corta y mira a los otros dos.

Están los tres sentados frente a una pantalla donde se proyectan diapositivas. La Secretaria maneja un control remoto. Se ve el informe presentado al Juez por los peritos de la Fuerza Aérea. En la siguiente diapositiva, se ve la firma del final del informe, ampliada.
–Es la firma de Miguel Luckow, uno de los peritos. Mírenla bien –les dice la Secretaria.
Los otros la miran sin entender.
–Este hombre fue asesinado en un supuesto intento de robo mucho antes de la fecha de la firma del informe –les explica.
–Me acuerdo, fueron dos los técnicos de la Fuerza Aérea que hicieron el peritaje del helicóptero que murieron –agrega el Profesor–. A éste lo mataron en un intento de asalto, donde no le robaron nada.
La Secretaria toma ahora el control remoto de una videograbadora y pone play. En el monitor aparece un fragmento de un documental y la voz del locutor.
–Lo que no tiene explicación es la muerte del ladrón que asaltó al perito Luckow. ¿Fue un asesinato por encargo? ¿Alguien quiso silenciar al asesino del perito? Pero allí no terminaron las muertes vinculadas a la investigación. El comisario Héctor Bassino fue el primer policía en sobrevolar el lugar en donde cayó el helicóptero de Junior. En otro intento de asalto, Bassino fue asesinado de varios tiros en la espalda. La misma suerte corrió el médico que prestó las primeras atenciones a Junior en el lugar de la caída.
Los tres se miran. La Secretaria les pide con un gesto que sigan mirando.
–Hugo Sánchez Trotta era un preso que le envió información a la familia Menem sobre la valija de Junior robada en el lugar de la caída. Dos días después de salir de la cárcel, Trotta murió en un enfrentamiento con la policía.
La Secretaria pulsa stop y los mira.
–Para el juez estas muertes fueron casuales –les dice–. Y no tuvieron nada que ver con la muerte de Junior. Pero ni esas muertes ni las amenazas y ni los atentados fueron esclarecidos.
Mientras carga diapositivas en el proyector ya utilizado por la Secretaria, continúa el Profesor.
–Hay todavía puntos más oscuros en la investigación relacionados con los cuerpos de los fallecidos. En cualquier caso de muerte dudosa, incluso en accidentes de tránsito, se les practican autopsias a las víctimas. Sin embargo en la muerte de Junior no hubo autopsias sino hasta un año después. Y a pedido de Zulema Yoma. Y según Zulema, el cráneo de su hijo fue suplantado por otro.
–¿Demasiadas irregularidades..., no? –arriesga el Fotógrafo–. Está también el desguase del helicóptero antes que el juez diera la orden.
–A eso iba... –agrega el Profesor–. Estas me las dio mi informante ayer. Son de primera mano.
Entonces, muestra diapositivas del helicóptero antes de ser desguazado y después. Amplía algunas, donde se ven los impactos
–Obviamente son orificios de bala –comprueba la Secretaria.
El Fotógrafo pone el casquillo de bala sobre la mesa. El Profesor y la Secretaria lo miran interrogantes. En ese momento, suena el teléfono celular de la Secretaria. Ella atiende y se sorprende.
–Un momento, ya la atiendo –responde y hace un gesto al Profesor–. Es la encargada del archivo de Tribunales –le informa susurrando.
El Profesor aprieta unos botones de una centralita telefónica, se pone auriculares y hace un gesto de asentimiento.
–Sí. Digamé.
El Profesor escucha la voz de la mujer por los auriculares.
–Usted busca datos sobre el peritaje del accidente... tengo algo que le puede interesar.
–Ah... sí. Un amigo me pidió un favor... –miente la Secretaria–. Usted sabe…, se dedica a seguros aeronáuticos y quiere tener algunos antecedentes de casos de peritaje...
–Claro... entiendo... Bueno, si le interesa anote que le voy a dar una dirección.
La Secretaria, con un ademán, le pide una lapicera al Fotógrafo y escribe una dirección en un papelito.
–Está bien, gracias. Nos vemos uno de estos días.
La Secretaria corta y los mira perpleja.
–¿Esta mujer cómo sabía?... Estoy segura que no me vio revisando las carpetas.
Los tres se miran, sorprendidos y preocupados.

Es domingo en el barrio de Once. No hay nadie en la calle. Los negocios están cerrados. La Secretaria entra en un edificio de medio pelo. Una combi gris estaciona frente al edificio. Son el Profesor y el Fotógrafo, que esperan.

La Secretaria llega hasta la puerta de un departamento. Llama. La atiende una anciana y la hace pasar. La deja sola en un living de muebles viejos. Ella espera y comienza a inquietarse.

El Profesor y el Fotógrafo, en la combi, también están inquietos.

En el departamento, la puerta del living se abre y aparece un hombre de unos 50 años, y la invita a sentarse.

En la calle, el Profesor mira por el espejo retrovisor. Un auto oscuro se acerca lentamente y se detiene justo detrás de la combi. Tiene vidrios polarizados por lo que no se le ve la cara al conductor, sólo una sombra. El Profesor y el Fotógrafo se miran, intrigados.

En el departamento, el hombre habla con la Secretaria.
–Estuve presente en el momento que se hicieron las pericias del helicóptero.

El auto oscuro sigue detenido detrás de la combi. El conductor permanece en su interior, inmóvil. El Profesor y el Fotógrafo miran a través del espejo, tensos.

En el departamento, la Secretaria escucha atentamente al hombre.
–Le repito que en el helicóptero no había marcas de balas. Si hay fotos que indican lo contrario son fraudulentas, alguien les disparó después a las piezas del helicóptero.

El Profesor se cansa del juego. Se baja de la combi y camina hacia el auto. El auto arranca y se aleja. El Profesor lo ve alejarse. Cuando se da vuelta ve llegar a la Secretaria. El Fotógrafo, que estaba mirando el auto, gira la cabeza y también ve a la secretaria. Luego vuelve a mirar el auto, que da vuelta a la esquina y desaparece.
–¿Qué pasó? –pregunta la Secretaria
–Nada. Nada –responde el profesor, aliviado–. ¿Cómo anduvo tu testigo?

Los tres vuelven en la combi por avenida Corrientes y doblan hacia Retiro en el Obelisco. La Secretaria les informa:
–Dijo ser uno que se ocupaba de la limpieza en el hangar donde se hicieron las pericias. No tengo dudas que mintió. Pero lo que más me preocupa es que alguien ya se enteró de lo que estamos haciendo.
–Y lo mandaron a ese a embarrar la cancha –agrega el fotógrafo.
El Profesor asiente con la cabeza.

Los tres ya están en el bunker, cansados, sentados a una mesa, y conversan, sacando conclusiones.

–A mí no me quedan dudas de que no fue un accidente –les dice el Profesor.
–A mí tampoco. Fue un asesinato –afirma el Fotógrafo.
–¿Un atentado? –arriesga la Secretaria.
–Pero quién, y por qué –se pregunta el Fotógrafo.
Entonces, el Profesor aprieta el botón de play en la video grabadora. Allí aparece otro fragmento del testimonio de Zulema Yoma:
–Inclusive el señor ministro Corach recibió un aviso de que se iba a atentar... en el mes de febrero del 95 que se iba a atentar contra un miembro de la familia presidencial.

La combi negra avanza por la ruta. Un cartel indica que están a corta distancia de Ramallo. El que hablaba por el handy sostiene el mapa entre sus manos.

Se repite el fragmento del testimonio de Zulema Yoma:
–Inclusive el señor ministro Corach recibió un aviso de que se iba a atentar... en el mes de febrero del 95 que se iba a atentar contra un miembro de la familia presidencial.
Pausa. Imagen detenida de Zulema Yoma.
Funde a negro.
Fin del bloque 3


BLOQUE 4

El Profesor sale de uno de los pabellones de la Ciudad Universitaria. Hay mucha gente en el lugar. Lleva un portafolio en la mano. Una moto con dos personas con casco pasa a su lado. El que va sentado atrás le arrebata el portafolio. La moto acelera sin darle tiempo a reaccionar. El Profesor mira alejarse a la moto, enfurecido.

Un hombre de lentes, algo desaliñado, está en el “bunker”, frente al Fotógrafo. Su mano con guantes de látex sostiene el casquillo de bala entregado por el adolescente. Mira el casquillo con atención, usando una lupa adosada a sus anteojos.
–Es una 4.40 –le dice al Fotógrafo y guarda el casquillo en una bolsita de plástico–. La analizo y en un par de días te digo qué me cuenta.
El hombre, obviamente un perito, se saca la lupa de sus anteojos y se levanta de su silla. El Fotógrafo también se para.
–En cuanto lo tengas, llamame, por favor –le pide al hombre.

A sus espaldas, la puerta de entrada al “bunker” se abre y entra el Profesor, que cierra de un portazo. El Perito da vuelta la cabeza para mirarlo. El Profesor camina derecho a los sillones de la oficina sin mirarlos. El Perito vuelve a mirar al Fotógrafo y le hace una seña con la mano dándole a entender que se va. Ambos se dirigen hacia la salida.

El Profesor está sentado en el sofá, ofuscado. La Secretaria, desde un sillón, lo mira. El Fotógrafo, de regreso, se para junto a ellos.
–¿Qué pasa? –les pregunta.
–Que ya no hay dudas de que nos tienen en la mira –le responde el Profesor–. Vamos a tener que cuidarnos más.
–Le robaron el portafolios. Sin nada importante, pero… –le explica la Secretaria.
–Esto es más grande de lo que pensábamos –concluye el Fotógrafo.
La Secretaria asiente en silencio. Pero el Profesor reacciona y sale de su indignación.
–Bueno. Entonces tenemos que apurarnos. Quiénes fueron, y por qué. Ahora es una carrera contra reloj. ¿Qué tenemos?
–Preguntas –responde la Secretaria.

El Profesor y el Fotógrafo la miran.
–Hasta ahora sólo tenemos preguntas –se explica ella–. El Presidente llevó a trabajar a su hijo con él. ¿Por qué? A Junior no le interesaba la política, y dinero no necesitaba. Era dueño de una agencia de motos, no necesitaba trabajar en algo que no le gustara. Pero además, por este trabajo no cobraba.
–¿Y qué hacía en la Casa de Gobierno? –pregunta el Fotógrafo.
–No tenía tareas específicas –responde la Secretaria.
–El padre lo querría cerca para controlarlo mejor… –arriesga el Fotógrafo.
–O para cuidarlo –afirma la Secretaria y pulsa play en el control remoto de la video grabadora.
En la pantalla del televisor se ven imágenes del atentado a la Embajada de Israel, y de la Amia. E inmediatamente, aparece otro fragmento del testimonio de Zulema Yoma.
–Tal vez lo llevó a su lado para protegerlo y lo mismo lo mataron. No puedo responder, es un tal vez, son suposiciones que yo puedo hacer en ese sentido pero no puedo hablar por el presidente. (...) Quienes lo aconsejaron al presidente a encubrir este atentado porque tal vez no quisieron aceptar el tercero porque ya era demasiado para un gobierno, bueno, pienso que le habrán aconsejado que esto no se tenía que saber y se mantuvo como una cuestión de secreto de estado.

La imagen se congela sobre el rostro de Zulema Yoma. La Secretaria se da vuelta para mirar a sus colegas.
–El tercer atentado –les dice a modo de conclusión.
–No, no lo creo –dice, acentuando sus palabras con la cabeza, el Fotógrafo.
–¿No creés? –justifica su afirmación la Secretaria–. Dos atentados, 114 muertos. ¿En Buenos Aires? ¿Por qué en Buenos Aires? Se sabe que Menem recorrió el mundo juntando dinero para su campaña, y prometiendo favores. ¿Y después? Mandó tropas al Golfo Pérsico... Y después de los dos atentados, ¿cambió algo? No es nada ilógico pensar en un tercer atentado, más parecido todavía a una venganza personal.
–Para ellos, el hijo varón es muy importante, por eso no hay peor venganza que el asesinato del primogénito –reflexiona el Profesor.
–Sí, pero esa hipótesis es, por lo menos, aventurada –insiste el Fotógrafo.
–¿Aventurada? –se enoja un poco la Secretaria–. ¿Por qué el silencio del Presidente? Hasta mucho tiempo después no habló de la muerte de su hijo. Y cuando habló, llegó a decir que fue uno de los costos de ser presidente. ¿Por qué dijo eso?
–No sé –retruca el Fotógrafo–. El Presidente primero sostenía que fue un accidente. Después empezó a decir que fue un atentado... Por qué cambió de opinión, no sé. Pero eso no prueba nada. Tu hipótesis es aventurada, y la propia Zulema lo desmiente.
El Profesor y la Secretaria lo miran con interés. El Fotógrafo le saca el control remoto de la mano y apunta al televisor. Rebobina la imagen de Zulema hasta que se detiene en un punto. El video comienza a reproducirse.
–Le digo "¿qué pasa, Carlitos?", le digo "por favor, hijo, acompañalo a tu padre y nada más", y dice "no, mamá", dice "acá están traicionando, hay narcotráfico y tráfico de armas"... A los pocos días lo mataron.
La imagen de Zulema se congela en la pantalla. El Fotógrafo se da vuelta y los mira.
–Y todos sabemos lo que pasó después –les dice–. Medio gabinete procesado por tráfico de armas. La explosión en la fábrica de Río Tercero...
–Zulema habla de narcotráfico –duda el Profesor.
El Fotógrafo levanta los hombros y agrega:
–Quien dice... armas, dice drogas... Pero sea lo que sea, Carlitos estaba viendo todo en primera fila. ¿Y saben qué lo mató? Que tenía escrúpulos. Que tenía escrúpulos.
En ese momento, suena el teléfono. Los tres se miran. El Profesor se levanta y atiende.

–Hola (...) Sí (...) Sí, estamos en eso. (...) ¿Qué tenemos?... Preguntas. (...) Sí, señor (...) Sí, señor.
El Fotógrafo, con gesto apesadumbrado, apunta el control remoto hacia el televisor. Aparece en la pantalla el rostro de Zulema Yoma hablando:
–"No, mamá", dice, "acá están traicionando, hay narcotráfico y tráfico de armas"... A los pocos días lo mataron.

La combi negra avanza por un camino de tierra, en una zona descampada. Se acerca a unos árboles hasta quedar semi oculta y se detiene. A lo lejos se ven los autos de la Panamericana. El chofer apaga el motor y se recuesta en el asiento. Enciende un pequeño televisor blanco y negro que está sobre la guantera. En la pantalla se ve un noticiero de la época. El hombre que está a su lado habla por el handy. No se escucha lo que dice.

Otra vez el rostro de Zulema Yoma hablando:
–"...hay narcotráfico y tráfico de armas"... A los pocos días lo mataron.

Pausa. Congelado del rostro de Zulema.
Funde a negro.
Fin del bloque 4.

BLOQUE 5

La Secretaria está en su trabajo, frente a la computadora. Redacta un texto. El hombre de traje pasa junto a ella, con un vaso de café en la mano. Ella lo mira de reojo y sigue escribiendo. El hombre vuelve a acercarse a ella.
–Cuando termines con eso redactá el pedido de conciliación que quedaba pendiente.
–Sí, sí. Lo tengo casi listo –le responde ella.
El hombre de traje sale de la oficina. La Secretaria se asegura de que no está y minimiza el documento. Entonces, vemos que está recorriendo algunas páginas de Internet. Se ven imágenes de la Embajada de Israel y la Amia.

El Fotógrafo está en una hemeroteca. Revisa una pila de diarios donde aparecen fotos del atentado a la Amia y al lado el de la fábrica de Río Tercero.

El Profesor está en el aula de la Facultad finalizando su clase. Se despide de los alumnos. Todos se levantan y se retiran tumultuosamente. El Profesor acomoda sus papeles. Cuando mira hacia su silla, se sorprende al ver allí el portafolio que le habían robado los de la motocicleta.

Inmediatamente, el contenido del portafolio se desparrama sobre la mesa del bunker. El Profesor revisa el contenido, secundado por el Fotógrafo y la Secretaria. Un cuaderno, un libro de lógica, un diario, un par de lapiceras, tickets de estacionamiento, un paquete de cigarrillos vacío.
–¿Falta algo? –pregunta la Secretaria.
Un papel sobresale del interior del libro. El Profesor lo saca.
–No. Sobra –le responde, irónico, mirando el papel doblado en dos.
En la parte de afuera dice: “TENGO INFORMACIÓN IMPORTANTE PARA USTED”. El Profesor abre el papel. En el interior hay un plano hecho a mano del Parque Almirante Brown, y un punto marcado con una X. Los tres se miran.
–Eso es el Parque Brown. Y en esa parte no hay nada –dice el Fotógrafo–. Es un descampado.
–¿Ustedes qué dicen? –consulta el Profesor.
–Es una trampa –afirma la Secretaria.
–No sé –duda el Profesor–. Me roban el portafolio. Lo devuelven intacto. Se arriesgan. Si quisieran hacernos algo no nos avisarían de esta manera.
–¿Y para qué se llevó el portafolio?
–Querría asegurarse de que esa información va a caer en buenas manos –deduce el Profesor–. Ver el portafolio de una persona es una buena manera de saber en qué anda.
–Bueno. Y entonces, ¿qué hacemos? –se impacienta el Fotógrafo.
Suena el teléfono. Los tres se miran. El Profesor atiende.
–Hola. (...) Ah, sí, sí, cómo andás. Ahora te doy.
El Profesor le muestra el teléfono al Fotógrafo. El Fotógrafo se acerca y le hace un gesto de interrogación al Profesor.
–El Perito, por el casquillo –le informa el Profesor.
El Fotógrafo atiende ansioso.
–Sí, ¿y?, ¿qué paso?
En su rostro se ve sorpresa y desilusión ante lo que oye.
–¿Cómo que...? (...) ¿Estás seguro? (...) Ah... Bueno (...) Bueno, gracias. Te debo una. (...) Chau.
Corta y mira a los otros.
–Analizó el casquillo que me dio el pibe –les dice.
Los otros dos lo miran interrogantes.
–Era de hace 25 años, por lo menos –les informa.
–Chau evidencia –concluye la Secretaria.
El Profesor vuelve a mirar el papel.
–Bueno, vamos al Parque. Pero no nos arriesguemos.

El Profesor está con el torso desnudo. El Fotógrafo y la Secretaria le colocan un micrófono pegado a la piel.

A lo lejos, un auto avanza por un descampado. En el cielo se recorta la torre del Parque de la Ciudad. Luego de un trecho, el auto se detiene y apaga el motor. El ocupante baja: es el Profesor. Mira hacia ambos lados y camina internándose en el descampado.

El Fotógrafo lo mira a través de un poderoso teleobjetivo. Está asomado por la ventanilla de la combi, semi escondido. La combi está detenida, oculta detrás de unos arbustos. El Fotógrafo panea un poco con la cámara. En los alrededores no hay nadie más. El Fotógrafo mira hacia la parte de atrás de la combi. Allí está la Secretaria, frente a un equipo de grabación. Tiene auriculares puestos.
–¿Nadie? –pregunta el Fotógrafo sin mirarla.
La Secretaria niega con la cabeza. Él vuelve a mirar hacia fuera.

El Profesor llega hasta un banco de cemento resquebrajado que está en el medio de la nada. Mira hacia todos lados y se sienta, tranquilo. Queda de espaldas al punto de vista del Fotógrafo. Allí se queda, inmóvil.

Desde la combi, el Fotógrafo mira ansioso. Mira su reloj. Vuelve a mirar a través de su cámara. Le parece ver algo. Separa el ojo de la cámara, mira directamente, y luego vuelve a la cámara. A lo lejos, una silueta se acerca caminando, lentamente. El Profesor lo mira venir, tranquilo. Permanece sentado.

El Fotógrafo mira a la Secretaria, alerta. La Secretaria lo mira y pone en marcha el equipo de grabación.

En la combi negra, el hombre del handy habla. No se escucha lo que dice. Levanta la vista y mira a los otros. El chofer sigue mirando su televisor blanco y negro. En la pantalla, Menem hace un discurso de campaña para su reelección de 1995. El hombre del handy les hace un gesto con la cabeza. El que está atrás levanta su bolso. El chofer apaga el televisor. Los hombres salen de la combi negra. A lo lejos se ven las torres con cables de media tensión. Uno de los hombres se detiene a unos pasos, se acuclilla y abre su bolso. El otro sigue caminando, alejándose por el camino de tierra. El que está en cuclillas saca el fusil de su bolso. Coloca una mira y el cargador. A unos 100 metros, el segundo hombre se detiene. Cerca de unos arbustos, abre su bolso. Parado al lado de la combi, el chofer mira a través de unos binoculares. En cada uno de los lugares donde están apostados, los hombres miran al cielo, expectantes.

El Profesor permanece sentado en su banco de cemento. La silueta se va dibujando cada vez más claramente a medida que se acerca.

Funde a negro.
Fin del bloque 5.

BLOQUE 6

El Fotógrafo mira a través de su teleobjetivo. La silueta está más cerca del Profesor. El Profesor espera sentado, tranquilo. El hombre que se acerca, el testigo, camina muy lento, despreocupadamente. Parece tener 40 años, o menos, vestido de jean, descuidadamente; pelo y barba crecidos. El Profesor lo ve venir. El Fotógrafo lo mira a través de su teleobjetivo. Le saca una foto. El testigo llega hasta el Profesor. El Profesor se para. Se dan la mano. Otra foto.

La Secretaria sostiene los auriculares con sus manos. Está atenta a lo que dicen.
Vistos por el teleobjetivo de la cámara, los dos se sientan en el banco, uno al lado del otro, de espaldas al Fotógrafo. Parecen conversar.

La Secretaria escucha atentamente. El Fotógrafo saca otra foto. Mira a la Secretaria. Ella está muy atenta, escuchando. De repente, su expresión cambia. Su interés es mayor. Parece sorprendida. El Fotógrafo la mira, intrigado. Vuelve a mirar hacia el Profesor. El testigo le entrega un sobre. El Fotógrafo mira a la Secretaria. Ella le devuelve una mirada brillante. Parece que estuviera teniendo una revelación.

Los tres vuelven en la combi, en silencio, pero con expresión satisfecha. El Fotógrafo maneja. El Profesor rompe el silencio.
–Encontramos al testigo clave –les dice, con la vista al frente, sonriendo.

El chofer de la combi negra mira al cielo con sus binoculares. A lo lejos comienza a escucharse el ruido de un helicóptero. El chofer baja los binoculares, mira a los otros y asiente con la cabeza. Los hombres levantan los fusiles, apuntando hacia el lado donde el helicóptero se dirige. El chofer sube a la combi. El sonido del helicóptero es más fuerte. Los hombres se tensan en su posición. Ya están listos para disparar.

Una moto se acerca a la combi blanca que está parada en la ribera del Riachuelo. Casi sin detenerse, el motoquero toma el sobre que le entrega el Profesor y sale picando.

Las luces del bunker se encienden. Entran el Profesor, el Fotógrafo y la Secretaria, efusivos. El Profesor se dirige al teléfono, marca un número, y espera. Los otros dos se desploman, aliviados, en los sillones.
–Recibió el sobre –comienza a hablar el Profesor–. (…) Ah, bueno. Ahí hay evidencia suficiente como para...
El gesto del Profesor cambia; ahora está sorprendido.
–¿Cómo? (...) Pero señor... (...) Sí señor. (...) Sí señor, entiendo... (...) Sí, gracias, señor.
El Profesor corta. Los mira a los demás, con expresión de tristeza y desazón. El Fotógrafo y la Secretaria lo miran con recelo, con temor, esperando una respuesta.
–Dice que hasta acá llegamos –les informa.
Los otros lo miran sin entender.
–Que no se puede seguir adelante. Que destruyamos todos los elementos que tengamos, y nada más.
El Fotógrafo y la Secretaria se quedan petrificados. El Fotógrafo se recuesta contra el respaldo del sillón, toma el control remoto y enciende el televisor.
–Ah, y también nos felicita. Dice que hicimos un gran trabajo.
En la pantalla del televisor habla Zulema Yoma.
–Es un crimen político, hijo, y entonces qué tengo que esperar, si acá todos los años es política, todos los años tenemos elecciones, entonces qué voy a hacer con la causa de mi hijo, yo me pregunto.

El sonido del helicóptero es muy fuerte. El tirador tiene apoyado el ojo en la mira. Tensa el dedo en el gatillo. El helicóptero pasa. El tirador aprieta el gatillo.
Funde a negro.
Se escucha el disparo. Siguen varios disparos.
Silencio.
Fin del capítulo.

Se imprime sobre negro:
EN EL PROXIMO CAPÍTULO…

La masacre de Ramallo

Títulos de final.


PARADERO DESCONOCIDO

Esta es una serie de ficción.
Cualquier parecido con la realidad en sus personajes y/o situaciones
es pura coincidencia.

Abre de negro. La cámara recorre los pasillos de Tribunales, luego baja en un montacarga para después avanzar por los lúgubres pasillos del sótano hasta pararse frente a una puerta cerrada. Mientras tanto, se oye la voz del locutor:
–Debajo de la ciudad se guardan historias. Historias de gente común que un día cualquiera a una hora cualquiera sin motivo aparente se transforma misteriosamente en alguien de… paradero desconocido.
Funde a negro.

Abre de negro.
La puerta cerrada se abre. Es una sala de archivo con innumerables cajas apiladas en extensas estanterías. Juan Ignacio Lencinas, un hombre setentón y de aspecto inteligente, camina por el interior de la sala mirando los anaqueles.
–Acá está lo que quedó –dice, como para sí.
Se detiene y mira hacia la cámara.
–Lo que quedó de las investigaciones del pasado. Una vez resuelto el caso... Sus imágenes, sus ropas. Las pruebas, las armas...
Sigue caminando, mirando las cajas, sin dejar de hablar.
–...las evidencias, las pericias, los testimonios. Las herramientas que dieron por resultado el éxito de una investigación, la salvación de una víctima.
Se detiene a observar una vitrina.
–Pero hay casos que nunca fueron resueltos y que, aún hoy, permanecen en el misterio.
Lencinas se vuelve hacia la cámara.
–En abril de 1960, Alonso Arrechea, 44 años, viudo, estanciero de la Provincia de Buenos Aires, salió al campo cuando se avecinaba una tormenta.

Reconstrucción: Arrechea está en uno de los puestos de la estancia, junto a su camioneta, despidiéndose del puestero. Hay viento. Se oye la voz de Lencinas.
–Desde uno de los puestos de su estancia se dirigía al chalet del casco donde lo esperaban a cenar.

Arrechea manejando. La camioneta recorre un camino de tierra. Hay una fuerte tormenta eléctrica. Sonidos de truenos, de motor y una nota musical grave, monocorde...
–Durante más de veinte años –se sigue oyendo la voz de Lencinas– Alonso Arrechea había recorrido ese camino, entre el puesto y el casco, y llegaba puntualmente a cenar.

La camioneta frena. Se encienden las luces de balizas de la camioneta. En medio de la noche, en pleno campo abierto, es visible el brillo intermitente de las balizas.
–Pero esa noche... –dice la voz de Lencinas.
Sobre el plástico de las balizas, empiezan a caer gotas de lluvia.
–...nunca llegó.

Amanece. Ya no llueve. La camioneta está detenida. Dos personas (su hijo Julián y el puestero) se acercan caminando por el camino embarrado. Llegan a la camioneta. Miran en el interior, miran dentro de la caja. Miran el piso alrededor de la camioneta. Se miran extrañados.

El CASO DEL ESTANCIERO

Funde a negro.

BLOQUE 1

Abre de negro. Lencinas está en el estudio de su casa. Un par de bibliotecas bien provistas. Una parte de la biblioteca está compuesta por un sector de legajos. Junto a ese sector, un espacio en que hay una cafetera térmica, unos pocillos y un azucarero. Escritorio antiguo y silla de brazos. Mueble moderno para computadora con pantalla, y silla, ambos con rueditas. Detrás del escritorio, un pizarrón para marcador de fibra. Perchero de pie. Diplomas varios en la pared. Algunos cuadros, pequeños y de marco barato: aguadas de distinto tipo, y paisajes campestres al óleo. Lencinas, de espaldas, termina de escribir en el tope del pizarrón, con pulso firme, el nombre ALONSO ARRECHEA. Luego, Lencinas se dirige a un anaquel de la biblioteca y saca un legajo. Lo deja sobre el escritorio y se queda un instante parado, con la vista fija en ese legajo.
–Alonso Arrechea –dice Lencinas, para sí.
Levanta la vista y mira francamente a cámara.
–En mis 40 años como director de investigaciones de la fiscalía, este es uno de los casos más enigmáticos que me tocó conocer.
Lencinas abre el legajo. Allí se encuentran todos los antecedentes de Arrechea. Una fotografía de él tipo retrato, otra en una yerra, recibiendo un trofeo, en una cena, jugando al polo. Una ficha donde, se adivina, están todos los datos personales de Arrechea. Lencinas le echa un vistazo a la ficha y a cada uno de estos materiales, mientras habla para sí:
–Descendiente de pequeños propietarios rurales, inmigrantes; su padre ya era todo un estanciero. Infancia feliz, estudios terciarios agro-técnicos. Se hizo cargo del negocio familiar, mejoró la hacienda: incluso ganó algunos premios. Deportista, galán, pero siempre hombre de familia. Casado a los 22 años, padre a los 24, enviudó a los 40. Desde entonces viajaba a Buenos Aires con un poco más de frecuencia, pero seguía recorriendo los puestos personalmente. Como aquella noche de abril del 62.

Lencinas saca también un croquis que incluye: el casco, el puesto, el camino que une a ambos, la ruta, el monte cercano, los campos. Fotografías tipo pericia: de la camioneta y del lugar alrededor. Informes periciales.
–Arrechea no llegó al casco de la estancia ni a ninguna otra parte que se sepa –sigue Lencinas, mientras sigue revisando el expediente–. No había rastros de violencia en la camioneta, ni huellas de sangre, ni evidencia de ningún otro tipo que suponga un secuestro, un asalto o un atentado. La camioneta tenía todavía medio tanque de nafta, no tenía ningún desperfecto, pero, eso sí: la batería estaba agotada.

Entonces, Lencinas va hasta el pizarrón y con el marcador comienza a copiar el croquis que estaba en el expediente. Empieza por ubicar en el centro, con una X, el lugar donde el hijo y el puestero encontraron la camioneta de Arrechea.

En el Mercado de hacienda de Liniers, entrevista a Julián, el hijo de Arrechea, un hombre de unos 60 años, de aspecto próspero y campechano.

Zócalo: Julián, hijo de Arrechea

Julián relata que han pasado 40 años, pero recuerda claramente que, cuando llegaron él y el puestero no había huellas de ningún tipo alrededor de la camioneta, ni humanas ni animales, pero su padre no estaba.

De vuelta en el estudio de Lencinas, que está escribiendo en el pizarrón, más arriba y a la izquierda de la X, la palabra: JULIÁN . Regresa a su escritorio y, sin dirigirse a nadie en particular, repasando las fotos y papeles que obraban en el legajo, dice:
–Sí, se hizo una investigación, que abarcó todas las hipótesis imaginables, pero no arrojó resultados. Se hicieron batidas por todo el campo y por los lugares que solía frecuentar Arrechea. Se hicieron peritajes, se tomaron declaraciones... Nada.
Lencinas mira a cámara.
–Finalmente el caso se cerró sin encontrar culpables, y lo que es peor: sin encontrar a Arrechea.
Lencinas baja la vista y se queda parado con los puños sobre el escritorio, contemplando todas esas fotos, gráficos y documentos que se despliegan ante él. Luego, vuelve a mirar a cámara.
–Varias de las líneas de investigación eran interesantes, pero ninguna era convincente del todo.
Lencinas mira los papeles y fotos y, con un dedo, desliza tres de ellos, separándolos del resto.
–Sin embargo, en los últimos años, encontré nuevos datos que hacen que, tres de estas hipótesis, sean las más firmes.
Lencinas vuelve a mirar a cámara.
–Tal vez alguna de ellas nos lleve a responder la pregunta que mantuvo en vilo durante meses a muchas personas: ¿Qué pasó con Alonso Arrechea?

FIN BLOQUE 1

BLOQUE 2

Lencinas está parado de espaldas a la cámara, la mano en el mentón, contemplando la X en el pizarrón como si fuera un objeto de estudio. Hace un círculo contorneando esa X, y gira para enfrentar a la cámara:
–Dentro de todo lo extraño del caso Arrechea, lo más curioso es el asunto de las huellas.

Alambradas de un campo. Entrevista a Segundo Cevallos, puestero de Arrechea, un hombre de unos 80 años, de aspecto duro y reservado, pero espontáneo.

Zócalo: Segundo Cevallos, puestero de Arrechea

El puestero relata que salió a la madrugada a caballo a recorrer las aguadas del norte y revisar unos alambrados. Después se fue al casco de la estancia a dar las novedades y se encontró con el hijo de Arrechea.

Mercado de hacienda de Liniers. Entrevista a Julián, hijo de Arrechea.

Zócalo: Julián, hijo de Arrechea

Relata que la noche anterior estaba relativamente tranquilo porque suponía que el padre se había quedado a dormir en el puesto. Pero a la mañana llegó el puestero, y Julián se encontró con la noticia de que su padre había salido a las 10 de la noche y que, así como no había llegado al casco, tampoco había vuelto al puesto.

Alambradas del campo. Entrevista a Segundo Cevallos, puestero de Arrechea.

Zócalo: Segundo Cevallos, puestero de Arrechea

Relata que salieron los dos, en el auto de Julián, por el camino que une al casco con el puesto. Y después de andar un rato, tuvieron que bajarse del auto para segur a pie, porque el camino estaba muy fangoso. Así descubrieron la camioneta parada en medio del camino, apuntando en dirección hacia el casco de la estancia.

En su estudio, Lencinas acaba de escribir la palabra PUESTERO a la derecha. Mira a cámara y señala la X.
–La camioneta estaba vacía. Tenía medio tanque de nafta –dice Lencinas–. Tenía la batería agotada, y estaba con el interruptor de las luces de giro y el interruptor de luces cortas en posición de encendido.
Recorre con el fibrón el circulito que rodea la X, y sigue:
–No había huellas alrededor de la camioneta, a pesar de haber llovido toda la noche.
Hace una pausa, gira hacia el pizarrón y sigue:
–Ahora veamos cuáles eran las 3 hipótesis más posibles que se barajaron. La primera: Un grupo de cuatreros, esa misma noche, entró al campo (señala la parte inferior del pizarrón) mucho más al sur, para robarse una tropa de ganado.

Escribe abajo: CUATREROS. Luego regresa al escritorio y toma un par de papeles.
–Todavía quedan, en el archivo local, los expedientes del caso Arrechea. Hubo que rebuscar bastante en los legajos, pero al fin los pudimos encontrar, y los reconstruimos casi completos (orejea los papeles y echa una ojeada). Lo más sustancial, de todas maneras, ocurrió en los primeros días.

Archivo de tribunal local, en un pueblo de la Provincia de Buenos Aires. Entrevista a Ezequiel Ávalos, empleado del archivo, 25 años. Habla con cierta afectación de noble abogado provinciano, pero con cordialidad y entusiasmo.

Zócalo: Ezequiel Ávalos, empleado del archivo

Relata que, según el expediente, la policía había recibido aviso de una estancia situada inmediatamente más al sur, a causa de los movimientos raros que habían percibido en el extremo del campo de su vecino Arrechea. La policía, una comisión de 6 hombres en dos vehículos, llegó por la ruta desde el norte, y entró al campo de Arrechea por el mismo camino que conduce al puesto, pero tomando luego por un desvío que dobla a la derecha y conduce a la parte sur.

Mercado de hacienda. Entrevista a Julián, hijo de Arrechea.

Zócalo: Julián, hijo de Arrechea

Refiere que la policía sorprendió a los cuatreros en plena faena y rescató el ganado casi en su totalidad. Sólo se perdieron media docena de vacas sobre 120. Los cuatreros, rodeados y amenazados por las fuerzas policiales, se rindieron sin resistencia.

Archivo de tribunal local, en un pueblo de la Provincia de Buenos Aires. Entrevista a Ezequiel Ávalos

Zócalo: Ezequiel Avalos, empleado del archivo

Dice que según el informe de un baqueano, contratado como perito en el sumario, no se encontró ningún rastro que condujera desde la camioneta estacionada en la huella hasta la zona en cuestión. Agrega que, en realidad, no había ninguna huella.

Lencinas, en su estudio, traza una línea que va desde la X en el centro del pizarrón hasta la parte inferior, rematándola en forma de punta de flecha. Escribe: CUATREROS, y dice:
–Recién al día siguiente, al intentar comunicarse con Arrechea, la policía se enteró de la desaparición del estanciero.
Luego va hasta el escritorio y señalando el pizarrón, y luego a cámara, agrega:
–De ahí surgió la primera hipótesis acerca del caso Arrechea: El estanciero, mientras viajaba hacia el casco de la estancia, habría percibido el movimiento del ganado, habría bajado de la camioneta y se acercó a investigar.

Reconstrucción asesinato de Arrechea: Es de noche en el camino que va del puesto al casco de la estancia. Se oyen truenos y el motor de la camioneta junto con una nota musical grave y monocorde. Llega la camioneta de Arrechea, que se baja y mira hacia el campo. Vuelve a la camioneta y saca un revolver de abajo del asiento. Empieza a caminar a campo traviesa y se aleja de la camioneta. Alguien se le acerca desde atrás. Arrechea lo oye y se da vuelta. Pero alguien llega también desde la dirección opuesta y lo acuchilla en los riñones. El primero corre hacia él y lo acuchilla en el abdomen.

Estudio de Lencinas.
–Pero, cuando cada uno de los cuatreros fue interrogado por separado en el puesto policial, todos se mostraron sorprendidos: era evidente que no tenían ni la menor idea de la desaparición de Arrechea. Pero había algo más, más inquietante y más sorprendente:

Archivo de tribunal local, en un pueblo de la Provincia de Buenos Aires. Entrevista a Ezequiel Ávalos

Zócalo: Ezequiel Avalos, empleado del archivo

Dice que en el juzgado de turno se hizo una segunda ronda de interrogatorios, más exhaustivos, que terminó por despejar las sospechas en contra de los cuatreros, y que abrió otra causa judicial. Los cuatreros confesaron que eran socios de Arrechea. Su participación en el negocio consistía en retirar el ganado para venderlo en negro. Su participación en la ganancia era de un diez por ciento.

Lencinas se sienta frente al escritorio, ojea los informes sobre los cuatreros. Menea la cabeza, sabio.
–Gente con un poco de experiencia no hubiera necesitado más que un par de minutos de conversación con ellos para sacarles la radiografía: El perfil de estos sujetos no se ajustaba al tipo de delincuente capaz de cometer hechos de sangre. (Se encoge de hombros y sonríe.) Eran unos pobres peones desocupados.

Lencinas hace una pausa. Guarda los papeles de los cuatreros en el legajo y saca una vieja fotografía ajada.
–Descartada la primera hipótesis, los investigadores empezaron a buscar conductas no usuales en la vida cotidiana de la familia Arrechea. Se preguntaron entonces por qué su hijo esperó hasta el otro día para salir a buscarlo, cuando supuestamente estaba esperándolo para cenar.

Mira la fotografía y entrecierra un momento los ojos, imaginando. De inmediato, deja la foto, se pone de pie y va al pizarrón.
–De la indagación de esta circunstancia surgió una segunda hipótesis, y un sospechoso (da dos golpes con el índice en la palabra Puestero): el puestero.

Cocina de casa de campo. Entrevista a Marina que ya tiene unos 55 años. Habla con soltura, pero al llegar a los aspectos más íntimos con cierta reticencia.

Zócalo: Marina, hija del puestero

Marina dice que sí, que Arrechea se quedaba, a veces, a pasar la noche en el cuarto que él tenía en el puesto. Julián, su padre, lo había advertido, como todos en la estancia, y era un secreto a voces: Marina lo visitaba en ese cuarto. Su padre no aprobaba esa relación pero no se atrevía a oponerse francamente, aunque lo enfurecía. Eso también lo sabían todos. Pero de ninguna manera Marina piensa que el padre fuese capaz de un crimen...

En su estudio, Lencinas acaba de escribir MARINA, bajo la palabra PUESTERO, en el pizarrón. Mirando lo que acaba de escribir, dice:
–Esa noche, como sabemos, Arrechea no se quedó en el puesto. Todo el mundo: la joven, el puestero y los 4 peones lo vieron salir rumbo al casco.
Entonces traza una flecha de PUESTERO a la X, y después mira directo a cámara.
–Pero detrás de él salió el puestero.
Lencinas vuelve a observar el croquis que se va organizando en el pizarrón y sigue:
–El puestero salió del puesto apenas un par de minutos después que Arrechea, y regresó a los 40 minutos.
Ahora mira a cámara.
–¿ Lo siguió? ¿Pudo haberlo alcanzado (recorre la flecha con la mano) galopando, ganando camino a campo traviesa?

Reconstrucción asesinato de Arrechea: Es de noche en el camino que va del puesto al casco de la estancia. Se oyen truenos y el motor de la camioneta junto con una nota musical grave y monocorde, que se transforma en un repiqueteo de furia contenida.
La camioneta avanza en la noche por el camino. Desde el interior se ve que un jinete se cruza poco más adelante. La camioneta frena. Desde la camioneta se ve que el jinete está detenido en medio del camino y que desmonta. Arrechea se baja de la camioneta y se dirige hacia el jinete. El jinete, con las manos tomadas a la espalda, camina hacia Arrechea. Arrechea va hacia el jinete. Quedan enfrentados, iluminados por los haces de luz de la camioneta. El jinete deja ver sus manos: en la derecha tiene un revólver, lo apunta y le dispara en el pecho.

Alambradas del campo. Entrevista a Segundo Cevallos, puestero de Arrechea.

Zócalo: Segundo Cevallos, puestero de Arrechea

El puestero admite que sí salió aquella noche a caballo. Que sí pudo haberlo alcanzado, pero no fue en esa dirección. Se pregunta a sí mismo si pudo, movido por el celo paterno, haber atentado contra Arrechea y rechaza absolutamente esa idea. Salió, sí, pero en otra dirección. Había tormenta eléctrica y fue a controlar que no se espantara el ganado del potrero del norte.

Archivo de tribunal local, en un pueblo de la Provincia de Buenos Aires. Entrevista a Ezequiel Ávalos

Zócalo: Ezequiel Ávalos, empleado del archivo

Dice que según el informe pericial del baqueano contratado por el juzgado, no quedaron huellas de su trayecto de ida, pero durante el tiempo de su cabalgata, poco antes de su regreso, comenzó a llover. En ese sentido las huellas son inconfundibles: provenían de una dirección casi opuesta a la que siguió a Arrechea.

En su estudio, Lencinas está junto al pizarrón y, mirando a cámara, da dos golpecitos arriba a la derecha de la palabra PUESTERO.
–Noreste –dice Lencinas a cámara.
Luego, con la mano hace tres trazos rápidos: de la palabra PUESTERO a la X y de allí a un punto en el noreste y nuevamente a la palabra PUESTERO.
–No hubiera tenido tiempo de hacer todo ese recorrido.
Lencinas vuelve al escritorio y se sienta. Toma la foto ajada, que ahora se ve que es de Marina joven, la estudia un instante, y la regresa al legajo.
–Desestimada esta segunda hipótesis –dice mirando a cámara–, y ya algo desesperanzado, a uno de los investigadores se le ocurre tirar del piolín de la primera hipótesis: el robo de ganado.
Y sigue, mientras busca en el legajo.
–¿Por qué Arrechea habría de robarse a sí mismo? Lo que se ahorraba en impuestos era aproximadamente lo que le cobraban los cuatreros. Otro dato que le llamó la atención es que esa noche (saca unas hojas del legajo y les echa un vistazo) debió haber ido a cenar con Arrechea su primo Nicasio.
Lencinas deja los papeles y mira a cámara.
–Cuando se le preguntó al hijo cuál era el motivo de esa visita, y por qué no se concretó, en su momento contestó con evasivas. Entonces se le pidió al juez que lo llamara nuevamente a declarar.

Mercado de hacienda. Entrevista a Julián, hijo de Arrechea.

Zócalo: Julián, hijo de Arrechea

El hombre reconoce el viejo pleito que a la vez unía y separaba a ambos primos: Hacía mucho tiempo, su abuelo había perdido casi todo su ganado a causa de una epidemia. El hermano de su abuelo le ofreció una solución: aportaría buena parte de su fortuna para remontar el plantel a cambio de ser copropietarios de la hacienda. Todo esto se hizo sin papeles, en un pacto de confianza entre hermanos. Julián informa que la situación pasó a la segunda generación: Arrechea, su padre, y su tío Nicasio.

Lencinas en su estudio, mientras apila los papeles que sacó antes, dejando frente a sí los que corresponden a la tercera hipótesis, dice:
–Nicasio Arrechea estaba furioso, porque nunca recibía dividendos por la venta del ganado, del cual era, aunque sin papeles, copropietario. Y para colmo, Arrechea siempre le argumentaba el problema de los cuatreros. La hipótesis era sólida: Arrechea estaba arruinando a su primo. Pero el primo había descubierto la trampa. La motivación para el asesinato era clara; la oportunidad, precisa.

Archivo de tribunal local, en un pueblo de la Provincia de Buenos Aires. Entrevista a Ezequiel Ávalos

Zócalo: Ezequiel Avalos, empleado del archivo

El empleado dice que, según el expediente, en la indagatoria, Nicasio no pudo justificar dónde había estado esa noche. Alegó que se le había roto una punta de eje en el camino a la estancia.

Reconstrucción asesinato de Arrechea: Es de noche en el camino que va del puesto al casco de la estancia. Se oyen truenos y el motor de la camioneta junto con una nota musical grave y monocorde, que se transforma en un repiqueteo de furia contenida. En el camino, hay dos vehículos frente a frente: la camioneta de Arrechea y un Peugeot 404. A la distancia se ve a los dos primos Arrechea hablando, respaldados en el flanco del Peugeot, pero los truenos y el viento no dejan oír lo que conversan. Nicasio habla serio, y Alonso Arrechea asiente sonriente. Nicasio saca un papel y se lo muestra. Alonso Arrechea le saca el papel de un manotazo, lee brevemente y mira con furia a su primo. De un manotazo, estrella el papel contra el pecho de Nicasio, pega media vuelta y se dirige a pasos largos a la camioneta. Nicasio lo sigue, hablándole. Alonso Arrechea abre la puerta de la camioneta, se agacha y mete la mano bajo el asiento. Nicasio llega junto a él en el preciso momento en que Alonso Arrechea se incorpora nuevamente empuñando un revólver. Nicasio se sorprende pero consigue tomarle la muñeca. Forcejean. Suena un disparo (es el único sonido sincrónico que se oye de la escena). Alonso Arrechea se desmorona. Ignacio da un paso atrás. Alonso está tendido en el suelo.

El baúl del Peugeot se abre; el cuerpo de Alonso Arrechea está junto al Peugeot. Caen las primeras gotas de lluvia.

Estudio de Lencinas. Pizarrón: Lencinas termina de dibujar, a la izquierda, la segunda de dos verticales paralelas. Es la más interna y tiene un pequeño corte en el centro. Abajo, entre las dos, escribe NICASIO. Traza ahora una línea que corre entre las dos de abajo arriba, y al llegar al corte dobla y continúa recta hasta la X central. Luego gira y habla a cámara:
–La hipótesis cerraba al menos en un punto (recorre ahora con el índice el sentido inverso, desde la X hasta la ruta): Nicasio Arrechea pudo haber llegado en su auto, de regreso a la ruta, llevándose el cuerpo de su primo, antes de que arreciara la lluvia. Con lo que, si hubiese dejado alguna huella, se hubiera borrado.
Lencinas regresa a su escritorio, pero permanece de pie, delante y apoyándose en él, y habla a cámara:
–Pero esta hipótesis empezó a caerse cuando los investigadores se enteraron de que Nicasio no necesitaba ya reclamarle nada a su primo.
Lencinas toma sin mirar una de las hojas de la tercera hipótesis y la muestra:
–Le había iniciado juicio dos días antes, y quería ir a decírselo personalmente. (Deja la hoja.) Nadie inicia un juicio reclamándole plata a alguien y antes de cobrar lo mata.
Lencinas gira para sentarse.
–También se podía pensar en una pelea, un homicidio preterintencional.
Antes de sentarse:
–Pero...

Archivo de tribunal local, en un pueblo de la Provincia de Buenos Aires. Entrevista a Ezequiel Ávalos

Zócalo: Ezequiel Ávalos, empleado del archivo

El empleado dice que según consta en el expediente, a los pocos días prestó declaración el reducidor de repuestos automotores al que Nicasio le había comprado la punta de eje. Esta declaración llevó a encontrar a la camioneta de auxilio que lo había trasladado a Nicasio desde varios kilómetros antes de llegar a la estancia de su primo hasta el pueblo más cercano, como a cuarenta kilómetros.

En su estudio, Lencinas habla a cámara.
–La hipótesis se desmoronó completamente: El primo nunca llegó a la estancia.
Camina de regreso al pizarrón, contemplando el croquis ya formado:
–Los investigadores estaban descorazonados: todas las hipótesis se habían caído.
Lencinas gira quedando enmarcado por el pizarrón atrás, y delante todo el papelerío sobre el escritorio. Luego dice, directo a cámara:
–Y entonces, ¿qué había pasado con Arrechea? ¿Cómo podría haberse esfumado en medio del campo sin dejar huella alguna? ¿Algo misterioso había sucedido con él?

FIN BLOQUE 2

BLOQUE 3

Estudio de Lencinas. Sentado tras su escritorio, habla por momentos a cámara, por momentos echando una mirada a los papeles y documentos. Mientras habla, los acomoda en tres pilas, dejando el legajo a su derecha y los antecedentes de Arrechea y demás pericias a su izquierda.
–El caso Arrechea no dejaba de darme vueltas en la cabeza –dice Lencinas. Había que encontrarle una explicación, una solución. Descartada la hipótesis del secuestro, porque nunca nadie pidió rescate, y sobre todo, porque no había huellas alrededor de la camioneta, me puse a revisar las posibilidades anteriores, y llegué a las siguientes conclusiones: Quedaba descartada la posibilidad de la muerte de Arrechea a manos de los cuatreros. Esa gente (dando un par de golpes suaves con el índice sobre una de las pilas) trabajaba para él, cobraba puntualmente y no tenían motivo de queja.

Mercado de hacienda. Entrevista a Julián, hijo de Arrechea.

Zócalo: Julián, hijo de Arrechea

El hombre recuerda que cuando se acusó a los cuatreros, tardaron en caer en la cuenta, y era evidente que estaban más preocupados porque no iban a cobrar, que temerosos de una condena por asesinato. Además estaba el tema de las huellas. No había huellas entre la camioneta y los cuatreros, ni de hombres ni de caballos.

En su estudio, Lencinas guarda esos papeles en el legajo, y acerca para sí el segundo grupo.
–Esto nos lleva a revisar la segunda hipótesis: El puestero: Era evidente que el hombre odiaba a Arrechea. Desaprobaba absolutamente la relación del estanciero y su hija. ¿Entonces? En primer lugar, él cobraba puntualmente su porcentaje en el asunto (dos golpes con la punta del índice al legajo) del robo de ganado. En segundo lugar (apoya su mano sobre los papeles del puestero), esa relación estaba casi concluida: En la investigación, de manera tangencial, se descubrió un pequeño número de otras amantes del estanciero, todas relaciones pasajeras.

Cocina de casa de campo. Entrevista a Marina.

Zócalo: Marina, hija del puestero

La mujer dice que, en realidad, la relación entre Arrechea y ella se había terminado esa misma noche. Se pusieron de acuerdo, porque ella quería casarse con un joven de la estancia vecina. Dice que su padre cobró su parte en el negocio de las vacas y hasta un pago extra, que le iba a servir como regalo anticipado para cuando ella se casara.

Estudio de Lencinas. Mientras guarda los papeles del puestero, incluyendo entre ellos la fotografía de Marina, que estaba dentro del legajo:
–Todo volvía a estar en orden. Arrechea, el puestero y su hija habían concluido una relación que tenía múltiples facetas. Y lo habían hecho de común acuerdo, sin reproches y a satisfacción de todos. No había motivo de resentimiento. Y no hay que olvidar que tampoco (señala con el pulgar hacia atrás, al pizarrón) había huellas que vincularan la cabalgata del puestero con un posible asesinato.

Lencinas toma el tercer grupo de documentos:
–Y esto nos lleva directamente a la tercera y última hipótesis coherente: el primo.

Mercado de hacienda. Entrevista a Julián, hijo de Arrechea.

Zócalo: Julián, hijo de Arrechea

El hombre dice que la seguridad que tenía Nicasio de ganar el juicio desaconsejaba cualquier solución extrajudicial, lícita o ilícita. Ya habían hablado con él y le íban a pagar. El hombre dice que su tío estaba muy enojado, pero no era un asesino. Además, si su padre se moría, a él le iba a ser mucho más largo cobrar con un juicio sucesorio de por medio.

Estudio de Lencinas. Mientras guarda en el legajo los papeles de la hipótesis Nicasio:
–La sospecha se caía por todos lados por falta de móvil. Pero aun así, mirados los hechos objetivamente, los testimonios del reducidor y del auxilio mecánico, y otra vez la falta de huellas, terminaban de destruir esta hipótesis.
Lencinas mira a cámara.
–¿Y entonces? ¿Por qué no estaba Alonso Arrechea en su camioneta, aquella mañana de abril de 1960? ¿Cuál es su paradero actual? No había respuesta.
Luego toma los documentos restantes: antecedentes de Arrechea, y de entre ellos saca una fotografía de él, y se queda mirándola.
–Sin embargo... –dice Lencinas mirando la foto.
Luego mira a cámara:
–En base a todos estos datos que surgieron de la investigación, y otros que yo mismo descubrí, elaboré una hipótesis lógica, que además me permitía escapar de una salida irracional.
Se sienta y se acomoda en su silla:
–Si yo hubiese sido Arrechea, y estuviese en esta situación: La policía está tras la pista de los cuatreros. Los cuatreros en cualquier momento van a caer, y cuando caigan, van a cantar. Aun antes de la frustrada conversación con mi primo Nicasio, mis abogados me han avisado de la iniciación del juicio, y que lo voy a perder. Ya tengo suficiente dinero como para empezar una nueva vida: vendí el velero y arreglé otros asuntos. Unos días antes fui al banco y retiré todo de la caja de seguridad.
Lencinas acomoda los documentos restantes, quedando una pilita compacta.
–Entonces...
Sonríe. Abre el legajo y, con un solo movimiento, encaja los documentos dentro, cerrándolo.
–Digo todo esto, porque una de las relaciones de Arrechea, que no era tan pasajera (pasa la palma de la mano por el legajo) era una mujer de nombre Leonor, que se mudó de su departamento en Buenos Aires esa misma semana. (Lencinas se pone de pie.) A sus parientes les dijo que iba a hacer un crucero por el Pacífico, pero no se supo más de ella. ¿Qué les parece?
Lencinas entonces se dirige a la biblioteca. De fondo se ve el pizarrón con el croquis.
–Dejo mi camioneta en el camino, voy a pie hasta la ruta, donde me espera Leonor con un auto…
Lencinas guarda el legajo en la biblioteca, que desaparece de la vista entre los demás legajos y libros.
–…y adiós a todo el mundo. ¿Cierra, no? –concluye.
Lencinas esboza una sonrisa irónica. Se sirve un pocillo de café. Regresa al escritorio. Y sin mirar a cámara, mientras se sienta, dice, como avergonzado:
–Eso fue lo que deduje que haría Arrechea. Pero no.

Atardecer nublado. Lencinas camina mirando al suelo en el camino de tierra del campo donde se encontró la camioneta de Arrechea.
–Yo podría haberme engañado. Y dejar las cosas de este modo. Con esto salvaría la razón y mi prestigio profesional.
Lencinas echa una mirada en ambas direcciones del camino de tierra: hacia el puesto y hacia la ruta. Reflexiona en voz alta.
–Primero: es raro que hubiera dejado la camioneta en este lugar, pero… supongamos que fue así.
Lencinas mira a cámara.
–Podría ser que Arrechea quisiera dejar una cuota de misterio, para confundir las pesquisas, para dilatar la investigación mientras se hacía humo.
Julián, el hijo de Arrechea llega junto a Lencinas. Lo mira contrariado.
Lencinas sigue:
–Un problema para la hipótesis, es que no había huellas en el camino embarrado.
Julián asiente, ahora más satisfecho.
Lencinas le dice a Julián:
–Es cierto que su padre pudo haber partido caminando antes de que lloviera, pero no tuvo tiempo de llegar a la ruta con tiempo seco.

Ambos caminan hacia la ruta, por momentos se detienen. Lencinas va señalando en las diversas direcciones, graficando. Julián asiente a veces, siguiendo el razonamiento de Lencinas con interés creciente.
–Veamos los detalles –dice Lencinas–. Arrechea salió del puesto a las 10 de la noche. Desde el puesto hasta donde quedó la camioneta hay, a máxima velocidad, 7 minutos de marcha, o sea que llegó a las 10 horas y 7 minutos, mínimo. De la camioneta a la ruta, a pie, 1 hora. Corriendo, y Arrechea ya no era un joven, media hora. O sea que no pudo haber llegado a la ruta antes de las 10 y 37 de la noche. A las 10 y 30, minuto más o menos empezó a llover. Tuvo que haber huellas de Arrechea aunque sea en los últimos tramos del camino.

Están llegando a la tranquera, donde el camino de tierra desemboca en la ruta. Hay un auto Torino estacionado en la ruta. Lencinas le dice a Julián:
–Por otra parte, la policía llegó a la tranquera poco antes de las 10 y 40, cuando ya llovía torrencialmente. No se cruzaron con ningún vehículo ni ninguna persona a pie.
Lencinas habla ahora como para sí:
–¿Arrechea salió del camino cuando empezó a llover, llegando a la ruta a campo traviesa?
Ambos hombres recorren la banquina. Lencinas mira a cámara:
–El baqueano revisó el costado de la ruta en un trayecto más que prudencial. Era un hombre avezado y se estaba jugando su reputación: nada.
Julián asiente ante las últimas afirmaciones. Lencinas se detiene y lo mira descorazonado.
–¡Lástima! La hipótesis cerraba.
Lencinas y Julián están de nuevo junto a la tranquera. Lencinas sube al Torino estacionado. El auto arranca y se aleja. El hijo queda acodado en la tranquera, mirando el vehículo que se aleja. Se oye la voz de Lencinas.
–Si no lo mataron, no lo secuestraron, no pudo fugarse. ¿Qué pasó con Arrechea? ¿Por dónde partió, aquella noche de abril de 1960, el estanciero Alonso Arrechea?

En el interior del auto, Lencinas pone música en el CD y mira hacia la cámara, ubicada algo fuera del auto, del lado del asiento del acompañante. De inmediato, mira al frente para controlar la dirección de su auto y vuelve a mirar a cámara.
–Si usted tiene alguna hipótesis, aunque no sea muy firme, aunque sea un poco arriesgada, escríbame.
Sobre el volante, escribe algo muy corto en un papel de borde superior autoadhesivo. Apenas termina, vuelve a mirar a la cámara.
–Si la hipótesis que nos envía cierra, la incluiremos en el próximo ciclo de paradero desconocido.
Inmediatamente, estira el brazo y pega el papel autoadhesivo en el vidrio lateral del asiento del acompañante. El papel ocupa gran parte de la pantalla. Allí se lee una dirección de correo electrónico:

paraderodesconocido@smproducciones.com

A la imagen del papel con la dirección de correo electrónico se le superpone una vista general del campo con el auto que se aleja por la ruta. En unos instantes, se funde a negro la imagen del campo y el auto y se mantiene la dirección de correo electrónico. Luego de unos segundos, funde a negro y comienzan títulos de final.




































































































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